Capitulo 27

Antes de darnos cuenta había anochecido y los demás habían entrado poco a poco en la cabaña; nosotros cinco, sin embargo, nos quedamos en el cuarto repasando el libro y memorizando hechizo tras hechizo. No teníamos tiempo para practicar y, además, aquellos que podrían valernos para nuestra batalla inminente no eran el tipo de hechizos que uno prueba con sus amigos: nadie se ofreció como conejillo de Indias.

En cierto momento una de las chicas más jóvenes nos trajo algo de comida, nada muy elaborado, bocadillos de manteca de cacahuete y plátano y algo de fruta. No nos molestamos en hacer una pausa para comer, optamos por engullir el contenido del almuerzo mientras seguíamos trabajando. Habíamos encontrado un buen ritmo de estudio: uno cogía el libro, leía un hechizo, lo anotaba y lo pasaba; después nos lo aprendíamos de memoria en el tiempo en que el libro tardaba en volver hasta nosotros, momento en que volvíamos a elegir otro hechizo para memorizar.

A eso de las tres de la mañana nos estábamos quedando dormidos de pie, y era evidente que ya no se nos quedaría nada de lo que estábamos aprendiendo. Si pensábamos luchar con los parricistas en las próximas veinticuatro horas, necesitábamos descansar. Decidimos dormir y dar rienda suelta a todas las pesadillas que nuestras cabezas se divertirían creando, inspirándose en los acontecimientos más recientes.

Mis sueños, en cambio, no resultaron ser fruto de mi imaginación, una circunstancia a la que empezaba a acostumbrarme. Los recibí de buen grado, porque tenía la sensación de que algo se me escapaba, un dato que podía hacer que todo encajase. No me cabía en la cabeza que el universo me hubiese llevado hasta donde estaba sin darme una clave para luchar contra mi enemigo. No, tenía que haber algo que se me escapaba.

Así, cuando empecé a notar que me picaban los ojos del sueño y me pesaban los párpados, que amenazaban con cerrarse, no opuse resistencia. En lugar de eso, me eché, me metí bajo las mantas al lado de Jazzy y dejé que mi mente se abriera a lo imposible.

No sabía cómo pero ya no estaba en la cabaña; pisaba un suelo inestable y sentía los pies calientes, como si los tuviese cubiertos por una manta eléctrica. El olor me dio una pista sobre dónde estaba, porque era acre, una mezcla de humo, ceniza y un ligero aire a algo viciado, como a pelo quemado…, o carne. Aquella combinación me produjo náuseas.

Reprimí la bilis que amenazaba con subir y comprendí entonces dónde estaba, poco antes de comprobarlo con los ojos: estaba en el lugar donde los parricistas habían masacrado a nuestros padres, a los míos y los de mis amigos. Todo reducido a la nada por culpa de un hombre de otro mundo borracho de poder, un hombre que nos consideraba una amenaza y que no se detendría ante nada con tal de mantener el control del mundo de la magia.

Conforme avanzaba por los escombros se me fue adhiriendo la ceniza a los zapatos hasta recubrirlos por completo de una capa como de barro. No era, sin embargo, el momento de preocuparse por la ropa, pues, si estaba allí, era por una razón, aunque todavía no supiese cuál.

Todo aquello tenía un fin: ¿encontrar un tesoro? ¿Enterarme de algún secreto? Quizá, pero seguía en blanco. Avancé un poco más por el terreno todavía incandescente.

Me encontraba sola en aquel cementerio improvisado, con mis pensamientos como única compañía. Era un sitio de lo más oscuro, y cuando digo «oscuro» me refiero a realmente sombrío, sobre todo teniendo en cuenta que el único pensamiento que tenía en la cabeza era vengarme y hacer que los responsables de aquella destrucción sufriesen…, que sufriesen horrores.

—¿Eres consciente de que nadie podía haberlo evitado?

