Capítulo III

Tres días después de salir de Vladivostok llegaron a su punto de destino, el pequeño puerto de Tsurugaoka, en la costa oriental. Más hacia el Sur estaba Kobe, y allí, según le explicó el capitán, podía coger un barco hasta China. También la informó de que tendría que permanecer a bordo mientras él se ponía en contacto con el cónsul británico o su representante.

Sin embargo, al poco tiempo de haber atracado, un joven inglés, bastante desconcertado pero extraordinariamente amable y cuyo rango en el Consulado jamás llegó Gladys a conocer, llegó para entrevistarse con ella. Después de unas pocas preguntas, la condujo con su equipaje a un pequeño restaurante próximo al puerto, donde pudiesen hablar con calma. El hombre estaba evidentemente turbado por aquel encuentro.

—Todo esto es bastante difícil —dijo—. Me pregunto qué es lo que podemos hacer por usted.

—Estaré perfectamente cuando llegue a Kobe declaró Gladys, con firmeza.

Después de sus aventuras en la U. R. S. S. concedía gran valor a las declaraciones hechas con voz firme. La experiencia le decía que cuando uno repite sus peticiones lo bastante a menudo y con la debida persuasión, siempre acaba ocurriendo algo.

La sorpresa del hombre se pintó en su cara.

—En tal caso —dijo—, le compraré un billete hasta Kobe y la acompañaré en seguida al tren.

Su alivio era visible mientras la acompañaba a la estación. Al asomarse a la ventanilla para charlar con él, Gladys tuvo la impresión de que era tan grande su alivio que casi se sorprendió de que no la besara al despedirse.

En el tren, desde el invariable asiento del rincón, vio deslizarse el paisaje, y comparó su hermosura y delicadeza con el salvaje desorden del continente que acababa de abandonar. De su paso por el Japón, nunca pudo identificar ni comparar la gente amable y feliz que conoció, a los furiosos guerreros que, años después, tenía que conocer tan de cerca. En el andén de Kobe vio un letrero escrito con caracteres europeos que rezaba: «Oficina de Turismo Japonés». Entró y se dirigió al empleado que había detrás del mostrador. Aunque no pudo sacar gran cosa en claro, cambió su cheque de dos libras y recibió una asombrosa cantidad de yens. Después volvió a salir a la luz brillante del sol de otoño. En la puerta de la estación, antes de que pudiera protestar, la cogió por su cuenta un conductor de rickshaw[3] que la hizo subir a un frágil carruaje de dos ruedas, apilando en él su equipaje, y salió corriendo por las calles de Kobe atestadas de tráfico. Los billetes crujían en su bolsillo. Se sometió a aquel trato con ecuanimidad. Se sentía como un nuevo ejemplar de millonario occidental.

Con Intenso placer contempló la muchedumbre, los abiertos almacenes, las estrechas callejas donde colgaban brillantes rótulos escritos con los arabescos dorados y escarlata de los caracteres japoneses. Y de pronto le vino a la memoria que, estando en Londres, le habían dicho algo acerca de una organización cristiana japonesa. «Bando Evangélico Japonés». «Así se llamaba», dijo para sí. Mientras trataba de recordar otros aspectos de la organización vio, colgado en una rachada, entre los rótulos ilegibles de los comercios, una placa con una cruz de madera y, encima, las palabras: «Misión de Kobe».

Es posible que el muchacho de la rickshaw, con esa comprensión instintiva de la humanidad que comparten los psiquiatras, los conductores de taxi, los camareros y los policías, la hubiese llevado deliberadamente en aquella dirección; pues al oír su aguda exclamación, trotó obediente hacia la puerta de entrada. Ella se apeó. Un amable japonés que había en el interior de la casa hablaba un poco el inglés y ordenó al muchacho que la llevara a la casa de los misioneros ingleses, los cuales, dijo, estarían encantados de recibirla. Y en efecto, los Dyer, misioneros ingleses en Kobe, estuvieron muy contentos de conocer a su inesperada visitante. Escucharon el relato de sus aventuras y el señor Dyer frunció el ceño al enterarse de la vuelta que había dado y que la había llevado al Japón.

—Pero si ha pagado su viaje hasta Tientsin, tendrán que llevarla allí por mucho que se haya desviado —dijo, gravemente—. Déme los billetes que tenga y mañana veré a los señores de la agencia.

