Capitulo 22

Esperaba más resistencia por parte del grupo a mi propuesta de endurecer el entrenamiento. Nada más lejos de la realidad: parecían más bien ansiosos. Al parecer, si quieres ponerle las pilas a alguien, solo tienes que mandar a tres de sus amigos al hospital. Cuando la violencia es palpable, la gente tiende a hacer lo que haga falta por sobrevivir.

Y al día siguiente, cuando todos se despertaron a las ocho de la mañana, desayunaron, se vistieron y se reunieron en el salón, listos para empezar, supe que mi discurso había calado de verdad. También me confirmó que estaba todo perdonado. ¡No podía estar más contenta!

Visto lo tarde que nos habíamos acostado la noche anterior (nos habíamos pasado otra hora limando los detalles sobre cómo prepararnos para la inevitable batalla con los parricistas), había imaginado que me encontraría con un puñado de chiquillos lastimeros, más interesados en volver a la cama que al trabajo. Sin embargo, cuando me planté en el salón enfundada en mi chándal de diseño de imitación mágica (rojo intenso, por supuesto), me encontré con la mayoría de los huéspedes de la casa.

—¡Uau, Hadley, qué chándal más chulo! —me dijo Sascha, que acto seguido se miró los pantalones de terciopelo y el top de fitness que llevaba. Con el ceño fruncido repasó toda la habitación para asegurarse de que no era la única que iba hecha unos zorros.

Sin embargo, la mayoría vestía parecido: ropa de gimnasia, zapatillas de deporte, bermudas y camisetas de tirantes. Nadie iba tan arreglado como yo, aunque estaba acostumbrada a que fuese así allá donde iba. Y desde luego, no podía negar que contaba con un poco de ayuda.

—Gracias, Sascha —le dije, y de repente me di cuenta de que ya sabía cuál sería el primer hechizo que iba a enseñarle al grupo—. En realidad, si te gusta tanto, puedes tenerlo.

Se quedó unos segundos cavilando si le estaba tomando el pelo o no. Cuando comprendió que hablaba en serio, se le ensancharon los ojos y sacudió la cabeza.

—No, no podría quedarme con tu ropa, Hadley. Tiene pinta de ser supercara, y además no creo que tengamos la misma talla.

Esbocé una sonrisa pícara: aquello iba a ser divertido.

—No me refería a que te quedases con el mío —repuse, volviéndome para ver al resto de los chicos de la habitación—. Atentos, esta es la primera lección que tengo para vosotros.

Procedí a enseñarles el hechizo de glamour. No tenía ni idea de si nos resultaría útil en nuestra lucha contra los parricistas, pero quién era yo para decidir que no acabaría sirviéndonos de algo. Cuando menos, todos tendríamos un aspecto estupendo en el campo de batalla… Al fin y al cabo, el hábito sí que hace al monje. ¿Por qué creéis, si no, que todos los equipos deportivos utilizan trajes especiales para enfrentarse entre sí? La moda une a la gente.

Por no hablar de que no hay excusa para ir mal vestido: si íbamos a exponernos al peligro, que fuese con estilo.

—¡Es el hechizo más chulo que he visto en mi vida! —exclamó Sascha cuando por fin logró hacer una réplica del vestido que había visto en la última entrega de premios cinematográficos.

—Qué fuerte, Had. Yo suponía que robabas toda la ropa —comentó Jasmine. Quizás estuviese menospreciando el hechizo, pero ya le había visto cambiarse de una vestimenta negra a otra, intentando todo el rato borrar la sonrisa que se le dibujaba en la cara a cada tanto.

—Vale, ¿quién va a ser el siguiente? Sé que todos os guardáis un as en la manga así que, venga, dad un paso adelante y compartidlo con los demás. Por mucho que creáis que es insignificante, o que no nos servirá contra los parricistas, queremos aprenderlo. Nunca se sabe qué puede resultar útil, y cuanto más preparados estemos, mejor que mejor.

Hasta que no pasaron unos segundos nadie se decidió a hablar. Por fin Jasmine alzó la vista al cielo y vino hasta mí, en el centro de la estancia.

