Los japoneses entraron en una ciudad desierta, pues la fama de su crueldad les había precedido. Incluso en Yangcheng las noticias de sus bombardeos y sus brutalidades fueron la comidilla del día. Y la gente desfiló hacia los pueblos apartados y las cuevas de la montaña, llevándose con ellos cuanto pudieron. El alcaide de la cárcel y sus guardias encadenaron a sus presos y los condujeron a un pueblo solitario de la montaña; el mandarín, sus esposas y su familia se trasladaron a una pequeña aldea cercana, y Gladys, con su pequeña comunidad cristiana de unas cuarenta personas, salió para Bei Chai Chuang, diminuto pueblo amurallado de ocho casas, que se hallaba a varias millas al Sur de la montaña que flanqueaba la ruta de las caravanas.
Bei Chai Chuang se levantaba junto a un alto picacho, como un nido de golondrinas en un alero de un tejado. Ningún camino conducía allí y el terreno rocoso que había que cruzar para llegar al pueblo no formaba ningún sendero entre las montañas. En las hoyas y grietas resguardadas del viento, la gente del pueblo cultivaba mijo y maíz, algodón y lino, criaban gallinas y cerdos, vacas y corderos, y en la estación adecuada hallábanse perdices y faisanes en los montes. Vivían frugal y sencillamente. Jamás un soldado japonés descubrió Bei Chai Chuang y vivió para contarlo. En realidad, ningún soldado japonés se apartó nunca del grueso de sus fuerzas en la montaña durante aquella guerra cruel, pues cada campesino era un guerrillero y ninguno sentía compasión por los que consideraban invasores de su país.
Gladys tenía muchos y viejos amigos en el pueblo. Siempre era bien recibida en él, y, en aquella ocasión, los granjeros, a pesar de las muchas bocas que había que alimentar, se mostraron hospitalarios y escucharon con horror los relatos del bombardeo. Llevaban en Bei Chai Chuang más de una semana cuando llegaron las noticias de que los japoneses habían dejado la ciudad atrás y habían desaparecido ruta adelante.
Gladys decidió ir a recoger algunas cosas. Había alejado las escrituras de la casa y varios pases y documentos enterrados en el patio, dentro de una caja. Pensándolo bien, creyó que en Bei Chai Chuang estarían más seguros que en Yangcheng.
Tardó varias horas en llegar a Yangcheng y se acercó tomando precauciones. Próxima ya a la dudad, advirtió que la Puerta Occidental estaba cerrada; rodeó la muralla pasando por una estrecha cornisa de la roca que caía hasta el valle, del lado de la duda d en que estaba el yanten, y así llegó a la Puerta Oriental. Las casas de extramuros estaban completamente abandonadas; sobre toda la ciudad parecía suspendido un aire de fantástico silencio. Caía la tarde y las sombras se alargaban cuando por el estrecho sendero se dirigió a la «Posada de las Ocho Venturas». El letrero todavía chirriaba al viento, pero necesitaba una nueva mano de pintura. Gladys recorrió las habitaciones; todo estaba tal como lo había dejado; la esquina en que había caído la bomba parecía bostezar de cara al cielo. Cogió un palo y empezó a remover la tierra en un rincón del patio, en busca de la caja. Casi la había desenterrado cuando sintió, más que oyó, cierto movimiento en la entrada del patio. Se volvió, alarmada. En el portal, con su sucia túnica, sus calzones y su gorro negro y redondo, estaba el aguador. Ella lo conocía bien. Era un viejo de barbilla de chivo y delgado y enjuto semblante. No le gustaba aquel nombre; sabía que era ladrón y le consideraba un tipo ruin. Se preguntó si habría permanecido allí durante la breve ocupación japonesa; no le habría extrañado mucho, pues aquello le habría dado una buena oportunidad para el pillaje.
—¿Cuándo se marcha usted? —preguntó él, con vocecilla destemplada.
Ella frunció las cejas.
—¿Por qué tengo que marcharme? Ésta es mi casa. Dormiré aquí con una de mis vecinas.
—No hay ningún vecino. Todos los que han vuelto están en la ciudad, y las puertas están cerradas. No podrá entrar.
—¿Y qué importa? Dormiré aquí.
Le molestaba su actitud. ¿Qué le importaba a él dónde fuera y lo que hiciese? Apartó un poco más de tierra y sacó del agujero la caja de los documentos. Abrió la tapa y examinó el contenido, preguntándose si valía la pena conservar aquellos trozos de papel. Comenzada la guerra, nada tendría ya mucho valor.
