Aquella noche en el patio de la pequeña casa misional de Chin Shui, Gladys tomó su decisión. También ellos debían huir si el enemigo avanzaba. Yangcheng estaba rebasado y no podían volver allí; por consiguiente, tenía que regresar a Bei Chai Chuang con Timothy y Wan Yü, donde sus amigos y los otros niños les estaban esperando. Aquellos días sólo se estaba seguro entre los que uno conocía y eran dignos de confianza. Los bandidos chinos se unían a mayores formaciones reclutadas entre los campesinos sin hogar, convirtiéndose realmente en guerrillas. Era gente sin ley y salvaje y, cuando les daba por ahí, podían ser más crueles con los suyos que los mismos japoneses. Gladys sabía que, si tomaba el camino de las montañas, evitaría encontrarse con los japoneses que avanzaban. En cuanto a los otros enemigos, tendrían que arriesgarse.
Al amanecer del día siguiente, Gladys, Wan Yü y Timothy salieron de la misión y se pusieron en camino con sus hatillos por la Puerta Orienta. La oscuridad todavía llenaba los valles; pero el cielo se iluminaba rápidamente sobre los picos y los gallos anunciaban clamorosamente a la ciudad que el día y los japoneses avanzaban.
No habían andado más de trescientas yardas cuando Gladys sintió el cosquilleo de una extraña inquietud en el cerebro. Empezó a preocuparse. Tenían que recorrer dos millas antes de llegar al refugio rocoso de las montañas, y cierto sentido intuitivo, cierta telepatía mental, le enviaba una serie de señales de aviso a través de los pasillos del cerebro. No había ningún motivo visible para que la oprimiera aquel temor que de pronto había experimentado, pero ella creía a ciegas en sus intuiciones. Y éstas le decían: «¡Detente!». ¿Y si las patrullas japonesas operasen a ambos lados del ejército que avanzaba? ¿Y si los copaban en una garganta? Ya había estado a punto de ocurrirle al salir de Yangcheng. Frunció las cejas mirando a Timothy y a Wan Yü.
—Volvemos atrás —anunció en voz alta. Ellos la contemplaron con asombro.
—Pero ¿por qué? —protestó Wan Yü.
—No lo sé, pero volvemos —respondió con la voz de quien ha tomado una firme decisión.
Cogió de la mano a Timothy, giró sobre sus talones y emprendió vivamente el regreso a la ciudad, tirando del chiquillo.
—Podemos ir a mi pueblo y quedarnos allí —dijo Wan Yü, ansiosamente, corriendo detrás de ella—. Está en un valle más allá de la Puerta Occidental. Mi hermano cuidará de nosotros. Es muy buen hombre.
—Está bien; iremos allá —dijo Gladys—. Tengo la impresión de que es demasiado peligroso ir a Bei Chai Chuang precisamente ahora.
Cruzaron precipitadamente la Puerta Oriental. Las calles hervían de gente. Hombres, mujeres y niños, trajinando una variada colección de artículos caseros, corrían por las calles en dirección a la Puerta Occidental. Mientras seguían adelante mezclados con la muchedumbre, Gladys oyó una voz a su espalda que llamaba: «¡Ai-weh-deh! ¡Ai-weh-deh!». Se volvió a mirar. Era el jefe de correos, un hombre pequeño, nervioso y bullidor a quien sólo conocía superficialmente. Llevaba un grueso envoltorio de papel castaño atado con un cordel.
—Aquí hay cartas para usted —masculló, alargándole el paquete—. Las enviaron desde Yangcheng. Además, van también ahí todos los papeles de correos y los sellos. ¿Quiere usted cuidar de ello?
—Pero ¿por qué no puede hacerlo usted mismo? —preguntó ella, con voz irritada—. ¿Porqué mezcla mis cartas con todo su material?
—Es necesario. Usted está más segura.
—Pero éste no es mi trabajo; yo nada tengo que ver con la oficina de correos —comenzó ella, y se detuvo a media frase. En aquel momento, de la puerta por donde acababan de pasar, llegó el ruido de una descarga y gritos de terror. ¡Habían llegado las tropas japonesas que avanzaban! Si su intuición no la hubiese advertido, habrían dado de manos a boca con ellas. Se produjo un pánico inmediato; los que iban andando, ahora corrían; los fardos y paquetes grandes eran arrojados en la loca carrera hacia la Puerta Occidental. Hombres, mujeres y niños salían de las casas y callejones como conejos de sus madrigueras, para unirse, al tumulto general.
