Para cuando llegué al centro de la pelea le había perdido la pista a Asher, aunque, siendo sincera, con todo lo que ocurría a mi alrededor no tenía tiempo para preocuparme por él. Tenía cosas más importantes en la cabeza.
Por ejemplo, el hecho de que en ese preciso instante estuviesen acorralando a Jasmine dos personas que parecían dispuestas a abalanzarse sobre ella. La mujer de la izquierda aparentaba veintitantos años, tenía el pelo rojo fuego y vestía unos pantalones bombachos negros y una gastada camiseta blanca de cuello de pico. Tenía los ojos achinados por la concentración mientras miraba a Jasmine, aunque sin dejar de esbozar una enorme sonrisa.
El hombre que iba hacia mi amiga por el otro lado tenía al menos cuarenta años, con bigote entrecano y pelo a juego. Llevaba una chaqueta que parecía una capa y le bailaba por detrás al moverse.
Todavía me separaban seis metros cuando ambos saltaron a la vez sobre Jasmine…, solo que, en lugar de tocarla, se pusieron a insultarla a gritos. Pero no eran insultos, no: se trataba de magia.
Vi cómo Jasmine era impulsada hacia atrás y chocaba con tal fuerza contra la pared que se desmayó y aterrizó hecha un ovillo en el suelo, sin tan siquiera retorcerse tras impactar sobre la superficie de piedra.
—¡Jasmine! —grité, aunque sabía que no me oía.
Ignoraba si seguía con vida pero ya solo estaba a varios metros y sus atacantes no paraban de avanzar hacia ella. De ningún modo iba a permitir que le pusieran las manos encima. Los ojos se me fueron hacia unos maniquíes de un escaparate cercano y, sin pensármelo dos veces, removí la mano, los señalé y luego indiqué hacia nuestros enemigos.
—¡Movimentox capitale! —chillé con todas las fuerzas que pude reunir después de una carrera de dos manzanas sobre los tacones.
Las muñecas de tamaño real salieron volando al instante y atravesaron el espacio en cuestión de segundos. Sentí una satisfacción inmediata cuando golpearon al hombre y la mujer y les hicieron rodar por los suelos. Al ver que no se levantaban, di gracias al universo por ayudarme con la puntería y salí corriendo hacia Jasmine, que yacía en el suelo.
Me agaché a su lado y le puse los dedos en el cuello para buscarle el pulso. En realidad no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo pero en la televisión siempre lo hacían, así que imaginé que allí debía de haber algo. Tras tantearle en varios puntos de cuello y hombros, por fin encontré lo que estaba buscando y suspiré aliviada al ver que tenía fuerte el pulso.
—¡Hadley, socorro!
Volví la cabeza como un resorte hacia el grito y la visión me encogió el estómago: Jinx y Sascha estaban peleando espalda con espalda contra su propio grupo de asaltantes. Todos tenían los brazos extendidos hacia delante, como si estuviesen intentando retenerlas, o bien lanzándoles hechizos; no sabría decir qué.
Me volví hacia el lado contrario y vi que Peter estaba intentando zafarse de otro chico, que aparentaba mi edad y que podría haber sido cualquier chaval de mi instituto. Estaba ocupado dándole una paliza a Peter, aunque no con magia: en ese caso el daño lo hacían los puños.
El pequeño Peter hacía lo que podía para esquivar los puñetazos, pero saltaba a la vista que nunca en su vida había participado en una pelea física. Tenía las manos a la altura de la cara para protegerse, de modo que la barriga y los costados quedaban expuestos. A punto estuve de gritarle que se cubriera pero era demasiado tarde. El puño del otro chico ya iba directo a un costado; más en concreto, adonde estaba uno de los riñones. Contemplé con horror el impacto y la cara de Peter, que se contrajo en una mezcla de conmoción y dolor.
