Capítulo V

Su éxito como hospederas tuvieron que sudarlo. Noche tras noche, Gladys se plantaba en el hospital y arrastraba las recelosas caravanas. Cuando la reputación de la posada se hubo consolidado, era frecuente que en el patio se reuniesen seis o siete recuas de mulas, y que los dos pisos, que en junto contenían tres k’angs, se vieran abarrotados de durmientes; pero, durante las primeras semanas, prácticamente todos los parroquianos fueron entrados a la fuerza por Gladys.

También descubrió que aprender la lengua china era lenta tarea; pero Yang era un maestro muy voluntarioso. La llevaba por la cocina, diciéndole los nombres chinos de los diversos artículos haciendo que los repitiera. Atizador, palillos, niego, cacerola, huevos. De buen grado había aceptado la plaza de cocinero de Jeannie Lawson porque había oído hablar del Evangelio cristiano y deseaba instruirse en él.

Muy a menudo, ahora que los vecinos habían dejado de arrojarles pellas de barro, se aventuraban fuera de los límites de la ciudad y, por los senderos de montaña, llegaban a pueblos aislados que se encontraban a pocas millas de Yangcheng. Al cruzar las puertas de un pueblo desconocido, invariablemente eran recibidas con mofas y amenazas, y aunque Gladys al principio se ponía nerviosa, bajo la férrea disciplina de Jeannie Lawson pronto se acostumbró a aquellos recibimientos. También aprendió que, una vez fracasada la gente de los pueblos en su empeño de arrojar a los «diablos extranjeros», su curiosidad natural solían imponerse y se acercaban a escuchar mientras la señora Lawson hablaba. Y a los pocos minutos las mujeres estaban tan intrigadas que empezaban a hacer toda clase de preguntas, mientras contemplaban horrorizadas los grandes y libres pies y la extraña piel de sus visitantes. Hora tras hora, día tras día, Gladys practicaba el chino. No había otra alternativa; la señora Lawson era la única que hablaba inglés, y para el trabajo cotidiano había que entenderse en el dialecto de Yangcheng. Aprendió de memoria algún pasaje bíblico en chino, y de vez en cuando suplía a la señora Lawson en sus relatos nocturnos. Incluso Yang insistió en desempeñar un turno, aunque al principio aquello se prestó a grandes confusiones. En dos ocasiones lo sorprendieron explicando entusiasmado cómo Jesucristo había puesto un animal de cada especie en el Arca y había navegado hasta Belén. Gladys se levantaba con la aurora, pues los arrieros siempre se ponían encamino temprano. A aquella hora temprana sentía una inspiración como no había experimentado jamás. La clara y fresca luz primera parecía llevar una fragancia de paz. Era un comienzo opalescente en el cual los ruidos mañaneros —el canto del gallo, el ladrido lejano, los gritos infantiles, el choque irregular de las herraduras en las baldosas del patio— penetraban en su conciencia tan agudamente como las francas notas de una amada sinfonía. El humo de las fogatas se alzaba lentamente en el aire encalmado, trepaba junto a las fuertes murallas y seguía ascendiendo hasta deshilacharse y desvanecerse en el cielo clarísimo. El sol descubría la silueta de nuevos riscos y contrafuertes en los picos de los montes. Hacía fresco. La niebla todavía colgaba en los valles y en tenues remolinos alrededor de las colinas. Pronto se levantarían el calor y el polvo, y comenzaría el ruido y el barullo entre los muros de la ciudad; pero en la mañana temprana aquella encumbrada región tenía una belleza que la encantaba de continuo.

También empezó a entender a los muleros, los mozos de carga y los culíes. Al principio, todos le habían parecido iguales: hombres con una sola cara, nombres inseparables del eterno e inmenso paisaje de la vieja China. En Yangcheng encontró Gladys que la vida era una inmensa y eterna aventura. El fondo bucólico de la montaña era enorme y parecía animado, y ella no era solamente una espectadora, un viajero curioso que cruza un paisaje exótico, sino que formaba parte integrante del conjunto y, al darse cuenta de ello, experimentaba una profunda satisfacción. Hasta que Jeannie Lawson riñó con ella, estuvo totalmente absorbida en su nuevo modo de vivir.