—Los japoneses vuelven —dijo el aguador, cloqueando como una gallina vieja.
Gladys lo miró irnos instantes fijamente, sin hablar.
—¿Trata de asustarme? —dijo, fríamente-Porque no lo conseguirá.
—Ya están en la Puerta Occidental —dijo él, con una risotada.
—Entonces, ¿por qué no se ha marchado? —replicó Gladys.
—A mí no me harán nada. No perderán el tiempo con un viejo. ¡Y le aseguro que están ya en la Puerta Occidental!
—¡Tonterías! —comenzó Gladys.
Y como si aquella palabra hubiese sido la señal para comenzar el ruido, en aquel preciso instante se oyó una terrible explosión al otro extremo de la ciudad. Fue algo tan imprevisto que ella dejó caer la caja y echó a correr. Cruzó la puerta del patio y, mientras corrían, una sucesión de nuevas explosiones pareció poner alas a sus pies. Subió por el camino hasta la Puerta Oriental. Estaba cerrada y atrancada. Era inútil seguir el camino hacia el Este; conducía a Tsehchow, que debía estar en manos del enemigo. Bei Chai Chuang caía hacia el Sudoeste. Tenía que rodear de nuevo la muralla y seguir aquella dirección. No perdió más tiempo, sino que anduvo sobre la peña a la sombra de la muralla. El fuego proseguía. Estaba anocheciendo y, al dar la vuelta al último contrafuerte, se detuvo en seco.
En la Puerta Occidental se desarrollaba una batalla. Ante ella unos cincuenta soldados japoneses, en su uniforme caqui, agazapados detrás de las rocas o en campo abierto, disparaban contra la parte alta de la muralla, encima de la puerta. En lo alto pudo ver soldados nacionalistas chinos que respondían al fuego y que, de vez en cuando, lanzaban granadas de mano que estallaban con gran estruendo. Gladys sintió como si una mano helada brotara de su estómago y le atenazara el corazón. Entre ella y el lugar del combate se extendía el pequeño cementerio donde poco tiempo antes habían enterrado los muertos por el bombardeo. Se deslizó rápidamente en busca del refugio de las lápidas y montículos. Se acurrucó allí, pensando que, entre todos los escondrijos, un cementerio era el que debía ofrecer menos sospechas. «¡Pero yo todavía no estoy muerta» se dijo para sí, con determinación! Pe algún modo tenía que cruzar el campo de batalla y seguir el camino de mulas hacia el Oeste. Si esperaba hasta que fuese noche cerrada no podría ver nada, y sospechaba que el grueso del ejército japonés no debía andar muy lejos de aquella patrulla. A lo mejor elegirían aquel pequeño cementerio para vivaquear durante la noche. Ésta era una idea inquietante. Era más fácil deslizarse entre aquélla patrulla avanzada que entre él grueso de las tropas. La primera estaba demasiado ocupada con los chinos para que le prestaran mucha atención. Aquí podía estar la solución. Si pasaba sin hacer ruido por detrás de ellos, acaso ni siquiera la verían. Lo malo era que tenía que acercarse mucho, pues la escarpada ladera de una montaña le impedía dirigirse hacia la derecha.
Al otro lado del camino había un pequeño campo de trigo verde de casi dos pies de alto. Gladys tenía la impresión de que, si lograba refugiarse en él estaría a salvo. Se puso en pie, aspiró aire y echó a andar rápidamente. Se deslizó detrás de las filas de soldados japonenses, decidida a emprender carrera si uno le salía al paso o aparecía detrás de un montículo. Cerca ya de su objetivo, no pudo contenerse más y echó a correr como loca, cayendo de cabeza en el campo de trigo. Después se alejó a rastras, sin sentir las piedras que le lastimaban las manos. Llegó a la ladera del monte al otro lado del campo y, oculta a la vista, anduvo hasta llegar de nuevo al camino principal qui se dirigía hacia el Oeste. El camino descendía hasta estrecharse y convertirse en una escarpada garganta, a una milla de la ciudad, que cruzaba durante un trecho entre los montes. Ambos lados estaban cortados a pico. En la mala estación un torrente se deslizaba por el lecho rocoso, pero en el buen tiempo —como ahora— aquel lecho se empleaba como camino y no solía usarse el sendero que corría por lo alto de las rocas. «Supongamos —pensó ella, con súbito pánico— que me tropiezo con otra partida de japoneses en esa garganta. Estaría perdida. ¿Qué camino tomarán? ¿El lecho del torrente o el sendero alto?».
