Después de tirarme más de una hora intentando descifrar lo que me había dicho mi madre, me dolía la cabeza y decidí rendirme. Nunca se me habían dado bien los acertijos, y aquella vez no fue distinta. Frustrada y más confusa aún, me puse mi bonito pantalón capri de pijama y una camisola con un estampado de gaviotas y me metí bajo las mantas. Agradecí la calma que me proporcionaría el sueño, así como el descanso que tan bien le vendría a mi cuerpo. La magia absorbe mucha energía, y llevábamos todo el día pegándole fuerte al tema. Tenía todos los músculos doloridos de tanto tensarlos durante los hechizos y me notaba pequeños cardenales en los puntos donde me habían golpeado los demás. Era, sin embargo, un dolor que se agradecía, de esos que vienen acompañados por la satisfacción de haber trabajado duro.
Con todo, agradecía tener un poco de respiro; por eso, al oír que llamaban suavemente a la puerta justo cuando estaba quedándome dormida, pensé en ignorarlo hasta que el visitante acabase yéndose. Pero cuando insistieron menos de un minuto después, retiré las mantas y fui a regañadientes a la puerta. Desde mi regreso había hecho todo lo posible por demostrarles a todos que quería estar allí y que éramos un equipo, no solo un aquelarre de individuos. Eso suponía que ya no podía hacer todo lo que me diese la gana sin importarme los demás.
Además, si había algo que sí me había quedado claro de lo que mi madre había intentado decirme, era que tenía que dejar de pensar solo en mí misma. Eso lo había dejado bastante clarito… Me forcé a sonreír, pues, antes de quitar el pestillo y abrir la puerta.
—Eh, no estarías durmiendo, ¿no? —me preguntó Asher en voz baja. Apoyado contra el marco de la puerta, estaba para comérselo, como recién salido de un catálogo de Abercrombie & Fitch.
A lo mejor me había quedado dormida y estaba soñando.
—No, qué va —le dije, y miré hacia atrás, a la cama, donde había claros indicios de que había estado allí tendida hacía unos segundos. Con un rápido vistazo para repasar lo que llevaba puesto, crucé los brazos por encima de mi pecho sin sujetador e hice lo que pude por parecer despierta—. No me había dormido todavía. ¿Qué pasa?
—No, nada, es solo que hoy apenas te he visto y he pensado que podríamos pasar un rato juntos o algo. —Miró mi pijama y sonrió—. A no ser que quieras ir directamente a la cama.
—Buen intento, Asher —le dije con todo el sarcasmo al notar el flirteo en su voz.
—Ya estás otra vez pensando guarradas —replicó reprendiéndome con un dedo extendido.
—Vamos, ¡como si no estuvieses intentando meterte en mi cama…!
—Bueno, ¡si insistes! —Pasó por mi lado como una exhalación y pegó un salto desde el centro del cuarto hasta la cama, donde cayó con gran estrépito. Contemplé divertida cómo cruzaba las piernas a la altura de los tobillos y ponía los brazos detrás de la cabeza—. ¿Vienes?
Me detuve un segundo para decidir qué hacer, pero al poco puse los ojos en blanco, en un gesto de lo más teatral, cerré la puerta y corrí el pestillo. Aunque era muy consciente de que todavía no nos conocíamos mucho, me dije que por lo menos Asher sabía algunos de mis mayores secretos y no había salido corriendo; podía confiar lo suficiente en él como para quedarnos a solas en un cuarto, y tampoco iba a pasar gran cosa con una casa llena de críos. Por lo menos yo no pensaba permitir que pasase…
—Bueno, venga, puedes quedarte. Pero que conste que es para dormir y siempre bajo la vigilancia de un mayor.
—¿Significa eso que tengo que congelar tu ropa interior a modo de novatada y echar una pelea de almohadas? —Cuando vio que lo miraba muy seria, añadió—: Soy un chico, recuérdalo. Nunca he ido a una fiesta de pijamas, tendrás que explicarme en qué consisten. ¿Y besarse va en contra de la vigilancia paterna?
Se me encendió la cara de la vergüenza y empezó a temblarme el cuerpo, otro recordatorio más de que estaba colada hasta los huesos por aquel chico.
—Pues se habla, se comparten secretos y… ¡se duerme! —le expliqué, mientras me reunía con él en la cama—. Lo de besarse, en cambio, no es muy habitual en las fiestas de pijamas.