La voz surgió a mis espaldas, por donde había pasado hacía unos segundos y no había visto a nadie. El sonido me sorprendió en la misma medida en que me reconfortó y comprendí que había estado esperándolo. Cuando me volví me encontré frente a una persona que conocía bien, a pesar de que nunca había hablado con ella; solo había sido espectadora pasiva de su vida, jamás activa.

Justo ante mí, imponente en un vestido rojo sangre, tenía a mi pariente más lejana, la tristemente célebre Bridget Bishop, que no se parecía en nada a la mujer que había visto entre rejas el día de su muerte. Estaba toda acicalada, resplandeciente incluso, con el pelo cayéndole en ondas suaves a ambos lados de la cara, un cabello negro reluciente que casi podía considerarse azul. Una sonrisa asomaba a sus labios, como si escondiera un secreto o acabase de oír un chiste subido de tono. A tenor de lo que sabía sobre ella, ambas cosas podían ser ciertas.

La había visto en sus peores momentos: sucia, desvalida, soberbia y temerosa; pero ese día estaba más guapa que nunca. Entendí entonces por qué a las mujeres les preocupaba tanto que Bridget rondase cerca de sus maridos; y me pregunté también si ese don en particular no sería hereditario…

Antes de poder contestarle algo, prosiguió:

—Sí, es una tragedia, pero no podías haber hecho nada, mi querida niña —me dijo sin quitarme los ojos de encima.

Sin saber muy bien qué estaba pasando, supuse que era un poco descortés por mi parte seguir mirándola sin responder nada, de modo que carraspeé y me acerqué a ella. Nos rodeaba un silencio apenas quebrado por los crujidos de las ascuas que no se habían consumido aún; un sonido que semejaba pequeños gritos y que hacía que me los imaginase a todos atrapados entre las llamas.

—Pero sí que habría podido… —repliqué, casi rogando—. Si me hubiese esforzado más y hubiese seguido a mi madre después de la llamada, a lo mejor podría haberlos sacado a todos a tiempo.

Bridget sacudió la cabeza con gesto triste.

—El tiempo tiene estas cosas: cuando se va, se va. Y les había llegado la hora, igual que a mí la mía.

—No es justo.

Sabía que estaba dando una penosa imagen de cría ingenua, pero tenía ganas de soltar la pataleta por toda aquella injusticia. Mi pierna amenazó con dar un zapatazo en el suelo pero fueron mis labios temblorosos y mis ojos llorosos los que me delataron. Sin embargo, aquella pobre mujer, que había padecido más horrores de los que la mayoría de nosotros podríamos imaginar, no tenía por qué verme en plena crisis emocional, no con lo valiente que había sido aquel día de 1692. No podía llorar, habría sido de lo más bochornoso.

—¿Y qué pasa con Samuel? Tiene unos cuatrocientos años y se pasea por ahí como si fuese el dueño del mundo de la magia. ¿No te parece que ya hace mucho que pasó su hora de irse a la cama?

Bridget rio entre dientes. Por un segundo imaginé cómo habrían sido las cosas si la hubiese conocido en su época. ¿Me habría caído bien o habríamos sido como el ratón y el gato por lo mucho que nos parecíamos? Me gusta pensar que habríamos sido amigas: nos habría unido nuestro gusto común por el poder y el color rojo.

—Eso es otra cosa que nada tiene que ver —repuso con calma.

—Pero ¿por qué? ¿Qué lo hace tan diferente?

—Bueno, en primer lugar, él escogió la oscuridad por encima de la luz del universo. Tiene el corazón negro, al igual que el alma, y, cuando le llegue la hora de encontrarse con el Creador (que presumo que será pronto), será condenado por todo lo que ha hecho. En el otro mundo no ven con buenos ojos a los que desafían sus leyes… Por eso debemos tener cuidado siempre y pensar bien con quién hacemos nuestras alianzas.

Algo de lo que había dicho Bridget detuvo el engranaje de mi cerebro.

