Jeannie Lawson tenía cinco pies de estatura, setenta y cuatro años de edad, y era en apariencia bastante delicada. Pero era una apariencia engañosa. Su mata de inmaculado pelo blanco, fenómeno extraño en China, acabó de convencer a todos los campesinos de Yangcheng de que no sólo era un diablo extranjero, sino también un espíritu maligno. Aquel cabello los horrorizaba dondequiera que fuera, hecho que a Jeannie Lawson no la preocupaba en absoluto. Había llegado a China siendo una jovencita de veintiún años, se había casado con otro misionero, había tenido hijos y había visto morir al mayor de la peste; crió a los otros y los vio partir por el mundo. Había sobrevivido muchos años a su marido.
Era escocesa. Sus antepasados habían blandido la espada y el puñal durante siglos contra los invasores ingleses, y ella estaba dispuesta a blandir la palabra de Dios frente a todos los incrédulos. Como su famoso paisano John Knox, «capaz de infundirnos más ánimo en una hora que quinientas trompetas tocadas a nuestro oído», su sangre se encendía en el servicio de Dios. Para ella no se había hecho aquel cristianismo de los llanos, con sus clases de Biblia y sus labores de aguja y sus tomas de aspirina; en aquellas montañas había infieles a los que había que mostrar la luz de Dios, y la tarea que se había impuesto Jeannie era buscarlos y enseñarles la verdad, aunque tuviera que llevarlos a la iglesia arrastrándolos por la coleta. Si los pilluelos chinos seguían mofándose cada vez que salían a la calle, si las mujeres cerraban las puertas y escupían, y si los hombres les lanzaban barro, todo ello había que soportarlo con resignación cristiana; pero de vez en cuándo Jeannie hallaba pretexto para enzarzarse con ellos.
La pobre Gladys, durante las primeras semanas, encontró que su vida era una carga muy pesada. Dueña de una fortuna personal de seis chelines exactamente, a muchos miles de millas de su patria, sin hablar una palabra del idioma nativo, ultrajada y escupida cada vez que salías de casa, a menudo volvió deshecha en lágrimas a limpiarse el barro que cubría sus vestía dos. Entonces recordaba con nostalgia aquellos grupos de simpáticos japonesitos conversos de Kobe; limpios, sonrientes y virtuosos, entonando sus salmos y sus himnos con la alegre confianza de quien sostiene una conversación personal con el Altísimo.
Yangcheng no se parecía en nada a aquello. Un día, recién llegada, pudo ver claramente la diferencia. Aquel día paseaba por la ciudad. Dentro de las murallas la gente se había acostumbrado ya un poco a los «diablos extranjeros» y, aunque seguían apartándose a su paso, no se molestaban en arrojarles barro. Al acercarse Gladys a la plaza del mercado, vio que se estaba agrupando allí una muchedumbre.
Después vio a una mujer china que vivía en la casa de al lado de la suya, y le sonrío. La mujer la llamó con excitados ademanes, y como Gladys, complacida por aquella súbita muestra de amistad, se acercara a ella, la cogió por la muñeca y la arrastró a través del gentío. «Saltimbanquis —pensó Gladys—, o tal vez un hombre con un oso amaestrado». Jeannie Lawson le había contado que era frecuente ver a los artistas ambulantes actuando en la plaza del mercado.
El ímpetu de su carrera las llevó a través de la muchedumbre hasta la primera fila. A Gladys le intrigó lo que vieron sus ojos. Un hombre, con la cabeza rapada y arrollada la coleta a la frente, permanecía allí inclinado hacia delante y con los hombros encogidos en un gesto extraño y casi patético. Un soldado, dando la espalda a Gladys, se erguía cerca de él. Se quedó mirando asombrada, presintiendo la tragedia, y desorbitó los ojos al ver brillar en el aire el corvo acero de un sable. Petrificada, vio balancearse la hoja en alto, bruñida por el sol, y la vio caer. Rígida, presa de máximo terror, observó como la hoja daba en el blanco y como brotaba un chorro de sangre escarlata que saltaba y volvía a caer suavemente sobre las losas. Un gruñido de contenida emoción salió de la muchedumbre al rodar la cabeza. Gladys cerró fuertemente los ojos y sacudió la cabeza en un esfuerzo por borrar aquella imagen de pesadilla. Se desprendió de un tirón de la mano de la china, que se había quedado embobada contemplando la escena, dio media vuelta y se abrió paso frenéticamente entre los apretados y charlatanes espectadores. Anduvo primero a paso vivo y después echó a correr, desandando las calles, ahora desiertas, porque todos habían acudido a presenciar la ejecución. Con la cara bañada en lágrimas, cruzó la Puerta Oriental y bajó corriendo basta su casa.