Tenía que tomar una decisión: ayudar a Peter para que no le diesen una buena tunda o, peor, ir a rescatar a Sascha y Jinx, que estaban a punto de ser atacadas. Miré alternativamente de un grupo a otro y maldije antes de ordenarles a mis piernas que se movieran.
Despidiendo chispas a mi paso, esprinté hasta donde se encontraba Peter y salté sobre el chico que estaba pegándole puntapiés. Eché todo el peso sobre él y cogí impulso con la pierna derecha para encajarle una patada circular. Sentí el familiar impacto al hacer contacto en la cara del chico, que soltó una especie de «uff» y se tambaleó hacia atrás, aturdido. No le di tiempo para recuperarse y seguí con un hechizo estupefaciente.
El cuerpo del chaval empezó a sacudirse como si le hubiesen dado corriente, se cayó al suelo y rodó en agonía. Me tentó la idea de dejar que siguiese funcionando el hechizo, pero tampoco quería matarlo y cada segundo que pasaba escarmentándole me impedía ir a ver cómo estaba Peter. Lo dejé allí, pues, y me volví hacia mi amigo, que estaba sufriendo arcadas a pocos metros. Cuando se le empezaron a colorear los moratones por toda la cara, me fui sintiendo cada vez más culpable por no haber estado allí para evitar el daño.
—¿Qué demonios ha pasado? —le grité, aunque se veía que apenas podía respirar.
En cualquier caso, tampoco se lo estaba preguntando de verdad, era solo que no comprendía cómo habían podido descontrolarse de aquella manera las cosas. ¿De dónde habían salido? ¿Cómo nos habían encontrado? ¿Cuántos más venían de camino? Un rápido vistazo al panorama dejaba claro que ni con un entrenamiento de veinticuatro horas al día estaríamos preparados para una batalla con un aquelarre diabólico centenario.
Estaba intentando pensar qué hacer a continuación cuando de la nada vi un fogonazo delante de mí. Me agaché en posición defensiva, por si me atacaban, y me debatí para encontrarle algún sentido a lo que estaba viendo.
Había aparecido alguien de la nada y se había unido a la reyerta, lanzando a la gente a los lados al atravesar la muchedumbre como un ariete. Pero la persona que estaba haciendo todo aquello era pequeña y canija, alguien que no parecía muy intimidante a no ser que fuese armado con un ordenador. Distaba mucho del paradigma del salvador.
Entorné los ojos para intentar verlo mejor mientras volaba hasta donde estaban las chicas, en el centro del círculo, sin molestarse en reducir la marcha a pesar de los hechizos que le llovían. Cuando unos segundos después se dio la vuelta para mirarme, se me desencajaron los ojos de la sorpresa.
¿Fallon? ¿De dónde demonios había salido?
Únicamente me detuve lo suficiente para cerrar la boca abierta por el asombro y después salí disparada para reunirme con el resto del aquelarre. Había unas seis personas no identificadas que no paraban de correr y de lanzar hechizos a todo lo que se encontraban a su paso. Había tres en el suelo, inconscientes gracias a mí, pero al menos otros dos de los nuestros habían caído ya.
O tres.
Mientras mis ojos seguían a Fallon, todavía bien abiertos por la confusión, vi que Jinx también estaba inconsciente, tendida al lado de Sascha. No tenía buen aspecto, con la ropa desgarrada y un charco de sangre formándose a su alrededor. Pegué un chillido pero me superaron los gritos de Sascha, que acababa de ver a su amiga. Se agachó para ayudarla y justo en ese momento Fallon se reunió con ellas. Plantó bien los pies en el suelo y miró a nuestros rivales con cara de pocos amigos, retándolos a acercarse.
Aunque su valentía resultaba impresionante, al ver que los otros avanzaban hacia él me dije que no iba a bastarle. Y no podía tolerar ver a nadie más herido, ni siquiera a Fallon. Teníamos que salir de allí, y rápido.