El jefe de correos, abandonando todo sentido de responsabilidad cívica, tiró el paquete a los pies de Gladys y emprendió la huida. Instintivamente, ella se detuvo a recogerlo. Era pesado; y demasiado grande para llevarlo bajo el brazo; se abrió paso llevándolo entre ambos brazos, sobre su fardo de ropa, decidida a no abandonar las preciosas cartas de su casa. Timothy y Wan Yü se escurrían a su lado, llevando paquetes de Biblias de la misión, pues también ellas eran demasiado preciosas para abandonarlas.
Fuera de la Puerta Occidental, la carretera corría paralelamente al impetuoso río Chin. Había un vado a trescientas yardas de la puerta de la ciudad. El pueblo de Wan Yü se hallaba al otro lado del río, muy alto en un escarpado valle. La mayoría de la gente de la ciudad se dirigían al vado. Entre un remolino de gente, Gladys, Wan Yü y Timothy vadearon el río. A Gladys el agua le llegaba al pecho; arrojó el paquete de sus ropas, y manteniendo el paquete de correos con Una mano sobre la cabeza, P asió a Timothy con la otra. En mitad de la comente se le ocurrió pensar de pronto lo ridícula que debía parecer, huyendo de los japoneses con un paquete en la cabeza que contenía todos los documentos del correo de Chin Shui. Pero no se paró para reír. Cruzado felizmente el río, con la ropa pegada a las piernas y al cuerpo, empezaron a trepar montaña arriba, acuciados por las detonaciones de los rifles en las calles de la ciudad.
En la casa de Wan Yü vivían su anciana madre, su hermano y la esposa de éste; pero a las pocas horas de su llegada se les habían unido muchos otros que huían de los japoneses. Eran pobres criaturas para quienes la casa del hermano de Wan Yü resultaba un paraíso. No podían seguir adelante. Dieron asilo a dos ciegos, varios abuelos, cuatro mujeres embarazadas, media docena de niños y unas cuantas madres con hijos pequeños. Era casi imposible seguir montaña arriba con aquella tropa. Algunos estaban lesionados. Y una vez más Gladys convirtió la casa en un hospital improvisado. Pedía a Dios, sin mucha esperanza, que los japoneses no se acercaran más.
Prácticamente todos los días las tropas salían de su cuartel general de Chin Shui y sistemáticamente saqueaban los siete pueblos que se alzaban en la orilla del río. Sin embargo, cuida han bien de estar de regreso dentro de las murallas con las puertas cerradas a la caída de la noche. Casi cada noche, iluminándose con faroles, Gladys y los granjeros descendían al valle a prestar auxilio a los campesinos heridos. Gladys sabía que era sólo cuestión de tiempo que el enemigo volviera su atención a los pueblos de más arriba del valle, pero como la casa de Wan Yü estaba tan alejada, confió en que nunca llegarían hasta ellos. Continuamente cruzaban su pueblo los refugiados, prosiguiendo hada las montañas más lejanas. Pasadas varias semanas, como medida de seguridad, Gladys organizó un servicio de centinelas que durante el día observaban por el agujero hecho en el muro.
Cinco semanas después de su entrada en Chin Shui, los japoneses empezaron a hacer incursiones en los pueblos del valle, extendiendo cada vez más su campo de operaciones. Cuando se fueron acercando más, Gladys pensó que, aunque la casa estaba ocupada por viejos y enfermos, no podían esperar piedad de los japoneses. Las guerrillas chinas atacaban constantemente a los japoneses en aquellos andurriales, y los últimos consideraban cada pueblo como un posible escondite.
La noticia de que la mujer pequeña cuyo Dios tenía mágico poder de protección vivía en aquel pueblo, había llegado a oídos de mucha gente, de lo cual resultó una riada ininterrumpida de suplicantes. La tarde en que llegaron los japoneses, estaba cuidando a una de las mujeres enfermas en un cuarto del piso superior, Incluso antes de que se abriera la puerta oyó el grito de Wan Yü:
—¡Están aquí! ¡Están aquí!