Jeannie Lawson estaba sentada a la mesa, escribiendo su diario, cuando ella entró, casi incapaz de hablar por el horror y la impresión.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jeannie, sorprendida.
—Acabo de ver algo horrible, una cosa espantosa —sollozó Gladys—. Han matado a un hombre con un sable en la plaza del mercado.
Jeannie, veterana de más de cincuenta años en China, dejó tranquilamente el lápiz junto a su cuaderno.
—¿Y bien? —dijo, brevemente.
La voz de Gladys estaba empapada en llanto. Pestañeó con asombro.
—¡Le han cortado la cabeza con un sable!
La mirada de Jeannie seguía tranquila.
—Es la pena que se impone por ciertos delitos. Probablemente era un bandido, o un ladrón, o un asesino. Debieron de juzgarlo en el yanten[4], ante el mandarín. A los que son declarados culpables casi siempre les cortan la cabeza.
—¡Pero es horrible!
—¿Espera que las cosas sean igual en China que en Inglaterra?
—No, pero…
—Escúcheme, Gladys Ayward. Usted no ha venido a China a reformar sus leyes. Ahora arrojarán el cuerpo a la ladera del monte para que lo coman los lobos y las aves rapaces. No habrá entierro cristiano. Y óigalo bien —añadió, decidida a no ocultarle nada—, clavarán la cabeza en la muralla de la ciudad para que todo el mundo pueda verla.
—¡Es horrible! ¡Es… feudal!
—Sí, es feudal. A veces transcurren meses sin una sola ejecución. De pronto hay una escabechina y en toda la muralla puede verse una hilera de cabezas. Hará bien en acostumbrarse a esto. Nosotros intentaremos cambiar estas cosas por medio del amor y las enseñanzas de Jesucristo, haciéndoles comprender la verdad y la justicia, pero no encerrándonos en casa con los ojos desorbitados.
Gladys no supo qué responder, pero, a pesar del consejo de Jeannie, jamás olvidó el horror de aquella escena.
Hubo un período de «establecimiento». Jeannie Lawson explicó su situación económica. Tenía una pequeña renta particular. El alquiler de la casa, habida cuenta de que era vieja y ruinosa y llena —según la leyenda local— de fantasmas y malos espíritus, ascendía al cambio británico a dos chelines y cuatro peniques anuales. El mijo, el trigo y las verduras costaban sólo unos cash. El valor del cash —pequeña moneda de cobre horadada en el centro, que se llevaban enhebradas en trozos de cordel— era la doscientava parte del dólar chino, que en aquel tiempo se cotizaba a un chelín y dos peniques. Económicamente, pues, gozaban de una relativa seguridad; pero ¿de qué les servía esta seguridad si no podían realizar la tarea que las había llevado a las dos a China? La brillante idea se les ocurrió un día que regresaban subiendo la ladera que conducía a la Puerta Occidental, después de una breve excursión por los alrededores. Recorrieron la estrecha calle principal, orillando el yanten. Estrechas callejuelas partían en todas direcciones de la calle principal y dentro del brazo de las murallas la vida de la ciudad discurría bulliciosa.
Era una escena que siempre fascinaba a Gladys. En aquel momento, a la caída de la tarde, la ciudad estaba abarrotada.
Las primeras recuas de mulas cruzaban ya las puertas en busca de alojamiento en las posadas de intramuros. La razón de existir de Yangcheng durante siglos había sido sólo ésta servir de puesto fortificado de vigilancia de una importante ruta comercial; un puesto de parada para las caravanas de mulas y los viajeros que pasaban por aquélla. Tan grande era la afluencia de gente que otras posadas se habían creado fuera del recinto amurallado, y todas las noches Yangcheng estaba atestado de arrieros y mozos. El pueblo más próximo, en ambas direcciones de la ruta, distaba un día de viaje. Una recua estaba constituida normalmente por siete animales; dos arrieros y, casi siempre, más de veinte mozos de carga, con pesados fardos colgando a ambos extremos del palo flexible que llevaban sobre los hombros, andaban detrás completando el convoy.
Al pasar las caravanas de mulas, Gladys expresó en voz alta sus pensamientos.
—Si pudiésemos hablarles a esos hombres, llevarían nuestro mensaje a centenares de millas por toda la provincia.
Jeannie Lawson anduvo unos pasos en silencio. Después se volvió de pronto a Gladys.
—Ha dado usted en el blanco —dijo—. Abriremos una posada. —Gladys se la quedó mirando fijamente, pensando que no había oído bien.
—¿Abrir una posada? —repitió, incrédula.
—¡Desde luego! ¿Cómo no habré pensado antes en ello? Nuestra casa fue construida para posada hace cientos de años. Tenemos muchas habitaciones. Hay tres k’angs construidos a propósito para mucha gente, dos en la planta baja y uno en la habitación grande de arriba. Tendremos que reparar el tejado. Podemos albergar como mínimo cincuenta hombres con sus caballerías. Tenemos cocinero. Es muy fácil alimentarlos.
