Capítulo VII

El episodio de la cárcel aumentó considerablemente el prestigio de Gladys en Yangcheng. Su nombramiento oficial de inspectora de pies le había conferido alguna importancia, pero sofocar un motín en la cárcel le había dado una dignidad de otra clase. Se dio cuenta de que los mercaderes que permanecían en las puertas de sus tiendas y hasta entonces habían ignorado su presencia, ahora le hacían amables reverencias a su paso. Sus dos soldados se mostraban tan satisfechos como si les hubieran aumentado la paga. Había ganado mucha «categoría».

Tampoco olvidó la promesa hecha a los presos. En el fondo, el alcaide era un hombre cortés y amable, y en los años que siguieron se hizo muy amigo de ella. Si el régimen de su cárcel era horrible, se debía a que todas las prisiones de China tenían un régimen espantoso. Y, aunque fuese sólo para evitar sucesivas algaradas, estaba dispuesto a escuchar las sugerencias de Gladys. Era imposible realizar una reforma en gran escala, porque en el prepuesto del yamen no había dinero para el mejoramiento de las prisiones. Gladys tampoco tenía dinero, pero se las ingenió para conseguir un par de telares viejos, que le dieron unos amigos del alcaide, y un suministro de hilo. Con ello obtuvo tela de algodón y enseñó a los presos a hacer las bandas que se llevaban en Shansi; también obtuvo una muela, de forma que pudiesen moler grano y ganarse con ello unos cuantos cash. Los visitaba con regularidad, casi todos los días cuando estaba en Yangcheng; les enseñaba higiene, y les leía relatos. Pensó para si que eran los únicos feligreses que podía estar segura de encontrar siempre «en casa». Logró hacerse con algunos conejos domesticados, y los tuvieron en conejeras y sacaron crías. Pero quizá su mayor triunfo fue cuando un amigo de colegio del alcaide, un hombre de estudios de cierta reputación, visitó Yangcheng.

—Es cristiano —dijo el alcaide, dándose importancia—. Tal vez podría convencerle de que predicara en su misión.

—Excelente idea —respondió Gladys al punto—. Y le diré más, ¿por qué no llevamos a todos sus presos a escucharle?

—¿Quiere decir que saquemos a los, presos de la cárcel? —El alcaide estaba azorado—. ¡Es imposible!

—¿Y por qué es imposible? Algunos de ellos no han salido de aquel patio en diez años o más. Sería un gran acontecimiento para ellos. Y les haría bien.

—Pero, es que son presos…

—Podría llevarlos custodiados. Esto le gustaría a su amigo… si es un buen cristiano.

Desde el día en que Gladys sofocó el motín, de la cárcel, el alcaide la miraba con cierra respeto. Al menos en aquella ocasión su religión había sido eficaz, mientra la de él había fracasado. A regañadientes, y después de insistir ella, consintió en que los presos salieran por aquella sola vez.

Gladys nunca olvidaría el domingo en que los reclusos asistieron al oficio. Atados con gruesas cadenas, desfilaron por la calle principal y cruzaron la Puerta Oriental. La gente se alineaba en las aceras para verlos pasar. Cruzada la puerta, con el mundo de la montaña y del viento alzándose y hundiéndose a su alrededor, la tropa se detuvo instintivamente y se quedaron mirando con un ansia hambrienta. Durante dos minutos los soldados que los custodiaban los dejaron permanecer así, murmurando entre ellos y mirando hacia la libertad. Después descendieron por la estrecha calleja hasta la Posada de las Ocho Venturas, cruzaron el patio y penetraron en el amplio vestíbulo del rondo, que había sido habilitado como sala misional.

Allí permanecieron sentados en el suelo, mientras el amable amigo del alcaide les dirigía la palabra durante tres largas horas. Acaso fue aquél el más dichoso servicio religioso practicado en la provincia de Shansi. Al final, a través de su portavoz, los reclusos dieron gravemente las gracias a Gladys por aquel privilegio, y, al son de sus cadenas, volvieron a la cárcel.