Permaneció allí plantada hasta que pasó el acceso de pánico. Ahora ya no tenía miedo; sabía que necesitaba ayuda. «Tendrás que ayudarme, Señor», dijo en voz alta. Después cerró los ojos y empezó a dar vueltas en un pequeño círculo, mientras decía: «Tomaré el camino que; encuentre frente a mí al detenerme. ¿Me oyes, Señor? El camino que tenga delante cuando deje de girar…, por él iré». Siguió girando hasta que empezó a vacilar, y se detuvo. Estaba justo frente al arranque del camino alto, excavado en la ladera de la garganta. Comenzó a trepar apresuradamente. Ahora las largas sombras del ocaso llenaban ya el cañón, dándole un aspecto gélido y fantasmal.
Había andado tal vez media milla, casi la mitad del camino, allí donde la garganta torcía bruscamente hacia la izquierda, cuando oyó unos ruidos inconfundibles a su frente y más abajo. Era el ruido de un ejército en marcha: el ruido de ruedas y pies y herraduras sobre la roca. Se tendió boca abajo y observó por el borde del cañón. Una sensación de inmensa alivio por haber elegido el buen camino la invadió de pronto. ¡Parte del ejército imperial del Japón desfilaba allá abajo! Era una larga columna de soldados que remontaba lentamente el lecho del torrente. Pasaban a cincuenta pies debajo de ella y los contó. Unos quinientos hombres formaban el batallón, y llevaban mulos de carga y artillería ligera. Sospechó que los cañones pronto apuntarían a las puertas de Yangcheng, y se preguntó qué ocurriría cuando aquellas puertas cayesen derribadas. Aquel pensamiento la llenó de angustia. Los soldados siguieron su camino entre las sombras de la garganta y Gladys dejó que se perdieran de vista antes de ponerse en pie y seguir adelante.
Casi sin aliento llegó al lugar donde el sendero alto se unía al lecho del torrente, cruzó éste y tomó el camino que remontaba la ladera. ¡Cuando llegó a la cima su corazón latía fuertemente! Era casi noche cerrada; las estrellas comenzaban a brillar sobre los picos. Sintió en ría cara el fresco soplo de la brisa y el alivio que sentía por haber escapado al enemigo en La garganta la hizo reír. Siguió la cima en dilección a Bei Chai Chuang y se dio cuenta de que no sabría encontrarlo de noche; además, el flecho de dormir en la montaña no la preocupaba.
A la mañana siguiente contó a los del pueblo lo que había ocurrido en Yangcheng. Muchos tenían parientes a los que consideraban lo bastante imprudentes para haber vuelto a la ciudad, y se angustiaron. Pero nada podían hacer. Los hombres de Bei Chai Chuang hicieron reconocimientos diarios en la dirección de Yangcheng, y el quinto día volvieron con huellas noticias. Las puertas estaban abiertas: el pregonero, en los caminos exteriores de la ciudad, batía el gong y gritaba: «Se ruega a todos los ciudadanos que regresen y limpien sus patios».
La pequeña banda de Gladys estaba entusiasmada. Evidentemente, los japoneses se habían retirado hacia Tsehchow y ellos podían volver a sus hogares. Gladys tenía menos confianza, pues no le gustaba aquella orden de «limpien sus patios».
Insistió en que todo su grupo permaneciera en el pueblo mientras ella iba a investigar. Con una de las mujeres de Bei Chai Chuang como acompañante, volvió a recorrer el camino de la montaña y a bajar a la ciudad. Desde la altura contempló las viejas murallas y tuvo miedo de pronto. Mientras bajaban por las rocas hasta el camino de mulas se fue afirmando en su convencimiento de que algo horrible guardaban los viejos muros. Lo sintió intuitivamente en sus huesos, en la sequedad de su boca. La ausencia de movimiento, la ausencia de ruido, la ausencia de humo, la ausencia de vida, todo contribuía a producir una sensación de opresión física.
La Puerta Occidental estaba abierta, y cruzaron lentamente bajo el arco, confirmando su intuición a cada paso.
Un reducido grupo se agitaba frente al yanten. Se abrió paso y en la cámara interior encontró al mandarín. Su cara estaba gris.
—Hay que enterrarlos —dijo, ella, simplemente.
Él asintió con la cabeza y se pasó una mano delgada por la frente.
