Las Semanas que siguieron a la muerte de Jeannie Lawson fueron de las más precarias que tuvo que experimentar en China. Del posible desastre la salvaron dos personas de lo más inverosímil: un cocinero y un mandarín. Yang depositó a Jeannie en su ataúd y lo cerró, y, como aquélla era una ocasión solemne, logró que un anciano que poseía una máquina de fotografiar plana en la ciudad acudiera y sacara una foto. Muleros, vecinos, conversos y algunos muchachos ansiosos de que los retrataran se agruparon en el patio alrededor del féretro de «la vieja», y se tomó la fotografía que se reprodujo en un libro, circunstancia debida a que Gladys la envió a su madre, a Edmonton, pues si la hubiera guardado ella se habría perdido para siempre.
Después discutió con Yang la situación económica. El alquiler de un año estaba pagado. Los pocos cash que ganaban todas las noches de los arrieros apenas si cubrían sus gastos, no dejándoles ningún beneficio ni apenas con qué vivir. Sin embargo, la Misión existía y Gladys no tenía la menor intención de abandonar la posada si no era por la fuerza. Su conocimiento de chino progresaba diariamente; ahora hablaba con soltura los dialectos del distrito montañoso de Yangcheng. Cada provincia tenía su dialecto; a menudo los habitantes de pueblos de la montaña distantes veinte millas unos de otros no lograban entenderse. Raras veces salían del lugar donde habían nacido, y nada sabían, sino su propio dialecto y su propio folklore. En los años que siguieron Gladys tuvo que aprender cinco dialectos distintos de aquella provincia.
Habían transcurrido unas semanas desde la muerte de Jeannie cuando Yang sugirió a Gladys la idea de visitar al mandarín de Yangcheng para presentarle sus respetos.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella—. El mandarín no tiene el menor deseo de verme. Y por mi parte tampoco lo tengo de verle a él. Sería una pérdida de tiempo para todos.
De momento no se dio cuenta del complicado sistema de tasas, licencias y permisos de residencia en que descansaba la economía de la provincia. La experiencia de Jeannie Lawson las había protegido; ella había cumplido todos sus deberes oficiales.
—Su tiempo de luto ya ha pasado —insistió Yang—. Debería usted ponerse sus mejores vestidos e ir a hacerle una visita de cumplido. Es necesario. Es un deber de cortesía.
—¡Pero yo no he hablado con un mandarín en mi vida! —protestó Gladys—. No sé lo que he de decirle. ¿Cuántas reverencias se le tienen que hacer? ¿Quién habla primero? Entérate de todas estas cosas y lo pensaré. De todos modos, no puedo comprarme un vestido nuevo.
Yang se fue a la ciudad y regresó una hora más tarde muy alicaído. Por lo visto, nadie sabía las leyes a que debía obedecer un «diablo extranjero» femenino para hablar con un mandarín. Todos los demás, desde los culíes hasta los funcionarios del Gobierno, tenían un protocolo establecido: tantas reverencias, tantos saludos. Pero Gladys era un ejemplar extraño. Yang suspiró tristemente y explicó que sin duda habría que dictar una ley especial para ella, y que, entretanto, no le podía garantizar que el mandarín la recibiera. Era lamentable, pero de momento tendría que continuar siendo una mujer vulgar e inferior. Gladys tuvo la impresión de que el hombre se sentía contrariado por la poca importancia de ella…
El mandarín de Yangcheng era un personaje. En aquella parte montañosa de Shansi meridional, la ciudad más importante era Tsehchow. A varios días de viaje de aquélla, formando un J tosco círculo alrededor de la capital, había las cuatro ciudades menores hermanas: Yangcheng, Chin Shui, Kaoping y Lingchuang, pequeñas ciudadelas amuralladas y encaramadas en las altas montañas. El mandarín de Yangcheng gobernaba la ciudad y el distrito por decreto del gobernador y señor de la guerra de T’ai Yuan, capital de Shansi, situada muy hacia el Norte. El gobierno de T’ai Yuan prestaba obediencia nominal a los nacionalistas. Yangcheng estaba en lo más profundo de la región montañosa. Las noticias viajaban con la misma velocidad con que podía andar un hombre. El mandarín, en su calidad de magistrado, mandaba en la libertad o la prisión, la vida o la muerte de todos los habitantes de su territorio. En aquella sociedad feudal, era un amo absoluto y era por todos obedecido. Por ello fue tanto más sorprendente que fuera él quien iniciara el acercamiento a una mujer extranjera que había querido vivir bajo su autoridad.
Gladys estaba ocupada en una habitación del piso superior cuando oyó gran conmoción en el patio. Salió a la galería a mirar y vio a Yang que corría hacia el portal. Desde allí se volvió a gritarle:
—¡Viene el mandarín! ¡Viene el mandarín!