Fue también durante aquel segundo año de permanencia en Yangcheng cuando tuvo su primer y pequeño altercado con el mandarín. Acababa de regresar de una de sus inspecciones en la montaña, y bajaba por la calle principal repitiendo el discurso que se proponía endilgarle. Como él era el jefe, tenía que enterarse de algunas cosas y ponerles remedio. «Excelencia —le diría humildemente, pero con firmeza—, desearía discutir con usted sobre la condición de las mujeres». Haría una pausa, para dejar bien sentada la cuestión. «¿Es justo —proseguiría— que los hombres puedan pegar a sus mujeres? ¿Es justo que el marido tenga la facultad de vender a su mujer, y aún de matarla? Como su más leal y obediente servidora, tales hechos han llegado a mis oídos en mis viajes por los pueblos de las montañas. Respetuosamente, me atrevo a pedirle que me diga si intenta hacer algo sobre estas cuestiones. Ya sé que tiene un origen inmemorial, pero esto no las hace menos repelentes».

Interrumpió el curso de sus pensamientos al ver a una mujer sentada en la acera y con los pies en la calzada. Era una mujer morena basta, sucia. Pesados pendientes de plata colgaban de los lóbulos de sus orejas. En el pelo, agujas de jade y de plata. Llevaba también un collar de plata y muchas ajorcas. Sus pantalones bombachos se sujetaban al tobillo con brillantes bandas verdes. Esas bandas fueron las que primero llamaron la atención a Gladys aunque eran corrientes en la indumentaria del Shansi, nunca las había visto de aquel color. Al punto pensó que aquella mujer debía proceder de un pueblo que aún no había visitado, y se dirigió a ella con intención de obtener la respuesta a aquella pregunta. Al acercarse, observó que un niño se apoyaba en la rodilla del la mujer; una lastimosa piltrafa de niño, envuelto en un trozo de paño sucio. Tenía lasa piernas como palos, el vientre hundido típico de la mala nutrición, y la cabeza y el cuerpo cubiertos de úlceras. Gladys se sintió horrorizas da. Su condición hacía incluso imposible determinar su sexo. Las palabras amables se detuvieron en su garganta.

—Mujer, no tiene derecho a estarse ahí sentada con un niño en estas condiciones —le dijo, severamente.

Los negros ojos de la mujer la miraron con insolencia.

—Cuídese de sus asuntos —respondió.

—Son mis asuntos —insistió Gladys, indignada, recordando su cargo oficial—. El sol le está dando demasiado tiempo en la cabeza y puede morir.

—¿Y qué le importa a usted si se muere o no? —se burló la mujer—. Si se muere, pronto tendré otro.

Gladys la miró fijamente. De sus palabras dedujo que la mujer no era la madre de la criatura. Recordó vagamente que había oído algo de gente así. ¿Traficantes de niños? Sí, esto era: gente que compraba y vendía niños. En las montañas de Shansi se los consideraba como demonios y sólo se hablaba de ellos en voz baja.

La frase siguiente de la mujer vino a confirmar su sospecha, pues le dijo, provocadora:

—¿Le gustaría? Puede tenerlo por dos dólares.

Gladys advirtió al punto que, teniendo en cuenta el precio corriente en el mercado, era barato. Una linda niña, apta para el matrimonio, costaría al menos noventa dólares; e incluso una niña pequeña costaría diez. Pero ¿quién podía querer aquella criatura débil y enfermiza?

—Yo no tengo dos dólares —replicó—. Está enfermo y lo más probable es que se muera, y ello me costaría otros dos dólares de entierro. Total, son cuatro dólares.

La mujer puso la cara larga. Sus ojos eran duros.

—Se lo daré por un dólar y medio.

—Tampoco tengo un dólar y medio, y, además, no quiero el niño.

Se alejó, seguida por las risotadas de la mujer. Ninguno de los que pasaban por la calle se había detenido a escuchar su conversación. Pero, mientras andaba en dirección al yamen sintió crecer en su interior la indignación, indignación que no se desvaneció aunque, como de costumbre, tuvo que esperar más de una hora antes de que el mandarín le concediera audiencia. Cuando sonó el gong y el soldado franqueó la enorme puerta, su impulso de contarle lo de la traficante de niños se había hecho irresistible. Sin embargo, sabía que no se puede protestar inmediatamente a un mandarín, por muy grave que sea la querella. La cortesía era lo primero. Así, pues, hizo una profunda reverencia ante la imponente figura vestida de escarlata, obedeciendo al antiguo ritual que así lo imponía a los pequeños empleado cuando se dirigían al Alto y Poderoso.

