Capitulo 24

Me quedé despierta en la cama, a la espera de que el resto de la casa amaneciese. Es raro ser la única levantada mientras los demás duermen; todo está más silencioso, tranquilo y sencillo. Según mi teoría, el estrés vital no te afecta si estás en posición horizontal y los de tu alrededor roncan y sueñan.

Me regodeé un rato en aquella tranquilidad, y llegué a aprenderme la rutina de sueño de Asher: respira muy lenta y regularmente y apenas se mueve. Algunas amigas con las que había compartido cama en fiestas de pijamas me habían contado que yo era un auténtico saco de ratones. Trish hasta se negó a seguir compartiendo cama conmigo, algo que decepcionó profundamente a su «novio de la semana», que admitió que la idea le ponía.

Pero Asher era un durmiente tranquilo. Ojo, que no estaba observándolo en plan psicópata ni nada de eso; se trataba más bien de una plácida contemplación mientras esperaba a que se levantase. Hubo unos instantes en que apenas le oía respirar y me volví tan paranoica pensando que había muerto en medio de la noche que cogí la polvera de la mesilla de noche para averiguarlo. Por suerte el espejo se llenó de vaho cuando se lo puse delante de la boca y conseguí relajarme una vez que constaté que no estaba durmiendo con un cadáver (cosa que probablemente hubiese dado al traste con mi idea de la intimidad por mucho tiempo).

En cuanto empecé a oír a los demás por la casa, decidí que era una hora bastante aceptable para abandonar la comodidad de la cama…, y de Asher. Aunque tampoco quería dejarlo plantado: por mi sueño sabía lo que se sentía.

Sin embargo, tenía trabajo que hacer antes de despertarlo. Ni en sueños osaría respirar a su lado con mi aliento matutino de dragón. No, no. Nada espantaba más a un tío que el mal aliento. Pero como levantarme implicaba ciertos movimientos que podrían haberle despertado antes de que estuviese lista, tuve que tomar unos cuantos atajos para lograr la perfección matinal.

Conjuré mi hechizo de acicalamiento y lo inspiré con ganas, saboreando el aroma mentolado que se extendió por mis labios. Una vez superada esa primera fase, pasé al siguiente punto de la agenda: convertir aquel desastre en un triunfo asegurado.

Renovabus aseisimo perfecto —murmuré.

No necesitaba un espejo para saber que el pelo se me estaba transformando en unas ondas destellantes. Las capas de corrector y maquillaje se fueron sucediendo en mi cara para cubrir las imperfecciones y resaltar mi belleza natural. Una vez que me aseguré de estar potable, supe que era hora de hacer lo que tenía que hacer: despertar a Asher.

Sacudashim nordicum.

Mientras me mantenía tan quieta como podía, la cama dio una sacudida, una especie de miniterremoto. Era como un sillón vibratorio, aunque con el movimiento suficiente para sacar a cualquiera del sueño en el que estuviese sumido. Y justo eso fue lo que ocurrió con Asher.

—¿Qué…? —preguntó, y, al tirar de las mantas me dio un codazo.

Debía de estar experimentando esa sensación de caída, como si aterrizaras de repente en la cama y te sacaran del sueño de golpe. Por mi parte, sin embargo, fingí que él acababa de despertarme a mí.

—¿Qué pasa? —pregunté con mi voz más «acabo de levantarme».

Asher se quedó mirando por toda la habitación, volviendo la cabeza de lado a lado, como buscando al culpable que lo había despertado tan súbitamente. Cuando por fin comprobó que estábamos solos en el cuarto y que no había nada fuera de lo normal, bajó la mirada y sus ojos recayeron en mí.

—¿Eh? Nada, creo que estaba teniendo un sueño un poco raro o algo así.

—¿Sobre qué?

—Ni idea —me contestó sacudiendo la cabeza. Me sobrevoló con la mirada hasta que por fin reparó en mi esplendor matutino y sonrió con desmayo—. Uau, está claro que no eres una Hyde.

—¿Una Hyde? —quise saber.

—Sí, bueno, esas chicas que están estupendas durante el día pero cuando las ves a primera hora de la mañana te das cuenta de que no guardan ningún parecido con la persona con la que te acostaste la noche anterior. Te vas a la cama con la doctora Jekyll y te levantas con Miss Hyde.

