Todo el asunto de la mujer pequeña intrigó y preocupó a un tiempo al jefe médico. Su proximidad a la muerte; el hecho de que, entre una cuarta parte de la raza humana que habita el enorme continente chino, aquel cachito menudo y reseco de mujer, de pulso débil, apareciese en su puerta para marchar fuera del alcance de su ayuda, tan enigmática como cuando llegó, despertó en él un interés mayor que el puramente profesional.
De que ella iba a morir, no le cabía ninguna duda. Nadie sabía quién era; pero en China, en aquellos días de otoño de 1941, con los invasores japoneses presionando en varios frentes, y medio mundo tratando empeñadamente de destruir a la otra mitad en un furioso holocausto de tanques y aviones, la muerte violenta era una cosa tan próxima que la pérdida de la vida de una mujer menuda e ignorada poca preocupación debía ocasionar.
El poco personal que hablaba inglés en la Misión Escandinavo-Americana de Hsing P’ing, en él remoto noroeste de China, ignoraba su nombre y su procedencia. Dos campesinos chinos la habían llevado hasta el portal, descargándola de una carreta tirada por bueyes, con tan poca ceremonia como si se tratara de un perro enfermo. Con un fatalista encogimiento de hombros, habían declarado al portero que si se hubiese tratado de una china, la habrían dejado morir. Pero comprendieron que era extranjera, a pesar de que vestía hábitos chinos y llevaba una Biblia china; por tanto, creyeron más conveniente que muriese junto a sus amagos y que entregara el alma a sus propios dioses. El portero no sentía ningún interés por su filosofía ni por su muerte —pues aquel cuerpo estaba tan próximo a morir que podía confundirse con un cadáver— y por ello no preguntó dónde lo habían encontrado, ni de dónde ellos mismos procedían.
La Misión Escandinavo-Americana envió inmediatamente un telegrama al Hospital de la Misión Baptista de Sian, solicitando el envío de un médico, y, con la humanitaria generosidad que durante las semanas siguientes habrían de derrochar todos los de aquel hospital, el jefe médico tomó el primer tren. Llegó muy avanzada la tarde y examinó a la paciente. Estaba muy delgada y desnutrida; el intenso cansancio y el sufrimiento pintaban oscuras rayas en el borde de sus ojos; mostraba la cicatriz de una herida de bala en la espalda, y, aunque no saltaba a la vista, padecía lesiones internas causadas por una brutal flagelación ocurrida meses atrás.
Su temperatura se elevaba hasta los 105 grados (Fahrenheit). Deliraba intensamente y tomaba al médico por un oficial japonés.
Su experiencia le dijo al médico que probablemente sufría fiebres intermitentes. Tomó inmediatamente una muestra de sangre y la envió por un mensajero especial al Hospital Baptista. Otro mensajero volvió al día siguiente anunciando que la sangre había confirmado la exactitud del diagnóstico. Al punto le administró una inyección endovenosa, que sabía que haría remitir la fiebre; y, como por aquel entonces había llegado una enfermera sueco-americana, llamada Miss Nelson, pensó que podía dejar la paciente a su cuidado, pues la fiebre bajaría en cuarenta y ocho horas y sólo el tiempo y muchos cuidados podían curar a la enferma. Regresó a Sian, convencido de haber hecho todo lo posible.
Cinco días más tarde se recibió una carta en el Hospital Baptista informando al médico de que la mujer desconocida había vuelto a caer en un tremendo delirio; de que, aunque la temperatura había llegado a ser casi normal, había vuelto a subir a los 105 grados, y de que su estado era gravísimo.
Tomó el primer tren y halló a su paciente a punto de expirar, a causa de una terrible enfermedad, el tifus, que debió de haber incubado durante las fiebres. Como tres médicos del Hospital Baptista habían muerto de tifus durante los últimos años, y como la resistencia de aquella mujer —debido a la desnutrición, al shock y a la fatiga— era insignificante, el médico tuvo el convencimiento de que no existía ninguna esperanza. Sobre todo, cuando un examen ulterior demostró que un foco de neumonía había brotado en un pulmón.
Sin embargo, por un querer de Dios, uno de los misioneros sueco-americanos, que acababa de regresar de un permiso pasado en los Estados Unidos, traía veinte tabletas de la nueva droga sulfapiridina en su equipaje personal, y gustoso las ofreció al médico para el tratamiento de su enferma. Con el empleo de aquellas tabletas logró dominar la neumonía; pero no salvación de aquella mujercita estaba, en último caso, en su traslado inmediato al hospital de Sian.