—Bueno, eso es porque nunca has ido a una conmigo, ¿no te parece? A lo mejor yo sí que suelo hacerlo en mis fiestas.
—Empecemos por charlar y luego ya vamos viendo —repuse, divertida por su chulería.
Me volví a meter bajo las mantas y noté con alivio que Asher no intentaba imitarme. En lugar de eso se quedó encima de la colcha y mantuvo las manos a cierta distancia. No era que no me atrajese la idea de volver a besarlo, pero no estaba segura de que fuese el momento de ponernos a enrollarnos, al menos no con el apocalipsis a la vuelta de la esquina y todo ese rollo.
—Bueno, ¿y de qué quieres hablar? —me preguntó cuando me hube instalado en el cálido capullo que formaban mis mantas.
—No sé —le dije pensativa—. ¿Cómo es tu nombre completo?
—Asher Henry Winbrook III.
Arqueé una ceja y le pregunté:
—¿Tercero?
—Sí. Ya se sabe que las mejores cosas vienen de tres en tres.
—Ah, ¿sí? Bueno es saberlo.
—Ahora me toca a mí. ¿Cuándo supiste que eras bruja?
—Uau, una facilita para empezar, ¿eh? —respondí con un bufido.
—Perdona —me dijo, y luego miró la tela que nos separaba—. Pero, vamos, que si quieres podemos pasar directamente al tema de enrollarnos…
—Vale, entonces querías saber cuándo me di cuenta por primera vez de que era bruja, ¿no es eso? —me apresuré a decir, ignorando su último comentario—. Pues supongo que fue con cinco años, una vez en una tienda de golosinas; quería unos caramelos con todas mis ganas y mis padres no querían comprármelos, de modo que me enfadé, pillé un berrinche y lo siguiente que supe es que tenía los caramelos en la mano. Cuando mis padres se dieron cuenta me los estaba comiendo y, ante la pregunta de cómo los había conseguido, les conté que habían aparecido en mi mano sin más. Creo que después de eso comprendieron que tenían que darme la charla.
—¿La charla?
—Sobre magia responsable —dije haciendo el signo de comillas—. Contarme que no era como el resto de niños, que mis amigos no podían sacar algo de la nada por mucho que quisieran… Así fue como me enteré de que tenía ciertas… habilidades.
—¿Y no te asustaste? —quiso saber Asher.
—Qué va. Ha sido así desde que era una cría, y en cierto modo ya lo sabía de antes. Mis padres creían que eran muy cuidadosos pero la verdad es que a un niño no se le puede esconder nada, sobre todo a uno con inclinaciones mágicas.
»Me toca a mí. ¿De dónde has salido, Asher Henry Winbrook III? Un buen día apareciste y de repente estabas en todas partes. ¿Qué haces aquí?
—¿Seguro que no quieres que nos limitemos a enrollarnos? —me preguntó entre risas.
—De eso nada: yo he contestado a tu pregunta, así que contesta tú a la mía.
—Vale, vale, supongo que es justo —dijo con parsimonia, y no siguió hablando sino después de una extraña pausa—. Estoy aquí porque mis padres murieron el año pasado y he venido a vivir con mi tía.
¡Toma metedura de pata!
Me quedé contemplando su cara mientras intentaba responder algo a aquella confesión. Decidí que la mejor opción era la verdad.
—Entonces, entenderás por lo que estoy pasando.
—Un poco —admitió—. Aunque mis padres murieron en un accidente de coche, no a manos de un psicópata matabrujos. Pero sí, lo pillo.
Busqué su mano y deslicé los dedos entre los suyos. Nuestras pieles hacían un buen contraste: la de él, color caramelo claro, y la mía, de porcelana, como una muñeca. Hay algo extrañamente íntimo en cogerse de la mano; es una de las pocas cosas que puedes hacer para mostrar afecto sin ninguna expectativa de retribución sexual. Si a eso se le quita la sensualidad sin tensiones, queda la intimidad pura y dura. Llevaba mucho tiempo sin conocer a nadie con quien compartir ese tipo de intimidad; ahora que lo había encontrado no tenía intención alguna de dejarlo marchar.
—Lo siento, Asher; no tenía ni idea.
Me miró por un momento y me sonrió de una manera un tanto forzada. La cara parecía contraída, como si el recuerdo le produjese dolor físico. Sin embargo, se fue tan rápido como vino, y al poco me apretó la mano antes de tenderse en la cama y quedarse mirando el techo.