Gladys corrió escaleras abajo, dirigiéndose mirar por el agujero del muro. La suya era la primera casa del pueblo; sólo un pequeño templo, a unas cincuenta yardas, se alzaba más abajo en el valle. Pudo oír a los sacerdotes tocando trompas y tambores y elevando plegarías, en la creencia de que alejarían a los japoneses. Luego vio un grupo de hombres vestidos de caqui que avanzaban por los terraplenes y se reunían junto al templo. Hablaron entre ellos. Algunos se dirigieron al templo y otros marcharon en dirección a la casa de Wan Yü. Indudablemente el patio en que se hallaba seria el primer lugar donde entrarían, a menos que hiciera algo para evitarlo.
—¡Ocultaos rápidamente! —le gritó a Wan Yü—. Yo intentaré entretenerlos.
Y corrió a la puerta principal. No sabía lo que tenía que hacer; sabía sólo que tenía que evitar que entrasen, aunque para ello tuviese que salir y enfrentarse con ellos. Durante diez segundos permaneció allí, presa de miedo, debilidad e indecisión, tratando desesperadamente de recobrar el coraje. Después, en la confusión de su mente, apareció una frase con la claridad de una voz articulada: Mi gracia es suficiente para ti, porque mi fuerza se hace perfecta en tu debilidad. Se irguió y la abandonó la sensación de pánico. Se volvió, descorrió el cerrojo, abrió la pesada puerta y salió bajo la luz del sol, en el instante en que oía la cantarina voz de Wan Yü en la galería a su espalda:
—¡Ai-weh-deh, se marchan! ¡Están descendiendo el valle! ¡Se marchan!
Los japoneses no volvieron al pueblo de Wan Yü. Pasaron las semanas y, a finales de verano se retiraron de Chin Shui, deshicieron el camino de Yangcheng y llegaron a Tsehchow, donde pasaron el invierno. Cuando Gladys supo la noticia de su retirada, bajó a Chin Shui con Wan Yü y Timothy. Llevaba consigo el paquete que contenía las cosas de la oficina de correos y se lo dio al avergonzado funcionario. Después siguió por el camino de mulas hacia las montañas y Bei Chai Chuang, y luego hasta Yangcheng y la Posada de las Ocho Venturas.
La contempló tristemente. Todo estaba sucio pero ella lo hizo lo más habitable que pudo. La gente volvió de las cuevas y de los pueblos montañeses y repararon sus casas, y una pequeña chispa de vida pareció encenderse de nuevo en la vieja ciudad. El mandarín volvió con su séquito y se estableció de nuevo en el yamen. El alcaide de la cárcel también volvió con sus soldados. Unas pocas recuas de mulas llegaron desde el Sur, y unos cuantos tenderos reabrieron sus establecimientos, con escasas mercancías. Pero sólo cuando las fuertes nevadas cerraron los pasos empezaron a dormir realmente tranquilos.
En febrero, cuando la nieve empezaba a fundirse, Gladys s decidió visitar a los Davies en Tsehchow, aunque la ciudad estaba ocupada por los japoneses. Hacía muchos meses que no sabía de elfos, y estaba preocupada. Según informes que se filtraban de Tsehchow, los japoneses no trataban mal a sus habitantes. La misión y las residencias de los extranjeros estaban hiera de las murallas de la ciudad, y, aunque los japoneses ejercían una estrecha vigilancia sobre los que cruzaban las puertas, no podían —y no lo hacían— controlar a los centenares de campesinos y refugiados que rebullíais alrededor de la ciudad.
Gladys pensó que si podía hacerse pasar por una pobre campesina china y llegaba de noche, cuando incluso los más audaces japoneses se habían encerrado entre las murallas de la ciudad, no sería una jornada muy arriesgada. Jean y David la recibieron calurosamente. Le dijeron que no los habían maltratado aquélla la segunda vez que vivían bajo la nación japonesa, y hasta entonces no les habían molestado. Periódicamente los japoneses registraban la misión, pero no se habían excedido.
David aconsejó a Gladys que tuviera cuidado, mucho cuidado. Sin embargo, se alegraba de que hubiese venido precisamente entonces, porque podría ayudar en la misión mientras él acompañaba a dos señoras ancianas europeas fuera del área de peligro y hasta Chifú, en la costa, a un mes de viajé. La región de Shansi cada vez se convertía más en campo de batalla. En los montes actuaban las guerrillas.