Parecía muy asustado y ella vio cómo se balanceaba su coleta al cruzar el portal. Y fue lo último que vio de él durante tres horas, pues aunque Yang había insistido en que ella se entrevistara con el mandarín, le falló el valor completamente en el instante en que su deseo se veía cumplido.
Gladys se arregló el moño sobre la nuca y rápidamente puso un poco de orden en su túnica. Era una lástima que la sorprendiera así, completamente desprevenida, pero al fin pensó que era culpa de él si no la había avisado en debida forma.
Corrió escaleras abajo y salió al patio justo cuando empezaba a entrar la comitiva. Era tan magnífica que hubo de detenerse, paralizada por una mezcla de temor y de entusiasmo. Los culíes llevaban la silla de mano que tenía las cortinas echadas contra las miradas indiscretas. A su alrededor venían los sirvientes del mandarín vestidos de azul oscuro, mientras otros del séquito se mantenían a respetuosa distancia: un acompañamiento de vistosos y distinguidos caballeros, de cara afilada, gorros ajustados y negros y almendrados ojos.
Avanzó uno de los servidores y abrió con cuidado la portezuela de la silla de mano, extendiendo el brazo para ayudar a bajar al mandarín. Gladys abrió unos ojos como platos al aparecer el hombre. Era magnífico. Alto, de negro cabello, con una cara pálida y marfileña y un bigote caído en las puntas, llevaba una bata de anchas mangas que caían hasta sus zapatos negros y puntiagudos. Una larga, lustrosa y negrísima coleta caía a su espalda.
Sus negros y brillantes ojos se encontraron con los de ella, y Gladys cerró la abierta boca, tragó saliva y se inclinó profundamente. Cuando se irguió jadeante, él la estaba mirando con expresión ligeramente preocupada, mientras su séquito se agrupaba detrás de él como un ramo de flores en un jarrón. Como al parecer no podía haber un posible tema de conversación entre ambos, Gladys pensó que lo mejor era hacer otra profunda reverencia. Se dobló, pues, por la cintura, contó hasta cinco, recobró la posición vertical y decidió que ya había hecho bastante incluso para el mandarín de más rancia alcurnia y prosapia.
—He venido a pedir su consejo —dijo él, al fin.
—¡Oh! —exclamó Gladys.
Comprendió que no era una respuesta muy inteligente, pero tan estupefacta había quedado con aquella aparición que no se le ocurrió nada mejor. Incluso la sorprendió oír su propia voz.
—¿Sabe usted que desde hace muchas generaciones se ha practicado en esta provincia la costumbre de vendarse los pies? —prosiguió él.
—¿De veras? —murmuró ella.
Aquel mandarín chino era pura y deliciosamente evocador. Se Sintió satisfecha de poder entenderle.
—Los pies de las mujeres son vendados a poco de nacer —explicó él.
—¡Oh! —repitió Gladys, dándose cuenta de que su parte en la conversación no era muy activa. Sabía algo de la costumbre de vendar los pies, pero, como ignoraba el rumbo que tomaría la conversación, no sabía qué actitud tomar.
—Ahora hemos recibido una orden del Gobierno Central —dijo él— según la cual esta costumbre debe cesar inmediatamente.
—¿Han recibido una orden?
—Todas las mujeres de la provincia tienen los pies vendados. Por consiguiente, sólo alguien que tenga los pies grandes y libres debe encargarse del trabajo de inspección.
Con súbita aprensión Gladys contempló sus propios pies; medía treinta y pico. En Inglaterra habrían pasado por pequeños; aquí eran gigantescos.
—Ciertamente, ningún hombre puede encargarse de este trabajo. Tiene que ser una mujer. Usted tiene amigos en otras provincias que podrían proporcionarnos esa mujer. ¿Quiere escribirles y preguntarles si podrían enviarnos a una mujer a tal objeto?
—Lo haré con mucho gusto —respondió Gladys, como una autómata.
Una pasajera oleada de pánico la invadió al advertir que, a excepción de la señora Smith, de Tsehchow, no conocía a nadie en China; pero descartó aquel pensamiento, procurando que el temor no se reflejase en su cara.
—No es un cargo muy bien retribuido —explicó el mandarín—. El trabajo consiste en una medida de mijo al día y un cuarto de penique para comprar verduras. Se proporcionará a la mujer una mula para viajar a los pueblos apartados y la acompañará una guardia de dos soldados. ¿Me encontrará esa mujer? Es muy importante.
—Haré todo lo que pueda —replicó Gladys, y, pensando que la cortesía lo exigía, hizo una nueva reverencia.
