Capítulo II

La expedición «Gladys Ayward» se hallaba en él andén de la estación de Liverpool Street el sábado 18 de octubre de 1930. Era aquélla una de las expediciones peor pertrechadas que jamás saliera de Inglaterra. Todo su capital consistía en nueve peniques en dinero y un cheque de viajero de la Cook, de dos libras. El cheque había sido cosido en el interior de un viejo corsé, por la madre de la expedicionaria, en la sana creencia de que ni siquiera los peligrosos extranjeros se atreverían a acercarse demasiado a tan íntima —e intimidatoria— prenda femenina. El corsé, en realidad, constituía una verdadera caja de caudales. Contenía, además del cheque, su Biblia, su pluma estilográfica, sus billetes y su pasaporte.

Se despidió con un beso de su madre, de su padre y de su hermana, y se acomodó en un asiento del rincón de un vagón de tercera clase. Sonó un silbido y el tren se puso en marcha resoplando; ella agitó la mano en la ventanilla hasta que su familia se perdió de vista, Se enjugó los ojos, volvió a sentarse y extendió sobre el asiento contiguo el viejo abrigo de pieles que le había regalado una amiga y que su madre había cortado, transformándolo en una manta de abrigo. Sus dos maletas estaban sobre la rejilla. Una de ellas contenía sus ropas y la otra, un extraño surtido de latas de conserva de carne, pescado y guisantes, bizcochos, galletas, cubitos de caldo, extracto de café, té y huevos duros. También llevaba una cacerola una cafetera y un hornillo de alcohol. La cafetera y la cacerola habían sido atadas con alegre descuido en el asa de la maleta.

Pronto estuvieron fuera de la ciudad, pasados los suburbios. Ella observaba las simbólicas características del paisaje inglés con una agudeza que jamás había experimentado. La iglesia de cuadrado campanario tras su colina de árboles otoñales; las casas de campo de madera blancas y negras; los pardos campos arados en curvos arabescos y sembrados de trigo de invierno; los perezosos rebaños en los prados de un verde pálido; la tenue columna de humo azul de una hoguera de hojas al borde de un seto los negros cuervos describiendo círculos sobre los altos y desnudos olmos, contra el cielo del desvaído azul. Se preguntó si volvería a ver su, país natal. Apretó la cara contra el frío y húmedo cristal de la ventanilla y murmuró:

—Que Dios te bendiga, Inglaterra.

No sabía, no habría querido saber, que transcurrirían veinte largos años antes de que volviera a contemplar aquel paisaje.

Bajó en La Haya, dio sus nueve peniques de propina al mozo que le llevó las maletas y se aposentó en un asiento del rincón. Desde Holanda, el tren se deslizó por Alemania, Polonia y las inmensas estepas rusas. Sentada «de cara a la marcha» y envuelta en su manta de piel vio deslizarse el Continente.

La estación principal de Moscú estaba llena de soldados. Llevaban bajo el brazo su ración de pan, y arrancaban un trozo y lo masticaban cuando tenían hambre. Para la meticulosa Miss Ayward, que para desayunar se preparaba un huevo y un bizcocho «Ryvita» untado con un poco de mantequilla y que a media mañana desleía un cubito de caldo en agua que hacía hervir en su cafetera, aquellos hombres barbudos y de rudo aspecto, que escupían en el suelo y se sonaban con los dedos, parecían seres de otro mundo y un tanto horribles. En cartas que escribió a su madre le decía que no podía creer que Rusia fuese feliz; que pensaba que el pueblo estaba oprimido y era desgraciado, y que la vista de los niños trabajando en las carreteras la entristecía y le daba angustia. Una o dos veces al día hacía un poco de ejercicio en el pasillo del vagón, y, de vez en cuando, al detenerse el convoy para cargar madera, se apeaba con todos los pasajeros para estirar las piernas y reponer la provisión de agua.