—Un momento… Entonces ¿tú piensas que de verdad tenemos posibilidades de ganar? Yo le he dicho eso a la gente, pero, para ser sincera, no estaba muy segura de que…

Por fin allí, en medio de las cenizas de nuestros familiares caídos, pude admitirlo en voz alta: que tal vez no saliésemos con vida de la batalla. Sin embargo, también era cierto que la primera persona víctima del reverendo Parris en su lucha por la dominación total de la magia me estaba diciendo que había posibilidades: ¡teníamos posibilidades! Tal vez el reino del terror implantado por Samuel tuviese los días contados…

—Como te he dicho, hay que ser cuidadoso y pensar bien con quién se alía uno. Si le pides ayuda a la gente adecuada, triunfarás, pero se trata de una decisión que cada uno ha de hacer por su cuenta.

—Creo que ya la hemos tomado —le dije cada vez más confusa y frustrada—. ¿Por qué os empeñáis todas en hablar con acertijos, en vez de ser más claras? Solo dime lo que tengo que hacer y lo haré.

—Las mujeres Bishop seremos guapas y apasionadas, pero hay algo que no somos: indolentes. No puedo proporcionarte sin más las respuestas, pero, cuando des con las preguntas adecuadas, estaré aquí… yo y todos los demás, siempre que nos llames.

—Pues no lo parece —mascullé, sintiéndome ya derrotada. Entre los consejos confusos y el desafortunado decorado de ese último sueño, empezaba a pensar que era mejor estar despierta que enfrentarme con aquello.

—Echa otra ojeada —me dijo Bridget indicando a su alrededor.

Me volví lentamente y me encontré con que la zona que hacía unos segundos estaba vacía se había llenado de gente. La primera cara que reconocí fue la de mi madre, que estaba justo en primera fila de la muchedumbre, con una gran sonrisa en la cara y lágrimas en los ojos, aunque eran de alegría y orgullo. Aguanté las ganas de salir corriendo y darle un gran abrazo, porque sabía que era un sueño y que su presencia allí era intangible. No habría abrazos, ni besos ni manos reconfortantes en los hombros. Me quedé donde estaba y le devolví una sonrisa radiante con la esperanza de que entendiese lo mucho que significaba para mí verla.

Después empecé a reconocer más caras entre el gentío: estaban los padres de Peter, así como los de Jasmine; la sombra del padre de Fallon rodeando con el brazo a la madre. Estaban hasta mis abuelos… Pero no solo eran miembros de mi aquelarre y de mi familia más cercana: había cientos de personas en aquella muchedumbre que llegaba hasta donde me alcanzaba la vista. Aunque a la mayoría no los conocía, supe que estaban vinculados a mí de un modo u otro.

Y justo cuando la bombilla se apagó y empecé a entender lo que estaba pasando, me puse a temblar violentamente hasta que todo se evaporó a mi alrededor y me vi de nuevo en el cuarto, con la cara de Fallon delante.

Según me contó este, había estado sollozando en sueños, pero, como yo siempre recordaba mis sueños, supe que mentía. Una cosa era murmurar y otra bien distinta sollozar. En cualquier caso, no podía perder tiempo discutiendo con Fallon, pues no disponíamos de mucho para hacer todo lo que teníamos que hacer antes de que apareciesen los parricistas. En mi interior estaba convencida de que ya venían de camino. Además, la conversación con Bridget me había dado todo el aliento necesario para avanzar en mi plan de victoria.

Lo primero que debía hacer era contarles a los demás lo que había descubierto en el sueño. Si bien mi teoría estaba un poco traída por los pelos, y me había preparado para cierta oposición —o al menos un rechazo total de Fallon—, permanecieron en silencio mientras les explicaba lo que creía que había querido decirnos Bridget. Cuando terminé, todo el mundo se había subido al carro. Al final no me había costado tanto.

Después regresamos al entrenamiento, en un último esfuerzo desesperado por prepararnos para lo que estaba a punto de suceder. Aunque la gente parecía cansada y, la verdad sea dicha, no nos habría venido mal otro mes de práctica intensiva, cuando la tarde empezó a dar paso a la noche supe que estábamos más preparados que nunca.