Todos se hicieron mutuas reverencias, o al menos así le pareció a ella. Todo resultaba muy elegante. El mandarín volvió a su silla de manos y la comitiva salió del patio. Gladys sentía que le faltaba la respiración. Y le habría faltado del todo si se hubiese dado cuenta de que acababa de ganarse el empleo de inspectora de pies oficial de la provincia de Yangcheng de Shansi; de hecho, un humilde y despreciable servidor de su Alta y Poderosa Eminencia el mandarín de Yangcheng, En su empeño de encontrar un inspector de pies femeninos, escribió cartas a toda China: a la misión de Tientsin, a Luán, a Hong Kong, a Shanghai, a todos los lugares donde pensó que podía existir una comunidad cristiana. Las respuestas fueron casi todas las mismas. Primero: ninguna muchacha adecuada, de pies grandes, sabía hablar el dialecto. Segunda: no sabían, o no querían, montar en mula. Tercero: no querían, o no podían, subsistir a base de una dieta del mijo. A las muchachas de pies grandes o pequeños, desde Hong Kong a Tientsin o a cualquier lugar de China, les gustaba el arroz. No podían disfrutar de la vida sin arroz. Ahora bien, en Yangcheng y su provincia no había arroz, y Gladys no creía que estuvieran dispuestos a emplear sus mulas en el acarreo de aquel alimento especial a través de los montes para satisfacción de un ser tan bajo como una inspectora de pies. Y las chicas, por lo visto, no lo estaban a pasar con una dieta de grano por todos los mandarines de Shansi.
Aproximadamente dos meses más tarde, el mandarín, acompañado de su séquito, entró de nuevo en el patio de la Posada de las Ocho Venturas. Se apeó de la silla y sus seguidores formaron un grave semicírculo a su espalda.
—¿No ha encontrado ninguna mujer? —preguntó, con reproche.
Gladys decidió que aquella vez omitiría las reverencias y las pantomimas.
—Sigo intentándolo —dijo, humildemente.
Las cejas como negras das de pájaro del mandarín se contrajeron ligeramente.
—¿Por qué no la ha encontrado? —dijo, fríamente.
Gladys le explicó todas las razones que habían dado las Misiones. No sabían montar mula; no querían montar en mula; no les gustaba el grano: pensaban que el lugar era muy alejado y muy solitario…
Con despectivo movimiento de su abanico el mandarín le impuso silencio.
—En tal caso será usted nombrada inspectora —anunció.
—¡Yo! —exclamó Gladys, con voz ahogada.
En tales momentos le faltaban las palabras.
—Usted es la única mujer de la provincia que tiene los pies grandes. ¡Tiene que aceptar el empleo!
Gladys abrió la boca y la volvió a cerrar. Buscó en su imaginación cualquier tema a que agarrarse.
—Pero yo soy cristiana… Yo no soy china. Yo no sé nada de pies…
—Es muy sencillo. Viajará usted de un pueblo a otro y dará a conocer el bando del Gobierno. Reunirá a las mujeres en el centro del pueblo o en sus casas, y les examinará los pies. Si los de las niñas aparecen vendados, les quitará las vendas. Me comunicará cualquier obstáculo que pongan los jefes de los pueblos y yo pondré el remedio. Contará usted con mi autoridad y me informará directamente. El Gobierno Central tiene el máximo interés en desterrar esa reprobable costumbre, y debe usted ponerse inmediatamente al trabajo. ¿Está conforme?
—Debe usted comprender, Excelencia —dijo—, que si acepto este encargo intentaré convertir al cristianismo a las gentes de los lugares adonde vaya.
Se hizo un corto silencio. Los del séquito que se mantenían en segundo término parecieron helarse de miedo. Ella se preguntó si habría cometido un error imperdonable. Entonces dijo él tranquilamente:
—Nada me importa su religión ni a quién la predique. Éste es un asunto que afecta a la conciencia de cada cual. Lo importante es que realice la tarea encomendada. El Gobierno Central está impaciente.
Gladys se había familiarizado ya lo bastante con las condiciones locales para comprender que probablemente el Gobierno Central exigía hechos y cifras con referencia a los pies vendados en aquella provincia montañosa. Sonrió interiormente. Esto era algo que tendría que escribir a los suyos: inspectora de pies a las órdenes de un mandarín. Su madre nunca lo creería. Se inclinó profundamente. —Espero poderle ser útil-dijo—. Acepto complacida el encargo.
Al levantarse sorprendió un destello divertido en los ojos de él.
—Gracias —dijo el mandarín—. La mula y los soldados estarán a su disposición mañana por la mañana y siempre que los necesite. Le deseo buena suerte.
Todos se inclinaron y sonrieron. El importante «diablo extranjero» de ultramar había aceptado actuar como representante del mandarín. Ahora podrían mandar una breve respuesta al estúpido subsecretario de T’ai Yuan. Se había evitado la crisis. Todos habían salvado la «cara». La comitiva se despidió.