La riña fue absurda, sólo una pequeña diferencia de opinión; pero sus resultados eran imprevisibles. Por-aquel entonces, después de ocho meses en la Posada de las Ocho Venturas, Gladys se había acostumbrado a los súbitos ataques de mal humor de Jeannie. Generalmente lograba capearlos, perdiéndose de vista hasta que se habían evaporado. A Jeannie le gustaba dar un paseo todas las tardes; la mayoría de las veces Gladys la acompañaba, pero aquellos días trataba desesperadamente de hacer progresos en la lengua china y se pasaba varias horas repitiendo frases y palabras que había escrito fonéticamente en una libreta. En aquella ocasión, cuando Jeannie Lawson le pidió que fueran a dar un paseo, Gladys le rogó que la excusara, pues quería seguir estudiando. La señora Lawson fue presa inmediatamente de gran irritación. Gladys no logró calmarla. Trató de explicarle que lo que más le interesaba era aprender el chino y que, si lo lograba, podría ser más útil a la señora Lawson y a la Posada.

Jeannie no la escuchaba. Su terco humor alcanzó su punto culminante. Los reproches brotaron a chorros. Si Gladys no podía molestarse en dar un paseo, no hacía falta que se molestara permaneciendo allí. Por ella podía largarse, y cuanto antes mejor. Si quería, podía marcharse en aquel mismo instante. Y ella le ayudaría a hacerlo. Salió hecha una furia y regresó con un montón de cosas de Gladys, y comenzó a arrojárselas. Gladys acudió a Yang, llorando, y se ocultó en su cocina. Allí permanecieron los dos acurrucados oyendo la diatriba, mientras algunas de las cosas de la joven eran arrojadas al patio. Yang estaba muy disgustado. Como todos los chinos, respetaba a los ancianos, y desde luego Jeannie Lawson era lo bastante anciana para recibir los mejores tratamientos.

—Tal vez es mejor que haga lo que ella quiere —aconsejó, ansiosamente—. Déjenos una temporada. Vuelva a Tsehchow y visite su Misión. Aquellas señoras se alegrarán de que pase unas vacaciones con ellas. Pase allí un tiempo y después vuelva. Estoy seguro de que enviarás a buscarla dentro de un par de días. La anciana habrá olvidado su enfado, y todos volveremos a ser felices.

—Pero ¿cómo llegar hasta allí? —Sollozó Gladys—. Son dos días de viaje. No puedo andar tanta distancia.

—Yo haré que un amigo mío le proporcione una mula y un hombre que la acompañe —dijo Yang.

—Pero ¿y si no vuelvo nunca?

En aquel momento una de sus maltrechas maletas voló por encima de la baranda y cayó en el patio.

Yang extendió las manos.

—Ambos conocemos a la honorable anciana —dijo, suavemente—. Olvidará y perdonará. La quiere a usted y la necesita. Es mejor que le haga usted comprender que le es necesaria…

Y encogió los hombros significativamente.

—Está bien —dijo Gladys, enjugándose las lágrimas—. Me iré.

El golpe de una puerta en el piso de arriba indicó que Jeannie Lawson se había encerrado en su habitación. Era la ocasión para Gladys. Recuperó la maleta y metió en ella los escasos objetos de su propiedad. Yang se la llevó calle abajo hasta la casa de aquel amigo suyo que tenía una mula. Se cerró el trato con unos pocos cash. Resollando aún, Gladys montó en la mula. Fue un triste viaje. Ni siquiera la vieja señora Smith, de la Misión de Tsehchow logró animarla.

—Todas conocemos a Jeannie —dijo—. Pierde los estribos durante un día o dos y luego lo olvida todo. Pase con nosotros unas breves vacaciones, querida, y después vuelva allá. Y fíjese en lo que le digo: Jeannie estará encantada de verla.

—Pero ¿y si no quiere volver a recibirme? —dijo Gladys, revelando su más profundo y oculto temor—. No tengo dinero. Me he enterrado en el corazón de China y no quiero volver a mi país. No puedo volver a Inglaterra.

—No se preocupe, querida —dijo la señora Smith, tranquilizadora—. Todo acabará bien. Conocemos a Jeannie. Incluso es posible que un mensajero venga a buscarla.