Diez días después de salir de Inglaterra, el tren entró en Siberia, y ella se sintió de nuevo encantada por la grandeza del escenario; las imponentes montañas, las grandes zonas de abetos, las interminables sabanas de nieve, la brillantez del sol y la inmensa soledad. En una de las paradas, entró en su departamento un hombre que sabía un poco de inglés, y, por medio de él, la otra gente —que desde hacía mucho había tratado de interrogarla por señas— empezó a saciar su curiosidad. Era aquél un hombre muy amable, y le dijo a Gladys que el revisor del tren, que había examinado sus billetes, quería advertirle que los trenes no llegaban a Harbin y que probablemente no podría cruzar la frontera siberiano-manchú. Si esto era cierto —y ella hacía esfuerzos para no creerlo—, tenía pocas probabilidades de llegar a Dairen, pasando por Harbin, para tomar el barco hasta Tientsin.

Para aumentar sus temores, en cada estación donde el tren se detenía, subían más y más soldados. Ahora dos oficiales compartían su departamento y, aunque no podían hablarle más que por señas, se mostraban muy amables. En Chita el tren quedó vacío de pasajeros civiles a excepción de Gladys. El revisor llegó a ella y, con glandes ademanes, trató de obligarla a saltar al andén. Gladys, no obstante, firmemente sentada en su rincón, no quiso darse por enterada; creía que cada milla que avanzaba la acercaba más a China. Se quedó.

El tren se llenó de soldados y siguió adelante. Pocas horas más tarde, en plena oscuridad, se detuvo de nuevo en una pequeña estación y los soldados se apearon, formaron en el andén y marcharon sumiéndose en la noche. Las luces del tren se apagaron. Ella dio un corto paseo en el pasillo y se convenció de que era la única pasajera que había quedado. Y entonces, llevado por el fino y gélido viento, llegó un ruido que, aunque nunca lo había oído con anterioridad, reconoció inmediatamente. ¡El ruido de disparos! ¡Retumbante, amenazador, horrible…! Sacó la cabeza por la ventanilla y vio distantes fogonazos alumbrando el cielo. Reunió sus cosas.

Cargada con su equipaje y su manta, recorrió el andén y, en una garita junto a la vía, encontró a cuatro hombres agrupados alrededor de una estufa: el maquinista, el fogonero, el jefe de estación y el revisor que inútilmente había tratado de hacerla apear en Chita. Leí hicieron una taza de café bien cargado y, con grandes voces subrayadas por enérgicas gesticulaciones, reiteraron la afirmación de que, sin ninguna duda, había llegado al final del trayecto. Más allá se extendía el campo de batalla.

Aquella breve y no declarada guerra entre China y Rusia, por la posesión del Ferrocarril Oriental de China, tuvo poca resonancia en la Prensa occidental. Duró unos pocos meses, con suerte alterna, y los chinos acabaron por retirar sus fuerzas. El tren, le dijeron, permanecería allí durante días, tal vez semanas, hasta que lo necesitaran; entonces llevarían a los heridos a los hospitales de retaguardia. Señalaron la vía por donde habían venido.

—Vuelva atrás —le dijeron.

La línea corría temerosa entre pinares cubiertos de nieve; estaba bordeada por altas montañas; la nieve entre los raíles era blanda y espesa; agujas de hielo colgaban de las copas de los pinos. Pero, añadieron, volver a Chita era su única esperanza.

Emprendió la marcha. A pocas millas de la frontera manchú, el viento de Siberia formaba remolinos de nieve alrededor de sus pies, y ella, con una maleta en cada mano —una de aquéllas ostentando aún el ridículo adorno de la cacerola y la cafetera— y la piel echada sobre los hombros, se sumergió en la noche, como un débil personaje chaplinesco.

Cuatro horas después, cuando el frío y el hambre empezaron a pesarle, se sentó en la helada vía, encendió el hornillo de alcohol y se puso agua a hervir para hacer café. Comió dos bollos y se sintió desgraciada. Pensó que tenía que dormir, al menos una o dos horas. Colocó sus dos maletas de forma que la resguardaran del viento, tapó con nieve la rendija, se envolvió en la vieja piel y se echó en el suelo. Adormilada escuchó el ruido de aullidos lejanos y, con aquella ingenuidad infantil que suele atribuirse sólo a los pequeños de grandes ojos azules, dijo para sí: «¡Quisiera saber quién habrá soltado a esos perrazos a estas horas de la noche! ¡Qué alboroto!». Hasta dos años después, cuando se hallaba en China, no comprendió que lo que había oído era una manada de lobos.