Yang salió para mirar a Gladys con cierta curiosidad temerosa.
—Ahora es usted una persona importante —dijo—. Trabaja para el yanten y está al servicio personal del mandarín. Se incliné profundamente y humildemente.
Era la primera vez que Gladys le impresionaba realmente.
—¿Importante? ¿Con ese salario? —exclamó Gladys—. ¡Una medida de mijo y un cuarto de penique al día! No me haré rica con esto, ¿verdad?
—Es un honor —insistió Yang, decidido a exprimir hasta la última gota de orgullo cívico de aquel nombramiento—. Es la inspectora de pies personal del mandarín.
—¡La inspectora de pies personal del mandarín! —repitió ella.
Los viajes de Gladys a los pueblos apartados no comenzaron en seguida. Ante todo había mucho que inspeccionar en el mismo Yangcheng y en las casas y cuevas de extramuros. Lo que Yang había presumido resultó cierto. El nombramiento oficial del yanten y la presencia física de dos soldados bastante brutos le daban una importancia que jamás había previsto ni esperado. La gente se levantaba cuando les dirigía la palabra y los pies de las niñas eran desatados a gran velocidad cuando lo exigía.
Nunca olvidaría el primer pueblo que visitó como inspectora oficial. Levantábase junto a un río de curso rápido que discurría por una estrecha garganta; las casas eran de un solo piso, estaban construidas con piedras y barro y tenían verdes tejados. Pequeños caminos polvorientos iban de unas a otras, y los suelos de las oscuras habitaciones eran de piedra apisonada, sobre la cual se alzaba un único lecho común de ladrillo. Sobre las toscas mesas veíanse la china vajilla azul y los inevitables palillos de madera. Había niños por todas partes: menudos, macilentos, ruidosos, morenos y parlanchines; algunos cogidos aún al pecho de la madre, otros revoloteando como un enjambre humano junto a los flancos de la mula. Era un pueblo aislado, agradable. Los montes se alzaban abruptos todo alrededor, pero en el pueblo los ciruelos y los melocotoneros estaban en flor, y pequeños campos de mostaza amarilla, algodón verde oscuro y mijo de un verde brillante jalonaban una de las laderas de la montaña.
La gente del pueblo empezó a reunirse en cuanto cruzaron la puerta. Los soldados preguntaron por el jefe del pueblo. Cuando apareció le comunicaron la orden del mandarín. Era un anciano arrugado, con una rala barbita de macho cabrío; un campesino cuyas experiencias y edad lo habían elevado a su cargo que lo hacia responsable ante el mandarín. Escuchó y asintió con la cabeza gravemente. Ordenó el «pregonero» del pueblo que convocara a todos a la plaza. Esto presentó algunas dificultades, pues los campesinos estaban en los campos, o en sus casas, o cuidando a sus animales. Cuando todos estuvieron presentes, el jefe les informó, con aguda y quebrada voz, que la costumbre de vendar los pies cesaba desde aquel momento: los pies de las niñas que pudiesen aún recuperar su aspecto normal serían librados de las vendas. El mandarín era quien daba estas órdenes. Los soldados, que se sentían muy orgullosos de su pequeña autoridad, repitieron la proclama y explicaron claramente que quienquiera que desobedeciese la orden sería metido en la cárcel, lo cual les resultaría bastante incómodo.
Después se volvieron a decirle a Gladys que había llegado el momento de la inspección. Ella no sabía muy bien lo que tenía que hacer, pero, como de algún modo tenía que empezar, cruzó la plaza en dirección a la primera casita que se ofreció a sus ojos. Una muchedumbre se apretujó detrás de ella. Confortada con la presencia de los dos rudos soldados, entró por la puerta abierta. Los soldados permanecieron en el exterior. La casa era limpia y aseada, pero carecía de muebles; sólo unas cuantas cacerolas y utensilios; la ropa acolchada de la cama estaba amontonada en un rincón del k’ang de ladrillo donde dormía la familia, Una niña de ojos negros, de unos tres años, cogida a los pantalones de su madre, miró nerviosamente a Gladys. Una sola mirada bastó a ésta para comprender que tenía los pies vendados.
—¡Ésa! —dijo Gladys, tratando de imprimir un tono autoritario a su voz—. ¡Quíteme las vendas de los pies!
Dos vecinas y una abuela habían aparecido ahora en la estancia. La madre se subió la niña a la falda, y las cuatro mujeres empezaron a deshacer las vendas.
Para disimular su propio nerviosismo, Gladys se puso a hablar ininterrumpidamente, improvisando un comentario a cada vuelta de la venda.