No sabía bien por qué, pero tenía la impresión de que los parricistas no atacarían hasta que no se pusiese el sol; y no porque no pudiesen —ya lo habían hecho antes—, sino más bien por una cuestión de gustos: la oscuridad llama a la oscuridad, y en ella nuestros enemigos se movían con más soltura y golpeaban más fuerte. Para la gente como ellos, el cielo nocturno era una especie de talismán, o de fetiche. Fuera como fuese, gracias a Emory no les quedaba más remedio que atacar.

Esa noche uno de los dos aquelarres conocería su fin.

Una hora antes de la puesta de sol reuní a todo el mundo y les conté lo que estábamos a punto de hacer; les expliqué que, por mucho daño que nos hubiesen hecho en el pasado los parricistas, no tenía por qué repetirse, que éramos lo suficientemente fuertes para detenerlos, y que esa vez sería la definitiva. Las palabras que utilicé poco importan, lo principal fue el sentimiento que caló por todo el aquelarre: la conciencia abrumadora de que íbamos a ganar. Y cuando les conté a todos y cada uno la manera de conseguirlo, vi cómo subían los ánimos, hasta el punto de reflejarse en el plano físico: estaban más erguidos y las miradas de miedo se habían desvanecido para dejar paso a una determinación y una confianza que no estaban antes.

Sabía que para conseguir que lo que planeábamos conjurar funcionase a pleno rendimiento teníamos que aguardar el momento justo, de modo que hasta entonces solo nos quedaba esperar. Les dije a todos que se tomasen la hora siguiente para ellos mismos y que la pasaran haciendo lo que más les gustase, como disfrutar del calor del sol en las mejillas, perderse en un libro, pintar, charlar con un amigo: cualquier cosa que les proporcionase una módica dosis de alegría o satisfacción. Se lo merecían, era lo mínimo que podía hacer por ellos, y sería una buena munición para la batalla que se avecinaba.

¿Cómo pasarías tus últimos minutos de vida si supieses que te ha llegado la hora? Había contestado a esa pregunta decenas de veces y en mi respuesta siempre había incluido ir a París (la capital mundial de los carbohidratos), tener sexo apasionado con el hombre de mis sueños y teñirme el pelo de rubio (quería comprobar si era verdad que ellas se divertían más). Sin embargo, cuando la fantasía se vuelve realidad, la cosa cambia radicalmente.

En lugar de querer hacer cosas que nunca había experimentado, lo que deseé fue repetir mi rutina más querida. Subí las escaleras y me duché, cuidándome mucho de utilizar mis geles y champús preferidos y perdiéndome en los aromas y esencias que creaban los distintos productos. Cuando salí, me apliqué con mimo el maquillaje, esa vez sin atajos mágicos. Antes de que mi vida se volviese tan complicada me encantaba tomarme un tiempo para escoger bien los colores, utilizar sombras de ojos opuestas para mezclarlas con creatividad en los párpados, perfilarme con una precisión tal que parecía que había nacido con esa negrura en los ojos, etc. Al sentir el polvo de la brocha contra la piel, me imaginé que eran alas de mariposa revoloteando por mi cara y me pareció una sensación increíble. Era mi tiempo de paz y sosiego, cuando conectaba con el universo que me rodeaba y me liberaba de todo el absurdo y el estrés que me oprimían.

Nunca me había dado cuenta de lo mucho que podía echar de menos aquel ritual hasta que no me enfrenté con la posibilidad de no volver a hacerlo más.

Lo de la ropa resultó más complicado porque ¿qué se pone uno para ir a la guerra? ¿Arreglada pero funcional? Después de repasar series de televisión y películas para inspirarme y ver qué se llevaba entre la femme fatale de nuestros días, acabé escogiendo un mono muy pegado, color coche de bomberos, con bolsillos para guardar el brillo de labios y algún que otro hechizo de emergencia. Unas botas negras me cubrían las piernas hasta por encima de las pantorrillas, casi a la altura de la rótula. Los tacones eran pequeños para mí, apenas siete centímetros; con cualquier cosa más alta podría haber acabado rompiéndome una pierna o empalando a alguien con una patada de karate, dos opciones que no se me antojaban muy atractivas.

