A Sascha le costó veinte minutos sanar a Asher. No tenía ni idea de qué hechizo había utilizado Samuel pero lo había dejado fuera de juego por segunda vez en la noche. En cuanto comprobé que no respiraba, intenté reanimarlo hasta que los demás vinieron a socorrerme.
Jasmine dice que me pasé todo el rato chillando y gritándole a Asher «levanta de una vez el culo, so nenaza» (son palabras suyas, no mías). Yo no recuerdo lo que dije en voz alta pero sé que por dentro estaba rogándole al universo para que me concediese más tiempo con él. La idea de perder a otra persona querida era superior a mis fuerzas y sabía que, una vez acabada la lucha, tendría demasiado tiempo libre para procesar todas las pérdidas que había sufrido.
Sin embargo, cuando volví a mirar, Sascha estaba succionando todo lo inerte de Asher, que por fin abrió los ojos y se me quedó mirando fijamente.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes una belleza matadora? —Aquellas fueron las primeras palabras que surgieron de su boca; luego me dedicó su típica media sonrisa y a punto estuve de abalanzarme sobre él de la alegría.
En lugar de eso, puse los ojos en blanco.
—Tú sí que sabes piropear a una chica, amigo —bromeé, aunque al mismo tiempo lo cogí de la mano.
Ambos sabíamos lo que había hecho el otro: habíamos antepuesto nuestras familias a todo lo demás. Pero también sabíamos que habíamos hecho lo correcto, y mi plan era convertirlo en parte de esa familia y aceptar a él y a su hermana (a la que encontramos poco después de la desaparición de Samuel) como miembros oficiales de los Cleri.
No todo el aquelarre, sin embargo, recibió de buen grado la noticia. Fiel a sus costumbres, Fallon refunfuñó durante horas y amenazó con desertar si invitábamos a traidores al grupo. Aun así, en cuanto Asher le enseñó unos cuantos hechizos en privado (se negaron incluso a compartirlos conmigo), Fallon se convirtió en el mayor fan de Asher y empezó a seguirlo por todas partes junto con sus acólitos. Me di cuenta entonces de lo mucho que Fallon debía de echar de menos a su padre, y no me extrañó tanto cuando me enteré de que en los días en que se había ausentado en realidad había vuelto a su casa, llevado por una especie de esperanza de que hubiesen conseguido salir con vida del almacén; pasó allí varios días antes de que los parricistas lo encontraran y lo atacasen. Cuando comprendió que su familia se había ido para siempre y que no era seguro estar solo, consiguió regresar a la cabaña a tiempo para la batalla.
Una batalla que, de momento, parecía haber acabado. A pesar de que carecíamos de pruebas concretas que demostrasen que Samuel y su aquelarre habían desaparecido para siempre —más allá del círculo negro en el césped, por supuesto—, todos dimos por sentado que el peligro inminente había pasado. La guerra había acabado y podíamos volver a nuestra rutina diaria… o lo que quedase de ella.
Lo más probable era que a la gran mayoría nos mandasen a vivir con parientes: tíos, abuelos o amigos de la familia dispuestos a acogernos. Como a mí no me quedaba mucho para cumplir los dieciocho, imaginé que podría evitar a las autoridades hasta que me permitiesen cuidar de mí misma. Además, con Asher y su hermana viviendo en la puerta de al lado, no iba a estar sola.
También tendría la oportunidad de conocer mejor a Abby, porque desde que habíamos encontrado a la hermana de Asher vagando por el bosque en las inmediaciones de la cabaña, abandonada por un parricista con las prisas de la huida, apenas habíamos intercambiado diez palabras. Tampoco Asher había hablado mucho más con ella pero, según decía, nunca había sido muy locuaz. Imagino que ser secuestrada por un asesino sádico después de que tus padres mueran en un extraño accidente de coche la había vuelto aún más introvertida; de hecho, la admiraba por ser capaz de seguir adelante después de lo que había vivido.
Con todo, tenía la esperanza de que al final bajase la guardia y me permitiera conocerla. Por lo que Asher me había contado, me daba la sensación de que nos íbamos a llevar muy bien.
—¿Qué es lo primero que vas a hacer cuando llegues? —me preguntó Asher de camino a casa.
—Pegarme una ducha, dormir un año por lo menos y luego volver a los entrenamientos de animadora —le dije sin tener que pensármelo mucho antes de responder.
—Ah, ¿conque prefieres tontear con un puñado de animadoras que pasar un buen rato conmigo? —me preguntó fingiendo sorpresa; luego pensó lo que había dicho y sacudió la cabeza—. No importa, yo también habría escogido a unas animadoras antes que a mí.