La profecía fue correcta. Tres días después por la mañana temprano, llegó un mensajero pero había sido enviado por el yamen de Tsehchow. El hombre habló excitadamente a la señora Smith y Gladys pudo observar cómo aquélla fruncía las cejas escuchándole. Parecía un poco alterada.

—Todo esto es absurdo —dijo—, pero al parecer Jeannie ha sufrido un accidente.

Un presentimiento de catástrofe invadió a Gladys.

—¿Qué es lo que dice?

—Que Jeannie Lawson está en alguna parte de la carretera, y… y…

—¿Y qué? —chilló Gladys, con voz llena de aprensión.

—Que se está muriendo —terminó la señora Smith—. Realmente, no sé qué pensar.

—Pero ¿dónde? —gritó Gladys, desconsolada—. ¿Dónde está? ¡Tengo que ir junto a ella!

Con breves frases la señora Smith interrogó al hombre. Éste se encogió de hombros. Se limitaba a repetir lo que sin gran interés había pasado de un mensajero a otro.

Gladys estaba bañada en lágrimas.

—Es culpa mía —sollozaba—. ¡No tenía que haberla dejado! ¡Tengo que volver en seguida!

—Vamos, no se trastorne, querida —dijo la señora Smith, amablemente—. Le buscaremos una mula y alguien que la acompañe, y podrán salir en seguida a su encuentro. Estoy segura de que la encontrará bien. Sé por experiencia cómo se alteran esos mensajes.

Por segunda vez recogió Gladys sus cosas dispuesta a salir precipitadamente. Montada en su mula cruzó el portal y se volvió para decirle adiós con la mano a la señora Smith, Al pasar junto al portero, éste se quitó el sombrero de paja y se lo puso en la cabeza.

—Si el sol le ataca el cerebro no habrá remedio para usted —le gritó—. ¡Buena suerte!

Pasó aquella noche en el pueblo de Chowtsun. Por el confuso informe que había llegado a Tsehchow, sabía que Jeannie Lawson había salido de Yangcheng para irse a las montañas. Como no tenía ningún objeto volver a aquella ciudad, ella y su guía tomaron un camino lateral que pasaba por varios pueblos amurallados, en todos los cuales pidieron noticias de la señora. Nadie sabía nada. El cuarto día, al oscurecer, se acercaron a la pequeña ciudad amurallada de Chin Shui. Habían descrito un amplio arco alrededor de Yangcheng y volvían a acercarse ahora a la ruta principal de tráfico. Se cruzaron con un hombre que salía de la ciudad y repitieron la pregunta cien veces formulada. Sí, aquel hombre había oído hablar de la anciana extranjera. Yacía muy enferma en una posada de Chin Shui. Probablemente ya habría muerto, pero aún podrían verla si se apresuraban.

Entraron a toda prisa en la ciudad y no les costó dar con la posada donde yacía el «diablo extranjero». El hecho era públicamente conocido. Cruzaron el portal, y allí, en el patio abierto y bajo la galería, encontraron a Jeannie Lawson. Su vista horrorizó a Gladys. Yacía junto a un montón de carbón adosado al muro. Estaba ennegrecida por la sangre y el polvo de carbón, y al principio Gladys pensó que estaba muerta. Pero cuando corrió hacia ella gritando: «¡Jeannie, Jeannie!», la señora Lawson volvió débilmente la cabeza y sus labios se movieron.

—¿Es usted, Gladys? —murmuró—. ¡Gracias a Dios que ha venido!

Las lágrimas corrieron por las mejillas de la joven mientras trataba de acomodarla un poco.

Era casi de noche. Se irguió y gritó imperiosamente:

—¡Traigan una linterna para que pueda verla! ¡Traigan linternas en seguida! ¿No me oyen?

Los criados de la posada acudieron deslizándose recelosos al mandato de aquel segundo «diablo extranjero». Los encendidos farolillos de papel danzaron en la oscuridad. Trajeron agua caliente. Gladys lavó las heridas abiertas; y, poco a poco, obtuvo un relato de aquella mujer medio delirante. Por lo visto, el día siguiente a la partida de Gladys, persistiendo aún su mal humor, había dejado la posada de Yangcheng a cargo del cocinero, había alquilado una mula y había salido en dirección al Oeste. Había llegado a Chin Shui y tomado una habitación en el piso superior de aquella posada. Había salido a oscuras a la galería para gritarle al cocinero que le hiciera un revoltillo de huevos. Había extendido la mano para cogerse a la baranda, que pensó sería igual que la que bordeaba en Yangcheng la galería superior. Pero allí no había baranda; se había podrido hacía tiempo. Perdió, pues, el equilibrio y cayo pesadamente sobre la pila de carbón en un salto de veinte pies.