El médico hacía casi veinte años que estaba en China; había sobrevivido al sitio de Sian cuando los ejércitos de dos guerreros locales se habían disputado la ciudad y veinte mili personas habían muerto de hambre; tenía muchas relaciones y alguna influencia en el distrito, y no vaciló en emplearlas en beneficio de aquella mujer pequeña y desconocida. Llamó a un amigo suyo que controlaba aquella sección del ferrocarril y, llamándolo por su apodo, le dijo:
—¿Railes? Necesito que mañana enganchen un vagón especial al primer tren que salga de aquí. Llevaremos a un enfermo en una camilla y necesitaremos cuatro hombres que la sujeten durante el trayecto. ¿Puede hacerme este favor? ¡Es urgente!
Raíles dijo que lo haría. Si la mujer, en su delirio, hubiese podido enterarse de que se había dispuesto un vagón especial para ella sola, ciertamente que habría reído hasta saltársele las lágrimas.
Unos camilleros fueron a esperar el tren en Sian y se llevaron al hospital a la mujer inconsciente. Una de las doctoras había abandonado voluntariamente su habitación a fin de que la enferma grave pudiese disfrutar de un cuarto amplio y aireado. Miss Nelson y la directora del hospital, Miss Major, siguieron cuidando de ella.
Quince días más tarde, cuando la mujercita seguía mentalmente perturbada aunque la fiebre tifoidea empezaba a descender, los japoneses, después de algunas semanas de inactividad, decidieron bombardear Sian. El jefe medico se sentó junto a su paciente en cuando las bombas empezaron a caer. El escuálido cuerpo se estremecía y se retorcía a cada bomba que caía silbando y estallaba conmoviendo la estancia. Toda ella se cubrió de un sudor frío, y el médico, que con toda su experiencia no había visto jamás un caso igual de angustia por shock retardado, le tenía las muñecas cogidas y trataba de calmarla.
Después de haberse tomado tanto trabajo para llevarla al hospital de Sian, se daba cuenta de que habría de tomarse mucho más para trasladarla de nuevo a algún lugar más tranquilo, pues las incursiones, ahora que habían recomenzado, proseguirían con toda seguridad y la mujercita moriría sin remedio. Ya ahora parecía encontrarse en los pasillos de la muerte, esperando sólo que se abriera la última puerta.
Seguía siendo casi un completo enigma. El día siguiente, mientras una enfermera estaba a su lado, cruzó su semblante una expresión de dolor, y un suspiro brotó de sus labios.
—¡Mis niños! —dijo—. ¿Dónde están mis niños? Los japoneses nos rodean por todos lados. Nos matarán. Sé que nos matarán.
El murmullo creció hasta convertirse en alarido, y de pronto empezó a delirar en un extraño dialecto chino que nadie logró entender, pero que alguien reconoció más tarde como perteneciente a una salvaje región montañosa del lejano Norte. Pasó el espasmo de delirio y una débil sonrisa se pintó en su cara. En las palabras penosamente articuladas vibraba la nostalgia del recuerdo:
—¿Os acordáis de aquella primera noche del Tiempo de las, Lilas? Aquella tonadilla que hacía poá-pon-pon tararón-pon-pon…
Las breves e inciertas notas de la tonada creada por cien mandaderos al silbarla desde hacía diez años —¿o era un siglo?— brotó de la reseca garganta y se desparramó lentamente por la caldeada habitación del hospital, donde las moscas zumbaban perezosas y chocaban, contra el encalado techo, Con igual lentitud la desordenada mente de la enferma captaba o perdía las imágenes que la rodeaban. ¿Moscas? Había moscas en las caras de los muertos en Yangcheng. ¿Y ese caballero de aspecto clínico que se inclinaba encima de ella y que con tan amable insistencia, día tras día, trataba de hurgar en su pasado? No era desagradable: yacer aquí, en un mundo de sombras y color y delirio, y dejar que la mente retrocediera años y años.