—¿Me estás comparando con un monstruo psicópata?

Fruncí el ceño: la mañana no estaba empezando todo lo bien que había esperado.

—No, tranqui. Lo que digo es que algunas chicas llevan tanto maquillaje que quedas flipado cuando ves cómo son de verdad. Y tú no eres de esas, tú estás todo el rato guapísima —me dijo al tiempo que se ponía de lado y se apoyaba en un codo—. Tus amigas deben de odiarte.

Rompí a reír: aunque no había sido un gran discurso, se notaba que había querido hacerme un cumplido.

—Solo de vez en cuando —le respondí.

—Normal.

Acto seguido, sin vacilar, se inclinó sobre mí y me dio un beso muy tierno. Yo le devolví el gesto, agradecida por haber sido previsora y haberme aseado bien. Con todo, el sonido de pisadas al otro lado de la puerta me sacó de mi sesión de lote de cuento de hadas.

Le succioné el labio inferior antes de echarme en la almohada.

—La gente se está levantando. Creo que tendríamos que ir haciendo lo mismo.

Asher alargó las manos, me envolvió la cintura con los brazos y rodamos hasta que estuve encima de él.

—¿Por qué no nos quedamos en la cama todo el día? Los demás pueden apañárselas unas horas sin ti.

Aunque hice un gesto negativo con el dedo, seguí sin levantarme. La oferta era tentadora —una parte de mí no quería más que quedarse allí, envuelta en nuestro nidito de amor—, pero, como me había dicho mi madre, tenía que dejar de pensar solo en mí y más en el grupo. Además, no podría disfrutar de muchos momentos así si los parricistas me borraban de la faz de la Tierra. Entrenar era, pues, prioritario.

Incluso más que remolonear juntos.

Sin embargo, no sabía cómo explicárselo a Asher y resolví no hacerlo:

—Pero ¿es que no los has visto? Si los dejo solos mucho tiempo son capaces de prenderle fuego a la cabaña y entonces nuestros enemigos verán las señales de humo. Así que, venga, ¡a levantarse!

Retiré las mantas y salí de la cama de un brinco.

—Ajá. ¿Conque me estás echando de verdad? —gruñó Asher al ver que me iba al baño.

—¡Exacto! Y ahora venga, vístete y lávate… porque puede que yo esté guapa y huela a rosas por la mañana, pero algo me dice que tú no gozas de esos poderes —bromeé, y le guiñé un ojo—. Te veo abajo dentro de un cuarto de hora y desayunamos juntos, ¿te parece? Y si te portas bien, te dejaré que vengas otra vez esta noche a mi fiesta de pijamas.

—Vaaale —repuso Asher como si en realidad no estuviese de acuerdo. Así y todo, salió arrastrando los pies con una sonrisa.

Cuando por fin desapareció, volví al cuarto, me puse unos vaqueros de marca y una blusa negra que le había visto a una actriz en una revista de moda y giré el pomo con todo el sigilo que pude. Asomé la cabeza por la puerta y me alegró constatar que todo el mundo parecía estar ya abajo. Cuando me aseguré de que nadie me pillaría con las manos en la masa, recorrí el pasillo de puntillas hasta mi antiguo cuarto.

En realidad esa era la razón por la que había insistido en echar de mi cama a un chico tan mono. Tal vez Asher no recordara el sueño que estaba teniendo justo antes de la sacudida que lo había despertado, pero yo sí que me acordaba del mío. Tenía tan grabado en la mente el sueño sobre la hija de Bridget que parecía un recuerdo propio. Aunque no estaba del todo segura, no creía que fuese solo producto de mi mente, ni un intento por dotar de sentido todo lo que me estaba pasando.

No, no: estaba convencida de que, si levantaba esos tablones del suelo, encontraría todos los secretos de Christian.

Me alegré al ver vacío mi antiguo cuarto. Me colé de puntillas, cerré la puerta tras de mí con cuidado y solo encendí la luz una vez que hube echado el pestillo. No habría sido muy positivo que me pillasen hurgando en busca de objetos dejados por mis familiares muertos… Además, si había un traidor entre nosotros, no quería que lo que encontrase cayese en malas manos. No, cuanta menos gente supiese lo que me disponía a hacer, mejor.

