Capítulo IX

Para Gladys Ayward, aquellos primeros años en Yangcheng transcurrieron en paz y sin prisa. Sobraba tiempo para pensar, para dormir, para rezar. Los pandes acontecimientos estaban por venir: ella no los olvidó jamás.

Hubo un tiempo en que el Río Amarillo se desbordó, ahogando a centenares de personas, dejando a millares sin hogar, pasando a grandes riadas por Yangcheng, y de allí a Tsehchow, Chin Shui y las otras ciudades de la provincia. Hubo un tiempo en que el Río Amarillo, que formaba la frontera occidental de Shansi se heló, y las tropas comunistas procedentes de Yenan y la provincia de Shensi pasaron sobre el hielo. Fue un invierno muy riguroso, el más frío que recordaba la memoria de los vivos. Siempre se juzga el invierno por el número de chaquetas que uno tiene que ponerse, y aquél fue un Invierno de «tres-chaquetas», capaz de helar el té en la misma tetera. Hubo una lucha muy enconada por la posesión de la capital, T’ai Yuan, muy hacia el Norte, y las tropas comunistas se infiltraron en dirección Sur hasta Yangcheng. Los soldados de guarnición en la ciudad, que dependían del mandarín, decidieron en tal ocasión ir a la caza de bandidos lejos de aquélla, y regresaron, un poco cabizbajos, cuando hubieron pasado los tres días de ocupación comunista. El avance de los comunistas fue poco más que una operación de reconocimiento; no causaron ningún daño en la ciudad, aunque hicieron bastante en otras partes; no se les volvió a ver hasta que llegaron los japoneses.

En 1936, Gladys decidió naturalizarse china. No quería que nada la separara de la población y pensaba que era mejor ser una «china extranjera» que un «diablo extranjero». Con ayuda del mandarín, envió su documentación, realizó las formalidades del caso y se convirtió en ciudadana china. Aquello no produjo ninguna diferencia en su trabajo ni en sus relaciones con la gente de Yangcheng, pero le hizo sentirse más identificada con el ambiente.

Ocurrió un suceso triste. Su vieja amiga, la señora Smith, de la misión de Tsehchow, que iba a hacerle una visita, se puso enferma en el camino entre Tsehchow y Yangcheng. Los culíes encargados de su mula dudaron entre seguir a toda prisa hasta Yangcheng o regresar a Tsehchow, y al fin decidieron seguir adelante. La anciana señora deliraba al llegar y murió aquella misma noche sin recobrar el conocimiento. Gladys sintió mucho la pérdida de la señora Smith, que había sido para ella una buena amiga. Su muerte fue causa de que un año más tarde llegaran nuevos misioneros a Tsehchow, los Davies, y Gladys hizo él viaje desde Yangcheng para darles la bienvenida.

Jean Davies, una robusta moza escocesa de Pertshire, nunca olvidó la primera impresión que Gladys le produjo: «… una cosita menuda y delgada con grandes y negros ojos que miraban fijamente —decía— y que hablaba en un dialecto de Shansi como si hubiera nacido en la región».

Y era verdad. Gladys no había aprendido simplemente el idioma, sino que se había asimilado como una piedra incrustada en una fruta. El idioma había crecido envolviéndola Nunca lo escribió muy bien, pero hablaba, pensaba y soñaba en dialecto shansi; no había ya ninguna barrera de lenguaje entre ella y la gente con quien vivía.

La llegada de la familia Davies —marido, mujer y un hijo pequeño— que iba a vivir en una misión a sólo dos días de viaje de su residencia, era para Gladys una suerte. Se hicieron grandes amigos, unidos por el mismo interés y el mismo trabajo. David y Jean, cuando se hubieron establecido, empezaron también a vestir y a «vivir» en chino. David Davies era un galés de treinta y tres años, delgado y fuerte. Como Gladys, visitaba los más apartados pueblos para fundar en ellos comunidades cristianas; su parroquia, dentro de la cual aquéllas crecían aisladamente, abarcaba más de cinco mil millas cuadradas. En muchos de los pueblos apartados los campesinos no habían visto jamás un hombre blanco, ¡y no hablemos de una mujer blanca!

