Capítulo VIII

La amistad entre el mandarín de Yangcheng y la pequeña excamarada de Belgrave Square es probablemente una de las más curiosas en toda la historia de las relaciones entre Oriente y Occidente. Aunque ella hablaba su idioma con la misma facilidad que un nativo, transcurrieron años antes de que lograra penetrar en los recovecos de su mente. Era un hombre enigmático.

Desde su yamen, ejercía la autoridad civil casi del mismo modo en que se ejerciera en tiempos de Confucio. Sus ayudantes y consejeros ostentaban antiguos y honrosos títulos que definían su función en relación con los transportes, la sanidad, las vías de comunicación, el agua y los deberes domésticos.

Uno de los departamentos interiores estaba destinado a las mujeres. No eran esposas, ni siquiera concubinas, sino simples esclavas, jóvenes y adorables criaturas compradas con los fondos del yamen para los antiguos y honorables placeres del amor. Gladys no se impresionó al conocer el significado del departamento de las mujeres. Era una costumbre que databa de muchos siglos, y todo era muy digno. Las jóvenes estaban bajo la vigilancia de mujeres mayores, la mayoría de las cuales habían sido doncellas del yamen, y cuyas hijas seguirían prestando el mismo servicio. Eran muchachas alegres y simpáticas, que cantaban canciones tocaban instrumentos y aprendían a bailar. Gladys tenía muchas amigas entre ellas, y, a menudo, cuando iba a visitar al mandarín, pasaba al departamento de las mujeres para charlar y tomar té. Es casi seguro que al principio, para el mandarín de Yangcheng, Gladys Ayward era un ser tan extraño como si hubiese venido de la luna. Ante todo era una hembra, lo cual, a los ojos de un hombre, significaba que social e intelectualmente era menos que polvo. Sin embargo, al llegar a sus oídos las noticias de sus hazañas y al recibir, mes tras mes, el bombardeo de sus instancias, súplicas, consejos y casi amenazas, llegó a brillar como un nuevo planeta lanzado en su órbita. Y a medida que su relación aumentó, el mandarín de Yangcheng fue descubriendo, para su gran asombro, que no solamente era una excelente consejera, sino una amiga. Dado el promedio cultural de China desde tiempo inmemorial, era un hombre inteligente, pero su campo quedaba circunscrito a las contemplativas enseñanzas de una educación formal.

Gladys entró en su yamen trayendo consigo el viento de otros mundos. Para él era una mujer de mundo, y extranjera. Nunca olvidaría ella su primera y amable reprimenda, después de haberle lanzado un apasionado discurso de propaganda cristiana.

—Ai-weh-deh —le dijo, suavemente—, ustedes envían misioneros a nuestra tierra, cuya civilización es mucho más antigua que la suya.

Creen que somos una nación de incrédulos y bárbaros, ¿no es cierto?

Ella entornó los ojos y le dirigió una mirada escrutadora. Rápidamente se dio cuenta de que aquél intelectual combate sostenido en cortés y florido lenguaje era parte integrante de las relaciones sociales chinas, igual que las reuniones a la hora del té.

—De ningún modo —respondió.

El mandarín metió las finas manos en las amplias mangas de seda de su bata.

—Hemos producido un arte grande y una gran filosofía. El discurso del mandarín sobre China es más hermoso y descriptivo que cualquier otro en el mundo. Nuestros poetas ya cantaban cuando Bretaña era una rocosa avanzadilla al borde del mundo conocido, y América estaba solamente habitada por sus aborígenes de piel roja. Y, sin embargo, vienen ustedes a enseñarnos una nueva fe. Me parece muy extraño.

Ella no dejó de advertir la amable ironía de sus palabras, y, como de costumbre, se dispuso a discutir con él de buen grado. Sin embargo, hasta muchos años después no se dio cuenta de que asistía al final de una era china que había durado cuarenta siglos.

Con una sonrisa y un gesto amable que de antemano la absolvía de cualquier sentimiento de culpa que pudiera derivar de su pertenencia a una sociedad tan ruda y bárbara como la Occidental, él le explicaba su propia educación, y así conoció ella algunas de las interminables fatigas que tuvo que soportar antes de llegar a ser mandarín de Yangcheng.

Hijo de una familia bastante acomodada de una pequeña ciudad de la China Septentrional, había campado por sus respetos durante los siete primeros años de su vida. En los largos y ardientes veranos, con otros chicos, se había bañadlo en los ríos y los arroyos, chapoteando en las pozas, hecho volar la cometa en el cielo azul y cazado saltamontes y langostas. Había visto balancearse las linternas en las bodas y los entierros, y en las épocas de la recolección y de la trilla; había jugado al aro y apostado cash de cobre, imitando a sus mayores, y todos los años había esperado impaciente los catorce días de fiesta del Año Nuevo. Cuando tenía seis años, su padre había consultado a los astrólogos para saber el día más propicio para el comienzo de su vida escolar, y cuando el día quedó elegido, se acabaron las horas de su joven libertad. Una mañana, elegantemente vestido con una bata azul, una túnica roja, pantalón amarillo y gorro de marinero con borla escarlata, recién afeitada la cabeza y colgando a la espalda la lustrosa coleta, se presentó a su maestro. Después abrió su primer libro escolar. Era un libro de primer grado y hablaba del deber filial, de la naturaleza del hombre, de la necesidad de la educación. A causa de estar impreso el tal libro con tres caracteres en cada línea se le conoce por el Clásico de los Tres Caracteres, contiene quinientos caracteres distintos, todos los cuales deben aprenderse de memoria. Desdé la salida hasta la puesta del sol, con intervalos para comer, trabajaba con sus compañeros. Sólo las clases de escritura ofrecían intervalos a aquel prodigioso trabajo de memoria, y la lección consistía en copiar millares de caracteres diferentes sobre papel de arroz y con un pincel de cuatro pelos, repitiendo la copia centenares de veces hasta que los caracteres quedaban grabados indeleblemente en la memoria. En los viejos tiempos el estudio del Clásico de los Tres Caracteres era a lo más que llegaban en el camino de la educación millares de estudiantes chinos. Hace mil años fue introducido aquel libró como texto de primer grado, y desde entonces ha permanecido siempre Igual. El estudio de seis de tales libros constituye la educación de cualquier muchacho que pretendía seguir una carrera.