Habían sido buenos años. Nadie podría quitárselos. ¿Su nombre?, le preguntaban. ¿Cómo, se llamaba? ¡Pero si todo el mundo la conocía! En una provincia grande como toda Inglaterra todos sabían su nombre: Ai-weh-deh, ¡la Virtuosa! Pero ellos no querían saber su nombre chino, sino el inglés, el europeo. Pero ella no quería decírselo así de pronto… Son secretos que no se revelan en tiempo de guerra… Uno no debe decir nunca quién es ni de dónde viene…
Por ejemplo, aquella noche en que había conocido al general Ley en el pueblo de la montaña. Lo recordaba perdiéndose en la oscuridad, con su negro hábito revoloteando, después de coger su rifle para ir a reunirse con su banda de guerrilleros. Era un sacerdote católico romano, pero nunca supo su verdadero nombre; sospechó que era holandés. Había estado sentado frente a ella, al otro lado de la mesa. La luz amarilla de la vacilante lámpara de aceite de castor pintaba sombras negras en su cara. Habían hablado hora tras hora del inmenso dilema que llevaban en el corazón. Después él se había marchado a las montañas a… ¿a matar…?
Y el mandarín, aquel espléndido personaje de bata escarlata de seda bordada, que vi lejos, en su montaña, yamen[1] entre los salvajes de Shansi; él nunca le había preguntado su nombre. Y Sualan, la hermosa, la de pálida tez y manos tan inquietas y delicadas como las mariposas, destinada desde su nacimiento a ser la sonriente esclava de todos los amigos del mandarín. O Feng, el sacerdote budista de cabeza afeitada, condenado a pasarse años en aquel hediondo calabozo. O el arriero, cuya mujer e hijos ellos habían quemado en la hoguera. O incluso Linnan —Linnan, ¿el hombre que ella amaba?—; ni siquiera él la había llamado por el nombre que ella trajera de su país.
La voz amable insistía al oído:
—Díganos su nombre. No tenga miedo. Ahora ya no tiene que tener miedo.
¡Miedo! Habría podido contestarle que eso de sentir miedo había pasado ya para ella. Lo había tenido al echarse a dormir sobre la nieve, entre aquellos negros abetos; lo había tenido de aquel hombre que la había encerrado en un cuarto de hotel de Vladivostok; lo había tenido en aquella horrible prisión china, cuando un loco que blandía un hacha manchada de sangre se volvió hacia ella; lo había tenido en la cueva de la montaña, mientras aullaban los lobos y los verdes destellos de sus ojos parecían chispas de luz en la oscuridad; lo había tenido cuando el japonés gritó «¡Alto!», y las balas rebotaron en las lápidas sepulcrales a su alrededor…
—¿Su nombre? —dijo la débil e insistente voz a su oído—. ¿Cómo se llama? ¿De dónde viene?
A buen seguro que era una pregunta tonta. Forzosamente debían saber que se llamaba Gladys Ayward y que había nacido en Edmonton. Sin duda habrían oído hablar de Edmonton, al norte de Londres. En aquellos tiempos los campos subían hasta sus propios linderos; pero esto fue antes de que las piedras grises, los rojos ladrillos y la tizne de la City lo aprisionara. Cuando aún era muy pequeña, se habían trasladado a Cheddington Road. Una hilera de casas de ladrillo rojo, con cortinas de seda y setos de alheña. Geranios en las ventanas. Enlosados grises. Cada mañana, una interminable procesión de alegres lecheros, verduleros y panaderos, bajaban por las calles en sus carros tirados por caballos. Fue una infancia feliz. Recordaba a su padre cuando volvía a casa, calle arriba, con sus pesadas botas de cartero y su uniforme oscuro con el cordoncillo rojo. Mamá estaba en la cocina haciendo el té, y ella y Violet, su hermana, jugaban alrededor de la casa o corrían por la calle con los otros muchachos.
Recordaba cómo había descubierto el antídoto del miedo, cuando los zepelines fueron a bombardear Londres durante la Primera Guerra Mundial. Entonces reunía en el salón a todos los chicos de la calle y los hacía sentar en el suelo, junto a la pared. Luego ella se sentaba frente al pequeño órgano accionado por pedal les, y comenzaba a pedalear furiosamente y a vociferar un himno en el tono adecuado para apagar el ruido de los horribles pajarracos de plata que cruzaba el cielo. Nunca había abandonado su creencia en las cualidades de un buen himno para reforzar la moral.
En todos aquellos años pasados en China había comprobado cómo podía levantar sus corazones en las más deprimentes circunstancial ¿No habían cantado al trasponer los montes con todos aquellos fatigados muchachos de llagados pies, no en dirección precisamente del Jordán o de Georgia, sino siguiendo el interminable, salvaje y viejo curso del río Amarillo?