David Davies era un hombre valeroso y decidido. Vivía en China desde hacía muchos años y había tenido ya ocasión de demostrar su empuje. Nacido en una granja de Gales del Sur, había servido en las Reales Fuerzas Aéreas durante los últimos años de la guerra de 1914-1918; al terminar ésta volvió a Gales, a trabajar en los muelles de Cardiff, y allí pasó aquellos desdichados años del veintipico. Luego rasó a China, como empleado de la Aduana Internacional, y entonces le vino la idea de emprender una labor de misionero. Siempre había sido un hombre temeroso de Dios, pero fue la vista de la desesperada pobreza, de la ignorancia y de las necesidades del culi chino lo que le decidió. El puesto de Aduana en que estaba destinado se hallaba junto al río Yangtsé; el río se alimentaba en sus fuentes con las nieves del Himalaya, y su corriente tenía una fuerza tal que una lancha de veinte mil caballos no podría remontar su corriente más que a paso de tortuga. A través del puesto de Aduanas se realizaba un importante contrabando de armas: las tropas comunistas que dominaban los territorios al Norte del río estaban dispuestos a pagar grandes sumas por armas y municiones, Muchos de los compañeros de Davies —y los había de varias nacionalidades— hacían la vista gorda ante aquel tráfico. Pero David Davies tenía los ojos bien abiertos. No creía que fuese parte de su tarea el ayudar a los comunistas a conseguir armas. En una ocasión descubrió un importante alijo de rifles y ametralladoras en un barco que se dirigía río arriba. Confiscó la carga y la entregó a las autoridades internacionales. Desde aquella fecha los comunistas, que tenían espías en todas partes, lo miraron con malos ojos.

Lo capturaron con absoluta desfachatez durante la visita de una cañonera británica, tres días antes de que expirara el plazo de servicio de David como agente de aduana. El comandante del barco estaba comiendo con él en su bungalow aquella noche, cuando las tropas comunistas bajaron rápidamente por las laderas de los montes a ambos lados del río y enfilaron su artillería y ametralladoras. Ordenaron al comandante naval que volviera a su barco, inmovilizado ahora por los cañones que lo apuntaban. A David Davies lo llevaron a una casa de la montaña y, sencillamente y a estilo oriental, le informaron de que sería ejecutado por la mañana. Al amanecer del día siguiente, sacaron un chino al que también habían hecho prisionero y le cortaron la cabeza en el prado, sin duda para convencer a David Davies de que nada podía esperar. Casi en el mismo instante, un buque mercante británico, con defensas de sacos terreros y piezas de artillería emplazadas en todas partes —y que había sido llamado por radio la noche anterior desdé la cañonera— llegó remontando la corriente, de aquella forma, caballeresca e intimidatoria que sin duda es inherente a la actuación de la Real Armada. La artillería emplazada alrededor de la casa en que David Davies estaba prisionero abrió fuego al punto, levantando surtidores de agua junto al cuque mercante. Pero su fuego reveló el emplazamiento de la artillería, y el mercante respondió con todo su armamento, con lo cual los impasibles orientales empezaron a agitarse al ver que los árboles y arbustos, y cuerpos humanos y trozos de la casa, empezaban a volar por los aires a su alrededor. El comandante de la cañonera eligió aquel momento psicológico para echar el ancla, y sus obuses del 4,7 empezaron a caer en el jardín frente a la casa, para mayor estrago de los artilleros comunistas. Durante aquella confusión, David Davies pensó que su presencia no era realmente necesaria e hizo rápido mutis por la puerta trasera. Nadie advirtió su fuga, y pronto hubo subido la ladera de la montaña y se halló en campo libre en menos que canta un gallo. Cuando tres días más tarde volvió a la civilización, mucho más abajo del lío, se enteró de que varios marineros habían sido muertos o heridos durante aquella acción, pero que ambas embarcaciones habían logrado escapar río abajo. Expirado su tiempo de servicio en la Aduana Internacional, regresó a Inglaterra.