Me paré en seco y cerré los ojos, a pesar de que me daba pavor pensar en bajar la guardia. Respiré hondo para intentar concentrar toda mi energía en lo que estaba a punto de hacer. El hechizo solo me había salido un par de veces antes, y además había sido durante apenas unos segundos y contra una única persona. En esos momentos necesitaba algo más fuerte para que funcionase mi plan pero no tenía otra alternativa. Necesitábamos una distracción y dudaba mucho que alguien más viniese a nuestro rescate.
Recordé todo lo que nos había enseñado Jackson sobre conectar con nuestros poderes y visualicé la energía como saliéndome desde los dedos de los pies, recorriéndome el cuerpo y brotándome por manos y cabeza.
—¡Immobius totarium!
Sentí que la fuerza me abandonaba el cuerpo, aunque ignoraba por completo si había funcionado; en gran medida porque tenía miedo de abrir los ojos y ver que había sido un fiasco. Todavía oía forcejeos y gritos a mi alrededor, lo que no era buena señal, pero estaba casi segura de que había pasado algo.
Lo que no sabía era si nos salvaría de una fatalidad inminente.
A sabiendas de que cada minuto que seguía con los ojos cerrados me ponía en peligro a mí y al resto de los Cleri, por fin me obligué a abrirlos. Y entonces sonreí.
Por un instante.
Todos los miembros del equipo de los malos se habían quedado congelados, paralizados en seco, algunos a mitad de un paso, otros en medio de un conjuro. Ahora que las cosas se habían calmado, resultaba más fácil ver cuánta gente nos atacaba, y la cifra no era pequeña. Estuve tentada de descongelar a uno e intentar sonsacarle por qué estaban tan rematadamente empeñados en hacernos daño a toda costa, pero no estaba segura de poder controlar el hechizo lo suficiente como para sacarlo a él sin dejar escapar al resto. Y dado el estado de mi aquelarre, era un riesgo que no pensaba asumir.
Corrí hasta la primera compañera de los Cleri que seguía en pie, me saqué las llaves del bolsillo, se las lancé y le señalé el aparcamiento.
—¡Ve a por el coche y tráelo aquí! —le grité como una loca—. Y rápido, no sé cuánto tiempo nos queda y debemos salir de aquí.
Fallon todavía no había bajado los brazos porque no se fiaba de las figuras congeladas que lo rodeaban. Aunque respetaba su escepticismo, lo necesitaba si queríamos salir de allí de una pieza. Sascha parecía un tanto petrificada y ni siquiera se había percatado de que el caos de su alrededor se había detenido por completo.
—¡Fallon! ¡Sascha! ¡Tenemos que meterlos a todos en el coche! —grité con una voz que atravesó la explanada, en un intento por bajarlos de las nubes y hacer que se moviesen.
En lugar de ir hacia ellos, regresé junto a Peter, lo cogí por debajo de los brazos y empecé a arrastrarlo por el cemento con todo el cuidado que pude sin perder mucho tiempo. A lo lejos se dispararon las sirenas y me giré para comprobar que el resto me seguía. Por suerte era así, y pudimos dirigirnos todos hacia el aparcamiento, con Fallon cargando entre sus brazos extendidos a Jinx, que tenía el cuerpo inerte y la ropa empapada de sangre.
Era demasiada sangre para alguien tan pequeño.
Justo cuando llegamos al aparcamiento el coche derrapó, frenó delante de nosotros y nos metimos dentro como pudimos. Tendimos a los heridos detrás: a Jinx, Peter y Jasmine. Yo me senté en el asiento del copiloto, con los ojos todavía en la explanada.