Y al final, la gran contrariedad. ¿Sufrió alguna vez una contrariedad mayor? ¡Cómo no fuera aquella vez, en Londres, en la Misión China! Sí, tal vez entonces fue igual su desilusión.
Recordaba las negras ramas invernales balanceándose contra el cielo pálido de Londres fuera de la ventana del despacho. El jefe, un hombre alto, delgado, con aspecto de chico estudioso, y de abombada frente, la había observado desde el otro lado de la mesa. El ángulo de sus ojos, suavemente azules, constituía el punto terminal de una red de profundas y entrecruzadas rayas. Sobre ellos, las matas hirsutas de sus cejas grises. Recordaba cómo la había mirado, ¡con qué seriedad! Ella tenía veintiséis años, era muy pequeña y delicada, tenía facciones limpias, ojos castaños, faz ovalada y cabello oscuro, peinado con raya en medio y recogido detrás de la cabeza en un sencillo moño. Pero él también comprendía la emoción que traslucía su cara; una emoción a la que pronto vendría a remplazar el desencanto, pues sabía que ella se negaría a abandonar toda esperanza hasta que él la destruyera de un modo deliberado y decisivo.
Había extendido los informes ante él y fruncido los labios.
—Veo que ha estado usted tres meses con nosotros, Miss Ayward, ¿no es así? —dijo.
—Sí, señor.
—¿Qué me dice de la teología…?
—Temo no haber adelantado mucho en teología, ¿verdad? —dijo ella en voz baja.
Él había alzado la vista.
—No. ¡Nada en absoluto!
Recordaba cómo se había erguido, cruzando fuertemente los dedos sobre la falda. Apenas si oía la voz que repetía la lista de sus fracasos. Sabía que nunca podría hacerle comprender; que carecía de dotes de persuasión para discutir con él, y de conocimientos para pasar con éxito los exámenes. Sabía que no tenía «apoyo», que no tenía ninguna probabilidad. Pero también sabía, con obsesiva y elocuente claridad, que ¡tenía que ir a China!
—Comprenda, Miss Ayward, que todas estas deficiencias escolares son importantes —dijo él, amablemente—, pero lo más importante de todo es su edad. Si continuara durante tres años en nuestro Centro y después la enviáramos a China, tendría a la sazón irnos treinta años. —Movió escépticamente la cabeza—. La experiencia nos dice que, pasados los treinta años, y salvo en caso de discípulos excepcionales, resulta extraordinariamente difícil aprender el idioma chino.
»En vista de todo —había proseguido—, estoy seguro de que comprenderá usted la inutilidad de que continúe aquí sus estudios. Aceptamos instruirla, a prueba. Si siguiera, sería una pérdida de tiempo y de dinero para todos…
Y dejó la frase sin terminar.
—Comprendo —había dicho ella, sin alzar la voz—. Gracias por haberme dejado probar. No es culpa de ustedes mi incapacidad para hacer todas esas cosas.
El jefe había tratado de mitigar su desengaño.
—No tiene que disgustarla demasiado este… tropiezo. Hay muchos otros trabajos útiles en Inglaterra para las personas como usted. —Hizo una pausa—. ¿Tiene alguna idea de lo que va a hacer ahora?
—No.
Él había examinado los papeles.
—Veo que estuvo… sirviendo antes de que.
Los ojos de ella se habían fijado de pronto en los suyos.
—No quiero emplearme de nuevo como doncella a menos que sea necesario —dijo, rápidamente.
—Lo comprendo. —Hizo una pausan.
—Puede ayudarnos de otro modo, Miss Ayward.
—¿Sí? ¿Cómo?
—Dos misioneros acaban de regresar de China. Un viejo matrimonio que necesita alguien que los cuide. Han alquilado una casa en Bristol. ¿No le interesaría este empleo?