A su regreso a China, su vida de misionero comenzó bajo los mismos peligrosos y teatrales auspicios. Al revés de Gladys, que había empleado un mes en ir de Tientsin a Shansi y había hecho la mayor parte del viaje en mula, la familia Davies llegó en tren hasta Pao Ai Hornan, una ciudad al Sur del Río Amarillo, y después siguió hacia el Norte en literas llevadas por mulas, cruzando las montañas hasta Tsehchow. Suponían que el equipaje venía detrás, y, al ver que no llegaba, David Davies volvió al Río Amarillo a averiguar lo que pasaba. No ocurría nada que no pudiera remediarse con un poco de ejercicio. Con la ayuda de un par de muleros cargó su equipaje en una caravana y emprendió el viaje de regreso. En un paraje solitario de toda la montaña, una docena de bandidos salieron de detrás de las rocas, y David Davies pasó por la turbadora experiencia: de ver un revólver «Máuser» alemán apuntando precisamente a su estómago. En su maleta los bandidos encontraron una navaja de afeitar y la emplearon para abrir los otros bultos. Una vez cargado el botín en sus caballos, comenzó entre ellos una discusión sobre el futuro de David Davies. Algunos de los bandidos pensaban que su captura les daba la magnífica oportunidad de pedir un rescate; otros insistían en que era mejor destruir las pruebas…, matarlo y arrojarlo a un barranco. Pero en definitiva, después de un poco más de discusión, un hombre que parecía ser el jefe se volvió a él y le gritó: «¡Vete!», con lo cual David, agradecido, se largó lo más de prisa que pudo. Desde una elevación cercana los vio marchar con todos los bienes que había logrado acumular lentamente para ir a China; pero al menos su esposa todavía no se había quedado viuda.

Pasaron los años. A veces, Gladys pasaba meses sin ver a los Davies, pues el viaje desde Yangcheng era largo, y su trabajo la llevaba a menudo a las regiones más apartadas.

Los arrieros que traían noticias y rumores no eran expertos en asuntos políticos. Sólo cuando las caravanas que pasaban en dirección Sur comenzaron a mencionar que la gente de Luán temía un ataque japonés, supieron los de Yangcheng que los japoneses habían invadido el Norte de Shansi. Pero incluso cuando llegaron noticias de batallas libradas en el Norte, nadie pudo creer que también ellos se verían afectados. Y por esto, en aquella mañana de primavera de 1938, cuando los pequeños aviones de plata llegaron zumbando sobre las montañas, todos salieron para mirarlos, pues la mayoría no habían visto nunca un aeroplano y éstos parecían muy bonitos, como si bajaran del sol.

Gladys no salió de la posada porque en aquel momento estaba arrodillada rezando en una de las habitaciones superiores, con el cocinero y cuatro conversos. No oyó los aeroplanos hasta el último minuto, y entonces todo el mundo pareció transformarse en un caos confuso de estampidos, sacudidas y ruinas. La gente, en las canes de Yangcheng, agitaban todavía las manos saludando, cuando Tos puntiagudos cilindros de metal empezaron a desprenderse del vientre de los aparatos y a caer en la ciudad. Entonces las aclamaciones se convirtieron en gritos de dolor y de pánico cuando los cascotes y la metralla empezaron a hacer estragos entre ellos. Los aviones subían y bajaban, muy lentamente, sobrevolaban el valle y volvían atrás. Casi era imposible fallar el blanco. Una bomba, sin embargo, falló el suyo, pues cayó fuera de las murallas de la dudad y fue a dar en un ángulo de la «Posada de las Ocho Venturas». Nueve personas que se encontraban en la calle quedaron muertas en el acto. En el cuarto del piso superior, donde Gladys, Yang y los otros cuatro estaban rezando, el suelo cedió de pronto y todos cayeron entre un montón de maderos, tejas, polvo y argamasa, quedando enterrados bajo los escombros en la habitación de abajo.

Gladys no recordaba haber perdido el conocimiento; recordaba sólo que había oído débiles voces y que poco a poco fue dándose cuenta de que estaba tendida boca abajo con un gran peso sobre la espalda. No sentía ningún dolor, pero le costaba respirar. Podía oír voces cercanas que decían; «¡Roguemos al Señor! ¡Reguemos al Señor!», y pensó rápidamente; «Ahora no hay tiempo para rogar al Señor. ¿Por qué no hacen algo para sacarme de aquí? ¿Por qué no me sacan?».

Entonces oyó una voz que reconoció vagamente y que decía:

—¡Están ahí! ¡Yo sé que están ahí! ¡Debajo de los escombros!

Le pareció que pasaban horas antes de que apartaran los escombros. Al final llegaron hasta ella. Una pesada viga la tenía sujeta contra el suelo; no se había matado por milagro. Se sentía magullada y enferma, pero se sacudió el polvo y ayudó a sacar al cocinero y a los otros. Yang no se mostró muy cristiano en el lenguaje ni en el comportamiento. Empleó palabras que Gladys desconocía que existieran en el dialecto de Shansi. Las mujeres estaban aterrorizadas. Todas habían sufrido cortes o contusiones, pero ninguna estaba gravemente herida. Los aeroplanos se habían marchado, pero ahora reinaba el pánico y la confusión en todas partes.

Un hombre llegó cojeando.