Una vez tras las trincheras, puse los brazos en jarras e inspeccioné la habitación que tenía ante mí. Los muebles habían cambiado con los años, así como la planta del suelo, pero la estructura básica era la misma. Con todo, no iba a ser fácil: en esos momentos, justo encima del sitio donde Christian había apartado los tablones, había una cama nido y, para rematar, una alfombra por debajo. Gracias a mi extrema aversión por los suelos de madera a los seis años (¡eh, que están fríos cuando te levantas por la mañana y no son nada cómodos para dormir en las fiestas de pijamas!), mis padres habían tapizado el parqué con una alfombra de pelo de pared a pared.

Con un suspiro, fui hasta la cama y empecé a arrastrarla hasta que estuvo al otro lado del cuarto. Me puse a sudar, y me entraron ganas de contárselo a alguien para que me echase una mano con el levantamiento de peso. Así y todo, era demasiado tarde.

Cogí unas tijeras del escritorio, me arrodillé por donde había visto hacerlo a Christian aquella noche y clavé las hojas justo en la ranura junto a la pared. Hice palanca y conseguí levantar un tablón y empecé a tirar, tanto hacia arriba como hacia el lado contrario de la pared. Me apoyé para hacer fuerza con los pies bien plantados y tiré con toda mi fuerza hasta que oí un rasgueo. Un palmo, dos palmos… Cuando hube separado tres me puse a cortar la alfombra para hacer un agujero lo suficientemente grande para llegar al escondrijo.

Al cabo de cinco minutos toqué la madera y casi se me puso la carne de gallina por la emoción de lo que estaba a punto de ver. Palpé las tablas carcomidas con la esperanza de que salieran fácilmente. Aunque no tenía ningunas ganas de fastidiarme la manicura, y había alcanzado mi tope de trabajo manual diario, con solo torcer un poco la muñeca conseguí sacarlas de su sitio y dejarlas detrás de mí en la alfombra.

Cuando miré el hueco, me dio un vuelco el corazón: estaba vacío.

El escondrijo no era tan profundo —un palmo como mucho— y, después de todo el trabajo que me había dado, me encontré mirando más madera. ¿Qué sentido había tenido ese sueño si no era para encontrar alguna cosa? Había sido otra pérdida de tiempo inútil, otro sueño con una familiar loca muy lejana.

Me disponía a colocarlo todo de vuelta en su sitio cuando se me ocurrió una idea. Estaba claro que se trataba de un esfuerzo a la desesperada, pero me costaba creer que hubiese armado todo aquel jaleo para nada. Me arrodillé junto al hueco, me incliné con cuidado sobre él y metí la mano por las partes más recónditas del agujero.

A pesar de las esperanzas por encontrar algo, otra parte de mí temía tocar con la mano algo desagradable, peludo o viscoso. Mientras pensaba en todas las cosas que podía haber bajo las tablas, mi cabeza me chilló, gritándome para que retirara la mano. Con todo, me obligué a seguir tanteando, hasta que por fin mis dedos dieron con algo frío y duro. Jadeé con ahogo y saqué el brazo por inercia. Mientras instaba a mi pulso a tranquilizarse y a reducir el zumbido de mis oídos, me di cuenta de que, fuera lo que fuese lo que hubiese tocado, no era ninguna sabandija asquerosa. No había notado nada de pelo ni tampoco se había movido.

Además, si había alguna posibilidad de que las cosas de Christian estuviesen escondidas bajo el suelo, tenía que hacer lo que fuese por encontrarlas. Sabía que compensaría el esfuerzo tocar algo asqueroso en el proceso, no importaba qué.

Respiré hondo, volví a meter la mano y empecé a tantear de nuevo. No me costó mucho encontrarlo. Era pequeño, duro y redondo, y frío al tacto. Si daba crédito al sueño de aquella noche, debía de tratarse del anillo que había brillado nada más ponérselo Christian. Lo envolví con la mano, lo saqué y lo miré triunfante.

Era un anillo impresionante, con un fino aro de oro blanco incrustado con diamantes diminutos que resplandecieron con las luces del cuarto; detalles todos estos que no eran más que la antesala de la gran atracción: el enorme rubí que tenía justo en el centro, de por lo menos seis quilates y con la forma de un cuadrado romo, rodeado a su vez por más diamantes, como un pequeño ejército alrededor de la reina.