Su voz estaba llena de entusiasmo.
—Pero no hemos venido aquí a hacer de hosteleras —dijo Gladys, dubitativamente.
—¿No ve lo que pretendo? —dijo Jeannie, con impaciencia—. Una vez los tengamos allí podremos explicarles relatos del Evangelio. A los chinos les gustan las narraciones. Todas las posadas ofrecen los mismos servicios: lecho y comida. Nosotras sólo podremos cobrarles el mismo precio, dos cash por una noche, pero como suplemento les contaremos historias. ¡Es una idea magnífica! —Echó a andar de nuevo—. Ahora lo primero qué tenemos que hacer es arreglar el tejado. Después habrá que comprar provisiones…
Gladys Se vio arrastrada por la corriente de su entusiasmo; no había alternativa. Yang, el cocinero, dijo que le parecía una buena idea. Era un viejo bonachón de arrugada cara de montañés y de aguda inteligencia de campesino, y si él decía que el proyecto era realizable, lo era sin duda alguna.
El tejado fue reparado y se limpió el vasto patio. Se renovaron las puertas de las habitaciones y se reconstruyó la balaustrada de la galería del primer piso. Se arreglaron las ventanas, lo cual no resultó difícil por cuanto tenían papel mate por cristales. Y pronto se almacenaron grandes cantidades de mijo, maíz y verduras.
—Ahora, un nombre —dijo Jeannie—. Tenemos que poner un rótulo exterior con el nombre de la posada. Todas lo tienen.
—Podríamos llamarla el León Rojo o el Ciervo Blanco —dijo Gladys, ligeramente—, aunque pienso que mi madre se sentiría un poco turbada si pensara que yo había venido a China para servir de camarera en el León Rojo.
Jeannie Lawson se echó a reír.
—¡Ya lo tengo! —dijo—. Un nombre maravilloso… «Posada de las Ocho Venturas». ¿No es bonito?
—Admito que suena más oriental que el León Rojo —convino Gladys. Pocos días después se inauguró oficialmente la posada. El aroma de la buena comida comenzó a brotar de la cocina de Yang, y ellas esperaron pacientemente la llegada de los primeros parroquianos. Los arrieros colmaban la posada de enfrente y las que había calle abajo. Muleros y mozos de carga pasaban y miraban el llamativo reclamo de la «Posada de las Ocho Venturas», pero ninguno entraba en la hostería de los «diablos extranjeros». Evidentemente, la estaban boicoteando.
Jeannie convocó un consejo de guerra. Decidieron que había que tomar medidas más convincentes o más coactivas.
—Usted —dijo Jeannie, señalando con el dedo a Gladys— será la encargada de hacer entrar a los parroquianos en él patio.
—Pero ¿cómo? —protestó Gladys—. Si ellos no quieren entrar en nuestro patio, ¿cómo puedo obligarles?
—No se trata de que quieran —respondió Jeannie, práctica—. Tiene que arrastrarlos al interior…
—¿Arrastrarlos?
La voz de Gladys había subido al menos una J octava sobre el tono normal. Jeannie Lawson interrogó en chino a Yang. Él asintió con su calva cabeza.
—Ai-ai —dijo.
Por lo visto, según él, el hecho de hacer entrar a un parroquiano en una hostería de Yangcheng exigía una especie de psicología física que era única en el negocio de hospedaje. Algunos de los arrieros más precavidos reservaban una plaza en la misma posada para cada uno de sus viajes. Uno no debía tratar de atraerlos, pues hubiese sido poco ético. Pero había muchos transeúntes ocasionales. Cuando un mulero bajaba por la calle observando los letreros a derecha e izquierda, podía tenerse por cierto que no era un habitual. ¡Era una presa legítima! Entonces el posadero que permanecía bonachón y tranquilo a la puerta de su patio entraba en acción. Al pasar la mula delantera la agarraba del cabezal y procuraba arrastrarla hacia su patio. Las otras seguían automáticamente. Ésta, dijo Jeannie Lawson, sería la labor de Gladys.
—¿Y si me muerde? —gimió.
—Vamos, no sea tonta —replicó Jeannie—. Usted es la más joven y la más activa. Yo soy demasiado vieja y Yang estará ocupado con la comida. Tiene que hacerlo.
Lo más probable era que Gladys, en vez de ser atacada, recibiese ayuda de las sagaces mulas. Las pobres bestias, después de una dura jornada por las sendas montañeras, estaban deseosas de que las descargaran y les diesen agua y alimento. Su instinto, formado durante milenios, les decía que una vez metían la cabeza en un patio al atardecer o entrada la noche, el trabajo había terminado. Allí es donde debían quedarse. Y no había zanahoria, ni promesa, ni halago capaz de hacerlas mover hasta la mañana siguiente. Por consiguiente, cualquier tirón hacia la puerta de un patio debía de merecer su absoluta aprobación. Jeannie Lawson no creía que opusieran mucha resistencia, aunque fuese un «diablo extranjero» quien tirase de la rienda.