—En la ciudad es horrible —dijo—. Todo está en ruinas; todos están muertos; es horrible, ¡horrible!

—Tenemos que ir a ver si podemos hacer algo —dijo Gladys, tristemente—. Y ahora deje de lamentarse y échenos una mano.

En su cuarto guardaba un botiquín. Contenía una botella grande de Lysol (rota), un frasco de permanganato potásico cristalizado, un bote de ácido bórico, y algodón hidrófilo, mucho algodón hidrófilo. Rápidamente rasgó las dos las sábanas para convertirlas en vendas, y salió en dirección a la Puerta Oriental.

No estaba preparada para el espectáculo que se ofreció a sus ojos. Las murallas y la puerta y estaban intactas, pero el centro de la ciudad aparecía del todo pulverizado. Muertos y moribundos, heridos y conmocionados, yacían por todas partes, pues las calles habían estado repletas de gente. La calle principal estaba llena de cascotes, bajo los cuales yacían los cuerpos medio enterrados; los que estaban aprisionados gritaban pidiendo auxilio. Durante dos segundos permaneció inmóvil en la puerta, acobardada momentáneamente ante la tarea que tenía delante. ¿Qué podía hacer con sus ridículas vendas y su botella de permanganato? Pero la indecisión sólo duró un segundo, dando paso a una súbita resolución. Se volvió, autoritaria, al grupo de curiosos que charlaban en la puerta.

—Les necesito a todos —dijo, agriamente, y los hombres la miraron sorprendidos y después la siguieron obedientes—. Manos a la obra. Todos tienen que ayudar. Ustedes dos levanten aquellos escombros; alguien está enterrado allí. Ustedes tres vayan a buscar jarras de agua, de agua caliente. Ustedes: uno, dos, tres, cuatro, cinco…, abrirán un camino en la calle principal. Llevarán fuera de la ciudad a todos los muertos. ¿Comprendido? Bueno, empecemos a trabajar.

En aquella confusión de cascotes, ruina y dolor, Ai-weh-deh logró implantar un poco de orden en los primeros auxilios. Una mujer yacía a pocos pasos de ella, manándole sangre la cabeza. La miró con ojos angustiados. Gladys se arrodilló a su lado, colocó una buena compresa de algodón sobre la herida y la sujetó con un trozo de venda. La herida no era grave.

—Ya está, querida. Ahora siga echada unos minutos hasta que se sienta mejor, y después se levántese y váyase a casa. ¿Comprende?

La mujer asintió, agradecida. El terror desapareció de sus ojos.

—Sí —dijo, débilmente, y en su voz vibró una clara nota de alivio.

—¿Dónde vive?

—Fuera de las murallas, en la calle de los Tres Cisnes.

—¿Cree que podría llegar hasta allí si alguien la ayudara?

—Lo intentaré.

Gladys llamó a uno de los hombres que quitaban escombros.

—Escuche —dijo—, dentro de un par de minutos esa mujer estará en condiciones de andar. La acompañará a su casa, en la calle de los Tres Cisnes. Si no puede andar, llévela a cuestas. Acomódela en su casa y vuelva aquí; hay más trabajo para hacer, ¿entiende?

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí, Ai-weh-deh —dijo, obediente.

Ayudó a la mujer a levantarse, ésta sé cogió a su cuello, y echaron a andar. Gladys prosiguió su trabajo.

Los dos primeros hombres habían desenterrado a una tendera de debajo de los escombros de la primera casa. La llamaron. A Gladys le bastó una mirada para comprender que estaba muerta.

—Llévenla fuera de las murallas. Después vuelvan y sigan trabajando.

En una distancia de diez yardas vendó las heridas de doce personas. Le habían traído un cubo de agua caliente y disolvió en ella unos cuantos cristales de su preciosa botella de permanganato, empleándolo como antiséptico.

—Ustedes tres, métanse en ese agujero. Seguro que hay alguien; ¿no oyen sus voces? Y ustedes registren aquel edificio y asegúrense de que no hay nadie dentro, un viejo estaba sentado en la escalera del y amen, con la cabeza-entre las manos. Estaba cubierto de polvo, pero no parecía herido, Al trepar Gladys sobre los escombros, levantó la cabeza y la miró con ojos opacos.

—Así, pues, Dios aún vive —gruñó—. Todavía está usted aquí.

—Yo no soy Dios, y a Él no pueden matarlo —replicó Gladys—. ¿Y qué hace ahí sentado, buen anciano, cuando hay tanto quehacer?

