Capitulo 15

—¿Dónde os habíais metido? —nos recibió una voz chillona desde el otro lado del salón cuando llegamos bien entrada la noche. No tengo ni idea de quién lo preguntó; es más, en aquel momento ni siquiera estaba segura de no habérmelo imaginado. Los acontecimientos del día habían sido tan surrealistas que me estaba costando procesar la realidad.

Al ver que no respondía en el acto, alguien lo hizo por mí. No me molesté en pararme a charlar, me imaginé que alguien pondría al tanto a los demás. En ese momento necesitaba algo de calma para pensar; en el hospital habían ocurrido demasiadas cosas y no había podido cuestionarme qué había pasado en el centro comercial y en el supermercado.

¿Cómo se suponía que debíamos superar todo aquello? Nos habían atacado, y estaba bastante convencida de que nuestros enemigos no habrían parado hasta habernos… ¿Habrían sido capaces de matarnos de verdad? Vale, borrar de la faz de la tierra a un puñado de adultos ya era bastante horrible por su parte, pero ¿de veras habrían matado a un puñado de chiquillos? Desde luego, antes de dejarlos congelados y salir pitando de allí, todo apuntaba a que sí.

No quería ni pensar en qué habría pasado si el hechizo no hubiese hecho efecto.

Cogí una botella de agua con gas de la nevera antes de dejarme caer ante la mesa. Si hubiésemos tenido cerveza, lo más probable es que me hubiese abierto una. Yo no bebía pero me imaginé que, de haber un momento ideal para tomarse un trago, no podía ser otro que aquel.

Aunque con la suerte que tenía me emborracharía y los parricistas aprovecharían para hacernos otra visita…, y nada de pelear con el cerebro farragoso. Contenta de no tener que escoger entre combatir borracha y enfrentarme a los pensamientos que me rondaban la cabeza como un disco rayado, le di un buen trago al agua con gas.

—Ahí fuera no paran de hacer preguntas —me dijo Fallon, que entró al poco tiempo arrastrando los pies—. ¿Qué piensas decirles?

—Todavía nada.

Ni siquiera levanté la vista cuando Sascha se nos unió en la mesa; aún llevaba la misma ropa empapada en sangre y no soportaba ver aquel recordatorio de mi cagada monumental.

—¿Estás de coña? —insistió Fallon, que parecía perplejo—. Nos hemos ido el día entero de compras y hemos vuelto con las manos vacías (por cierto, seguimos sin comida), y para colmo caracterizados como extras de La matanza de Texas, con tres personas menos, ¿y tú quieres que no se pregunten qué ha pasado? No puedes hacerte la loca y esperar que se les olvide.

La combinación del estrés, el miedo y el agotamiento me hicieron por fin mella y noté que no tardaría en perder los papeles. Me sentía como una goma que estuviesen estirando y estirando, a punto de saltar.

—¿Y qué se supone que tengo que decir, Fallon? ¿Que nuestras peores pesadillas se han hecho hoy realidad?, ¿que los parricistas están de verdad buscándonos y no piensan cortarse porque seamos unos críos? Les importa bien poco. Hoy nos habrían despedazado vivos si hubiesen podido. ¿O quieres mejor que les informe de que en estos momentos hay tres miembros de nuestro aquelarre en el hospital? Uno de ellos debatiéndose por su vida… ¿El entrenamiento al que he estado sometiendo a todo el mundo? ¡No ha servido de nada! Siguen dándonos cien vueltas. Nos hemos salvado por pura potra y, si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir, todo el mundo va a tener que mover el culo, esforzarse más y dejar de quejarse.

—A lo mejor tiene más que ver con la profesora que con las clases, ¿te has parado a pensarlo? Nos has enseñado todo lo que sabías y aun así Jinx casi se ha quedado sin sangre en el cuerpo. Quizá no seamos nosotros y nuestra forma de entrenar lo que no ha funcionado, a lo mejor eres tú la que has hecho que poco más y nos maten.

Sus palabras me dejaron tan anonadada que me quedé allí parada sin más, con la boca medio abierta. Estaba claro que había sido un día muy largo y que todo el mundo estaba un poco fuera de sí después de nuestros escarceos con la muerte y todo eso, pero no hacía falta ser tan cruel.

Sin embargo, conforme las palabras se abrieron paso por mi cerebro, empezó a ocurrir lo más horrible que podía pasar: comencé a dudar de mí misma.