—Esto es. Vamos, ¡aprisa! Si Dios hubiese querido que las niñas tuvieran unos horribles pies deformes y pequeños, las habría creado así desde un principio, ¿no es cierto? Los pies son para andar, ¿no? Y no tiene que importarles lo que digan los maridos. Que lo prueben ellos y verán cómo andan con unos piececitos como muñones. El hombre que vuelva a deciros que lo hagáis, irá a la cárcel en seguida; ahora, ésta es la ley…
Cayeron los últimos vendajes, mostrando unos pies diminutos y blancos con los dedos gordos retorcidos bajo las plantas.
—¡Mirad qué pies! —exclamó Gladys—. Desgraciados, completamente desgraciados. ¿Cómo esperan que las pobres criaturas anden bien con esos pies?
Casi empujó a las mujeres y arrodillándose, separó los dedos de la planta. La niña la miraba con ojos tímidos y muy abiertos.
—¡Así! —dijo Gladys, dulcemente—. Cinco preciosos deditos dispuestos a ir al mercado.
Con suavidad, empezó a darle masaje al pie. De pronto brotó de la niña una risa cascabelera y comenzó a agitarse satisfecha.
Se había roto el embrujo. Las mujeres se aproximaron, parloteando alegremente. En los años que siguieron, Gladys pudo comprobar lo independientes y corajudas que eran las mujeres de aquellas montañas: Incluso entonces se mostraban convencidas. «Sí, es una buena ley», decían. Y todas querían incluso ayudar en el masaje y referían los dolores e inconvenientes que les habían acarreado sus propios pies durante los últimos diez años. Una de las vecinas salió corriendo hacia la casa de al lado a explicar lo que había ocurrido, y, antes de qué Gladys hubiese terminado su primer examen, la noticia había corrido ya por todo el pueblo, Al proseguir, vio pronto a las amas de casa exhibiendo a sus hijitas sin vendas en los pies. La parte que en esta reforma social correspondió a los soldados al repetir la orden: «¡Fuera; vendas de los pies, o a la cárcel!», nadie lo sabrá jamás, pero todo el mundo se mostró bien dispuesto.
Gladys se alojó aquella noche en la casa del jefe, y durante el resto de su viaje escenas semejantes se repitieron muchas veces.
Aquéllos fueron para Gladys años de gran; contentamiento. Con la Posada de las Ocho Venturas como base y una pequeña, comunidad cristiana creciendo a su alrededor, sus excursiones por la montaña eran siempre estupendas aventuras. Las semanas se convertían en meses y los meses en años, y de cada uno de los días sacaba su cosecha de dichas.
* * * *
Durante su segunde año de permanencia en Yangcheng, llegó un simpático joven llamado Lu-Yung-Cheng. Era un converso enviado de Tsehchow por la señora Smith, quien dijo que pagaría su salario, que importaba nueve peniques al mes. Resultaría útil, aunque sólo fuera para vigilar la romántica interpretación que de las Escrituras hacía Yang. Unas dos semanas después de su llegada, hallábanse él y Gladys en el patio cuando llegó precipitadamente un mensajero del yamen agitando un trozo de papel escarlata. Hablaba con tanta prisa que Gladys lo entendía a duras penas.
—Pero ¿qué significa ese papel? —le preguntó a Lu-Yung-Cheng.
—Es una orden oficial del yamen —respondió Lu-Yung-Cheng, nervioso—. Ha estallado un motín en la cárcel de hombres.
A Gladys aquello le interesó poco.
—¡Oh! ¿De veras? —dijo.
—Tiene que venir usted en seguida —dijo el mensajero, apremiante—. ¡Es de la máxima importancia!
Gladys lo miró fijamente.
—Pero ¿qué tenemos que ver nosotros con el motín de la cárcel? No puede tener ninguna relación con mis funciones de inspectora de pies.
—¡Tiene que venir en seguida! —reiteró el mensajero, a grandes voces—. Es una orden oficial.
Se apoyaba ora en un pie, ora en el otro, impaciente.
Lu-Yung-Cheng la miró, inquieto.
—Viniendo esa orden del yamen, tiene que ir.
Y en su voz había un temblor temeroso.
—Está bien, vaya usted y averigüe de qué se trata —dijo Gladys—. Sin duda es un asunto propio de hombres. Yo no sé nada de cárceles, ni he estado jamás en ellas. Aunque realmente no sé lo que podrá usted hacer.
Por la cara de Lu-Yung-Cheng comprendió que la perspectiva no le seducía.
—¡Aprisa! ¡Por favor, aprisa! —chillaba el mensajero.
De mala gana Lu-Yung-Cheng lo siguió hasta la puerta. Entonces Gladys vio que miraba rápidamente hacia atrás y se volvía presto hacia la izquierda, mientras el mensajero tomaba hacia la derecha. También pudo oír el ruido que hacía al salir huyendo calle abajo.