Era el tipo de anillo que siempre había soñado tener. Habría preferido que me lo hubiese regalado un novio guapísimo y podrido de dinero, pero…, en fin, a caballo regalado no le mires el diente. La opción que se me presentaba tampoco estaba nada mal.

Me habría gustado pasarme el día mirando el anillo, pero no me había olvidado de que, en el sueño, Christian había escondido algo más aparte de la joya, una especie de libro. Con el anillo bien sujeto, volví a meter la mano por el hueco en busca de cualquier otra cosa oculta.

En una primera pasada no palpé nada, hasta que por fin, a la segunda intentona, toqué algo largo, fino y suave, y me obligué a cogerlo, pese a temer encontrarme con algo desagradable; al hacerlo, arrastró algo consigo que produjo un leve rasgueo.

«Por favor, que no tenga una rata pegada; por favor, que no tenga una rata; por favor…».

Cuando mi mano volvió al campo de visión, respiré aliviada al comprobar que lo que colgaba era una tira de seda que hacía las veces de marcapáginas de aquel volumen: el libro en el que había escrito Christian.

Gateé por el suelo y me senté con las piernas cruzadas y con la espalda pegada a la cama, en la misma postura que había adoptado la hija de Bridget. Me puse el anillo en el dedo corazón… Ni en sueños pensaba ponérmelo en el anular: da una mala suerte tremenda. Tenía la esperanza de que ocurriese algo espectacular.

Pero no pasó nada: ni calor, ni cosquilleo, ni fuente mágica de poder, ni resplandor rojo. Era solo un anillo hermosamente caro que habría despertado la envidia de mis amigas. Me encogí de hombros y me centré en el libro.

Encuadernado en cuero, me resultó bastante pesado. Aunque no estaba numerado, calculé que superaba las quinientas páginas. Con un vistazo rápido comprobé que no todas estaban escritas; había algunas en blanco y otras con dibujos que parecían jeroglíficos. La mayoría, sin embargo, estaba llena de garabatos. En un principio creí que se trataba de poemas, por la disposición del texto en la página, todo concentrado en el centro y con mucho espacio blanco a los lados. Al mirarlo más detenidamente, en cambio, comprobé que los garabatos eran algo bien distinto.

Lo que tenía entre las manos no era un diario ni un compendio de poesía: se trataba ni más ni menos que de un libro de conjuros.

—Por la corona de Glinda —murmuré.

Había una página tras otra de hechizos, cada uno con su título en la parte de arriba. Algunas páginas tenían incluso varios encantamientos. En las clases de magia nos habían enseñado unos treinta hechizos, pero allí podía haber por lo menos ¡doscientos! Más de lo que era posible aprender en una vida…

Pasé las páginas hasta una doblada por la esquina superior y leí con cautela. Cuando empecé a entender de qué se trataba, se me disparó la adrenalina.

UN HECHIZO PARA OLVIDAR

Si deseas ver una mente nublada,

cuélate dentro y echa una ojeada.

Crea una tormenta para regarla,

cubrirla de lodo y luego engañarla.

Cuando la niebla cubra los secretos,

hará que los olvide por completo.

Para flipar… Aunque nunca los había escuchado y eran un poco viejos, redactados con palabras anticuadas, me pregunté si funcionarían. Eran un poco largos comparados con los hechizos actuales (igual que ha pasado con las cartas, que con los años se han concentrado en tweets), pero también eran mucho más concretos en lo que pedían.

Dicho de otra manera: que no podía esperar a ver cómo funcionaban.

Trajiné de aquí para allá para colocarlo todo en su sitio, sin dejar de darle vueltas en la cabeza a qué hacer con el conocimiento recién adquirido. ¿Debía mostrárselo a todo el grupo e intentar que nos lo aprendiésemos juntos, en la medida de lo posible, dado el poco tiempo que teníamos?, ¿o debía guardármelo para mí hasta que descubriese al traidor que habitaba entre nosotros?

Un momento… Tal vez hubiese algo en el libro que me sirviera para eso. Quizá mi madre no podía decirme el nombre del traidor que planeaba entregarnos a los parricistas, pero eso no quería decir que Bridget y Christian no tuviesen un hechizo para tales casos.

Sintiendo como un fuego que nacía en mi interior, abrí el libro y lo estudié con más detenimiento para ver si podía desenmascarar al extraño entre nosotros.