Se trataba de una sensación nueva y extraña para mí, y no me gustaba nada de nada. ¿Cómo podía la gente vivir a diario con esos sentimientos? Fue como si, de pronto, pusieran en cuestión todo lo que había hecho en las últimas semanas; todas y cada una de mis decisiones, todos mis consejos, cada uno de los pasos que había dado… ¿Cómo podía estar todo mal? ¿Estaba Fallon en lo cierto? ¿Era yo la causa de que tres de mis amigos estuviesen en ese momento en el hospital, tan hinchados y amoratados que necesitaban cuidados médicos las veinticuatro horas?

Maldita sea, había hecho todo lo posible por no volver allí, al hospital donde acabábamos de dejar al resto. Ya había sido bastante duro vivirlo, una experiencia que creía no poder reproducir, pero sí: mi cerebro estaba recordándola como si fuese una película en bucle.

Cuando llegué con la segunda comitiva al hospital Fallon ya se había asegurado de que ingresasen a Jinx, Jasmine y Peter. Aunque habían logrado reanimar a Jasmine con unas sales aromáticas, el médico nos dijo que había recibido un impacto muy fuerte en la cabeza y que podía sufrir una conmoción cerebral; de modo que, a pesar de que estaba despierta y hablaba, tenían que observarla atentamente durante las siguientes cuarenta y ocho horas para asegurarse de que no había daños más serios.

Peter tenía la nariz rota y unas cuantas costillas contusionadas pero, aparte de parecer un saco de boxeo humano, no había salido tan mal parado. También lo habían ingresado y le habían suministrado analgésicos al instante, así como varios líquidos por vía intravenosa para que se recuperase lo antes posible. Sé a ciencia cierta que le dieron buen material porque, cuando me fui, se le trababa la lengua al hablar y reía como una adolescente en la edad del pavo.

A Jinx, por su parte, la habían tenido que llevar directamente al quirófano de urgencias debido a la gravedad de sus heridas. Cuando la médico que habían asignado al caso de Jinx nos preguntó por lo ocurrido, le conté que la habían atacado unos pandilleros en el centro comercial y que no sabía por qué la habían tomado con ella. Técnicamente era cierto, pues no había visto qué hechizos habían utilizado en su contra. Con todo, la médico se me quedó mirando como si supiera que no estaba contándole toda la verdad. ¿Qué se suponía que debía decir?, ¿que a mi amiga le habían atizado con un hechizo que se les había ido de las manos? Síii, claro…

Lo cierto era que, independientemente de lo que hubieran utilizado para atacarla, le habían dado de lleno. El agujero era de más de dos centímetros y medio de ancho y el tipo malo (o los tipos) habían conseguido horadarle el hígado con la consecuente hemorragia interna. Imaginaba que la cosa pintaba mal por la cantidad de sangre pero, al parecer, que te desgarren los órganos internos es aún peor. Cuando la sacaron en camilla de la zona restringida donde habían intentado recomponerla, las enfermeras me prometieron que estaba en buenas manos.

No me quedó más remedio que creerles teniendo en cuenta que debía volver a casa para encargarme de todo el drama que estaba desarrollándose allí. Aquello, sin embargo, no me lo esperaba: un tercer grado por parte de los miembros de mi aquelarre.

Con la vista clavada en Fallon, empecé a ponerme a la defensiva respecto a mis actos del día, y esa sensación sustituyó a la de culpabilidad de hacía unos minutos. ¿Cómo se atrevía a cuestionarme, a mí y mi lealtad para con el aquelarre?

—¿Y tú qué? ¿Qué es lo que hacías allí si puede saberse, Fallon? Te preguntamos si querías venir y tú (con muy poca educación, por cierto) te negaste. ¿Cómo es que al final cambiaste de idea y viniste? A mí me parece un tanto sospechoso, si quieres que te diga la verdad —espeté con los ojos entornados—. ¡Qué casualidad que aparecieses justo cuando todo empezó a torcerse!

—¿Y no deberías estar dándome las gracias por aparecer y salvaros el culo?

—¿Salvarnos? Creo que has debido de golpearte fuerte porque estás empezando a delirar —esgrimí, y acto seguido hice una pausa para aumentar el dramatismo—. Eh, espera, es verdad: a ti no te han herido. Da la impresión de que se nos acumulan las casualidades, ¿no te parece?

Ni siquiera estaba segura de creer todas las acusaciones que estaba lanzando —aunque no había olvidado el mensaje que mi madre me había trasmitido a través de Emory—, pero Fallon me había comido tanto la moral y estaba tan cansada y sensible que en cuanto me dejé arrastrar por la negatividad no pude parar. Por suerte había alguien más harto de nuestras disputas.

—¡Callaos ya! —nos pidió a gritos Sascha, rompiendo por fin su silencio.

Pegué un brinco al oírla, pues casi me había olvidado de que estaba allí; tan callada había estado desde que habíamos llegado a la casa. En ese momento ambos nos volvimos hacia la que normalmente era una chica alegre y poco problemática, dispuestos a escucharla a ella, para variar.