A los dos segundos el mensajero había advertido la huida y se precipitaba nuevamente en el patio gritando: «¡Ai-i-i!», y sacudiendo furioso los puños. Corrió hacia Gladys. Era un hombrecito gordo, sin ninguna educación.
—¡Tiene usted que venir! —chilló—. Es un papel oficial. ¡Vamos! ¡Venga conmigo! Si se niega, le pesará.
—Está bien —dijo ella, serenamente—, iré. No sé lo que le habrá pasado a Lu-Yung-Cheng. Tal vez se ha sentido enfermo. Pero, realmente, no sé qué puedo tener yo que ver con un motín en la cárcel…
Echaron a andar de prisa calle arriba y cruzaron la Puerta Oriental. A pocas yardas de aquella puerta, el blanco muro exterior de la cárcel flanqueaba la calle. Del otro lado brotaba una baraúnda infernal: voces, gritos, alaridos y horribles ruidos.
—¡Dios mío! —exclamó Gladys—. Realmente es un verdadero motín.
El alcaide de la cárcel, pequeño, pálido, fruncidos los labios con preocupación, acudió a recibirla en la entrada. Detrás de él se agrupaban media docena de empleados a sus órdenes.
—Celebramos que haya venido —dijo, rápidamente—. Hay un motín en la cárcel; los presos se están matando unos a otros.
—Así parece —dijo ella—. Pero ¿por qué Khan hecho venir? Yo no soy más que una misionera. ¿Por qué no lo sofocan los soldados?
—Los presos son todos asesinos, bandidos, ladrones —dijo el alcaide, con voz temblor.
Los soldados tienen miedo. Son pocos para ellos.
—Crea que lo lamento —dijo Gladys—. Pero ¿qué quieren que haga yo? No sé por qué se le ocurrió llamarme…
El alcaide dio un paso al frente.
—Tiene usted que entrar y hacer que cese la lucha.
—¡Que yo tengo que entrar…! —exclamó Gladys, quedándose boquiabierta y con los ojos desorbitados por el asombro—. ¡Yo! ¡Yo entrar ahí! ¡Está usted loco! ¡Si entrara me matarían!
Los ojos del alcaide la miraban con fijeza hipnótica.
—¿Y cómo podrán matarla? Usted les dice a todos que ha venido porque tiene al Dios vivo en su interior…
El alcaide hablaba tartamudeando y torciendo los labios con angustia. Gladys sintió un tenue y frío cosquilleo en la espalda. Al tragar saliva le pareció que tenía arena en la garganta.
—¿El… el Dios vivo? —balbució.
—Así lo predica usted en todas partes, en las calles y en los pueblos. Si predica la verdad, si su Dios la protege de todo mal, puede sofocar este motín.
Gladys se lo quedó mirando fijamente. Su mente se debatía confusa, buscando el modo de explicar sus creencias a aquel hombre sencillo e ignorante. Una pequeña célula de su cerebro empezó a encenderse y apagarse como transmitiendo un mensaje telegráfico: «¡Es verdad! Tú has predicado que tu Dios cristiano te protege de todo mal. Si fallas ahora, habrás terminado en Yangcheng, Desacredita ahora tu fe, y la habrás desacreditado para siempre». Era como un terrible desafío. De algún modo, tenía que salvar su prestigio. ¡Oh, esa gente sencilla y estúpida! Pero ¿cómo podría entrar en la prisión? ¡Con todos aquellos hombres —asesinos, ladrones, bandidos— alborotados y matándose unos a otros! A juzgar por el ruido, ahora más fuerte aún, se había desencadenado allí un pequeño infierno humano. ¿Cómo podía ella…? «Tengo que probarlo —dijo para sí—. ¡Tengo que probar! ¡Oh, Dios mío, dame valor!».
Contempló el pálido semblante del alcaide convencida de que ahora el suyo tenía el mismo, color.
—Está bien —dijo—. Abra la puerta. Entraré a verles.
Y se calló, por miedo de que le fallara la voz.
—¡La llave! —gritó el alcaide—. ¡La llave, pronto!
Avanzó uno de los ordenanzas, con una gruesa llave de hierro. Parecía hecha para abrir el más oscuro y negro calabozo del mundo. Chirrió fuertemente en la cerradura, y se abrió la inmensa puerta de hierro enrejada. Literalmente, la echaron dentro. Estaba a oscuras. La puerta se cerró a su espalda, y oyó girar la pesada llave. Se hallaba encerrada en una cárcel con una horda de enfurecidos criminales que, a juzgar por el estruendo, se habían vuelto completamente locos. Ante ella apareció un negro túnel de unas veinte yardas de longitud. Su otro extremo salía, al parecer, a un patio, y pudo ver figuras que corrían ante la boca. Avanzó con pasos vacilantes, hasta que se detuvo de pronto, yerta de miedo.