Al lavar y vendar Gladys sus heridas, con tiras arrancadas de su ropa interiorase dio cuenta de la gravedad de sus lesiones. Parecía haberse roto los dedos de ambas manos. Tenía profundos arañazos en la cara y en el cuerpo y el polvo de carbón se había introducido en todas las heridas y raspaduras. Sin embargo, lo que era peor es que al parecer se había lesionado la columna vertebral, ya que el menor movimiento la hacía estremecerse de dolor. El grito que lanzó al caer había hecho que los chinos que había en la posada corrieran en su auxilio: la habían sacado del montón de carbón y colocado debajo de la galería; pero no sabían qué más hacer, y la anciana, a causa de la conmoción y del dolor, había sido incapaz de decírselo. Además, los chinos temían a «la vieja del blanco cabello». Estaban completamente seguros de que moriría en pocas horas y, por tanto, la dejaron sola. De vez en cuando fueron a darle agua, pero no comida. ¿Por qué iban a malgastar comida con un «diablo extranjero» moribundo? Ella tampoco la quería; estaba en pleno delirio.

Gladys también creyó que iba a morir, pero hizo todo lo posible para aliviarla. El médico europeo más próximo estaba en Luán, a seis días de viaje, y en las condiciones de Jeannie Lawson y a su edad era imposible que pudiese soportar semejante trayecto.

Seis semanas permaneció Gladys en la posada y apenas si dejó sola un minuto a Jeannie. Su estado no parecía mejorar en absoluto. Las heridas cicatrizaron, pero persistían los dolores y a veces parecía mentalmente trastornada. Al cabo de aquellas seis semanas, Gladys decidió que, de un modo u otro, tenía que llevarla al hospital de Luán. Si no lo lograba, Jeannie nunca se pondría bien. Con ayuda del cocinero y de un mercader local, alquiló dos mulas y sujetó entre ambas una gruesa colcha. Puso en ella un lecho de paja y ropas de cama encima. Con ello logró construir una litera muy confortable. Con un mozo mulero —el que la había acompañado desde Tsehchow se había marchado hacía ya, tiempo— se despidió de las amistades que había hecho en Chin Shui y emprendió el largo viaje hacia Luán. Pasaron las dos noches siguientes en posadas chinas de la ruta, y a cada parada vigiló Gladys el traslado de la mujer enferma. Después llegaron a Yangcheng. Realmente, no fue una vuelta feliz al hogar.

Yang seguía regentando la Posada de las Ocho Venturas con éxito. En su vejez había encontrado un empleo que le aprovechaba y le divertía a un tiempo. Gladys escucho su relato nocturno y se entero, sin eran sorpresa de que había sido Noé quien alimentó con panes a cinco mil personas, cuando con su Arca pasó ante las costas de Galilea. Yang tenía por Noé y sus aventuras comerciales una simpatía que nada era capaz de destruir. Siempre estaba dispuesto a atribuirle un par de milagros, y, aunque aceptaba las correcciones de Gladys de buen grado y asintiendo con su calva cabezal le quedaba a aquélla la impresión de que, en cuanto le volvieran la espalda, Noé recuperaría a toda prisa su alto rango. Yang aceptó el estado de la señora Lawson con el típico fatalismo de los chinos. Los dioses lo habían querido así. Pronto descansaría en paz con sus honorables antepasados. Estaba muy satisfecho de seguir regentando la posada hasta el regreso de Gladys.

Cuando llegaron a Luán, después de proseguir el viaje con las mismas dificultades, Jeannie Lawson fue ingresada inmediatamente en el hospital. Había allí un doctor inglés y dos enfermeras británicas. Durante cuatro semanas Gladys permaneció junto a Jeannie, durmiendo en una habitación del hospital.

El doctor se expresó con absoluta franqueza.