Recordaba cuánto le había estremecido aquel ofrecimiento. Había desatado los dedos y se había mirado las palmas de las manos. ¡Qué triste humillación! ¡Ama de llaves de dos misioneros retirados y demasiado viejos para cuidar de sí mismos! Si esto era lo que más podía acercarse a China, tal vez haría mejor en volver a su trabajo de doncella. Era una soltera de veintiséis años, y la sociedad en que había crecido le imponía laborar para conseguir un cierto grado de seguridad. Era corriente en aquellos días, entre las dos guerras, que una joven temerosa de Dios sublimase aquella necesidad en la rigurosa observancia de los oficios dominicales: una especie de cómodo seguro que podría reclamar al llegar a las puertas del reino celestial… Pero también sabía con certeza que el Dios a quien debía obediencia reclamaba de ella más que aquella pacífica sumisión. En aquel triste tiempo, el que tenía un empleo permanecía agarrado a él. Sin embargo, ella estaba decidida a hacer algo con su propia vida. Había pasado directamente de la escuela al servicio doméstico. Había pasado de un empleo a otro, como doncella, y el quedarse sin trabajo era algo de temer.
Apenas si sabía ella misma cómo nació aquel deseo de ir a China. Tal vez fue aquella tarde en que bastante aburrida y sin saber qué hacer, había visto en el exterior de una iglesia local la proclama de una cruzada religiosa. En el interior, un dinámico y joven clérigo había excitado a su escaso auditorio al servicio de Dios. Todas las muchachas, al observar hacía donde tendían sus inclinaciones, habían declarado rotundamente que estaba «chalada».
—No seas tonta, Glad —habían protestado—. Ven con nosotras al cine, o a bailar, o al teatro o vamos a ver a esos simpáticos chicos del parque, que nos invitarán a las montañas rusas.
Sin embargo, Gladys sintió de pronto que quería sacar de la vida algo más que aquello. Se había interesado en una asociación evangélica local, y gradualmente había ido creciendo en ella el deseo de ir a China. Y la habían admitido como aspirante en el Centro de Misiones Chino.
Las chicas más jóvenes, las que habían llegado en tren de sus oscuros pueblos de los valles para pasar una noche divertida en la gran ciudad de Swansea, se mostraban por lo común agradecidas. A la puerta de las tabernas, solían aparecer mareadas y desgranaban incoherentes confidencias sobre sus amiguitos marineros o sobre «su miedo de volver junto a mamá», y se sentían súbitamente aliviadas cuando Gladys las rodeaba amistosamente con su brazo y las conducía al refugio de la misión. A la mañana siguiente, sus labios secos murmuraban las gracias cuando les daba unas monedas y las metía en el tren, rumbo a casa, a enfrentarse con los familiares de bíblico semblante, en los pequeños caseríos de las montañas de Gales. Las viejas prostitutas, curtidas por el tiempo y los aprietos económicos del hampa, eran muy diferentes. Llegaron a considerar a la joven obrera de la virtud, tan ansiosa y empapada de Dios, con tolerante burila. A veces incluso cedían a su insistencia, y algunas tardes de domingo lograba, triunfalmente llevar a un grupo de ellas a la Misión Evangélica de Snellings. Y allí, si no lograban reformarlas, al menos, por unos fugaces momentos, se sentían transfiguradas por el trueno y el estrépito de los sonoros himnos galeses que retumbaban en el tejado metálico de la capilla, y se evadían gloriosamente del rudo mundo físico empapado de vaho de cerveza, de apretones de manos y de pasiones apremiantes de argentinos, griegos, indios, marineros, mayordomos, y traficantes y todos los que llegan en barco al puerto de Swansea…
Sabía, sin embargo, que, aunque aquellas experiencias templaban su espíritu, nada añadían a su material bancario. Pues cada día resultaba más evidente que, si alguna vez tenía que ir La China —y estaba resuelta a ir allá, a hacer lo que fuera, y pensara lo que pensara la gente—, tendría que pagarse el viaje.
El único sistema que conocía de ganar dinero era volver a su antiguo oficio. Le dolía hacerlo, pero como «Hermana de Salvación» gastaba o regalaba todo cuanto ganaba. Dijo, pues, adiós a sus amigos, y regresó a Londres.
Una agencia de empleos le encontró una colocación en Londres, en la casa de Sir Francis Younghusband, el eminente soldado, autor y explorador. Tal vez fue una ironía que, mientras sacudía el polvo de los libros de la biblioteca de aquella señorial residencia de Belgrave Square, el hombre que fue el primero en cruzar el corazón del Asia Central por el Muztagh —la gran barrera montañosa entre Cachemira y China— ni siquiera advirtiera su presencia. No obstante, estaba destinada a cruzar territorios humanos y geográficos más imponentes que los que él había conocido.