—Vale, hay un hechizo que sí que puedo enseñaros a todos. No es gran cosa ni nada, solo algo que hago de vez en cuando, más que nada cuando estoy sola y aburrida —explicó Jasmine encogiéndose de hombros. A continuación fue hacia el sofá y cogió un cojín. Peter demostró tener buenos reflejos cuando Jasmine se lo tiró desde el otro lado de la habitación y él lo agarró al vuelo antes de que le diese en la cara—. Hazme un favor, pequeño. Pon el cojín en alto.

—¿Para qué?, ¿qué vas a…?

No había acabado la frase cuando Jasmine gritó señalando hacia donde estaba Peter:

¡Exbilibum!

Se produjo un sonoro pop y luego fue como si se hubiese puesto a nevar en el interior del cuarto. Alargué la mano para coger una muestra de la sustancia blanca que caía, esperando que estuviese fría, pero por el contrario comprobé que era blanda y esponjosa. Al levantar la vista, me fijé en el hueco que se había abierto en el cojín que Peter sostenía con manos temblorosas.

—¡Venga ya! —acerté a decir con incredulidad.

—Ay, perdón por el cojín —contestó mi amiga, encogiéndose una vez más de hombros mientras le llovía por encima un gran puñado de relleno.

—El cojín da igual (además era un poco feo)… ¿Cómo has podido pensar que tu truco no era gran cosa?

Hizo una mueca y me dijo:

—No sé. Lo hice un par de veces de pequeña pero mis padres me lo prohibieron. Después, solo lo hacía cuando estaba segura de que no iban a enterarse. Además, ¿desde cuándo hacer estallar algo se considera positivo? ¿No te llevan al reformatorio por cosas así?

Jasmine nos enseñó a reproducir su hechizo y nos pasamos una hora practicándolo (aunque, ojo, no con los cojines de mi madre). Me pareció importante que disfrutásemos de un buen rato en el entrenamiento, de modo que cogimos una bolsa de globos que encontré en un cajón del vestidor y los rellenamos de agua. Después de colocarlos por diversos puntos de la parcela, nos divertimos haciéndolos explotar en duchas improvisadas de rocío resplandeciente. A algunos se les dio tan bien que incluso nos turnamos para sujetar los blancos, mientras veíamos cómo empapaban a la persona de debajo. Creamos nuestra propia versión del tanque de agua de la feria.

Después de aquella experiencia nos aseguramos de convertir todas las clases en una especie de juego. Y conforme avanzó el día, todos los demás se mostraron más comunicativos sobre los hechizos que habían aprendido por su cuenta. Qué ingenua había sido al pensar que era la única a la que le parecía insuficiente el arsenal de magia que nos habían enseñado en clase.

¡Y qué creatividad la del grupo! Una de las chicas, Julia, nos enseñó que había descubierto las palabras mágicas para mantenerse más tiempo en el aire cuando saltaba; aunque no era exactamente volar, sí constituía cierto desafío a la gravedad. Otro chico nos enseñó a conjurar un holograma; hasta la fecha solo lo había utilizado para asustar a su hermana pequeña cuando se chivaba de él, pero yo enseguida le vi el potencial. Aprendimos a distraer la atención, a hacer llover (en pequeñas cantidades, como nubes individuales, para que os hagáis una idea), a sellar literalmente los labios del rival y a hacer que sangre la nariz sin parar.

Al cabo del día estábamos agotados pero contentos por todo lo conseguido. Si hubiese sido por Jackson y el resto de adultos, jamás habríamos tenido la oportunidad de compartir nuestros saberes de esa manera; habrían alegado que éramos demasiado jóvenes para asumir tal responsabilidad… Pues, bien, dado que no teníamos opción, deduje que cuánto más supiésemos, mejor.

—¡Muy buen trabajo el de hoy, chicos! ¡Estupendo, de verdad! —les dije cuando terminamos de practicar el último hechizo del día.

El sol estaba poniéndose en la lejanía y el cielo se había pintado con una luminosa paleta de azules, rosas y naranjas. Ese día había hecho más calor de lo normal y me había tenido que quitar la chaqueta. Hasta me había puesto un poco morena mientras estábamos fuera, así que había matado dos pájaros de un tiro. Pero ahora que el sol estaba disipándose y que se imponía cierta brisa, empezó a entrarme frío por los brazos. Cogí la chaqueta de donde la había dejado en el porche y me la eché por encima para cubrir mi incipiente carne de gallina.