Un gran foso fue cavado frente a la Puerta Occidental, al borde del cementerio en que yacían las víctimas del bombardeo. Los muertos fueron amontonados en él. En el patio del la Posada de las Ocho Venturas, Gladys encontró otros tres cadáveres. Ayudó a enterrarlos en la ladera de la montaña, a alguna distancia de allí. Permaneció en la ciudad hasta bien avanzada la tarde; pero, abrumada de pronto por la tragedia que le producía una enorme desazón en el cerebro, comprendió qué no podía soportarlo más y decidió de pronto no pasar la noche en Yangcheng, sino volver en seguida a Bei Chai Chuang. Volvió a cruzar la ciudad, adelantó a la lúgubre procesión de ciudadanos que llevaban los muertos a la hoya, y salió por la Puerta Occidental, casi incapaz de sobrellevar tanto dolor.
Podía volver y vivir en aquella ciudad; tal vez podría reconstruir el tejado de la posada; pero nunca volvería a ser lo mismo. Ninguna limpieza, ninguna reconstrucción borraría nunca el recuerdo de su muerte, ni los recientes horrores se esfumarían en su memoria. El tiempo de la paz había terminado. Aquel remoto territorio batido por el viento que ella había llegado a conocer y a amar, era ahora un campo de batalla. Con un profundo suspiro dio media vuelta y lentamente comenzó la ascensión a los montes camino del pueblo de Bei Chai Chuang.
Como de costumbre, se levantó a poco de amanecer. Habían transcurrido diez días desde el saqueo de Yangcheng. Salió a la galería y bajó la escalera de piedra hasta el patio, dejando la habitación que compartía con otras diez mujeres y los niños. En la cocina engulló un tazón de mijo, con ayuda de los palillos, y bebió un té abrasador de una tacita china. Fuera de la casa hacía frío, pues el sol todavía no había salido y el aire era aromático y fino. Permaneció allí un instante respirando profundamente, contemplando el valle a sus pies y las distantes alturas. Después entró corriendo en su improvisado hospital a comenzar la tarea cotidiana. Al penetrar en la cueva, los diez pacientes volvieron la cabeza para saludarla.
Ella se mostraba alegre y animosa y tan parecida como le era posible a las autoritarias enfermeras que recordaba de su infancia.
—Buenos días —dijo—. ¿Han dormido bien? Es hora de que tomen sus medicinas.
La cueva hospital estaba dentro del recinto del pueblo. La propia muralla estaba construida siguiendo tan de cerca el contorno de la montaña que, desde alguna distancia, no se lograba distinguir la piedra natural de la erigida por el hombre. La cumbre del monte se erguía en lo alto como un candil, y debajo del pueblo de la ladera formaba una escarpada pendiente.
Junto a la montaña, dentro de la muralla y, en el centro del pueblo estaba la cueva. Ordinariamente los hombres de Bei Chai Chuang la empleaban como establo para sus animales, y cuando llegaba la pesada nieve invernal acumulaban allí sus provisiones. Con su ayuda, Gladys la limpió y convirtió en hospital. El saqueo de Yangcheng lo había hecho necesario, Muchos heridos se habían arrastrado hasta allí o habían sido llevados a refugiarse en el pueblo. Ella de momento no lo sabía, pero en las próximas semanas muchos accidentes habían de requerir su atención. Los aviones japoneses de patrulla ametrallaban y bombardeaban lo que bien les parecía, y los destacamentos de soldados disparaban sobre todos los campesinos que veían trabajando en los campos o en las laderas de los montes. Francis, uno de sus niños, fue sorprendido por el ataque de un avión y recibió un balazo en una mano y perdió tres de sus dedos.
Pronto corrió la noticia del hospital improvisado en Bei Chai Chuang por Ai-weh-deh, y los enfermos y los heridos se dirigían a él. La mayoría sufrían heridas de bala y ella las trataba como podía, de un modo primitivo pero eficaz. Tenía aceite de castor, azufre, el inevitable permanganato potásico y una jeringa de metal que le habían dado en Tsehchow y que era casi tan grande como aquélla con que su padre rociaba los rosales del jardín de Edmonton.
En la cueva, Chung Ru May, una mujer cristiana que había venido de Tsehchow y a quien había sorprendido el súbito avance japonés, hirvió el agua y disolvió los cristales. Gladys llenó cuidadosamente la jeringa y se volvió al primer paciente. Era un joven granjero de los campos cercanos a Yangcheng. Una bala le había atravesado la pantorrilla. Sonrió al acercarse ella y se remangó la pernera de algodón azul.
—Mantenga la jofaina debajo —ordenó Gladys.
Lavar las heridas con permanganato era su tratamiento habitual. Y el remedio resultó eficaz, pues sólo uno de sus pacientes murió. También era un joven granjero. Una bala japonesa le había destrozado el codo y penetrado después en el estómago; Ni su paciencia ni sus cuidados podían salvarle.