En la misión de Tsehchow, rodeada por una ancha colonia murada, David Davies había tratado de conservar cierto aspecto de neutralidad. Después de que aquél hubo partido hacia la costa, Gladys se encontró abrumada de trabajo, pues la misión albergaba a más de cien niños huérfanos o refugiados, así como otros tantos adultos. Pronto les perdió el miedo a los japoneses y no tardó en pedirles y en obtener comida de su intendencia. Eran un verdadero problema, y ella nunca logró, compaginar su temporal cortesía y amabilidad con sus muchos actos feroces.
Fue unas semanas antes de que David Davies saliera para la costa que ocurrió la terrible escena que jamás podría olvidar y a consecuencia de la cual sufrió las lesiones que perdurarían durante años. La Misión de Tsehchow era grande y desparramada; los departamentos de hombres y mujeres estaban muy separados. Fue por tanto Gladys quien oyó primero los gritos y lamentos cuando una partida de oficiales y soldados japoneses, que habían penetrando por la puerta principal, comenzaron a derribar las puertas de los cuartos de las mujeres: que Se abrían en su patio: al menos había allí un centenar, entre refugiadas, conversas, y visitantes de otros pueblos. Ella salió corriendo de su habitación —todavía estaba levantada, aunque era casi medianoche— sin saber qué era lo que ocurría.
Al llegar al patio, la vio un oficial japonés, quien dio una orden a uno de sus subordinados que llevaba un rifle. Sin previo aviso, el hombre le descargó un culatazo en la cabeza. Gladys cayó, casi inconsciente, dándose sólo cuenta de que la culata seguía apoyándose en su cuerpo y que otros soldados japoneses la emprendían con ella a patadas hasta quitarle el sentido. Entretanto, David Davies, oyendo el tumulto, había dejado a su esposa y corrido al patio de las mujeres, encontrando a Gladys tendida en el suelo como un montón de harapos.
David Davies se quedó helado. Había al menos treinta japoneses armados que intentaban violar a las mujeres, con las que se debatían y a las que habían dejado en diversos grados de desnudez. Aunque se dio cuenta de qué cualquier interferencia por su parte era sumamente peligrosa, no vaciló un momento. Hallándose desarmado, nada podía físicamente contra treinta soldados; pero en aquellas circunstancias el dilema era sencillo. ¿Cómo podía evitar aquel atropello? La solución se le Ocurrió instintivamente.
—¡Rezad! —les gritó a las mujeres con todas sus fuerzas—. Todas, ¡a rezar!
El oficial japonés se volvió a él, mascullando una brutal maldición mientras sacaba el revólver de la funda. Apuntó a quemarropa a David Davies y apretó el gatillo. ¡No podía follar! David oyó el «clic» que hizo el gatillo al caer, y los sucesivos «clic-clic-clic» mientras el oficial seguía apretándolo, O fallaron todos los disparos, o el revólver estaba estropeado, o se había olvidado de cargarlo. Esto nunca lo supo David Davies, pero el caso fue que no salió ninguna bala. Echando maldiciones, el oficial cogió el revólver por el cañón y le golpeó en la loca con la culata, con todas sus fuerzas. El impacto hizo caer a David Davies, la boca y la mejilla manando sangre. Atontado, como un boxeador, se puso de rodillas. La sangre caía sobre su túnica, y pudo sentir su sabor tibio y salobre al abrir las labios para gritar de nuevo.
—¡Rezad! Todas, ¡a rezar! —Y no podía ver, pero seguía gritando—: ¡Rezad! ¡Rezad!
Y de pronto las mujeres y las niñas se pusieron de rodillas, juntando las manos y rezando en alta voz. Fue un espectáculo capaz de avergonzar y desconcertar incluso a los más lascivos. Los soldados japoneses, que se habían detenido para volverse a mirar al entrar David Davies, se quedaron parados estúpidamente, sin saber qué nacer. Él oficial les gritó, y ellos permanecieron como alelados. Después voceó una segunda orden y los soldados dieron media vuelta y salieron del patio, seguidos del oficial. Una mujer corrió a cerrar la puerta; la mayoría de las muchachas se echaron a llorar.
David Davies se puso en pie. Sentía que la mejilla y la boca se le hinchaban y le hacían difícil el hablar.
—Está bien —les dijo a las mujeres—, ya podéis estar tranquilas. Volved a la cama.
Las mujeres llevaron a Gladys a su habitación y la reanimaron con agua fría.