Estaba a punto de entrar para comer algo cuando oí que alguien carraspeaba a mi espalda.

—Em, ¿Hadley?

Me volví y vi a Emory con los brazos cruzados y las mejillas ligeramente coloradas. Mi nueva amiga había pasado la primera parte del día con el resto, aprendiendo los mismos hechizos; más tarde, sin embargo, animé a Emory, a Sascha y a otra gente con talentos excepcionales a que dedicasen un rato a perfeccionar la técnica. Como llevaba varias horas sin verla, me interesaba saber qué tal les había ido.

—Eh, Emory, ¿qué pasa? —le pregunté volviendo sobre mis pasos—. ¿Qué tal os ha ido en vuestra sesión privada?

—Ha estado bien, bastante bien, la verdad. Al principio estaba un poco nerviosa por darle acceso a todo el mundo, pero luego me he dejado llevar y todo se ha vuelto más claro, si es que eso tiene algún sentido —me explicó, y se puso entonces a juguetear con la pulsera de su muñeca, esa vez trenzada con narcisos—. Hadley, mientras sintonizaba he vuelto a cruzarme con tu madre, que tenía varias cosas que decirte.

Arqueé una ceja y el corazón se me aceleró al pensar en volver a comunicarme con mi madre; todo aquello era nuevo para mí y no estaba segura de cómo reaccionar a las noticias que me daba desde más allá de la tumba.

—Mi madre nunca se cortó a la hora de decirme lo que tenía que hacer —le respondí con una risa nerviosa—. ¿Qué te ha dicho?

Emory miró alrededor, al resto de miembros del aquelarre, que estaban entrando en la casa o bien relajándose con la puesta de sol, y luego bajó la voz:

—En realidad está aquí ahora mismo. ¿Podemos ir a algún sitio un poco más… privado?

—Claro —le dije. La idea de un cara a cara con mi madre muerta a través de una amiga me resultaba tan excitante como extraña. Aunque no sabía a qué atenerme, le hice un gesto a Emory para que me siguiera—. Vamos a dar un paseo.

Dejamos atrás la casa y nos dirigimos hacia el bosque y la oscuridad creciente. O nadie reparó en nuestra partida, o estaban demasiado distraídos para darle importancia. Cuanto más nos alejábamos, más tranquilo estaba todo; pronto solamente se oyó el sonido de nuestros pies al caminar sobre hojas y ramas. Cada vez que crujía una, me daba la impresión de que el sonido provenía de detrás o de un lado; aunque lo lógico era pensar que yo misma lo causaba, sabiendo de lo que eran capaces nuestros enemigos era normal que tuviese los nervios a flor de piel.

Cuando consideré que estábamos lo suficientemente lejos para hablar con tranquilidad, reduje la marcha y miré a Emory.

—¿Está aquí? —le pregunté, con una voz que delató mi ansiedad, a pesar de mi intento por que no se me notase.

Recordé que estaba hablando con Emory y que con ella no tenía que preocuparme de que me considerase una blandengue por querer hablar con mi madre. Emory no era así.

—Sí. De hecho, siempre está aquí. Por lo general se la oye más que al resto, y hoy ha estado especialmente locuaz.

—¡Esa es mi madre! —bromeé.

—Dice que ha sido una estupidez por tu parte irte tú sola —me dijo, antes de hacer una pausa y quedarse mirando el suelo, nerviosa.

¿Por qué estaba tan nerviosa? Era a mí a la que estaban leyéndole la cartilla…

—Dice que ese ego tuyo va a conseguir que te maten, y que, por muy fuerte que seas (más de lo que ella creyó jamás), no puedes hacerlo todo sola. Si intentas vencer a los parricistas por tu cuenta, a tu manera, estás abocada al fracaso.

—Gracias por el voto de confianza… —mascullé, molesta por lo que estaba oyendo. Lo último que quería era decepcionarla, sobre todo después de lo que había pasado.

Emory se me acercó y me puso la mano en el brazo con mucha suavidad.