—Jua, jua —dije justo cuando estacionaba en la entrada de la cochera.
Estar tan cerca de mi casa hizo que se me acelerara el corazón y al mismo tiempo me doliese. Resultaba muy extraño volver después de todo lo que había pasado, más aún teniendo en cuenta que regresaba a una casa vacía. No tenía ni idea de qué hacer; solo podía abrir la puerta y entrar.
Hice ademán de meter la llave en la cerradura pero me detuve al ver que la puerta estaba ligeramente abierta; no mucho, tan solo una rendija. Miré hacia atrás y Asher, que iba ya con su hermana hacia la casa de su tía, se detuvo y me dijo:
—¿Va todo bien?
Pegué la oreja para ver si escuchaba algún sonido que me advirtiera de la presencia de alguien en el interior, pero, al no oír más que silencio, me relajé. La última vez que había estado allí habíamos sufrido una emboscada en la que había estado a punto de morir y no tenía intención de meterme en otra. Cuando recordé todo eso, sin embargo, caí en la cuenta de que tampoco era tan extraño que la puerta estuviese abierta: lo normal era que me lo hubiese encontrado todo abierto de par en par considerando lo rápido que habíamos salido de allí después de la batalla con los parricistas.
—No, no es nada —respondí una vez que remitió mi miedo inicial—. ¿Te veo dentro de unas horas?
—¿Tanto te va a llevar desapestarte? —me preguntó siguiendo hacia su casa.
—Le dijo la sartén maloliente al cazo —le respondí empujando la puerta.
—Jua, jua… Anda, te veo luego.
—Lo mismo digo.
Traspasé el umbral de mi casa. Repasé el salón y comprobé que no había cambiado nada desde la noche del partido. Parecía como si hubiese pasado un tornado y lo hubiese arrasado todo, con los muebles volcados, lámparas y jarrones rotos y, por supuesto, mesas y sillas destrozadas. Las paredes estaban cubiertas de manchas negras, mientras que el barro y la mugre parecían incrustados para siempre en la alfombra. Me quedé un minuto en el vestíbulo recreando en mi cabeza los acontecimientos de aquella noche, fascinada todavía por haber salido con vida.
Si las cosas hubiesen sido un poco distintas, la casa estaría vacía del todo. La idea me llenó de tristeza y arrastré los pies para entrar, después de cerrar la puerta con el pie.
Parte de mí sabía que era cuestión de tiempo que me viniese abajo, pero estaba demasiado agotada para preocuparme por eso. Dejé las bolsas en la entrada y me fui directa a la planta de arriba para darme un baño y echarme una siesta de lo más merecida. Aunque también podía ser que me quedase frita directamente; dormir era una idea de lo más atrayente.
Cuando llegué a la puerta de mi cuarto, la abrí ansiosa por refugiarme bajo las mantas y desaparecer un rato. Pero al mirar dentro, me quedé helada.
Allí de pie mirando por la ventana había un hombre. Aunque me daba la espalda se veía que era fuerte y alto (dos rasgos que una chica joven no está mentalizada para ver en un intruso). A pesar de que tenía que haberme oído, no se volvió en el acto. Reprimí las ganas de chillar o correr escaleras abajo; estaba demasiado cansada para seguir luchando. Me rendí a mi suerte y esperé a que él tomase la iniciativa.
—Lo siento muchísimo…
La confusión me embargó al reconocer la voz del hombre.
No era posible… ¿o sí?
De repente corrí hacia él, sin pensar en las consecuencias de mis acciones, lo rodeé con los brazos y lo abracé con toda mi fuerza. Lo apreté de tal manera que pensé que se me iban a partir los brazos y di rienda suelta a las lágrimas que llevaba semanas acumulando. Cuando se volvió, me dio un vahído y dejé que me cogiera en la caída. Se agachó, me cogió entre sus brazos y me acarició el pelo mientras me arrullaba.
Cuando paré de sollozar me atreví a mirarlo, no sin temerme que hubiese desaparecido. Pero seguía allí, y eso me hizo llorar de nuevo. Al rato me sequé por fin los ojos con el dorso de la mano, me sorbí la nariz y sonreí.
—Vi tu nota —me dijo por fin mi padre—. Siento muchísimo no haber podido venir antes.
—No pasa nada, papá; ahora estás aquí —le dije, y acoplé la cabeza contra su cuello disfrutando de lo real del tacto.
—Cuéntame lo que ha pasado.
—¿Por dónde empiezo? —le pregunté, medio ausente y no del todo segura de cómo contarle todo lo que había pasado desde que se había ido.
—¿Por qué no empiezas por el principio?