Una pálida aurora alumbraba los montes cuando se despertó, aterida, pero descansada. Se hizo más café, comió otro bollo, recogió su equipaje y volvió a emprender su camino a lo largo de la interminable vía. Pensó que tendría que andar mucho para llegar a China. Muy entrada la noche, mientras avanzaba tambaleándose y casi inconsciente por el frío y la fatiga, vio las luces de Chita brillar en la lejanía. Esto le dio nuevas fuerzas. Siguió penosamente hacia delante, dejó caer sus maletas de cualquier modo y se sentó encima de ellas. Al parecer, no podía hacer otra cosa. Varios grupos de rusos estaban haciendo lo mismo. Aquello parecía una epidemia de la U. R. S. S.

Nadie se acercó a ella durante la noche, y Gladys dormitó a intervalos bajo su manta de pieles. Por la mañana, varios empleados de la estación se aproximaron a mirarla, sacudieron la cabeza y volvieron a marcharse.

Observó a un empleado que llevaba una gorra roja y avanzaba por el andén en su dirección, y se preguntó si sería mejor darle una patada en la espinilla o quitarle de un manotazo la flamante gorra. Después pensó que la violencia era innecesaria, por cuanto el hombre iba acompañado de tres soldados y evidentemente era ella su objetivo. Por señas le dio a entender que estaba detenida y que debía seguirle. Ella se sintió feliz al saberse arrestada. Recogiendo su equipaje, le siguió por el andén y entró en una habitación. Estaba tan sucia y olía tan mal que casi se sintió mareada. Cerraron la puerta y la dejaron allí. Prefería el frío siberiano del andén. Más tarde abrieron de nuevo la puerta y la condujeron a otra estancia. El hombre que iba a interrogarla logró hacerle comprender que hablaba inglés. Gladys se alegro de ello, pero no pareció llevarlos a ninguna parte. El hombre habló mucho rato, pero ella no pudo entender casi nada de lo que le dijo, después se marchó. Gladys desenrolló la piel —aquella habitación no apestaba tanto— y bajo la mirada inexpresiva del soldado que había quedado de guardia se durmió profundamente.

Al día siguiente prosiguió el interrogatorio. Examinaron su nuevo y brillante pasaporte y estuvieron largo tiempo discutiendo la anotación que rezaba: «Profesión: Misionera[2]», y al parecer le sugerían que se quedara en Rusia, pues necesitaban gente como ella.

Es bien sabido que, durante aquellos años, muchos jóvenes comunistas de todo el mundo acudían a la Rusia Soviética ansiosos de desempeñar su papel en la construcción de una Utopía proletaria. No era extraño, pues, que tomaran a Gladys Ayward por uno de aquéllos; pero aquella confusión la aterrorizó. Muy excitada, pasó las hojas de su Biblia, que tenía un grabado en colores en su interior, y les mostró unas escenas de los tiempos bíblicos. Aquello pareció dar buen resultado, pues, al cabo de otra discusión, le tendieron un pedazo de papel con sellos oficiales que parecían ser un nuevo visado, y también lo que parecían billetes para otro viaje.

Aquella tarde la acompañaron a un tren y lograron hacerle comprender que debía hacer trasbordo en un lugar llamado Empalme de Nikolshissur y allí tomar un ramal a Pogranilchnai y seguir hasta Harbin.

Pocas horas más tarde se apeó en Nikolshissur. ¿Cuál era la línea de Pogranilchnai? Nadie hablaba inglés; nadie entendía nada de sus preguntas. Probó con los empleados de la estación; probó con el hombre del gorro rojo. Nadie la comprendía. Sé había hecho tarde. Rodeada de su equipaje, se dispuso a pasar otra noche en un andén de estación. El frío era tan intenso que pensó que moriría helada. A la mañana siguiente hizo su café con el hornillo de alcohol comió dos de las inevitables galletas, dejó su SI equipaje en la sala de espera y se fue en busca de algún despacho oficial. Estaba segura de que, una vez allí, encontraría a alguien que supiera algunas palabras de inglés. Y halló las oficinas, pero a nadie que hablara inglés. La hicieron entrar en un despacho, y un hombre la interrogó. Por aquel entonces Gladys se había acostumbrado ya a mostrar su Biblia y sus dibujos pero en aquella ocasión, en un momento inspirado, sacó un retrato de su hermano Laurie. Vestía el uniforme de gala del tambor del ejército británico. En comparación con los uniformes empleados por los rusos, parecía un capitán general. Nunca logró saber si se habían pensado que estaba emparentada con algún alto mando militar, pero lo cierto es que la fotografía produjo inmediatos y estupendos resultados. Con súbita compresión, todos parecieron saber lo que había que hacer en aquel instante. La llevaron ante todo a la estación, a recoger su equipaje, y después a un hotel donde pasó la noche. Al día siguiente la acompañaron a un tren, le cambiaron los billetes y la enviaron a Vladivostok. Mientras cruzaban el interminable paisaje de Siberia elevó una breve oración de gracias al hermano Laurie.