—Temo —dijo— que se ha lesionado la columna vertebral y que poco podemos hacer por ella. Tiene setenta y cuatro años. La conmoción de la caída y aquella lesión han perturbado su mente. Tendrá períodos de lucidez, pero la parálisis aumentará poco a poco, y al fin morirá. No sabemos cuándo. ¿Unas pocas semanas? ¿Un par de meses? Su vida ha sido larga y útil; no debe llorar por ella.

Aquella tarde Gladys se sentó junto a la cama de su amiga y le cogió la mano. Era uno de los momentos de lucidez de Jeannie, quien tal vez adivinó la verdad en la mirada de profunda compasión de la joven. Impulsivamente, murmuro:

—¡Oh, Gladys, volvamos a Yangcheng! ¡Por favor, lléveme a casa!

Gladys contempló la marchita faz de la mujer que había sido su amiga y le había abierto las puertas de China; aquella mujer, ahora anciana y moribunda, que había puesto su vida al servicio de Dios desde hacía tantos años. De joven debió de ser muy bonita, pensó Gladys, observando aquellos ojos que seguían siendo de un azul profundo y claro.

—La llevaré a casa hoy, Jeannie —dijo Gladys, dulcemente—. Ahora mismo voy a preparar la litera. Nos iremos juntos a casa.

Tres horas más tarde se pusieron en camino.

Yang estuvo contento de su regreso. Gladys no supo que tenían tantos amigos hasta que éstos acudieron a darle la bienvenida. Jeannie estaba más contenta, pero su estado empeoraba lentamente. La parálisis, según había anunciado el doctor, progresaba despacio siguiendo su curso.

Cada día moría un poco.

Aquella última noche de noviembre deliró sin freno. La anciana tenía la cara hundida, pero sus labios se movían, repitiendo constantemente, en truncadas frases, las grandes sentencias que la habían guiado en la vida desde el principio:

La luz del cuerpo es el ojo: por tanto, si tu ojo es puro, todo tu cuerpo estará Heno de luz. Pero si tu ojo es malvado, todo tu cuerpo estará lleno de oscuridad. Si, por tanto, la luz que hay en ti se vuelve oscuridad, ¡cuán grande es está oscuridad…!

Gladys salió a la galería y contempló la brillante y alta luna navegando en el claro charco del cielo.

Jeannie Lawson se moría. Era un hecho que tenía que aceptar. Apoyó la barbilla en la mano y el codo en la baranda. Sin embargo, era una suerte haber nacido. Qué cantidad enorme de probabilidades había en contra si consideraba los billones y billones de células de vida, las estructuras vegetales y animales, los vertebrados, los pólipos, las algas, las muertas y las no muertas que existen en el mundo En las permutaciones de la estructura celular, las probabilidades del «no nacer» deben alcanzar cifras astronómicas. Nacer como ser humano, dotado de un alma, era ciertamente un don de Dios, Jeannie había poseído aquel don. Había saboreado el dorado lujo de solamente estar viva y disfrutado de todos los años que le fueron concedidos. Era triste que ahora la privaran de aquel don, que se sumiera de nuevo en el regazo de la materia, más allá de todo conocimiento práctico.

Gladys reflexionó durante mucho rato, a la luz de la luna, sobre las incógnitas de la vida y de la muerte, y, ciertamente, sobre su propia situación. Cuando muriese la señora Lawson, a se encontraría sola en la salvaje y montañosa provincia de Shansi. El alquiler de un año estaba pagado, pero la pequeña renta de la señora Lawson se extinguiría. Gladys no poseía más que unos cuantos peniques; sin embargo, en aquellos momentos no sentía miedo, sino una gran calma y una nueva dignidad. Pero no habría querido que Jeannie muriese por la noche; esto la atemorizaba un poco. A la luz del día sería más soportable. Jeannie lo preferiría también; estaba segura de ello.

Oyó la voz de pronto dulce y resignada de la señora Lawson en el interior de la estancia:

«Venid a mi, todos los que trabajáis y lleváis pesadas cargas, y yo os daré el descanso. Tornad mi yugo sobre la espalda y aprended de mí: porque Yo soy manso y humilde de corazón, y vosotros hallaréis el descanso en vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera».

A la mañana siguiente el sol se alzó en el Este y el día descendió de los picos de las montañas; y, al mediodía, Jeannie Lawson murió.