—¿Estáis de broma o qué? Acabamos de pasar la tarde luchando por nuestras vidas contra unos indeseables que claramente nos quieren ver muertos, y luego media noche en el hospital, donde un grupo de médicos han intentado mantener con vida a nuestros amigos. Todo esto no va solo sobre vosotros dos. ¿Qué os parece si dejáis a un lado vuestras movidas un rato para hacer algo útil, como decirnos qué ha pasado esta tarde y si debería preocuparnos que volviese a ocurrir? ¿Estamos a salvo? ¿Se van a poner bien Peter, Jasmine y Jinx? ¿Qué vamos a hacer?

Cuando terminó el rapapolvo, el pecho le subía y le bajaba como si acabase de hacer un esprín alrededor de la manzana.

—Lo siento, Sascha. Tendríamos que haberlo hablado en privado. No queríamos preocuparte ni enfadarte así…

—Lo que tenéis que hacer es hablarlo con todo el mundo —dijo levantándose de la silla y dirigiéndose hacia las puertas correderas que separaban el salón de la cocina.

Al otro lado se encontraban todos los miembros de los Cleri que no estaban en el hospital. Por sus caras se veía que habían oído todo lo acontecido en la cocina.

—Yo creo que ya que nuestras vidas están también en el punto de mira, nos merecemos estar al tanto de todo.

—Pero, Sascha…

—No, estamos hartos de hacer las cosas a tu manera —me dijo con los ojos llenos de rabia. Se le escapó una lágrima y le surcó la cara—. Hemos probado a hacer las cosas a tu modo y ha habido gente que ha resultado herida. Lo siento pero tiene que haber otra manera, una mejor.

—Pero no ha sido culpa mía. ¿Cómo iba yo a saber que caerían sobre nosotros en el pueblo? Y si no hubiésemos estado entrenando, habría sido aún peor —le dije, sin apenas creer que tuviese que estar justificando mis actos.

Sascha no podía estar responsabilizándome de todo lo de ese día, era increíble. Cada cosa que me decía se me clavaba como un cuchillo en el corazón; si hubiese creído en las demostraciones públicas de emociones, habría salido corriendo y llorando. En lugar de eso, me quedé allí e intenté pasar el nudo que se me había quedado alojado permanentemente en la garganta. Sabía que todo lo que estaba diciendo era fruto del miedo, del terror, pero no podía evitar preguntarme si lo creía de verdad. ¿Los demás también sentían lo mismo?

—Puede ser, pero ¿cómo podemos saberlo si siempre has estado tú al mando?

Aquello lo dijo otra chica, Sonya, creo que se llamaba. Nunca había hablado con ella pero la llevaba viendo desde hacía años. Si yo no la conocía, era bastante justo decir que tampoco ella a mí; o al menos no lo suficiente como para atacarme de esa manera.

—¡Yo nunca pedí estar al cargo! —le grité a toda la habitación. Por mucho que formase parte de mi instinto natural mandar a la gente de mi entorno, lo que había dicho era cierto: yo no lo había buscado—. Vosotros me pusisteis en esta posición.

—Bueno, a lo mejor va siendo hora de que eso cambie —dijo Fallon a mi espalda.

—A lo mejor —dije, y acto seguido cogí el bolso del respaldo de una silla y salí de estampida del cuarto—. Escoged a otro para que sea vuestro líder porque yo dimito.

—Espera, Hadley —me llamó Sascha—. No pretendíamos que te fueses. Por favor, quédate y hablemos. Solo queremos que nos incluyas en la toma de decisiones. Estamos en el mismo barco y no podemos hacerlo si te vas.

Me detuve antes de llegar a la puerta y me volví para mirarlos a todos a la cara.

—¿Por qué no ponéis a Fallon al mando? Estoy segurísima de que eso es lo que lleva buscando desde el principio.

A continuación, sin mediar palabra, giré en redondo mis tacones de aguja y salí por la puerta de la calle.

Hasta que no llevaba una hora conduciendo no fui consciente de hacia dónde me dirigía. Tendría que habérmelo imaginado pero, como me había tirado la mayor parte del tiempo maldiciendo en voz alta mientras intentaba asimilar lo que acababa de pasarme, me sorprendió llegar hasta allí sin llevarme a nadie por delante. Cuando por fin fui capaz de cerrar la boca y apaciguar la lucha interior que se fraguaba en mi cabeza el tiempo suficiente para hacer planes, recordé que era viernes y que, por lo tanto, había partido. Por ello, mi escuadrón tenía que estar en los laterales animando al equipo de fútbol americano del instituto.

Y yo iba a unirme a la fiesta.