En la primavera hubo intensa lucha alrededor de Tsehchow. Los nacionalistas atacaron con importantes fuerzas, y los japoneses, hostigados en todos los pueblos y en todas las rutas de abastecimiento, se retiraron a Luán. Las tropas nacionalistas entraron en la ciudad. Dos o tres semanas después de la ocupación, la cristiana Chung Ru Mai llegó corriendo a la Misión para decirle a Gladys que cuatro importantes personajes querían verla.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Recordaba la advertencia de David Davies del que debía mantenerse a toda costa la neutralidad de la Misión.
—Son hombres importantes de los nacionalistas —dijo la mujer.
—Bueno, despídalos; aquí no pueden entrar.
La mujer se marchó para volver a los pocos minutos diciendo que insistían en verla.
—Tendrá que recibirlos —le dijo—. Quieren un sitio para alojarse.
—Si creen que pueden hacerlo en nuestra Misión es que están locos —respondió, vivamente.
—Son gente importante —dijo Chung Ru Mai.
—¿De veras? Pronto lo sabremos. Y se dirigió a la puerta a hablar con ellos. Los cuatro hombres, vestidos de paisano, esperaban en la colonia, ante la puerta de la Misión. Eran jóvenes y, de un modo indefinible, distintos de los otros hombres que había conocido durante su estancia en China; pero apenas si se entretuvo en considerar aquella diferencia. Ellos se inclinaron, saludándola con la ceremonia propia de las visitas en China. Ella les dijo, bruscamente:
—Lo siento, pero aquí no pueden entrar. Es un recinto misional y debemos observar nuestra neutralidad. Les ruego que salgan en seguida.
El que llevaba la voz cantante del grupo era un joven chino de aspecto casi tan digno como el mandarín —la única persona revestida de verdadera dignidad que había conocido en China—, y de su erguida figura y severo semblante brotaba una autoridad como no la hubiera visto antes.
—Sentimos mucho molestarla —dijo—. Pensábamos que podría ayudarnos.
Gladys enarcó las cejas.
—¿Y cómo puedo ayudarles? Ustedes están empeñados en una guerra. Esta tierra pertenece a Dios. Les ruego que se marchen.
El joven hizo un ligero movimiento de cabeza y sus compañeros dieron media vuelta. Gladys advirtió el negro y lustroso cabello peinado desde la frente alta y pálida, los negros ojos almendrados bajo las oscuras cejas, la clara piel dorada, las orejas pegadas a una cabeza bien formada.
Los otros tres se dirigían ya a la puerta del recinto. Él dijo pausadamente:
—Sentimos haberla molestado, pero, cuando estábamos en Chungking, el Generalísimo dijo: «Si tenéis que confiar en alguien, acudid a la Iglesia Cristiana».
Gladys lo miró fijamente.
—¿Qué tiene usted que ver con el Generalísimo?
—Somos sus representantes. Y pensábamos que usted estaría del lado de China.
En su voz había un amable reproche que la desconcertó ligeramente. Vaciló un segundo.
—Tal vez será mejor que entre y hablemos. Pero tendrá que dejar fuera a los otros tres.
Él sonrió.
—Gracias.
Los otros desaparecieron cruzando el portal.
Sentado frente a ella en la Misión, le confió que eran miembros del Servicio Secreto del Generalísimo Chiang-Kai-Shek. La situación en Shansi resultaba confusa y habían sido enviados para averiguar lo que ocurría.
—La conquista de la montaña —dijo— puede impedirse mediante pequeñas fuerzas de hombres decididos, operando al amparo de la superioridad que les confiere la altura. Mientras le explicaba esas teorías en el chinea… propio de un mandarín, no dejaba de mirarla; con sus oscuros ojos castaños. Terminó, diciendo simplemente: —¿Quiere usted ayudar a China? Gladys aspiró profundamente. No había esperado una pregunta tan tajante.
—Yo soy china…, naturalizada china —dijo, despacio, vacilante, tratando de elegir las palabras—, y me importa mucho lo que le ocurra a este país.
—¿Es que Dios exige la neutralidad en todos? —preguntó él, amablemente—. ¿No está Él contra la maldad?
—Sí…, pero…
La vacilación no entraba en su modo de ser.
Ella misma no lo comprendía.
—Los designios japoneses en China son malos, ¿verdad? —prosiguió él—. China está empeñada en una lucha a muerte para evitar aquella diabólica expansión. China tiene que ganar esta guerra.
—Les ayudaré en lo que mi conciencia me permita.
Él se levantó y le hizo una reverencia.