En el andén de Vladivostok nadie le prestó gran atención. El que recogía los billetes examinó el suyo y la dejó pasar. En el muro de la estación había un cartel que anunciaba «Intourist Hotel» y decidió dirigirse allí. Guiándose por la fonética de algunos transeúntes logró llegar a sus puertas. No estaba lejos de la estación. El conserje la invitó a entrar con un ademán. Un hombre robusto, de pálida faz mogólica, traje arrugado y sin corbata, examinó su pasaporte y se lo metió en el bolsillo. Por lo que Gladys pudo entender, tenía algo que ver con la policía. Las letras «G. P. U.» no significaban nada para ella.

Desde aquel momento el hombre se pegó a ella con una asiduidad que Gladys encontraba bastante molesta. Insistió en mostrarle Vladivostok, y lo que vio la llenó de horror: calles sucias y sin empedrar, llenas de charcos; colas para adquirir comestibles; mujeres vestidas con quimono, hundidos los ojos por el hambre y la fatiga, llevando sus niños a la espalda; edificios viejos y sin pintar; trepidantes tranvías abarrotados de gente sucia y harapienta. Aquella tarde se detuvieron en una esquina y vio cómo se detenía uno de aquellos tranvías. Una mujer escuálida y medio muerta de hambre, corrió para tomarlo. Gladys nunca comprendió la razón del altercado que siguió, pero observó que la muchedumbre de pasajeros masculinos amenazaban al nuevo viajero, y vio que en el momento de arrancar el tranvía, la asían y la arrojaban a la calzada.

La mujer cayó con un golpe sordo y rodó en el barro. Los hombres chillaron, burlándose de ella. La mujer se levantó lentamente. Lloraba con tan silencioso y amargo pesar, que Gladys sintió piedad de ella. Dio un paso en su dirección, pero el hombre la detuvo cogiéndola por un brazo. Con la cabeza gacha, la mujer empezó a andar por la calle azotada por el viento, detrás del tranvía. La huella de su cuerpo quedaba en el barro. La lluvia se cuidaría de borrarla.

La cicatriz del recuerdo quedaría por siempre grabada en la mente de Gladys Ayward. Para ella, aquel viento frío que silbaba por las calles llevando consigo la desolación de Siberia resumía el estado de Rusia. Sintió en sus huesos di asombro y el desencanto de tantas de aquellas gentes. No podía encauzar sus sentimientos en un juicio crítico y coherente; sólo sentía u3 ansia vehemente de abandonar aquel país.

A la mañana siguiente su pálido intérprete la esperaba a la puerta de su habitación. Tuvo la impresión de que sus untuosos modales habían cambiado. Mientras bajaban las escaleras le preguntó:

——¿Podré salir pronto para Harbin?

Él la miró de reojo.

—¿Por qué quiere ir al bárbaro país chino? En esta tierra de la gran revolución tiene uní porvenir. Usted es joven y puede trabajar aquí. Necesitamos gente apta como usted.

Ella miró fijamente ante sí y trató de dar su todos los movimientos de sus miembros un ritmo normal. Intentaba ocultar el súbito miedo que sus palabras le habían producido.

—Si yo no tengo ninguna habilidad. Sólo pretendo ser misionera. —Y añadió, con franqueza que no pudo dominar—: Además, no me gusta Rusia: toda esta pobreza; esas infelices mujeres escuálidas; esa suciedad…

Él volvió los ojos hacia ella.