No podía presentarme sin más como si acabase de llegar de una reyerta a lo West Side Story, y encima sin el uniforme, de modo que en lugar de dirigirme directamente al estadio me salí de la autovía a un par de manzanas del lugar al que llamaba «mi casa». Una parte de mí esperó ver luces dentro, con ese resplandor cálido que daba la bienvenida a los visitantes, pero estaba todo a oscuras y, aunque tan solo habían pasado unas semanas, el césped había crecido bastante y tenía un aspecto descuidado.

Hasta ese momento no le había dedicado un solo pensamiento al hecho de que al alejarme de la cabaña estaba exponiéndome a la posibilidad de que volviesen a atacarme. Al venirme entonces a la cabeza, decidí aparcar al otro lado de la calle para disimular un poco mi regreso. No aparcar en la cochera también haría más fácil salir pitando si aparecía alguien de buenas a primeras.

Nada más salir del coche crucé la calle a toda prisa con la esperanza de que no me viese nadie. Cuanto antes entrase y me cambiase, antes podría irme y reencontrarme con mis amigas en el partido. Traspasé el umbral, eché el pestillo y me quedé escuchando por si oía algo extraño que pudiese advertirme de que no estaba sola en casa. Cuando mi paranoia se dio de bruces con el silencio, me relajé y subí las escaleras en la penumbra: sabía perfectamente dónde pisar después de años de salir a hurtadillas en escapadas nocturnas.

Una vez en mi cuarto cerré la puerta tras de mí. Solo entonces encendí la luz, respiré hondo y corrí a lanzarme en la cama, donde aspiré el aroma familiar de mi cuarto. Me volví de espaldas y repasé la habitación, analizando cada rincón. Estaba todo justo como lo había dejado, lo que significaba que o bien nadie se había molestado en entrar después de mi partida o bien habían hurgado con tanta destreza que habían logrado disimular su paso por allí. La idea de que alguien hubiese estado en la casa de mi familia me llenó de un resquemor que pareció apoderarse de todos mis sentidos. Al notar que ese desasosiego me reptaba por el pecho y amenazaba con invadirme el espacio cerebral, me obligué a levantarme y centrarme en otra cosa.

Fui al espejo que tenía detrás de la puerta y evalué los daños. Cualquiera habría dicho que me había estado revolcando por la tierra, así de desastrosa era mi pinta. Sin embargo, un vistazo de reojo al móvil me advirtió de que el partido empezaba al cabo de media hora y no me daba tiempo a ducharme y practicar mi ritual habitual previo al partido (nota: una inmersión en un mejunje especial que mi madre me preparaba en exclusiva, seguida de mucho tiempo delante del espejo), de modo que decidí tomar un atajo.

Renovabus aseisimo perfecto —dije al tiempo que me pasaba la mano por delante de la cara.

La mugre empezó a desprenderse de mí como si mi piel la repeliese. Me sacudí un poco para librarme de los residuos de aquel día horrible. Al poco me volvió el color a la cara igual que si estuviese en manos de un maquillador invisible. Una sutil sombra verde me coloreó los párpados, seguida de una gruesa línea negra por el borde de los ojos. Se me espesaron y se me oscurecieron las pestañas, que además se ondularon ligeramente por las puntas. Las mejillas se me sonrojaron —aunque no por calor o vergüenza— y los labios se me humedecieron con el brillo, la luz del cuarto destellando en la nueva superficie reflectante.

En pocos minutos el pelo pasó del modo recién salida de la cama a unos rizos sueltos; cuando las puntas pararon de curvarse hacia ambos lados, me recogí los bucles resplandecientes en una cola de caballo bien alta que anudé con un lazo negro liso.

Corrí luego al armario y cogí el uniforme de la percha. Me puse el culotte negro con las iniciales AHS por detrás y dejé que se me ajustaran por los muslos. Por último me puse la parte de arriba y me embutí en la falda, cuya cremallera no tuve problema en subir por detrás.

Parecía que, después de todo, no había cogido peso; por fin me pasaba algo bueno aquel día…

Practiqué un par de movimientos delante del espejo y me alegró ver que faltar a los entrenamientos no me había dejado del todo para el arrastre. Ojalá el equipo se alegrase tanto como yo de mi vuelta. Le había dicho a la entrenadora que pensaba regresar, así que no podía haberme remplazado todavía… ¿verdad? Además, ¿quién iba a tener la calidad suficiente para ocupar mi puesto?

Antes de ponerme a elucubrar sobre si conservaba mi sitio en el equipo, cogí el bolso de la cama y me fui a la puerta, con la esperanza de haber tomado la decisión correcta al haber ido a casa y haber dejado atrás la cabaña y todo el drama del aquelarre.