Ahora recordaba vivamente su entrada en la casa. Agotada por el largo viaje desde los suburbios de Edmonton, llamó a la puerta y le fue mostrada su habitación por el mayordomo. Era un cuarto pequeño, limpio y confortable pero no dejaba de ser el dormitorio de un criado. Y no era China. Sé sentó en la cama y contempló las maletas que había traído consigo. Sacó la negra y manoseada Biblia y la dejó sobre el tocador. Vació el bolso, que contenía todo su dinero. Había en él dos peniques y medio. Colocó las monedas encima de la Biblia. Sintió ganas de llorar. Volvía a estar donde había empezado en el servido doméstico y China quedaba muy lejos. Y de pronto, consciente de una profunda necesidad, exclamó:
—¡Oh, Dios! ¡Aquí está mi Biblia! ¡Aquí está mi dinero! ¡Aquí estoy yo! ¡Empléame, Dios mío!
Se abrió la puerta. Otra doncella, bastante intrigada, que al acercarse había oído su llamamiento, asomó la cabeza.
—¿Eres Gladys? —preguntó—. La señora te espera en el salón. Siempre quiere conocer, los nuevos criados en cuanto llegan.
—Gracias —dijo Gladys. Bajó lentamente las escaleras.
La señora observó a la pequeña y derrengada figura con curiosidad.
—Miss Ayward…, ¿verdad? Espero que se encontrará a gusto conmigo. Y ahora, dígame ¿cuánto le ha costado el viaje?
—Dos chelines y nueve peniques —respondió Gladys, sin adivinar el objeto de la pregunta.
Su ama alcanzó su bolso.
—Siempre pago los gastos de mis doncella al contratarlas —dijo—. Aquí tiene tres chelines. El ama de llaves le explicará su trabajó…
Gladys parecía tener un motor de explosión en los talones cuando volvió a subir las escaleras. Radiante, colocó las tres monedas sobre la Biblia. La brillante plata resplandeció sobre el cuero negro de la cubierta. ¡Tres chelines y dos peniques y medio! Todo en la cuenta de su viaje a China. ¡En espíritu, se sentía ya a medio camino!
Recordó que, por una amiga, supo de la señora Lawson.
—Es una bendita de Dios, querida. Setenta y tres años, y todavía trabajaba de misionera en China. Volvió a Inglaterra el año pasado para retirarse, pero no pudo soportarlo. Regresó a China, diciendo que prefería acabar allí sus días. Hace pocos días que escribió diciendo que desearía encontrar una mujer más joven que pudiese continuar su labor.
Gladys Ayward recordaba que había abierto la boca con asombro y que sólo pudo articular débilmente:
—¡Ésa soy yo! ¡Ésa soy yo!
Le escribió en seguida. ¿Podía ayudarla? ¿Podía reunirse con ella? ¿Podía ir a China?
Ahora sí que era necesario que ahorrase el dinero para el billete del tren. No regateó esfuerzo en el servicio de la casa de Belgrave Square. Ningún trabajo era demasiado largo o pesado para ella. Acudió a otras empresas de colocaciones ofreciendo sus servicios para trabajar en sus días libres o en los fines de semana, para servir en banquetes o en fiestas de sociedad, para trabajar todo el día y toda la noche si hacía falta. Por aquel entonces el empleado de la casa de viajes Muller era ya un viejo amigo suyo; se había acostumbrado a la presencia de aquella joven entusiasta que aparecía todos los viernes ante su taquilla, llevando cantidades que se contaban por peniques o por chelines a cuenta de aquel mágico total: cuarenta y siete libras y diez chelines.
Y llegó aquella maravillosa mañana en que una carta, franqueada con los extraños y abigarrados sellos chinos, cayó con ruido sordo en el suelo del vestíbulo. Le decía que, si podía llegar a Tientsin por sus propios medios, uní mensajero la esperaría allí y la guiaría hasta el lugar de trabajo de la señora Lawson.
—¡Qué emoción! ¡Tenía que conseguir enseguida un pasaporte! ¡Tenía que acabar de pagar el billete! ¡Tenía que decidir lo que había del llevarse! «¡Voy a China! —les decía a todos sus amigos—. ¡Voy a China!». ¡Oh, la excitación del aquel momento! Se rió en alta voz al recordarla y trató de incorporarse en su lecho de hospital. La joven enfermera china se volvió a un ordenanza que acababa de entrar.
—Está mal de la cabeza —dijo, en voz baja—. Está mal de la cabeza, y ¡se muere!