—Gracias. Ya hace un tiempo, así que… —las palabras se quedaron suspendidas en el aire— estoy algo mejor. —El dolor que sentía en el pecho, sin embargo, me decía lo contrario que sus palabras, pero decidí creerle por el momento.
—¿Cómo lo has conseguido? Volver a la normalidad después de algo así… —Mi curiosidad por su respuesta era genuina.
—¿Tú ves algo normal en mí? —preguntó con un resoplido—. Creo que tú eres la única que me describiría así.
Puse los ojos en blanco y repuse:
—Vale, todo lo normales que podemos ser nosotros…, ya sabes a lo que me refiero.
—Ya. Bueno, pues al principio te levantas todas las mañanas pensando en ellos, triste y enfadado con el universo por haber permitido que ocurra algo tan horrible; y un buen día sigues con tu vida —dijo repasando con un dedo el estampado de la colcha, ausente—. Al día siguiente haces lo mismo, y supongo que, cuando lo haces suficientes veces, al final empieza a dolerte menos y ves que no todo te recuerda lo que has perdido. Aunque no lo superas del todo, después de un tiempo creas una nueva normalidad.
Dicho así parecía muy fácil, a pesar de que el periplo vital que había descrito debía de haber sido de todo menos eso. No obstante, me dio esperanzas y me hizo sentirme más unida a él. Últimamente había tenido la sensación de que nadie me entendía de verdad, pero en ese momento tenía ante mí a alguien que no solo lo comprendía sino que lo había superado. Sus circunstancias hacían que Asher me resultase más atractivo aún. De repente la propuesta de enrollarnos en vez de hablar me pareció más seductora.
—En tal caso, ¿quieres ayudarme a crear mi nueva normalidad? —Moví las pestañas, coqueteando. Asher captó en seguida mis intenciones y borró en el acto la tensión de la cara para dejar paso a una sonrisa sexi.
—Por supuestísimo. Para servirla.
Me incliné sobre él en un intento por quitarnos de la cabeza el tema de nuestros padres.
Me levanté con un sobresalto, sin saber qué me había despertado tan de repente. Una mirada de reojo al hueco junto a mí en la cama me hizo ver que estaba sola. Cuando me quedé dormida, Asher estaba conmigo. No habíamos hecho mucho más aparte de enrollarnos, pero había sido suficiente para arrastrarme aún más en lo que quiera que estaba pasando entre nosotros, y aquello me asustaba y me emocionaba a partes iguales. Nunca había sentido nada parecido por nadie, de modo que para mí era como adentrarme en territorio desconocido.
Pero me levanté después de lo que creía que había sido una noche genial con el chico por el que estaba colada y resultó que se había largado. Me restregué las legañas de los ojos y me incorporé para mirar a mi alrededor. Nada, allí no estaba. ¿Habría ido al baño?, ¿o a la cocina para un tentempié de media noche? Tenía que haber una excusa que no implicase que me hubiese dejado tirada en plena noche.
¿No os parece?
Como solo había una manera de averiguarlo, salí de la cama y atravesé la habitación de puntillas. Con mucha cautela fui hacia el cuarto en el que en teoría Asher debía dormir y empujé la puerta lo justo para escrutar el interior. Respiré aliviada al comprobar que la cama seguía sin deshacer y que no había nadie durmiendo en ella: eso significaba que por lo menos no me había dejado para irse a dormir solo.
Di media vuelta y subí las escaleras procurando no despertar a nadie. En las últimas semanas era habitual ver gente tirada por toda la casa, en cualquier rincón libre. La cosa funcionaba por la ley de «tonto el último», lo que suponía que algunos individuos menos afortunados eran siempre los que acababan en el suelo del salón o en una fila de sillas incómodas alineadas para formar una especie de camastro. Teniendo en cuenta que prácticamente había gente apilada, sabía que el menor crujido podía ponerlos a todos en pie.
Cuando volvía de puntillas, pasé por el salón y miré para ver a quién le había tocado dormir en el suelo esa noche; sin embargo, para mi sorpresa, no había un alma, ni en el sofá, ni acoplada en una silla ni partiéndose el espinazo en el suelo. No había nadie por ninguna parte.
Confundida y algo preocupada, seguí hasta la cocina con la esperanza de encontrármelos a todos comiendo y charlando. Incluso saber que estaban manteniendo una reunión secreta sin mí me habría hecho sentirme mejor, porque la alternativa era mucho peor.
Pero tampoco allí había nadie.