A la siguiente tarde, confortada con aquel conocimiento y equipada con un pregón que debía vocear al paso de los arrieros, se plantó tristemente en el portal de la posada y esperó. El reclamo que le había sido concienzudamente enseñado por Yang decía así: Muyo beatcha—muyo goodso; how—how—how; lai—lai—lai. La traducción de este lúgubre refrán era la siguiente «No tenemos chinches; no tenemos pulgas bien, bien, bien; ¡entrad, entrad, entrad!». Gladys probó con las tres primeras caravanas que pasaron ante ella. Ni las mulas ni los arrieros le prestaron la menor atención. Resultaba evidente que aquellas palabras no tenían ningún poder mágico. Angustiada, se dio cuenta de que el ataque físico era también necesario.
Con las manos metidas en las anchas mangas de su chaqueta —hereditaria actitud adopta da por todos los posaderos chinos que esperan a sus parroquianos, desde que la primera mula cruzó las montañas—, Gladys permaneció a la sombra del portal. Una recua de mulas bajaba lentamente por la calle. Por lo visto el mulero estaba fatigado, pues seguía a dos o tres metros de la mula delantera. Ayward, el tigre de cinco patas, esperaba tensa en el umbral. La mula llegó a su nivel y Ayward atacó. Y saltó con tanto entusiasmo que rebasó la cabeza de la mula y se puso a la vista del arriero. Éste, a la luz crepuscular, reconoció en ella a uno de los «demonios extranjeros» y gritó lleno de terror; pero tenía la rienda atada a la muñeca y no pudo escapar. Gladys, recobrando el equilibrio, se agarró a la cabeza de la mula y se vio empujada por el gozoso morro de la cansada bestia al interior del patio, mientras él arriero era arrastrado por el resto de la recua. Las herraduras golpearon fuertemente las baldosas y el vapor brotó de los flancos de las bestias, que se juntaron en un cansado grupo. Gladys las contempló con temor. Nunca había estado tan cerca del morro de una mula, ni siquiera en el viaje desde Tientsin. Estiró una mano y palpó un belfo aterciopelado. Unos ojos pardos la miraron con reproche. «¡Fuera manos! —parecían decir—. ¿Comida? ¿Agua?». Gladys había capturado toda una caravana de mulas con sus solas fuerzas, pero un solo hombre. Los otros habían echado a correr.
En aquel momento, Jeannie y Yang salían de la cocina.
—¡Bravo! —gritó léanme, encantada—. Realmente, ¡lo ha hecho muy bien!
Y ésta fue la causa. El arriero había contemplado a Gladys con temor; pero la aparición del espíritu de los cabellos blancos era demasiado. Con un grito se desprendió de la rienda y salió del patio corriendo.
—¡Mire lo que ha hecho! —gimió Gladys—. Al menos teníamos un hombre. ¡Y ahora lo ha asustado también!
Jeannie Lawson le dio unas palmadas en la espalda.
—No se preocupe; no van a abandonar sus mulas; son demasiado valiosas. Volverán, ya lo verá.
Y envió a Yang a la puerta de la ciudad a buscar a los arrieros, tranquilizarlos y llevarlos a la posada.
Volvió al cabo de diez minutos, y un vacilante chino entró recelosamente en el patio detrás de él. Yang había explicado que las señoras «diablos extranjeros» ofrecían aseado alojamiento, buena comida y, como suplemento extraordinario, historias que serían relatadas sin aumento de precio, todo por la exigua cantidad de dos cash por la noche. El arriero buscó a sus compañeros, desataron los fardos, abrevaron y dieron de comer a los fatigados animales y se dirigieron a la amplia estancia de la planta baja donde el caliente k’ang ocupaba la longitud de todo un muro. Yang les llevó la humeante caldera y vertió la comida en sus escudillas. Comieron ávidamente y reconocieron que el condumio era bueno, pero cuando entraron Jeannie Lawson y Gladys hubo un perceptible movimiento de retroceso hacia el rincón más apartado de la estancia.
Jeannie no se turbó. Tenía su auditorio.
—No tengáis miedo —dijo—. Quiero contaros una historia que os gustará. En la Posada de las Ocho Venturas las historias son de balde. —Los hombres parecieron interesarse un poco y Jeannie se encaramó en un escabel que había traído consigo—. La historia que voy a relataros esta noche —comenzó—, se refiere a un hombre llamado Jesús. Vivió hace muchos años en un lejano país llamado Palestina…
La posada había sido inaugurada. Y habían comenzado los relatos.