Y como sus padres eran moderadamente ricos y él deseaba sobresalir en la ciencia, que comprendía que podía lograr con paciencia y práctica, el mandarín había decidido proseguir sus estudios. La base de su cultura era Confucio. «Lo que Confucio enseña es verdadero; lo contrario a sus enseñanzas es falso; lo que no enseña es innecesario».

En todas sus discusiones sobre filosofía y ritual chinos aparecía un hecho que confundía a Gladys. ¿Por qué esos códigos tan elaborados de buen comportamiento social y esa fina antología del pensamiento puro de los grandes sabios de China transmitidos de generación en generación, no habían producido una sociedad propicia a los dioses? ¿Por qué, mientras se discutía, había en todas las provincias hombres celosos y ambiciosos que luchaban por el poder? ¿Por qué?, repetía ella, ¿por qué?

Él extendía sus largas y delicadas manos.

—El hombre de estudios y el soldado existen. Teorizando no los borraremos de la existencia. Sin embargo, esperamos que al fin, y con toda seguridad, el hombre perfecto…

Nunca se cansaba de explicar el concepto chino del «Hombre Eminente».

El segundo de los cuatro volúmenes clásicos trata de ese hombre modelo. El libro se llama Hombre Verdadero. Fue compilado por un nieto de Confucio, según su calendario, unos trescientos treinta y ocho años antes del nacimiento de su profeta cristiano.

—En este libro se describe él concepto del hombre perfecto, el hombre que en todas las circunstancias muestra un carácter noble que puede servir de modelo de virtud para las generaciones futuras. Él hombre perfecto nunca está satisfecho de si mismo. El que está satisfecho no es perfecto.

—A mí me parece —decía Gladys— que la única preocupación de Confucio y de sus demás sabios fue la de moldear la vida sobre la tierra. Nosotros, en Occidente, creemos en la vida ultraterrena. Creemos que el hombre tiene un alma a imagen de Dios que es eterna. ¿Estarían sus profetas dispuestos a morir por sus creencias?

El mandarín de Yangcheng cogió un pálido loto amarillo del vaso en que flotaba y contempló el cerúleo aspecto de la corola.

—«Amo la vida y amo la justicia —citó en voz baja—. Pero si no puedo conservarlas las dos, antes daría la vida y me aferraría a la justicia. Aunque amo la vida, hay algo que amo más que la vida. Aunque odio la muerte, hay algo que odio más que la muerte.

»Esto lo escribió Mencio —añadió—, un maestro que vivió doscientos años después de Confucio. En grandeza de pensamiento sólo lo supera el mismo maestro. Creía que el hombre es bueno por naturaleza. “Todos los hombres son naturalmente virtuosos —escribe—, igual que el agua fluye hacia abajo; la maldad del mundo los contamina”».

El mandarín volvió a dejar el capullo de loto sobre el agua y delicadamente sacudió unas gotitas de las puntas de sus dedos.

—Es preciso estudiar esos grandes libros con diligencia y aprenderlos de memoria antes de entrar en la sala de exámenes —dijo—. Uno debe adquirir estilo literario y elegancia en la escritura; uno debe ser hábil en la poesía y extraordinariamente cuidadoso, pues una sola falta le hace perder un grado. Por último, antes del examen, se debe estudiar el Sagrado Edicto de K’ang-shi y aprenderlo de memoria al pie de la letra, Si se pasa este examen se obtiene el titulo de «Talento Cultural», pero, para grados más avanzados, existen cinco volúmenes más que hay que aprender de memoria y comprender los Cinco Clásicos, reconocido por el pueblo chino como las más nobles obras de la Humanidad desde el comienzo de los tiempos, a las que nada puede añadirse ni sustraerse nada.

—¿Y se pasan ustedes la mayor parte de su vida aprendiendo unos cuantos libros viejos? —observó Gladys.

—Tengo entendido que una gran parte de su religión se funda en un libro viejo —replicó el mandarín, amablemente—, pero es cierto que el estudio puede absorber toda una vida. Algunos no alcanzan el Grado Superior hasta los sesenta años y diez más.

—¿Y el mundo exterior? —preguntó Gladys—. ¿Qué me dice de la geografía, las ciencias, la literatura, la historia, las matemáticas, la filosofía de otros países?

El mandarín encogió delicadamente los hombros.

—Para el chino estudioso esas cosas no existen. Están fuera de los límites de nuestro conocimiento y son consideradas superfluas.

En todas sus conversaciones con el mandarín, Gladys nunca experimentaba ningún sentimiento de inferioridad, o insuficiencia. Tenía la impresión de que existía un equilibrio entre sus conocimientos prácticos y la clásica erudición de él.