—¿Está usted bien? —preguntó.

—Sí, estoy bien. Y usted, ¿está bien?

—Sí, estoy bien. ¿Ya ha comido usted?

—Sí, ya he comido. Y usted, ¿ha comido?

—Sí, muchas gracias. ¿Siguen bien sus honorables parientes?

—Sí, mis viejos parientes siguen bien.

Esto se prolongó durante un minuto y después, terminados los cumplidos, ella le tendió la hoja de papel rojo que contenía su informe. Era un informe muy breve, porque en aquellos primeros tiempos, antes de que aprendiera a escribir en chino, tenía que valerse de alguien que le dibujara los caracteres. Sus informes desde luego, eran obras maestras de concisión. Éste rezaba:

«Gladys Ayward ha estado en Chowtsun. Gladys Ayward ha regresado de Chowtsun».

Los nombres del distrito o del pueblo podían variar con cada viaje, pero el informe eral siempre el mismo. Todos los detalles de su trabajo los daba verbalmente. La boca del mandarín esbozó una sonrisa al tomar el papel. Al verle así, con su brillante atuendo escarlata, el cuello alto, el gorro rojo y las anchas mangas, ella necesitaba siempre algunos segundos para sobreponerse a un sentimiento de temor.

—¿Tiene algo que explicarme? —dijo él.

Gladys respondió:

—¿Qué hace usted con los traficantes de niños?

Las negras y finas cejas se elevaron ligeramente.

—No la comprendo.

—A pocas yardas de este yamen una mujer intentó venderme un niño por dos dólares. ¿Qué hacen ustedes acerca de esto?

Gladys tuvo la intuición de que su pregunta le molestaba. El hombre anduvo hasta el fondo de la estancia y volvió antes de responder:

—No hacemos nada.

—No lo comprendo —dijo Gladys—. ¡Es una cosa mala!

—Si realmente es una vendedora de niños, pertenece a una banda de gente malvada y temeraria. Si uno se cruza en su camino, son capaces de cometer horribles crímenes. Será mejor que lo olvide. Es una cosa que no le incumbe.

—Pero…

—Bueno, explíqueme lo que ha hecho en el distrito de Chowtsun.

Era una orden, y Gladys habló de las mujeres que había visto y de los discursos que había pronunciado. En ello empleó media hora. Cuando hubo terminado, el mandarín asintió con la cabeza. Tomó un pequeño martillo y golpeó el gong. Era la señal de que abrieran las puertas: la audiencia había terminado. Cuando ella se volvió para marcharse, él la detuvo con un gesto de la mano.

—Sobre esa traficante de niños… La ley dice que Ai-weh-deh erguirá la cabeza y pasará al otro lado de la calle. Y no repetirá mis palabras a nadie. Puede marcharse.

Las puertas se hablan abierto y Gladys se dirigió a ellas. Le había disgustado profundamente aquel hombre por quien sentía tanto respeto. Se volvió al llegar al umbral.

—Tengo que informarle —dijo— que no he venido a China sólo para observar sus leyes. He venido por amor a Jesucristo y obraré según los principios de Sus enseñanzas, sin importan me lo que usted diga.

Salió a tiempo, antes de que el sorprendida mandarín pudiera replicar. Meses más tarda cuando su intimidad era mucho mayor, él le recordó aquella entrevista y le confesó que su actitud había incrementado su amistad y su respeto. Fue la primera vez que, en el ejercicio de su cargo, alguien se había atrevido a discutir su autoridad de mandarín. Y, desde luego, había sido la primera vez en toda su vida que una mujer le hablaba en tales términos.

Gladys bajó a paso vivo por la calle principal. La mujer estaba todavía allí y, cuando vio, a Gladys, la llamó:

—¡Señora de buen corazón! Hela aquí de nuevo. Le venderé la criatura por un chelín.

Gladys se detuvo y la miró fijamente.

—No tengo un chelín.

—Entonces, ¿cuánto me daría?