La ofensiva de primavera de los japoneses por las viejas rutas de Shansi en dirección al Río Amarillo fue evidentemente una incursión preliminar. A principios de otoño sus fuerzas evacuaron Tsehchow y se retiraron a Luán. Después de cruzar Yangcheng, presionaron basta Ghowtsun. Allí capturaron a mucha gente, y entre ellos a Hsi-Lien, el arriero amigo de Gladys. El rápido avance de una patrulla lo había sorprendido en casa con su familia, su esposa y tres hijos. Riendo entre dientes, los rechonchos soldados japoneses lo habían empujado al exterior.
—Aquí tenemos un robusto arriero —dijeron—. Nos servirás para acarrear municiones y no te haremos ningún daño, ni a ti ni a tu familia. ¿Entendido?
—Es que no puedo —balbució Hsi-Lien—. Yo soy cristiano. Soy pacifista. Si llevo vuestros proyectiles, os ayudaré a hacer la guerra. Ni puedo hacerlo.
Lo llevaron ante un oficial, y Hsi-Lien repitió su confesión de fe y confirmó su negativa al ayudarlos.
—En tal caso —dijo el oficial japonés, alegremente—, te enseñaremos cómo tratamos a los cristianos que se niegan a colaborar.
Lo ataron a un poste frente a su casa, atrancaron la puerta de modo que su esposa y sus tres hijos no pudieran salir, y prendieron fuego a aquélla. Se burlaron de él cuando los gritos de la mujer y los niños encerrados estuvieron a punto de volver loco a Hsi-Lien. Y lo dejaron allí atado mientras la casa seguía ardiendo, y regresaron a Yangcheng a practicar la matanza en mayor escala dentro de los muros de la ciudad, ya que no en forma más dramática. Cuando se hizo de noche sus vecinos bajaron de las colinas y lo desataron. Perturbado, loco de desesperación, se lanzó a la montaña. Había oído decir que Gladys estaba en Bei Chai Chuang.
Cayó encima de ella cuando estaba preparando su jeringa y su aceite de castor, su azufré y su permanganato potásico para los heridos. El dolor hada que hablase incoherentemente, y transcurrieron varias horas antes de que lograsen sacarle toda la historia. Gladys escuchó en silencio. Poco podía hacer para consolarle, pero al menos podían enterrar los cadáveres en sepultura cristiana. Un pequeño grupo formado por Gladys, Chung Ru Mai, dos robustos granjeros y el desolado Hsi-Lien emprendieronn el camino hacia Chowtsun. Llegaron al amanecer y, con unos cuantos del pueblo, se reunieron en el patio lleno de negros escombros.
Gladys se encaramó en un montón de piedras, levantándose un poco encima de los demás. Todos Inclinaron la cabeza mientras recitaba un pasaje de la Biblia:
Que vuestro corazón no se turbe; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones: si no fuera así, os lo habría dicha. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y si voy y preparo un lugar para vosotros, volveré y os recibiré en mi mismo; que donde yo esté también estéis vosotros. Y a donde voy, vosotros lo sabéis, y conocéis el camino.
Y contempló a Hsi-Lien, el arriero, que permanecía con la cabeza gacha y corriéndole las lágrimas por las mejillas —un hombre ahora sin hijo, ni hija, ni esposa, ni hogar— y su corazón se llenó de piedad por él. Cuando regresó a Bei Chai Chuang, se lo llevó con ella.
* * * *
Durante el otoño, el invierno y los comienzos de la primavera de 1939, Gladys repartió su tiempo entre Bei Chai Chuang, Yangcheng los pueblos de la provincia en que había fundado pequeñas comunidades cristianas.
Su trabajo de inspectora de pies había terminado. Era una tarea de lujo que no sobrevivió al bombardeo. Había cosas que hacer más importantes que inspeccionar los pies. La Posada de las Ocho Venturas también declinaba. El tráfico de mulas por la antigua ruta había casi cesado, porque, estando Luán en manos del enemigo, no podían llegar más lejos de Tsehchow. Yang, el cocinero, había desaparecido, y con él se había esfumado la animación del lugar. Cuando los japoneses ocuparon Yangcheng por primera vez, se había marchado a su pueblo natal de la montaña. Y ya no volvió. Gladys no llegó nunca a saber lo que había sido de él, pero le llegaron rumores de que había muerto. Éstos no decían de qué había muerto. Era viejo y acaso falleció por causas naturales, pero, sin saber qué, no acababa de creerlo. Era un viejo tipo tan rebelde y tan inquieto, que el hecho del tumbarse en la cama y morir tranquilamente no se acordaba con su temperamento. A ella la abrumaron aquellos rumores había sido uní amigo fiel cuando más necesitaba de la amistad, Aquellos días andaba siempre escasa de dinero. De vez en cuando su madre le enviaba un cheque y, estando tan alto el cambio, unos pocos chelines le duraban meses. Además, el dinero importaba poco, porque ya era costumbre en la región y entre los chinos, en aquello años calamitosos, que el que tenía comida la compartiera con los que carecían de ella.