—En fin, ¿cómo podrá llegar a China? No tiene dinero para el pasaje.

Gladys se enfadó.

—Yo he pagado el pasaje desde Londres a Tientsin. Si la gente de sus ferrocarriles es honrada, ella cuidará de que llegue al término de mi viaje —dijo, indignada.

—Pero ¿por qué va a seguir adelante? Puede trabajar aquí tan bien como en China. Necesitamos gente como usted, que sepa hacer funcionar las máquinas…

—¡Máquinas! Yo no he manejado una máquina en mi vida.

—Debería quedarse —dijo él—. China está muy lejos. Ya encontraremos quien se encargue de usted.

Al entrar en el vestíbulo del hotel, a su regreso, se dio cuenta de que alguien la seguía de cerca. El hombre de la «G. P. U.» había vuelto a su puesto detrás del mostrador. Miró por encima del hombro y vio una muchacha morena, sencillamente vestida, pero atractiva. La chica la alcanzó y, sin volver la cabeza, murmuró en un inglés con mucho acento:

—Tengo que hablar con usted. Es importante. ¡Sígame!

Como hipnotizada, Gladys dejó que la muchacha se adelantara y la siguió por un pasillo. La joven la tomó de un brazo y la condujo a un rincón oscuro.

—Esperé hasta tener la seguridad de que el hombre de la G. P. U. la había dejado —dijo.

—No comprendo. ¿Quién es usted?

—Esto no importa. Lo que importa es que está usted en peligro.

El cuervo del miedo agitó las alas sobre el hombro de Gladys.

—Pero ¿qué puedo hacer? —dijo, con ansiedad.

La voz de la muchacha sonó rápida, apremiante:

—¿Quiere usted marchar de aquí, no? Si no lo hace ahora, no podrá hacerlo nunca.

Los labios apretados de Gladys se contrajeron más aún. Nuevamente sintió el súbito aletazo del miedo.

—Soy súbdita británica. Tengo mi pasaporte.

—¿Dónde está?

—Aquí, en mi bolso.

—¡Sáquelo! ¡Y ábralo…!

Gladys buscó en su bolso y recordó de pronto. El hombre de la entrada. Se lo había metido en el bolsillo y no se lo había devuelto.

Ahora había verdadero terror en la voz de Gladys:

—¿Qué voy a hacer?

—Yo puedo ayudarla.

—¿Ayudarme? ¿Cómo?

—Escuche. Esta noche, después de las doce, esté vestida y tenga preparado el equipaje, Llamarán a su puerta. Abra y siga al hombre que irá a buscarla. No le hable. Limítese a seguirle. ¿Comprende? Y pida que le devuelvan su pasaporte.

Gladys asintió débilmente con la cabeza. No podía pronunciar ya más palabras. Cuando la muchacha se hubo marchado, permaneció unos instantes en el oscuro corredor tratando de forjar su plan de acción. Tenía que conseguir que le devolvieran su pasaporte. Era esencial. Se acercó al mostrador del vestíbulo. El hombre de la G. P. U. estaba sentado en un sillón y fumaba un cigarrillo. La miró despectivamente.

—¿Y mi pasaporte? —dijo Gladys—. Quisiera que me lo devolviese.

El hombre echó la silla atrás, se quitó el cigarrillo de la boca y expelió el humo.

—Todavía lo están examinando. Se lo llevaré… esta noche.

—Gracias —dijo Gladys. Y se alejó rápidamente, sin saber cuál debía ser su próximo paso. Tenía que serenarse. ¿Tendría razón aquella muchacha? La idea parecía absurda; parecía un episodio de una mala novela de aventuras.

Aquella noche permaneció sentada en su fría habitación después de haber comido su cena. No le habían gustado mucho los bizcochos ni el pescado en conserva. Llamaron a la puerta. Se levantó y fue a abrir. Era el hombre de la G. P. U., que sonreía, y, tentador, agitaba el pasaporte en la mano. Introdujo un pie, sujetando la puerta. Instintivamente advertida, Gladys alargó una mano, le arrancó el pasaporte y lo lanzó al interior de la habitación. La cruel y sardónica sonrisa del hombre la asustaba. Él acabó de abrir la puerta y entró.

—No se atreva a entrar aquí —dijo Gladys, sencillamente—. ¡Salga! ¡Salga!