—No tengo dinero, y, ¿qué haría con el niño?

—Pero lo quiere, ¿verdad?

Gladys comenzó a replicar a aquella observación, pero se interrumpió de pronto. Efectivamente, quería la criatura.

—¿Cuánto me daría usted? —preguntó la mujer, con tono lastimero.

Gladys hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta. Tenía alguna calderilla que en junto importaría unos nueve peniques. Sacó la mano.

—Le daré estos nueve peniques, pero ni uno más.

La mujer extendió la mano para coger el dinero.

—Es suya.

Se levantó y echó a correr calle abajo. Gladys miró la criatura. Su edad era indeterminada: pensó que tendría entre cuatro y seis años.

—Ven conmigo —le dijo.

La criatura no se movió. Parecía comprender poco. Gladys la cogió por el pescuezo, y se la llevó por la calle principal, cruzó la puerta y llegó hasta la posada. La niña, aterrorizada, fue a acurrucarse en el rincón más oscuro de la estancia. Gladys llamó al cocinero, Yang, para enseñarle lo que había traído a casa.

Él observó al semidesnudo renacuajo durante unos minutos en silencio.

—¡Buena cosa ha hecho! —exclamó—. ¿Para qué quiere una criatura así? No tardará en morir.

—Traiga un poco de comida —dijo Gladys—. ¡Pobrecilla! Parece medio muerta.

Yang fue a buscar una escudilla de mijo y la colocó en el suelo cerca del infante, que la contempló con ansia, la cogió de un salto y volvió a retirarse a su rincón, donde empezó a comer con los dedos.

—Esta criatura nos traerá disgustos —dijo Yang.

Gladys advirtió que, al menos, había dicho «nos», y esto le dio un poco más de confianza.

Durante tres semanas el infante reaccionó como un animalito salvaje. No dejaba que nadie lo tocara; mordía, arañaba y gritaba cuando alguien intentaba lavarlo, vestirlo o meterse con él de alguna forma; huía de la casa a la primera oportunidad y se negaba a entrar de nuevo, prefiriendo comer y dormir en un rincón del patio. Gladys desesperaba de pode convertirlo algún día en algo semejante a un ser humano. Era una niña, una pequeña salvaje de ojos negros, que todo lo odiaba.

Después de tres semanas de continuo esfuerzo, Gladys se dio por vencida. Comprendió que tendría que traspasar la niña a alguien mejor dotado que ella, por si podía hacer algo. Una tarde, al anochecer, volvía a la Posada, cuando pasó junto a una joven sentada a la puerta de su casa, que lloraba al hijo muerto que tenía en la falda.

Gladys se detuvo y la miró. Impulsivamente, le dijo:

—Yo tengo una niña que puedo darle a cambio. Nada conseguirá con llorar sobre un cadáver.

La mujer levantó los ojos llorosos.

—No la entiendo —murmuró.

—Déme su hijo muerto y yo lo enterraré.

El otro está en la Posada de las Ocho Venturas. Vaya a buscarlo.

La mujer no protestó cuando Gladys le arrancó el niño muerto de la falda. Con el niño en brazos, desanduvo el camino que había hecho. En Yangcheng los entierros de recién nacidos se hacen con poca ceremonia. Se busca un agujero en la falda de la montaña, se mete en él la criatura, se tapa la entrada con piedra y tierra, y la tarea ha terminado. A veces, en el profundo y seco foso que rodea la ciudad, podía verse a los perros husmeando un bulto; entonces se podía tener la seguridad de que alguna niña recién nacida había sido arrojada allí. Los niños eran tratados como pequeños dioses: pero nadie quería a las niñas.

Cuando Gladys regresó a la Posada, se encontró a la mujer que la esperaba en el patio. Yang, muy satisfecho, estaba junto a ella. La mujer tenía a Ninepence[5] —que éste era el apodo que le había dado Gladys— cogida de Da mano. La niña estaba transfigurada. Ahora tenía la cara y ropa limpia. Gladys la miró asombrada. La mujer le sonrió. Hizo avanzar a la niña y puso su mano en la de Gladys.

—Aquí tiene a su niña —dijo—. La querrá siempre cuando sepa lo que ha hecho por ella.