—También dice que ahora que has vuelto vas por el buen camino; que todo el mundo puede contribuir a la lucha; que, si sigues utilizando el talento de todos, tendremos muchas más posibilidades de ganar. Dice que un buen líder sabe cuándo hacerse a un lado y dejar que los demás ayuden, y que para eso hay que olvidarse del orgullo propio.

Me limité a asentir, pues, a esas alturas, poco más podía añadir. Mi madre tenía razón y yo sabía en mi fuero interno que mi método no había funcionado. Las peleas del centro comercial y de mi casa, donde habíamos estado a punto de morir, daban buena prueba de ello. Y desde que había puesto a todos a compartir sus hechizos y a perfeccionar sus dones exclusivos, las cosas habían mejorado. Empezábamos a convertirnos en un equipo más sólido, ¡y eso en un solo día!

—Hay algo más: dice que sigue habiendo gente a tu alrededor de la que no puedes fiarte.

Parpadeé y pregunté:

—¿«Gente» o solo una persona?

La vez anterior mi madre había dado a entender que se trataba de una única persona (y, podéis creerme, me bastaba y me sobraba con un solo traidor). En todo aquel tiempo no había logrado quitarme de la cabeza la idea de que alguien no era quién decía ser. Si tenía que sumar varios enemigos a la lista, no me veía con fuerzas para ganar.

Emory hizo una pausa y miró por encima de mi hombro derecho. Entornó los ojos y, pasados unos segundos, volvió la atención hacia mí.

—No está segura.

—Y bueno, ¿quién es? Que me lo diga y yo me encargo de todo —le dije, aunque no tenía ni idea de cómo lo haría.

Emory sacudió la cabeza.

—Ya se lo he preguntado —respondió, poniéndose una vez más colorada—. Dice que no lo sabe, solo que alguien no es quien dice ser y que pretende entregarnos a los parricistas.

Se me disparó la cabeza con las posibilidades: ¿quién podía ser? Al instante me vino a la mente la cara de Fallon y fruncí el ceño. Llevaba sin verlo desde el ataque en mi casa y a veces era realmente malvado. Pero ¿podía estar ayudando a destruirnos? ¿De verdad? No lo veía nada claro.

Había más miembros del aquelarre a los que no conocía lo suficiente para descartarlos como enemigos. Y luego estaba Asher; aunque me costase admitirlo, él era el miembro más reciente del grupo y al que menos conocía. También era cierto que siempre que nos habían atacado había estado presente. ¿Era casualidad o había un porqué?

Pero también era verdad que lo habían herido en el ataque a la casa… ¿Habría sido así de ser el espía que planeaba entregarnos a los parricistas? Además… ¡era tan mono! Sé que suena absurdo pero ¿cómo va a ser malo alguien con esa cara? Como no quería creerlo, intenté apartar el pensamiento de mi cabeza y centrarme en lo que estaba diciéndome Emory.

—¿Y no tiene más pistas? —pregunté esperanzada.

—Lo siento, Hadley, no me ha dicho nada más.

Suspiré: era típico de mi madre mostrarse críptica en algo tan importante.

—No pasa nada, ya estoy acostumbrada. O sea, ¿que tengo que andar buscando a un traidor y a la vez confiar en todos mientras vivamos bajo el mismo techo? Flipante, superfácil, vamos.

—Hay algo más —replicó Emory tirando de mí cuando ya me disponía a dejar nuestro rincón en la espesura del bosque—. Dice que en tu pasado hay un poder que no has explotado aún.

—¿Cómo? —pregunté confundida.

—Que debes utilizar todos los poderes a tu disposición. Dice que los sueños que has estado teniendo son para recordarte de dónde vienes y de lo que eres capaz.

En aquel momento tuve claro que mi madre se había quedado un poco tocada con eso de la muerte porque no tenía ni la más mínima idea de qué quería decirme. ¿Qué se suponía que debía hacer con esa información? Si no entendía mal, los sueños de los que hablaba eran los de Bridget Bishop y sus últimos días con vida. Así que, ¿de qué era capaz?, ¿de morir?, ¿de que me traicionase mi aquelarre como a ella? No era el tipo de herencia que uno ansía abrazar…

—¿Te dice algo todo eso? —preguntó Emory.

—Nada de nada —admití con un suspiro—. Pero seguro que ya me dirá algo… Venga, volvamos.