En aquella primavera de 1939, la noticia de que los japoneses volvían a avanzar en las montañas hizo soplar una ráfaga de pánico en las calles de Yangcheng. Reacios a abandonar sus hogares y su tren de vida, sus habitantes habían ido regresando lentamente, esperando que algún milagro los preservara de un nuevo avance japonés. Pensaron que el primer desastre podía ser cuestión de mala suerte y que acaso no volvería a ocurriré Las órdenes del mando nacionalista chino en el distrito destruyeron todas sus ilusiones. Su consigna, apoyada por el Alto Mando, era dura: «¡Política de la tierra quemada! —rezaba—. ¡Incendiad vuestras cosechas! ¡Destruid vuestras casas! ¡Que el invasor no tenga dónde cobijarse!». Desesperados, los campesinos observaron cómo los soldados prendían fuego a los campos de verde mijo y de maíz que eran la base de su subsistencia.
—Pero ¿qué vamos a hacer? —suplicaban—. ¿Cómo podremos vivir sin grano?
—Marchaos a los montes —era la respuesta—. Vivid en las cuevas de las montañas y plantad vuestro grano en cualquier prado o valle en que encontréis tierra fértil. ¡Caed sobre el invasor como langostas! ¡Matad a sus hombres! ¡Robad sus provisiones! Coged los rifles de sus muertos y volvedlos contra los japoneses. Sólo de este modo podemos salvar a China.
El mandarín estaba muy preocupado. Le envió recado de que fuera a verle.
—Esta política de destrucción es difícil de cumplir. Hemos hecho casi todo lo que los soldados deseaban, pero hay la Pagoda del Escorpión.
—¿Y qué? —dijo Gladys—. Es vieja y fea.
—Como tal vez ya sabe, hay una leyenda unida a su historia. Hace cientos de años, así se refiere, un escorpión gigante rondó por esos montes aniquilando a mucha gente. Mientras dormía, trajeron grandes bloques de piedra y construyeron la pagoda a su alrededor y encima de él, dejándolo aprisionado para siempre. Y ahora la gente de la ciudad teme que si se destruye la pagoda se escapará el escorpión. Gladys lanzó un bufido de impaciencia.
—¿Quiere decir que usted cree ese cuento de viejas?
Él sonrió.
—No; yo no lo creo. Por esto deseo que usted y sus cristianos realicen el trabajo de derribarla.
—Con muchísimo gusto —dijo Gladys, vivamente, con la satisfacción un poco egoísta del buen cristiano a quien se permite destruir una obra idólatra—. Traeré incluso hombres de Bei Chai Chuang. La emprenderemos con ese horrible templo de paganos mañana a primera hora.
—Cuando haya terminado —dijo el mandarín—, voy a dar una fiesta a la que me gustaría que asistiera. Probablemente será la última que se celebre en Yangcheng, ya que nada dejamos que sea utilizable, y tengo algo que decir que deseo que usted escuche.
A la mañana siguiente varías docenas de robustos cristianos atacaron la Pagoda del Escorpión con diversas herramientas. No les costó mucho separar las piedras y derribarla a ras del suelo. Cuando el mandarín celebró su fiesta, Gladys tuvo la sorpresa —aunque como de costumbre era la única mujer presente, privilegio de que había disfrutado durante muchos años— de verse sentada junto al mandarín, en el sitio de honor a su derecha. Esto no había ocurrido nunca. Todos los personajes importantes de Yangcheng estaban presentes: el alcaide de la cárcel, dos ricos mercaderes, varios; funcionarios; una docena en total. La comida fue sencilla, muy distinta de los suntuosos banquetes de que había disfrutado antaño y que duraban horas.
Cuando tocaba a su fin, el mandarín se levantó y pronunció su discurso. Recordó la llegada de Ai-weh-deh a Yangcheng; cómo había trabajado para ellos; lo que había hecho en favor de los pobres, de los enfermos y de los presos: cómo había predicado la nueva fe llamada Cristianismo, que él había discutido con ella muchas veces. Gladys se sentía turbada por sus alusiones. Se parecía tanto a un presidente de comité local en Inglaterra, que se preguntó, humorísticamente, si no iría a entregarle un diploma o una tetera de plata. Pero, después de hablar unos minutos más, se volvió gravemente a ella y le dijo con toda seriedad:
—Quisiera abrazar su fe, Ai-weh-deh. Quisiera hacerme cristiano.