—He estado trabajando —dijo él, cansadamente—, y ellos aún siguen haciéndolo ahí.

Gladys miró en la dirección señalada. En la esquina, entre los cascotes, vio a su viejo amigo, d alcaide de la cárcel. Fue a su encuentro. Estaba sucio y aturdido.

—¿Ai-weh-deh? —dijo con voz fatigada—. Ya sabía yo que si no había muerto estaría metida en el jaleo.

Se pasó una manga por la frente, dejando una mancha de polvo.

—¿Tiene gente que le ayude? —preguntó Gladys.

—Todos los presos —respondió el alcaide—. Se están portando muy bien.

Mientras hablaba, Feng, el sacerdote budista, apareció en la esquina llevando un hombre cargado a la espalda. Sonrió al pasar junto a Gladys con su carga.

—A los heridos los llevamos al yanten —explicó el alcaide, desalentado—. ¡Hay tantos! ¿Cuánto tiempo podremos continuar así?

—Hasta que el trabajo esté terminado —afirmó Gladys, impaciente—. Pero tenemos que organizar un poco nuestra labor, enterrar a los muertos y limpiar la ciudad. ¿Dónde está el mandarín?

—En el yanten, ayudando.

—Vayamos a hablarle.

Pasaron por encima de los escombros y encontraron al mandarín, vistiendo aún su túnica escarlata, hablando con un grupo de atribulados funcionarios. Al ver a Gladys, despidió a los otros y se sentó para hablar con ella. Todo lo que ella le dijo le pareció bien. Media hora más tarde funcionaba un, «comité de auxilio». Lo constituían el mandarín, el alcaide de la cárcel, Gladys y Lu Tchen, un pequeño mercader muy avispado. Llenos de polvo, sudor y sangre, se sentaron alrededor de una mesa para trazar los planes de socorro de la ciudad. Para ello carecían de experiencia; ningún desastre de la historia podía compararse con éste. Hacía muchos siglos los hombres de Yangcheng habían construido sus murallas a conciencia. Habían levantado la parte exterior con grandes piedras cuadradas, cuidadosamente ajustadas entre sí, y construido detrás de ella un segundo muro, llenando el hueco entre los dos con una masa sólida de granito, con lo cual quedó tan ancha y sólida que un caballo con su carro podía circular por lo alto. Si los cañones llegaban a las montañas, era lo bastante gruesa para resistir el fuego, y desde luego era totalmente inexpugnable por medio de flechas, lanzas y proyectiles lanzados con catapulta. Pero la muerte que caía de los cielos… ésta era evidentemente enviada por Dios, y contra ella no había defensa posible.

—Tenemos que emplear a los arrieros —dijo Gladys—. Debemos detenerlos en las puertas de la ciudad, decirles que guarden sus bestias donde puedan fuera de la ciudad, y hacer que nos ayuden a quitar los escombros. Todavía hay gente con vida debajo de las ruinas. Debemos rescatarlos y despejar la calle principal.

—Hay cientos de personas sin hogar y muchos heridos —dijo el alcaide con desaliento.

—El templo de Lang Quai y el de los budistas en el centro de la ciudad no han sufrido daño —dijo el mandarín—. En uno pueden alojarse los que han quedado sin hogar; en el otro podemos poner los heridos.

—Debemos reunir todos los comestibles, disponer una cocina comunal, y que los cocineros preparen la comida —dijo Gladys.

—Los comerciantes darán alimentos y vestidos a los hambrientos y sin hogar —añadió Lu Tchen.

—Las mujeres deben ser reclutadas para cuidar a los heridos —prosiguió Gladys—, aunque temo que muchos de ellos morirán. Todo esto debemos anunciarlo por medio del pregonero. También dirá a los que tengan parientes en el campo que salgan de la ciudad y vayan a vivir con ellos.

—Yo cuidaré de que los arrieros y mis presos despejen la calle principal desde la Puerta Oriental a la Occidental —dijo el alcaide—. Si no lo hacemos así las caravanas de mulas se detendrán a uno y otro lado de la ciudad.

El mandarín movió la cabeza en señal de asentimiento, pero aún pareció preocupado.

—Tengo otras malas noticias —dijo—. He recibido informes de que los japoneses han conquistado Luán y avanzan sobre Tsehchow. Es casi seguro que desde Tsehchow marchen sobre Yangcheng. Y tengo entendido que son bastante despiadados.

—Bueno, aún nos quedan unos días antes de que lleguen —dijo Gladys, rápidamente—. No tenemos que perder más tiempo.