Hicieron que tomara un baño en un cuba de madera, a estilo japonés, donde por poco no murió hervida, y después la acostaron en un pequeño cuarto iluminado por un farol rojo y azul. Aquélla era la primera noche que dormía bien desde que salió de Inglaterra.

A la mañana siguiente, después de una sesión en la Agencia de Turismo Cook, el señor Dyer compareció con un sobre que contenía un billete marítimo de Kobe a Tientsin, que le habían cambiado por los no utilizados desde Chita. Casi lamentó marcharse del Japón. El país era soleado y amable, y los Dyer se habían portado como unos buenos amigos.

Tres días más tarde, desde el puente del pulido barquito japonés, contempló, por encima de un mar amarillo y terroso, una mancha oscura en el horizonte. El capitán japonés la había llamado al puente para que viera la puesta de sol. Aquella mancha era de un color púrpura oscuro. Igual podía hacer sido una formación nubosa sin especial belleza o interés, pero Gladys permaneció contemplándola fijamente hasta que todo rastro de color hubo desaparecido del cielo y el negro pedazo de tierra fue absorbido por la noche. Allí estaba China. Con los mismos ojos debió Sir Galahad de haber buscado el Santo Grial.

En Tientsin se encontró con una importante misión dotada de personal europeo que instruía a muchos chinos conversos. Sí; habían oído hablar de la señora Lawson. Por lo que ellos sabían, estaba en el territorio de Snansi, en la China septentrional, y su misión se hallaba en una vieja ciudad amurallada llamada Tsehchow. Estaba al Norte del Río Amarillo, en un territorio muy salvaje y montañoso. Necesitaría muchas semanas para llegar allí. Verían si lograban encontrarle un guía que la acompañaba parte del camino tierra adentro. Entretanto gustosamente cuidarían de ella.

* * * *

Siete días más tarde, cuando el tren salió de la estación de Tientsin, alejándose de los occidentalizados suburbios, Gladys tuvo la impresión de que las ruedas latían al ritmo de su propia emoción. Noventa millas hasta Pekín, y después, días y más días en tierras salvajes Mr. Lu, un joven serio, ataviado con un traje chino oscuro, la acompañaría parte del viaje. Tenía negocios en Shansi y también era cristiano. Ella había cambiado sus últimos yens para adquirir un pase que le permitiera viajar por el interior de China. Le había costado veinte chelines. Todo el dinero que ahora poseía eran seis chelines. Pero no se sentía en modo alguno preocupada por esto, mientras el tren avanzaba traqueteando, lentamente al principio, a través del llano y monótono paisaje.

Gladys Ayward estaba encantada con el paisaje. En las estaciones, ya cerca de Pekín, los vendedores de flores ofrecían ramos de capullos de loto, rosados o blancos, a través de las ventanillas. La impresión de unas costumbres y de una dignidad inmemoriales la abrumaban. Sí; era algo extraño: aquella todavía distante barrera de salvajes montañas; las ondulantes y cobrizas caravanas de camellos del Gobi, y, al fin, las elevadas murallas de Pekín, de cuadradas torres; Pekín, la ciudad de los templos y pagodas, de las estatuas y las tranquilas balsas que reflejaban las hojas de los lotos. Cada nueva escena la emocionaba.

Pasaron la noche en una posada de Pekín y, a la mañana siguiente, reemprendieron el viaje en tren. La vía férrea terminó, tres días más tarde, en Yutsa. Desde allí tuvieron que avanzar por medio de destartalados ómnibus, por las noches se detenían en sendas posadas; Había terminado el alojamiento individual; ahora todos dormían en el k’ang, el lecho común de ladrillos bajo él cual la estufa desprendía aire caliente. Nadie se desnudaba, y todos procuraban, con filosófica resignación, salvar algunas pulgadas de carne al hambre de pulgas y piojos. Por cierto que se ensañaron con Gladys, como los buenos gourmets devoran un manjar exótico.