Justo cuando me estaba dando el toque final al pelo, llamaron a la puerta. En cuanto invité a pasar al visitante, entró uno de los críos de Fallon y me pidió permiso para ponerme al tanto sobre los avances con Asher.

Asher…

Durante el resto del día apenas había logrado olvidarme de él y de su traición, pero en aquella última hora no había pensado en él ni un solo instante. En ese momento, no obstante, se me agolparon todos los sentimientos por dentro y me fastidiaron toda la actitud zen que había conseguido reunir mientras me arreglaba.

Aunque no quería pensar en él, tenía que averiguar qué sabía.

—Hemos intentando hacerle hablar, pero se niega si no es contigo.

Se me revolvió el estómago. Hablar con Asher era lo último que quería, no tenía ningunas ganas de dirigirme a la batalla con las emociones embrolladas y la consecuente inestabilidad… Y seguramente eso mismo era lo que sucedería si hablábamos con el corazón en la mano. Pero, de no hacerlo, ¿qué supondría para los Cleri y sus posibilidades en la batalla? Me acordé de las palabras de mi madre (o de la trola que Emory me había hecho tragar para ganarse mi confianza): que debía dejar de pensar solo en mí misma. Sí, claro, el consejo me lo había dado el enemigo, pero en parte tenía razón. Y por mucho que me repugnase la idea de darle a Asher lo que quería, lo haría si eso podía ayudarnos: tenía que sacrificarme por el equipo.

—Vale, bajo dentro de un minuto.

En cuanto estuve a solas, empezó a revolvérseme el estómago por los nervios de lo que me disponía a vivir. Sin embargo, les ordené a mis piernas que se moviesen y, antes de darme cuenta, estaba en la puerta del cobertizo que en otros tiempos fuera mi casa de juegos y que ahora era la prisión de mi ex. Respiré hondo, me serené, giré el pomo y entré.

—Uau, estás… —consiguió articular Asher antes de que lo fulminara con la mirada.

—¿Cómo?, ¿peligrosa? Te lo digo: estarías jugando con fuego si intentaras tontear conmigo en estos momentos —le dije, y la amenaza quedó suspendida en el aire entre nosotros. Al ver que no respondía, proseguí—: ¿Qué es eso que no puedes contarles a los demás y a mí sí? Y date prisa, no queda mucho tiempo para que vengan tus amigos a matarnos.

Evité mirarlo a esos ojos suyos oscuros y penetrantes, los mismos que habían hecho que me derritiese y que ansiase saber cómo me veía a través de ellos, hasta el punto de quererlos solo para mí. Pero no tenía sentido recordar todo aquello considerando que estábamos a punto de luchar, probablemente a vida o muerte. Solo conseguiría que me resultase más duro cumplir con mi deber.

—Had, lo has malinterpretado todo mal —dijo Asher, y su voz me sonó tan sincera que sentí una punzada en el pecho.

Pero decidí ignorarla.

—Ah, o sea, ¿me estás diciendo que Samuel y el resto de parricistas no te enviaron a recabar información?

—Bueno, sí, pero…

—¿Y que tampoco me mentiste sobre quién eras y por qué estabas aquí?

—No exactamente…

—Vamos, que tu plan no era intimar conmigo para que me encariñara contigo y luego poder venderme a nuestros enemigos, ¿no?

—Maldita sea, Hadley, ¡es mucho más complicado que eso! —gritó Asher frustrado.

Al escuchar los gritos, uno de los chicos asomó la cabeza por la puerta para comprobar que todo estuviese bajo control. Le hice una seña de que nos dejara solos, sin dejar de fijar los ojos en las esposas que tenía en las manos mi antiguo amor. Había encantado los cierres para que Asher no pudiera abrirlos con un hechizo que había encontrado en el libro de Bridget. No sabía si había intentado escapar, pero, cuando lo hiciese, se encontraría con una sorpresa desagradable.