—Es usted muy amable —dijo, suavemente—. Si me lo permite volveré a visitarla más adelante.
Lo acompañó hasta la puerta del recinto y regresó pensativa a la Misión.
Transcurrió una semana antes de que volviera a visitarla. Los japoneses habían sido rechazados aún más en dirección a Luán, y grandes fuerzas nacionalistas se concentraban ahora alrededor de Tsehchow. El general chino y su Estado Mayor habían establecido su cuartel en la ciudad. Él se presentó con el débil pretexto de preguntar si sus hombres podrían asistir a los oficios en la Misión. Ella le respondió que le alegraría que así lo hiciesen. Varios cristianos japoneses habían asistido cuando sus fuerzas ocupaban la ciudad. En seguida advirtió el ligero fruncimiento de las cejas de él y el fugaz e irritado brillo de sus ojos. Ella se ruborizó.
—Para esto vine a China —dijo, vivamente—; para predicar el Evangelio de Cristo.
Él inclinó la cabeza en un breve saludo: era un gesto habitual en él, y en el gesto había una dignidad y un matiz de excusa que siempre mitigaban su indignación. Entonces él le hizo muchas preguntas. Se dio cuenta, por algún indefinible matiz de sus palabras, de que había ido para verla a ella. Aquella idea se le ocurrió de pronto y se fijó en su centro como un pajarillo de colores en una rama del mes de mayo. Sacudió la cabeza, incrédula. Pero aquello la conturbó. Cuando él se hubo marchado, se dirigió al resquebrajado espejo que colgaba en un rincón de su cuarto y se contempló en él. Sus ojos eran grandes y oscuros, y, aunque la piel estaba curtida por el sol, los años sólo habían trazado unas arrugas en sus comisuras; pero ¡qué sombría era aquella túnica azul oscuro, atada al cuello! Inexplicablemente, tomó del jarrón Una flor blanca y se la sujetó en el pelo. Y comenzó a esperar la próxima visita con un extraño e incitante interés. Él llegó una noche en que ella se disponía a Salir hacia tres pueblos aislados, en lo más hondo de los montes, en una ruta solitaria y difícil. Ella se echó a reír al contarle su proyecto, preguntándose por qué parecía preocupado al describirle su ruta.
—¿No hay bandidos en esas montañas? —preguntó él.
—Sí; muchos bandidos.
—¿Y viajará usted sola?
—Siempre suelo hacerlo así.
—Debe de ser muy peligroso, y los caminos son abruptos y escarpados; si se rompiera una pierna o se lesionara, permanecería allí días enteros sin que nadie la encontrase.
Gladys lo miró con ojos perplejos. En todos los años que llevaba en China, nadie se había preocupado lo más mínimo de su seguridad personal. Y ahora ese simpático y guapo mozo parecía seriamente preocupado. Era una cosa extraña; pero pensó que le gustaba.
—No me pasará nada —dijo—; sé cuidar de mí misma.
—Por favor, tenga cuidado —dijo él—; tenga cuidado.
Estuvo una semana en la montaña y, cuando volvió, Linnan —ahora ya sabía su nombre— la estaba esperando. Su alivio fue bien visible.
—¡Pero si he hecho este viaje centenares de veces! —protestó Gladys, con sincero asombro—. Realmente, no hay por qué preocuparse Que un joven coronel del Servicio Secreto se interesara por alguien tan insignificante como Ai-weh-deh era algo que la divertía; y que, además, la halagaba.
Sus visitas se hicieron más regulares. Los. dos se hicieron buenos amigos. Tenían la misma edad; ambos tenían un cerebro inquieto e inquisitivo.
Acababa de regresar de un largo viaje por las montañas cuando ocurrió lo otro. En dos de los pueblos había encontrado tropas japonesas acuarteladas. No había prestado gran atención a su presencia y había seguido con sus encargos sin preocuparse de ellas. Cuando regresó se lo contó a Linnan. Éste se mostró muy interesado y le hizo preguntas sobre el número de las tropas, su armamento y su situación. La próxima vez que estuvo en territorio ocupado por los japoneses, anotó con mayor cuidado las cifras y los armamentos, sabiendo que su informe había de complacerle. Él había logrado despertar en ella un latente patriotismo por su tierra adoptiva; y ahora, después de aquellos meses, era casi una patriota tan ferviente como él. Era algo tan ligado a su celo evangélico que se preguntaba cómo no lo habría sentido antes.