—Voy a entrar, y no será usted quien me lo impida —dijo él, con voz gutural, mientras sus ojos oblicuos iban de ella a la cama y volvían a posarse en ella.

Con ojos desorbitados, se lo quedó mirando. Su formación le decía que allí estaba el más absoluto, el más fundamental de los horrores: ¡un hombre bestial entrando en su dormitorio, de noche, inflamado de lujuria y malos deseos! Había leído cosas parecidas en las revistas femeninas.

Tan petrificada estaba por el asombro, que lo dejó avanzar tres pasos antes de saltar hacia atrás como un gato escaldado. Con inspirada retórica, declamó a gritos:

—¡Dios me protegerá! ¡Dios me protegerá!

El hombre se detuvo. Parecía sorprendido. Contempló el pequeño cuerpo virtuoso, acurrucado dramáticamente ante él, y empezó a sonreír. La sonrisa se convirtió en risa y, finalmente, en estruendosas carcajadas. Asombrada, pero implacable, Gladys seguía mirándole. De pronto cambió el humor del hombre. Blasfemó salvajemente y la maldijo en ruso y en inglés. Alzó la mano amenazadora, pero después se repensó, retrocedió unos pasos y cruzó el umbral cerrando la puerta de golpe. Gladys corrió a echar el cerrojo. Apenas si podía respirar, tan intensa era su emoción. Se apoyó de espaldas a la puerta, apretando contra ella las palmas de las manos, con extraordinario alivio. Tenía que salir del hotel aquella misma noche. ¡En seguida!

Corrió a recoger su pasaporte. ¿Qué había dicho la muchacha? ¿No había pretendido examinarlo? Lo abrió y hojeó las páginas. Su dedo tembló de espanto al ver lo que habían hecho La palabra «Misionera» en la línea que decía «Profesión» había sido convertida en «Maquinista». Lo cerró, lo metió en el bolso, saco las maletas de debajo de la cama y empezó a llenarlas con sus cosas. Tenía que partir aquella noche; tenía que escapar de un modo u otro. Terminó de hacer las maletas y se sentó en la cama temblando, esperando la medianoche y rogando por aquella llamada a la puerta que había de liberarla. ¿Le había dicho la joven la verdad, o era aquello parte de un astuto plan para hacerla caer en la trampa? No importaba. Tenía que correr el riesgo. Tenía que salir, de allí.

La llamada fue tan débil que apenas la oyó. Vaciló antes de abrir la puerta, pero en seguida resolvió seguir adelante. Un hombre extraño, con un gabán pardusco, esperaba fuera. Estaba tan oscuro que casi no podía verle la cara. Él le hizo señas para que saliera y mantuvo la puerta abierta mientras ella cruzaba el umbral con sus maletas. Después echó a andar y ella lo siguió a lo largo del pasillo, escaleras abajo, y pasaron frente al despacho de recepción. El conserje dormitaba en su silla, juntó a la estufa; no había rastro del hombre de la «G. P. U.» La puerta giratoria chirrió un poco al dar vuelta, y Gladys pasó con dificultad a causa del equipaje. Ya raerá, les envolvió el aire frío de la noche, y ella anduvo a paso vivo siguiendo al desconocido. Las calles estaban a oscuras y continuamente tropezaba en los hoyos. Al cruzar apresurados las negras callejas laterales, tuvo la impresión de que se aproximaban al mar. Sobre el cielo nocturno pudo ver las finas siluetas de las grúas del muelle. Pronto pasaron sobre vías férreas fijadas entre adoquines, pe la sombra de un montón de cajas de embalaje brotó otra figura. Era la muchacha, y Gladys, con un suspiro de agradecimiento, se precipitó hacia ella.

—Me alegra que haya venido —dijo la joven.

—¿Qué tengo que hacer ahora? —preguntó Gladys, ansiosamente.

—¿Ve aquel barco? —Y la chica señaló el negro bulto de un barco destacando más allá de los tinglados y de las grúas.

—Sí.

—Es un barco japonés. Zarpa para el Japón al amanecer. Tiene que subir a él.

—¡El Japón! ¡Pero si no tengo dinero…! —exclamó Gladys, con voz que era un gemido.