Una vez a solas, me crucé de brazos y lo dejé hablar. Asher notó que se me estaba acabando la paciencia, de modo que suspiró y bajó la voz.

—Lo siento. Necesitaba que oyeses lo que quiero decirte…

—¿Y eso por qué? —espeté, con una rabia cada vez mayor, como una llama que se extendiese por todo mi cuerpo.

—Porque… creo que te quiero.

—Tal y como lo había dicho, parecía destrozado. Se le quebró la voz y no pudo seguir.

Y yo me quedé sintiéndome como si me hubiesen pegando una patada en la barriga. ¿En serio se atrevía a soltarme la bomba del TQ después de lo que había hecho? Era increíble… ¿O no? Aunque era una idea descabellada, no podía evitar sentirme inquieta y turbada. ¿Sería posible que sus palabras fuesen algo más que una estratagema para liberarse y acabar lo que había empezado?

—¿Me has oído? —me preguntó al ver que no le respondía—. Que te…

—Te he oído —repuse, esa vez con una voz algo menos envenenada—, pero no te creo.

Se le cambió la cara.

—Mira, ¿que si Samuel me obligó a hacerme amigo tuyo? Sí, pero no porque sea uno de ellos. ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre mis padres, que murieron hace un tiempo? Pues bien, no fue en un accidente de coche, pero él hizo que lo pareciera… tu amigo Parris. Él fue quien les jodió los frenos y puso un camión en medio de la carretera.

Me horrorizó imaginarme lo que debía de estar reviviendo en la cabeza en esos momentos. Si lo que decía era verdad, él había pasado por una experiencia tan desgarradora como la mía. Aunque eso no justificaba que nos vendiese al mejor postor, y así se lo dije.

—Después de que… —se le atragantaron las palabras— matase a mis padres, se llevó a mi hermana y me dijo que si no hacía lo que él me decía también la mataría. ¿Lo entiendes ahora? ¡No tenía alternativa! Es mi hermana, Hadley… ¿Qué querías que hiciera?

Mi rabia empezó a apaciguarse al darme cuenta de que le creía. Intenté ponerme en su piel y supe que yo habría hecho lo mismo. Bueno, no exactamente lo mismo…

—Podrías haberte sincerado conmigo —repliqué bajando la voz hasta el susurro. Di un par de pasos por la habitación porque no quería arriesgarme a que me tocase si me acercaba demasiado.

—¿De verdad? ¿Y cómo iba a hacerlo? No eres la persona más accesible del mundo, y cuando por fin te conocí supe que no podía contarte quién era en realidad, porque reaccionarías así. —Señaló las esposas con la barbilla.

—¿Y puedes culparme por ello?

Hizo una pausa en la que pareció meditarlo.

—Supongo que no —se rindió—. De todas formas, tienes que saber una cosa: en cuanto me di cuenta de lo que sentía por ti, lo único en lo que podía pensar era en cómo arreglar este descalabro y salvar también a mi hermana. Porque… porque no puedo vivir sin ninguna de las dos.

Me hablaba con total sinceridad, se notaba; y no creía estar cayendo en ingenuidades en plan «quiere enrollarse conmigo, así que eso significa que me quiere». Lo sabía porque me lo decía el corazón. Tras salvar la distancia que había me arrodillé frente a él y lo cogí de las manos. La chispa eléctrica que siempre había existido entre nosotros se convirtió en ese momento en fuegos artificiales. No podía seguir negándolo: estábamos hechos el uno para el otro. Sin embargo, seguía sin fiarme del todo de él; por eso, cuando me incliné para besarlo, no le quité las esposas.

Nuestros labios apenas acababan de rozarse cuando se produjo un fuerte estallido a mi derecha y vimos con horror que la pared saltaba en pedazos a nuestro alrededor.