Alrededor de la mesa brotó un murmullo de asombro. Gladys quedó tan sorprendida qué apenas si podía hablar. Los invitados movieron la cabeza y sonrieron, y ella comprendió que esperaban que contestase. Se levantó y, balbuceando, manifestó su sorpresa, su gozo y su agradecimiento. El mandarín comprendió su confusión y la ayudó a salir del paso.
—Hablaremos de los detalles más adelante, Ai-weh-deh —le dijo.
Ella volvió a sentarse, convencida de que había hecho su conversión más importante desde que llegó a China, pero sin saber aún de fijo si creerlo o no. La conversación pasó después a la proximidad de los japoneses y al modo de evacuar la ciudad. El alcaide de la cárcel planteó su problema. Cuando el enemigo llegó por vez primera, se había llevado a todos sus presos al campo y los había tenido esposados en una cueva de la falda de la montaña. Alimentarlos y vigilarlos había sido tarea muy difícil, y no creía que pudiese volver a hacerlo. ¿Debía dejarlos en libertad o ejecutarlos?
Los invitados discutieron el dilema. La opinión general era que la ejecución era el plan más seguro; entre los presos había asesinos y hombres sin entrañas. Sólo Gladys protestó. ¿No existiría otro sistema? ¿Por qué no dejarlos en libertad vigilada o bajo fianza, encomendados a la custodia de sus amigos o parientes? Ellos serían los responsables de su comportamiento. El mandarín se mostró favorable a esta solución y el alcaide asintió con la cabeza. Intentaría el plan, pero si los japoneses se acercaban demasiado y aún había presos sin fiador, tendría que cortarles la cabeza.
Al día siguiente se fijaron edictos en las puertas Oriental y Occidental anunciando aquel procedimiento; los amigos y parientes podían reclamar un preso si garantizaban su futura buena conducta y pagaban noventa centavos en concepto de fianza. El pregonero voceó por las calles las mismas instrucciones.
Gladys visitó la cárcel el día siguiente. La gente había respondido, pero todavía quedaban doce presos sin amigos ni parientes que los reclamaran. Al entrar en el lúgubre patio, Feng, el sacerdote budista, y otro hombre llamado Sheng-Li, con el cual había sostenido muchas conversaciones, acudieron a saludarla. Dado el promedio cultural, Sheng-Li era un hombre educado. Sabía leer y escribir y conocía bien la economía china. Y tan versado había sido en este arte particular que había falsificado un tucheng, un sello de piedra empleado por la mayoría de los ricos para sellar sus documentos oficiales. Cada sello lleva su marca distintiva. Sheng-Li había falsificado el tucheng de un rico comerciante y, empleándolo con discreción, había obtenido una buena renta hasta que se descubrió el fraude.
Era un hombrecillo alegre y Gladys lo apreciaba mucho. Lo habían condenado a quince años de prisión, lo cual de vez en cuando le hacia sentirse triste. Impulsivamente, dijo ella que se constituiría en su fiadora. Pagó los noventa centavos y el liberto Sheng-Li saltó de contento, pero, cuando ella se disponía a salir del patio, advirtió con dolor que los ojos desolados de Feng evitaban mirarla. Suspiró, resignada. ¿De qué servía la amistad si no podían encontrarse otros noventa centavos? «También saldré fiadora de Feng», dijo, y halló su recompensa inmediata en la expresión del semblante del hombre. No dijo nada; no tuvo necesidad de hablar; la dicha y la gratitud resplandecían en él. Seguida por los dos hombres recién libertados, regresó a la Posada de las Ocho Venturas a hacer los preparativos de marcha a Bei Chai Chuang. Aquella vez se proponía salir antes de que negasen los japoneses.
A la mañana siguiente fue a despedirse del mandarín y del alcaide de la cárcel. El alcaide seguía preocupado; todavía le quedaban ocho presos, dos de ellos convictos de asesinato, y ningún fiador se había presentado a reclamarlos.
—¿Cómo cometieron di crimen? —pregunto ella.
—En la Pagoda Verde —explicó el alcaide— los ídolos llevaban valiosas joyas en las orejas y en los ojos. Fueron sorprendidos en el acto de robarlas por uno de los sacerdotes. Lo asesinaron cuando trataban de escapar.