La provincia de Shansi está delimitada, al Sur y al Oeste, por el Huang-Ho, el río Amarillo, que nace en la distante provincia de Kan-su y abre su colosal y serpenteante curso a través de tres mil millas de suelo chino antes de desembocar en el Océano por Shangtung, con tal fuerza que las tripulaciones de los barcos advierten a sesenta millas de distancia la uniforme coloración amarilla. Por el Norte y el Este la provincia está protegida por altas barreras de montañas, Shansi es la patria de la agricultura, la cuna de la civilización china. Aquí, en el valle de Wei y Fen-Ho, fue donde primero aprendieron los nativos el arte de la alfarería que, miles de años más tarde, debía producir las transparentes porcelanas que alcanzarían su increíble magnificencia durante las dinastías Ming y Sung.

El valle de Fen-Ho ha sido cultivado continuamente durante más de cuatro mil años, pues el mijo, el trigo y la cebada, que pueden desarrollarse con poca humedad, crecieron siempre allí en estado silvestre. El arroz no se convirtió en el principal alimento de los chinos hasta que se extendieron por el valle del Yagsté y el agua del río les permitió inundar sus campos. En el Noroeste de China, la gente sigue comiendo grano hasta el día de hoy, según pudo Gladys observar en las posadas, donde una especie de gachas formaban la base de todas las comidas. Su disgusto por éstas y las pulgas, no lograron, empero, desanimarla. Un mes después de salir de Tientsin llegaron a Tsehchow, la ciudad en que debía encontrar a la señora Lawson.

Dos ancianas señoras, una de ellas Mrs. Smith, cuidaban allí de la misión. Ambas frisarían los setenta años. El marido de la señora Smith había sido misionero durante muchos años, y, después de su muerte, ella había decidido continuar y se le había unido una amiga suya que era maestra. Dijeron a Gladys que la señora Lawson había permanecido con ellas durante varias semanas. Después se había marchado a la región salvaje y montañosa del Oeste, un país donde el cristianismo no había aún penetrado. Era un territorio prohibido; los pueblos estaban aislados; las pequeñas ciudades, amuralladas y fortificadas. Habían oído decir que la señora Lawson vivía por aquel entonces en Yangcheng, una ciudad amurallada que se levantaba a dos días de viaje, junto al viejo camino de mulas de Hornan a Hopeh.

—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —preguntó Gladys, cansadamente, pues los largos días de viaje la habían agotado.

Mistress Smith era un tipo de anciana que suele encontrarse en las tiendas de Bath, Harrogate o Cheltenham, pero raras veces en un rincón aislado del corazón de China. En realidad, su mansa apariencia encubría una competencia extraordinaria; era sobrina del arzobispo Lang, y era mujer de gran talento y mucha facilidad para el idioma chino y sus dialectos. Observó a Gladys a través de sus gafas.

—Querida, la única manera es en mula y cruzando las montañas —le respondió—. La carretera termina aquí. Más adelante sólo hay caminos. Es muy pesado el viaje y hay inmensas regiones de terreno inhabitado. Hay un día de camino hasta Chowtsun, el primer pueblo que se encuentra, y otro hasta Yangcheng.

—Si puedo, saldré mañana —declaró Gladys.

Mistress Smith la contempló, reflexiva.

—Si estuviera en su lugar —sugirió amablemente—, no llevaría esas ropas europeas, querida.

Gladys contempló su vestido y su abrigo manchados.

—Es todo lo que tengo.

—Ya encontraremos otras cosas —dijo Mrs. Smith—. En las montañas hay bandidos/Conocerían que es usted extranjera y podrían pensar que es rica. La vestiremos con la chaqueta azul y el pantalón que lleva todo el mundo aquí. Donde usted va, no han visto nunca una mujer europea. Son gente muy sencilla y primitiva; creen que todos los extranjeros son demonios. Es mejor que no llame mucho la atención.

Al amanecer del siguiente día, Gladys emprendió la última etapa de su viaje. Durante nueve millas discurrieron por el llano, mas después el estrecho y serpenteante sendero empezó a remontar las montañas. Antes de anochecer habían llegado a Chowtsun donde debían hacer alto.

Nadie viajaba de noche. Los senderos eran demasiado empinados y abruptos, y, además, los viajeros temían a los bandidos y a los lobos en las tierras altas. Chowtsun, segura dentro de sus murallas —pues todos los pueblos de la provincia están amurallados—, estaba llena de posadas, de niños vocingleros y de recuas de mulas con sus arrieros. Aquella noche soplaba un aire fresco, y las estrellas, entre los negros picos, parecían más brillantes y más próximas.