Gladys se inclinó a mirar al pequeño renacuajo que tenía al lado. Ninepence estaba allí para quedarse.

* * * *

Aunque fue bautizada con el nombre chino de Mei-en-Gracia Hermosa, para Gladys siempre se llamó Ninepence. No supo de su pasado hasta muchos años después. Con el transcurso de los meses se fue convirtiendo en una hermosa niña, con todo el encanto y desfachatez de las niñas. Y gracias a Ninepence aumentó la familia. Una tarde llegó corriendo al patio, brillándole los negros ojos de emoción.

—¿Está lista la comida? —le preguntó a Gladys, que estaba en la galería.

—Casi, casi.

Solían tener preparada la comida de la noche al atardecer, para que estuviera dispuesta cuando llegaran los arrieros.

—¿Será una buena comida? —preguntó Ninepence, ansiosamente.

—Claro que será buena. ¿No lo es siempre? —Por lo general a Ninepence le importaba poco la comida—. Vamos, sigue jugando; ya te llamaré cuando esté lista.

Ninepence miró hacia arriba, gravemente.

—Si yo comiera un poco menos de la cena ¿comerías tú también un poco menos?

Gladys no tenía la menor idea de lo que se proponía.

—Sí, desde luego.

—Entonces, si ponemos los dos «menos» en un plato, habría para otra persona, ¿verdad?

—Ninepence —dijo Gladys, severamente—, ¿qué es lo que te propones?

—Es que —dijo Ninepence, frunciendo las cejas por el esfuerzo— ahí fuera, en el portal, hay un niño pequeño que no tiene ni un «menos» en su plato.

Gladys contempló a la chiquilla, plantada en mitad del gran patio, una figurita pequeña, uniformada de azul, con una cara muy grave.

—Ninepence —dijo—, si tú estás dispuesta a quedarte sin, yo también lo estoy. Ve a buscarlo.

Ninepence dio un grito y un muchachito harapiento de unos ocho años salió de debajo de la galería. Pestañeó al levantar la cabeza para mirar a Gladys. Iba envuelto en sucios harapos, como una copia en masculino de Ninepence di día en que ésta llegó. Ninepence lo había descubierto mendigando en la calle. Desde aquel día su apodo fue Less.

Era lo bastante mayor para contarle a Gladys su historia. Los bandidos habían saqueado su pueblo en Horbay. Habían matado a los hombres y se habían llevado a las mujeres. La madre de Less estaba embarazada. Sus dolores comenzaron durante la marcha forzada y los bandidos la abandonaron en un hoyo. Gladys no quiso pensar en lo que comprendería el muchacho de la agonía de su madre; el caso es que la vio morir y que, después de tirar en vano de sus vestidos, la dejó y se volvió al pueblo. Lo encontró en cenizas. Sólo cadáveres yacían entre las ruinas. Vagó entonces por las montañas, mendigó su alimento, se unió a los arrieros en sus viajes y vino a parar a Yangcheng. Allí, en la Posada de las Ocho Virtudes, se convirtió en el segundo hijo amado de Ai-weh-deh, la Virtuosa.

El tercero llegó durante la primavera del año siguiente. Habían salido a lavar la ropa en el primer chorro de agua tibia, pues al llegar la primavera toda la ciudad lavaba sus ropas entre las peñas de la orilla del río a unos centenares de yardas de la Puerta Oriental. Gladys sacudía concienzudamente las acolchadas prendas con un palo, esperando que los piojos no escaparían a todos sus golpes, cuando oyó que Ninepence y Less gritaban a su espalda, en la orilla. Se volvió a mirar; traían a un chiquillo de unos dos años cogido de las manos.

—¿Qué estáis haciendo? —les gritó Gladys—. Llevadlo inmediatamente con los suyos.

—¡Pero si no es de nadie! —replicó Ninepence—. Hemos mirado por todas partes, y por aquí no hay nadie.

Gladys los contempló.

—Entonces, tal vez habrá venido de la ciudad. De alguien tiene que ser.

—¿Podemos llevarlo a casa con nosotros? —preguntó Ninepence, esperanzada, y revelando ahora su verdadero interés.