—¡Hum! —murmuró Gladys, reflexivamente, pues pensó que no se sentiría muy tranquila en su compañía.
Fue a ver a los restantes presos de la cárcel. Ocho pares de ojos abatidos se fijaron en ella. Los interrogó a todos y se enteró de que todos tenían parientes en pueblos lejanos, de modo que no había posibilidad de que la noticia del indulto llegara a sus oídos antes de que aparecieran los japoneses. Ella volvió a decir «¡Hum!», varias veces para sí, y consideró el riesgo antes de volverse al alcaide.
—No puedo pagar noventa centavos por cada uno de esos hombres, pues no tengo tanto dinero; pero, si está usted conforme, puedo llevármelos y responder de su conducta. Enviaré recado a sus parientes en cuanto llegue a Bei Chai Chuang, y se los mandaré cuando me den seguridades.
El alcaide asintió con la cabeza; no sólo estaba de acuerdo con cualquier solución que se diera a su problema, sino que había llegado también al firmé convencimiento de la razón de casi todas las decisiones de Ai-weh-deh.
Emprendieron el camino de Bei Chai Chuang: Gladys y su grupo de cristianos; Sualan, una linda esclava, y la pequeña banda de ladrones, villanos y asesinos, que nada descontentos formaban la retaguardia. Los antiguos presos no le proporcionaron ningún disgusto. Permanecieron tranquilamente en Bei Chai Chuang mientras los mensajeros iban a sus respectivos pueblos a obtener los Compromisos de garantía de sus parientes. Al fin sólo se quedaron Feng y Sheng que permanecieron con ellos mucho tiempo.
Gladys estaba en Bei Chai Chuang cuando le llegó la noticia de que al comienzo de la primavera uno de sus conversos de un pueblo próximo a Chin Shui había sido atacado por los bandidos. Aunque en realidad era un hombre pobre, los bandidos creían que tenía un montón de oro escondido. Bajaron, pues, de los montes, penetraron en su casa y lo torturaron para hacerle revelar el paradero de su mítico tesoro.
Con Timothy, un huérfano de nueve años que había ingresado en la creciente tropa infantil de la Posada, y Wan Yü, una muchacha de diecisiete que vivía en un pueblo próximo a Chin Shui y deseaba visitar a su madre, Gladys se puso en camino para ver si podía ayudarle. Encontraron al labriego en su casa. Estaba muy enfermo: los bandidos le habían quemado horriblemente con hierros al rojo. Ella vendó sus heridas y lo alivió cuanto pudo. Era un pueblo tranquilo en un valle escondido, y los campos escalonados estaban aún verdes de trigo. Permanecieron allí durante más de una semana: era un lugar apacible y sereno, y Gladys disfrutó de sus cortas vacaciones. Chin Shui estaba a dos días y medio de viaje; Yangcheng, todavía más lejos. Todas las mañana subía a una colina cercana y se sentaba en la cima contemplando las nubes y las lejanas hileras de montañas, olvidándose de la guerra. Pero sus días de tranquilidad duraron poco. Un mensajero llegó corriendo —corriendo literalmente— procedente de la pequeña Misión Cristiana que ella había fundado en Chin Shui los japoneses habían entrado en Yangcheng por segunda vez y en cualquier momento podían llegar a Chin Shui. Había doscientos refugiados en la Misión. ¿Podía ir a ayudarles en seguida?
Empaquetó sus pocas cosas y salió con Timothy y Wan Yü. Pasaron la primera noche en Chersin, un pueblo muy pequeño, y una fuerte tormenta de truenos se abatió sobre los tejados. Aquello retrasó su salida a la mañana siguiente, pues el camino estaba impracticable a causa del barro resbaladizo; pero tan pronto como el sol empezó a secarlo reemprendieron la marcha. No habían andado más de dos millas desde Chersin, cuando oyeron el ruido de un aeroplano y vieron que empezaba a describir círculos sobre sus cabezas. Corrieron en busca de refugio. Echados en el suelo, oyeron el silbido de las bombas a gran distancia, y sus explosiones, y de un modo confuso Gladys se dio cuenta de que atacaban Chin Shui, su punto de destino.
Llegaron a la mañana siguiente para ver repetirse la escena ahora casi familiar. Todos los ciudadanos estaban reunidos en el patio de un gran templo del centro de la ciudad, y allí el mandarín de Chin Shui dictaba sus órdenes. La ciudad había sido bombardeada y podía esperarse que el enemigo repetiría sus ataques. Por consiguiente, todos debían abandonar la ciudad no más tarde del próximo amanecer.