Empezaba a asustarme cuando oí que la puerta de la calle se abría y se cerraba, seguida por pisadas en el vestíbulo. Con la esperanza de averiguar dónde se había metido la gente, asomé la cabeza por la esquina y miré a la persona que acababa de entrar.
Mientras se me hacían los ojos a la penumbra, esperé a que apareciera la cara de la persona bajo la luz del pasillo, pero, al hacerlo, tuve que ahogar un grito del susto. Lo cierto era que reconocí a la chica que venía por el pasillo, aunque jamás la había visto en persona. Tenía el pelo moreno, recogido en una trenza no muy apretada que le colgaba por un hombro, así como varios mechones flanqueándole las mejillas, por donde le rodaban las lágrimas. Cuando pasó a mi altura, la falda que llevaba casi por el suelo revoloteó en sus piernas y luego la siguió con la fuerza de sus andares. Distinguí una mirada fija y penetrante instalada en sus ojos. Al cabo dobló por las escaleras y las subió de dos en dos hasta la segunda planta.
Se veía claramente: aquella chica tenía una misión.
Me apresuré a seguirla, consciente de que había dejado de preocuparme hacer ruido. Si no me equivocaba, ya poco importaba. Cuando llegué arriba la chica ya había desaparecido del plano, pero la oí trastear por alguna parte y seguí el ruido hasta mi antiguo cuarto. No tuve que abrir la puerta para ver qué sucedía porque, con las prisas por encontrar lo que buscaba, la había dejado abierta. Había retirado la mesita de noche hasta la pared de enfrente y había dejado a la vista un suelo un tanto sucio y polvoriento. Se puso a gatas y empezó a tirar de los tablones de madera hasta que uno de ellos cedió; sacó otro más y lo lanzó sobre la cama. Sus manos desaparecieron por el hueco que había dejado y, segundos después, volvieron a la superficie con un libro gigantesco y algo brillante que reflejaba la luz.
Cuando me adelanté para ver qué era exactamente lo que tenía entre las manos, la chica se volvió y apoyó la espalda contra la cama. Con las rodillas a modo de mesa improvisada, abrió el mamotreto de cuero, que parecía muy antiguo, y se lo colocó entre ambas piernas. Empezó a pasar las páginas, que soltaron una nubecilla de polvo, hasta que encontró la que buscaba y empezó a escribir. La pluma se movía por el papel con una premura inusitada. La mano parecía no poder seguir el ritmo, de modo que, pasados unos segundos, soltó la pluma y dejó que obrase su magia por sí sola.
Para cuando se detuvo el movimiento, había escrito más de cinco páginas. La chica extendió las piernas lentamente, como agotada, y respiró hondo, alargó la mano hacia un costado y cogió el objeto que resplandecía con la luz. Tras un escrutinio más atento, me di cuenta de que era un anillo.
Mientras se ponía la alianza dorada, me sentí atraída aún más hacia el cuarto, como hipnotizada de repente por la joya. El tamaño del rubí me quitó el hipo: no había visto nada igual en mi vida y, de no haberlo sabido, habría pensado que era falso.
La chica empezó a murmurar palabras que no logré entender, bien porque eran en otro idioma o bien porque hablaba tan rápido que no se distinguía nada de lo que decía. El rubí empezó entonces a resplandecer con un rojo muy intenso y a irradiar en el aire lo que supuse que era calor; a tenor del sudor que corrió por la frente de la chica, supe que no me equivocaba, y casi esperé sentir yo también el calor.
Y así sin más, la intensidad pasó y la chica se puso a recoger; lo guardó todo de nuevo en el suelo, puso las tablas en su sitio y arrastró la mesita de noche hasta su sitio original. Tapó así el escondrijo, cuidándose mucho de ocultar los tesoros que parecía querer mantener tan en secreto.
—No te preocupes, madre. No te olvidaré. Nadie te olvidará —dijo a la habitación vacía.
Cuando me levanté, tenía lágrimas corriéndome por las mejillas. Sin mirar, sentí a Asher a mi lado y le oí roncar ligeramente contra la almohada. Me puse de lado e intenté procesar lo que acababa de presenciar, porque no cabía duda de que la chica de mi sueño había querido que la viese.
Una cosa sí tenía clara: era la primera vez que soñaba con Christian, la hija de Bridget.
Y de buenas a primeras, allí en la oscuridad, con el recuerdo de Christian bien vivo, supe que acababan de hacerme un regalo que me ayudaría a ganar en nuestra lucha contra los parricistas.