—¡Qué! —exclamó Gladys, severamente—. ¡Esto es imposible! ¿Quieres que me denuncien al mandarín por raptora de niños? ¡Jamás oí nada semejante!

—Es que va perdido —insistió Less—. Hemos buscado por todas partes.

—Esperad hasta que acabe de lavar. Después buscaré a sus padres.

Pero no los encontró.

Así, pues, eran tres los chiquillos que tenía a su cuidado, Bao-Bao, un precioso montoncito de carne, se había unido a la familia. En los años siguientes, Gladys se convertiría en madre adoptiva oficial de otros dos, y era madre oficial de innumerables chiquillos. En 1936 cuando se desbordó el Río Amarillo y los refugiados acudieron a las montañas, trajeron con ellos un niñito llamado Francis, que no era de nadie y a quien nadie quería. Len-Hsiang era una niñita de ocho años, «procedente» de un caso legal en el tribunal del mandarín. La niña no tenía padres, y el mandaría pensó que era una buena idea hacerla ingresar en la familia de Gladys.

—¿Es que no tengo aún bastante niños? —dijo Gladys, un poco irritada.

—Usted es la persona más indicada para cuidarla —dijo el mandarín con aquella su enérgica suavidad oriental que no admitía réplica.

Fue el alcaide de la cárcel quien solventó el problema de su educación. Tenía tres niños y no había escuela en Yangcheng. Los niños recibían la instrucción en casa, si es que recibían alguna.

—Por consiguiente, ¡tenemos que abrir una escuela! —dijo el alcaide—. Si todos los padres hacen una donación para formar su salario, podemos traer un maestro de Luán.

Así comenzó la escuela, y fue cinco años después de su inauguración que Gladys supo la historia de Ninepence. Se había convertido en una niña muy bonita, y el hermano Less velaba por ella como una osa sobre su osezno. Fue él quien informó a Gladys de que, durante dos o tres días sucesivos, un nombre había esperado a Ninepence a la puerta de la escuela e intentado hablarle, e incluso cogerla del brazo en una ocasión. El chico estaba muy preocupado.

Gladys también se inquietó. Le dijo que el día siguiente se encontrarían a la puerta de la escuela y, si el hombre aparecía, Less podría señalárselo. El hombre se presentó, en efecto, y, aunque no intentó molestar a la niña estando Gladys presenté, los contempló con aguda e insolente mirada. Gladys no sabía qué hacer; por consiguiente, como hacía siempre en tales ocasiones, se fue a ver a su amigo el mandarín.

—No serviría de nada detenerlo si no lo cogemos infraganti —dijo el mandarín, reflexivamente—. Pero destacaré un soldado junto a la puerta de la escuela todos los días, y si ese hombre intenta de nuevo coger a la muchacha, ella debe gritar y lo apresaremos.

El hombre, cómplice infeliz, cayó en la trampa el día siguiente. Al cruzar Ninepence la puerta de la escuela, la cogió del brazo y trató de arrastrarla tras él. Less, que venía detrás, se arrojó encima de él como un perro rabioso y le clavó los dientes en el brazo. El alboroto fue tremendo. Cuando acudió el soldado unos segundos después, tuvo no poco trabajo en hacer que Less soltara su presa. El hombre fue llevado a la cárcel. El mandarín inició una investigación el día siguiente y la interesante historia fue revelada. El hombre que había intentado raptar a Ninepence no era más que un agente de un tío malvado. Tan simple era el hombre que la única manera que se le había ocurrido de poder hablar con Ninepence fue llevándosela al salir de la escuela. Por lo visto, la madre de Ninepence había sido muy dichosa con su marido y su hijita. Pero el marido había muerto, y la suegra, que no quería una nieta, había hecho que madre e hija ingresaran en otra familia. Entonces había muerto también la madre de Ninepence, dejándola como una pequeña hembra no deseada en un hogar al que no la unía ningún lazo de sangre. Por tanto la habían despedido, y la niña había pasado por varias manos cuando la traficante de niños la había encontrado en la calle principal de Yangcheng.