Al amanecer partieron de nuevo, siguiendo un retorcido y estrecho sendero excavado en la falda del monte, Yangcheng permanecía sentado en su silla de roca —pequeña urna de civilización confuciana, apartada de la antigua ruta entre Hornan y Horbay— desde tiempo no registrado por la memoria de los hombres o por la historia. El camino de mula cruza la Puerta Oriental y sigue hacia el Oeste. Por tres lados la tierra desciende abruptamente, pero hay posadas y viviendas excavadas en las laderas. El lado Suri está cortado a pico millares de pies hasta el valle del fondo, y desde la muralla pueden contemplarse las montañas distantes. Al caer la noche se cierran todas las puertas y a los arrieros que llegan más tarde no se les permite la entrada en la ciudad. No pueden seguir adelante y tienen que pernoctar en una de las posadas a la sombra de las murallas o de las laderas.

En la Puerta Oriental el mulero de Gladys se detuvo e interrogó a un anciano que estaba sentado tomando el sol. El último señaló un pequeño sendero que torcía a la izquierda por fuera de la muralla. El mulero dirigió hacia allí los animales. A cien yardas de aquel camino, a ambos lados del cual veíanse las paredes de los patios de casas particulares o posadas, se detuvo, indicando un edificio. Las cansadas mulas, con la sagacidad de su instinto, husmearon la pequeña entrada del patio y golpearon las piedras con sus herraduras.

Salió a su encuentro una señora menuda, de inmaculado cabello blanco y con los ojos más azules que jamás viera Gladys. Vestía un traje azul corriente y pantalón. Miró a Gladys y entornó los ojos para protegerlos del sol.

—Bueno, ¿quién es usted? —preguntó, secamente.

—Soy Gladys Ayward. ¿Es usted la señora Lawson?

—En efecto. Pase.

Aquel brusco recibimiento no azaró a Gladys; por aquél entonces se había acostumbrado a las cosas extraordinarias. El mulero la ayudó a apearse, y entró en la casa detrás de Mrs. Lawson.

Las habitaciones de la casa de dos pisos daban a unas terrazas que caían sobre el patio. La casa estaba casi por completo en ruinas. Prácticamente todas las puertas estaban fuera de sus goznes; había montones de cascotes en el suelo y agujeros en el tejado, y suciedad por todas partes.

—Acabo precisamente de alquilarla —replicó la señora Lawson—. Me la dieron barata, porque está embrujada. Un poco rústica, pero quedará bien cuando la haya limpiado.

Empezó a revolotear como un pájaro, saltando de una habitación a otra. Gladys la siguió hasta lo que parecía el único sitio habitable de la casa. En aquel cuarto había una mesa y un par de sillas. No había otros muebles, a excepción de unas pocas cajas de embalaje y unos paquetes de jabón.

—¿Tiene apetito? —preguntó la señora Lawson.

—Estoy hambrienta —respondió Gladys débilmente.

La señora Lawson gritó algo en chino, y entró un anciano que fue presentado como «Yang el cocinero».

Yang le sonrió con su boca desdentada de viejo chino. Gladys le cobró afecto en seguida. Unos momentos más tarde, él hombre trajo una gran escudilla con la inevitable papilla, a la que había echado algunas verduras. Ella comió desaforadamente y después salió a recoger su equipaje y contemplar el panorama. Al salir al patio, un grupo de niños chinos la vio y huyó aullando. Otros muchachos algo mayores aparecieron saltando un muro, la rodearon y comenzaron a parlotear con sus cantarinas voces.

Dos mujeres que estaban callé abajo cogieron puñados de barro seco y los arrojaron en su dirección. Consternada, Gladys volvió rápidamente al encuentro de la señora Lawson y le contó lo ocurrido.

—A mí me ocurre lo mismo cada vez que salgo —dijo ésta, tranquilamente—. Generalmente, vuelvo a casa llena de los pies a la cabeza de barro y porquería que me han lanzado. Gracias a Dios, hasta ahora no me han tirado piedras. Aquí nos odian. Nos llaman lao-yang-kwei, o sea diablos extranjeros. Es algo a lo que tendrá que acostumbrarse.