El patio tenía unos sesenta pies cuadrados, y había unas extrañas construcciones en forma de jaula a sus cuatro lados. En el recinto se desarrollaba una furiosa y cruel batalla. Varios cuerpos yacían en el suelo. Un hombre, sin duda: muerto, yacía a pocos pies de donde ella se encontraba, manando todavía sangre de una gran herida en el cráneo. Había sangre por doquier. Dentro de las construcciones en forma de jaula se sostenían pequeñas guerras privadas. Sin embargo, el grupo más numeroso vigilaba a un preso que blandía un hacha enorme y manchada de sangre y que, en el momento de mirar ella, avanzó contra los otros, y éstos se desparramaron corriendo en todas direcciones. Gladys se quedó allí plantada, horrorizada ante aquella forma macabra de «fiera». Evidentemente, el hombre del suelo y del cráneo roto había sido «liquidado» por él. Nadie había advertido la presencia de Gladys. Durante medio minuto permaneció inmóvil, sin que ni una sola célula de su cerebro le ofreciese la solución de su problema. El hombre atacó de nuevo; el grupo se dividió y aquél eligió a uno de ellos y empezó a perseguirle. El hombre corrió en dirección a Gladys y se escabulló. El loco del hacha se detuvo a pocos pasos de ella. Sin ningún plan preconcebido, sin saber apenas lo que hacía, Gladys dio dos pasos adelante, con aire resuelto.
—Dame esa hacha —dijo, furiosa—. ¡Dámela inmediatamente!
El hombre se volvió a mirarla. Durante tres largos segundos las irritadas pupilas negras de unos ojos inyectados en sangre se fijaron en ella. Avanzó dos pasos. Y de pronto, tímidamente, le tendió el hacha. Gladys se la arrancó de la mano y se quedó con ella colgando rígidamente a un costado. Recordó que había sangre en la hoja y pensó que la mancharía el pantalón. Los otros presos —debía de haber albergados allí cincuenta o sesenta— la miraban desde todos los rincones del patio. Toda acción había cesado en aquel momento intensamente dramático. Gladys se dio cuenta de que tenía que aprovechar su psicológica ventaja.
—¡Todos vosotros! —gritó—. Acercaos. Vamos, formad en una hilera.
Tenía la vaga impresión de que aquella voz le pertenecía, aunque nunca la había oído tan aguda. Les gritaba, les empujaba como un pequeño sargento mayor enfurecido, como una maestra de escuela con una clase de chicos rebeldes.
—¡En fila inmediatamente! ¡Tú, el de allá abajo! Vamos, a formar en seguida delante de mí.
Obedientes, fuéronse acercando los presos formando ante ella en un tosco grupo. Ella los contempló, amenazadora. Hubo un silencio. De pronto se había esfumado el miedo en ella y en su lugar había una inmensa piedad que hacía brotar lágrimas de sus ojos. ¡Eran tan desgraciados! ¡Estaban tan abandonados! Un conjunto de caras escuálidas: pómulos angulosos, labios fruncidos; caras contorsionadas por la miseria, el dolor y el hambre; ojos sombríos de miedo y desesperación, se fijaron en los suyos. Eran despojos de humanidad, medio hombres vestidos de harapos, revestidos de polvo, llenos de piojos; eran más animales que hombres, y las jaulas donde moraban alrededor del patio eran las propias de las bestias. Se habría echado a llorar al ver que criaturas humanas podían ser tan desdichadas. Con un esfuerzo, apretó los labios y volvió a asumir el mando. Su miedo había desaparecido, es cierto; pero sabía que tenía que mantener su autoridad.
—Deberíais avergonzaros —les dijo, tratándolos como una madre irritada a sus hijos rebeldes—. ¡Tanto ruido y tanto jaleo! ¡Jaleo! —agitó los brazos señalando los cuerpos y la sangre del campo de batalla—. El alcaide me ha enviado para averiguar lo que ha pasado. Ahora, si limpiáis el patio y me prometéis portaros bien en lo sucesivo, le pediré que por esta vez sea benévolo con vosotros. —Intentaba apartar los ojos de las inmóviles figuras de los muertos, sabía que debía concentrar toda su atención hasta que se hubiese desvanecido el último resto de violencia—. Bueno, ¿qué ha pasado aquí? ¿Por qué habéis empezado a luchar de esta forma?
No hubo respuesta. Algunos habían bajado la cabeza.
—Entonces, delegad en uno para que hable por todos —prosiguió—. Él me explicará lo que ocurre. Luego empezaréis en seguida a limpiar el patio. Idos a aquel rincón y elegid vuestro delegado. Yo esperaré aquí.