El hecho de que la «diablo extranjera» había comprado y cuidaba de Ninepence llegó rápidamente a oídos de la abuela, que tenía una hacienda en la montaña, en un pueblo distante muchas millas de Yangcheng. Sin embargo, no dieron ningún paso para recobrarla: ¿de qué podía servirle a nadie una niña? La filosofía china respecto a los niños de sexo femenino obedecía a una vieja tradición. El nacimiento de una niña era considerado como un desastre, y parientes y vecinos comentaban amargamente la desgracia. Odiada por todos excepto la desdichada madre, que de todos modos no tenía voz en el asunto, la pobre criatura era a menudo muerta a poco de nacer. Y si la dejaban vivir, lo haría como una esclava y mirarían de casarla lo antes posible. Tan pronto como se había prometido, se la consideraba como perteneciente a otra familia. Una niña suponía, pues, una pérdida de tiempo y de dinero porque, ¿quién brindaría amor y afecto a una criatura que pronto pertenecería a otro? Si una mujer no le daba un hijo a un hombre, pronto era sustituida por una segunda, una tercera, una cuarta que pudiera remediar el fallo. Cuando nacía un niño, ¡ah!, entonces era diferente. Un viejo poeta chino escribió ochocientos veinticinco años antes de Jesucristo:

… Y se les darán cetros por juguete,

y cuando lloren, ¡qué música en su llanto!

Ellos harán el país grande y serán reyes

y príncipes de la tierra…

Incluso cuando los arrieros le hablaban a Gladys de sus familias, aquélla advirtió que las niñas no eran contadas como miembros de ellas. Un hombre podía tener dos hijas y cuatro hijos; pero si le preguntaban el número de su progenie, diría orgullosamente: «¡Tengo cuatro hijos!».

Si, por consiguiente, el malvado tío de Ninepence hubiese logrado eliminarla, es muy dudoso que Gladys hubiese conseguido obtener una reparación legal. Lo ocurrido era muy sencillo. Su abuela y su abuelo habían muerto, dejando una hacienda y dinero, con sólo dos presuntos herederos: el malvado tío y Ninepence. Resulta penoso considerar lo que le hubiese ocurrido a Ninepence de haber sido raptada, Pero ahora, que se había puesto en claro su propósito, se disponía incluso a impugnar los derechos de Gladys sobre la niña ante el tribunal del mandarín.

El mandarín informó a Gladys de la demanda presentada contra ella, después de oír las pruebas preliminares. Tendría que comparecer ante el Tribunal a defender sus derechos sobre Ninepence.

—Pero ¿qué puedo hacer yo? No sé nada del procedimiento judicial chino —protestó.

El mandarín continuó impertérrito e inexpresivo.

—Antes de hablar, míreme —dijo, cortésmente—. Sólo dirá «Sí» o «No». Si yo muevo ligeramente la cabeza a un lado, dirá «no». Si asiento ligeramente, dirá «Sí». ¿Comprendido?

—Sí, lo comprendo. ¡Pero no puedo perder a Ninepence! Me pertenece. La quiero. He cuidado de ella todos estos años.

—No se la arrebatarán —dijo el mandarín, en voz baja—. Yo soy el juez en este asunto y puedo prometérselo. Pero todo debe hacerse en debida forma. Cuando la citen, debe acudir ante el tribunal y hacer lo que le he dicho.

Llegó el día del juicio. El mensajero del yamen le llevó el papel colorado, y Gladys se presentó ante el tribunal. Escuchó los prolijos informes legales de los abogados que representaban al malvado tío. Le hicieron muchas preguntas y, antes de contestar, observó atentamente los ligeros movimientos de cabeza den mandarín.

La vista duró quince días, y aún transcurrieron varios más antes de que el mandarín anunciase su meditada sentencia.

Ai-weh-deh fue designada curadora legal de Ninepence. Sus abuelos habían dejado tierras y dinero. Todo ello sería dividido, la mitad para Ai-weh-deh como curadora legal, y la mitad para el malvado tío; Ai-weh-deh podía elegir lo que más deseara: las tierras o el dinero. Ésta fue la sentencia y el malvado tío pareció conformarse. La tierra no tenía para Gladys ninguna utilidad, pero el dinero, que ascendía casi a doscientos dólares, representaba una pequeña fortuna.

Todo lo reservó para Ninepence. Una parte fue gastada en su educación, y el resto, guardado como dote para cuando se casara.