—Hallará al capitán del barco en aquella caseta de madera. Tiene que hablar con él. Suplíquele, dígale que se encuentra en un grave apuro. Tiene que marcharse en ese barco…

—Está bien; lo intentaré.

La voz de Gladys delataba sus dudas.

La muchacha seguía plantada en la oscuridad y Gladys no sabía cómo darle las gracias.

—¿Y usted? Todavía no le he dado las gracias por lo que ha hecho. ¿Por qué me ha ayudado?

—Lo necesitaba.

La voz de la muchacha era grave y triste.

—Pero, usted…

—Yo vivo aquí. No me pasará nada.

—¿Y cómo podré agradecérselo? ¿Qué puedo darle? No tengo dinero.

—No importa.

Gladys advirtió una vacilación en la voz de la joven.

—¿Puedo hacer algo…?

—¿Acaso tendría… alguna ropa?

Todas las prendas de vestir que Gladys poseía las llevaba puestas para protegerse del agudo frío. No tenía más que lo que llevaba; pero tenía que demostrar de algún modo su gratitud. Se sacó los guantes.

—Tome esto, por favor. Y estas medias —añadió, buscando en el bolsillo del abrigo y sacando un par que había metido allí en sus prisas—. Son viejas y gastadas, pero acéptelas.

La muchacha las tomó.

—Gracias —dijo, sin alzar la voz—. ¡Buena suerte!

Sus manos se encontraron un momento en la oscuridad. Después la joven giró sobre sus talones y se alejó, resonando sus pisadas en las baldosas.

Gladys cogió sus maletas y avanzó despacio en dirección a la caseta. Pensaba, mientras tanteaba el camino en el cenagoso suelo, que sería incapaz de volver al Intourist Hotel en la oscuridad. Empujó la puerta de la pequeña caseta. Una bombilla eléctrica sin pantalla colgaba del techo. Había una mesa de madera llena de papeles. Al otro lado se hallaba sentado un joven japonés que vestía uniforme de la marina mercante. Alzó los ojos gravemente al entrar ella.

—Por favor —dijo Gladys—, ¿es usted el capitán de ese buque? Soy inglesa y tengo que subir a él. Es preciso que suba.

Él la miró, impasible. Después dijo en correcto inglés:

—Buenos días. Tenga la bondad de hablar despacio. ¿Qué es lo que desea? —Necesito ir al Japón en su barco.

—¿De veras? ¿Tiene dinero para pagar el pasaje?

—No. ¡Nada!

Sus negros ojos no pestañeaban ni mostraban la menor curiosidad.

—¿Ni bienes de alguna clase?

—No, nada en absoluto. Pero tengo que salir de aquí. ¡Es preciso!

El capitán asintió con la cabeza. Su cara no mostraba la menor huella de emoción.

—Ha dicho que es súbdita británica, ¿no? ¿Tiene pasaporte?

Gladys sacó su pasaporte del bolso y se lo tendió. Él lo hojeó cuidadosamente. Al observarle, Gladys tuvo la impresión de que el hombre había hecho lo mismo muchas veces.

—Un súbdito británico en apuros. No podemos consentirlo, ¿verdad? Sí, la admitiré en mi barco. Todo lo que tendrá que hacer será firmar algunos papeles. Si quiere venir conmigo, le buscaré un camarote.

Seis horas más tarde la aurora coloreaba las áridas y rojas vertientes de las colinas de la costa del Cuerno de Oro, mientras el vapor japonés se deslizaba lentamente hacia el mar abierto, dejando detrás a Vladivostok, como una voluta de humo. Apoyada en la borda, Gladys Ayward miró hacia atrás con ojos cansados, pero llenos de alivio. Le parecía que había pasado toda una vida cruzando el enorme continente de Rusia y Siberia. Ahora una impresión de libertad nacía en ella como un fresco manantial en primavera. Se preguntó quién sería la muchacha que la había socorrido. ¿Y el hombre que había llamado a su puerta? Sabía que no volvería a ver jamás a ninguno de los dos; que permanecerían eternamente como un enigma del pasado. Se alegró de que hubiera gente buena en Rusia. Y les deseó suerte. Ella, por su parte, ya había recibido una buena dosis de aquella deslumbrante y ciega suerte.