Los presos se dirigieron al rincón que les había designado y Se pusieron a hablar entre ellos. Momentos más tarde uno de los hombres más altos y de apariencia ligeramente mejor que los demás, se acercó. Como los otros, iba vestido de harapos.
—Me llamo Feng —dijo— y hablo por ellos.
Mientras quitaban la sangre con trapos y colocaban los cadáveres en posiciones menos espectaculares, Gladys escuchó el relato. Después supo que aquel hombre había sido sacerdote budista, y que lo habían condenado por hurto a otros sacerdotes, sentenciándolo a ocho años de prisión. Le explicó que nadie sabía en realidad por qué y cómo había empezado la algarada. Les dejaban el hacha —y mostró la herramienta que Gladys tenía aún en las manos— una hora al día, para que cortaran sus alimentos. Alguien había discutido por su posesión, alguien más había intervenido, y de pronto, sin que nadie supiera exactamente por qué, el volcán de la ira había entrado en erupción y la lava de sangre había empezado a correr por todos lados. Él no podía explicar aquel extraño suceso. Tal vez era que muchos de los hombres hacía largos años que estaban allí, dijo. Sabía por experiencia que, a menos que sus parientes o amigos les manaran comida, se morían de hambre. Y era duro apoyarse contra una pared y sentirse morir de hambre mientras otros comían. Algunas veces cogían a uno de ellos, lo sacaban a la plaza y lo ejecutaban: Aquel terror pesaba sobre muchas cabezas. No sabía explicar aquella explosión, pero los muros eran altos y las puertas eran sólidas; nunca veían el mundo exterior, mujeres o montañas, árboles en flor o una cara amiga; a veces el espíritu quedaba tan oprimido que estallaba en un salvaje arrebato de violencia. Aquello, pensaba, era lo que había ocurrido. Todos estaban arrepentidos.
—¿Qué hacéis todo el día aquí dentro? —preguntó Gladys, seriamente.
—¿Hacer? Aquí no hay nada que hacer.
—¿Ninguna ocupación de alguna clase?
—¡Ninguna!
—Sin embargo, los hombres deben trabajar, deben tener algo que hacer. Hablaré de ello al alcaide.
En aquel momento se dio cuenta de que el alcaide y su gente estaban detrás de ella. Hasta más tarde no supo que había una pequeña abertura hacia el final del túnel y que por ella lo habían oído todo. El ruido de la algarada se había extinguido, y habían pensado que ahora ya podían entrar sin riesgo y tomar parte oficial en el tratado de paz. El alcaide se inclinó ante Gladys.
—Lo ha hecho usted muy bien —dijo, agradecido—. Debemos darle las gracias.
—¡Es una pena! —dijo ella, amargamente—. Esos hombres están encerrados aquí día tras día, semana tras semana, sin hacer nada, ¡sin tener nada absolutamente que hacer!
—No la comprendo.
Su asombro rayaba en lo cómico.
Gladys, sin embargo, tenía la impresión de que el hombre estaba agradecido y decidió explotarlo en beneficio de su punto de vista.
—Es natural que haya algaradas si, año tras año, no tienen nada en que ocupar el tiempo. Tiene que encontrarles alguna ocupación.
El alcaide seguía completamente turbado.
—¿Ocupaciones? —repitió.
—Tienen que hacer algún trabajo. Tenernos que conseguir telares para que puedan tejer; tenemos que encontrarles cualquier clase de trabajo, de modo que puedan ganar un poco de dinero y comprarse comida; y cuando salgan se habrán dignificado un poco.
El alcaide asintió con la cabeza. Si estaba convencido o no, ya no habría podido decirlo.
—Lo discutiremos más adelante —dijo, amablemente.
—Les he prometido que no habrá represalias —advirtió ella.
El alcaide volvió a asentir con un movimiento de cabeza. Unos cuantos cadáveres raras veces provocaban una investigación oficial, ni constituían siquiera una traba al sistema penal chino.
—Mientras el hecho no se repita —dijo—, olvidaremos todo esto.
—Magnífico —dijo Gladys, y se volvió a Feng—: Ahora me marcho —dijo— pero volveré. Os prometo hacer todo lo que pueda para ayudaros.
Ella vio brillar los negros ojos de aquel sacerdote ladrón.
—Gracias —dijo él—. Gracias, Ai-weh-deh. En aquel tiempo ella no sabía lo que significaba la palabra Ai-weh-deh. Aquella noche se lo preguntó a Lu-Yung-Cheng cuando éste regresó del largo paseo que súbitamente había querido dar.
—¿Ai-weh-deh? —dijo, con curiosidad—. Significa la virtuosa.
Y fue conocida por Ai-weh-deh durante todos los años que permaneció en China.