No tenía muy claro cuánto tiempo iba a poder retener a los malos; por lo que sabía, la magia empezaba a debilitarse y estaban a punto de aparecer en tropel en el aparcamiento. Sin embargo, tenía que mantener el hechizo al menos hasta que consiguiésemos poner algo de distancia. Miré por las ventanillas y me concentré en la tarea que tenía entre manos. El resto estaba alucinando detrás de mí, gritando sobre sangre y heridas, pero hice lo posible por bajarles el volumen, al menos hasta que saliésemos del centro comercial y nos incorporásemos al tráfico. En cuanto sentí que estábamos a salvo, me di por fin la vuelta para ver qué ocurría a mi alrededor e intentar recuperar el control.
—¡Dobla por aquí! —grité—. Tenemos que recoger a los demás. Si conocían nuestro paradero, es probable que sepan que el resto están en el supermercado.
La conductora acató mis órdenes y nos dirigimos hacia el supermercado. Solo entonces me volví para ver los asientos de atrás y en el acto me invadió una ola de miedo y náusea. En cuestión de minutos los moratones de Peter se habían convertido en hinchazones desgarradores y daba la impresión de haber sido atropellado por un camión, más que de haber sufrido la paliza de un matón. Jasmine seguía sin recobrar el sentido, aunque no tenía tan mal aspecto como cabría esperar; sin embargo, eso tampoco significaba que no hubiese sufrido heridas que no veíamos…
Jinx fue la que me preocupó de verdad: la sangre le había empapado toda la camisa, así como parte de la ropa de Sascha y Fallon. Como había tanta, no estaba segura de que no fuese de los demás, y les examiné con lupa los cuerpos para ver si tenían alguna herida que estuviese contribuyendo a las manchas rojas, que no paraban de crecer.
Me quité la chaqueta y me incliné hacia el asiento trasero.
—¿De dónde viene todo eso? —pregunté, loca por encontrar la herida.
Sascha no respondió pero levantó la camisa de Jinx para descubrir un agujero ennegrecido en un costado. Parecía que le hubiese caído un rayo o algo igual de destructivo. Tenía la piel calcinada, como si le hubiesen quemado, pero la sangre fluía de la brecha igual que la lava de un volcán. Me quedé hipnotizada unos segundos antes de recobrar los sentidos y alargar la mano para contenerla con la tela, lo que pareció detener el sangrado unos minutos. Luego puse la mano de Fallon sobre la chaqueta para poder volverme y concentrarme en la carretera que teníamos por delante.
Nos acercábamos al supermercado cuando empecé a notar que también allí estaba ocurriendo algo. Vi entonces a gente que salía despavorida por la puerta y contuve la respiración cuando un hombre tropezó, se cayó y los demás empezaron a amontonarse sobre él; consiguió ponerse de pie como pudo y gatear hasta desaparecer por el aparcamiento donde estábamos deteniéndonos.
—Hay un hospital a pocos kilómetros. Llevadlos allí y haced un hechizo protector —les ordené al tiempo que saltaba del coche—. Después os veo.
—Hadley, no deberías ir sola —me dijo Fallon.
—Vamos, id.
En aquel momento necesitaba que me hiciesen caso. Por mucho que apreciase la preocupación de Fallon, no tenía tiempo de discutir con él. Temía que no tuviésemos tiempo para nada: Jinx seguía perdiendo sangre y no sabía lo que me encontraría cuando entrase en el supermercado.
Fallon asintió.
—Vamos —repitió mis indicaciones; luego se volvió hacia mí y me dijo—: Ten cuidado, no quiero tener que llevarte también al hospital.
Sabía que estaba intentando quitarle hierro al asunto, pero no habría podido reírme en aquel momento ni aunque mi vida dependiese de ello.
Cerré la puerta de una patada y no esperé a que se fuesen para inspeccionar el aparcamiento. Por fin lo vi: el todoterreno negro que habíamos seguido por todo el camino al pueblo hasta desviarnos hacia el centro comercial. Seguían allí.
Recorrí la distancia en menos de un minuto y, con una mirada y unas cuantas palabras bien escogidas, abrí el coche y arranqué el motor. Me subí, metí la marcha y conduje directa hacia donde los clientes seguían huyendo. Esquivé por los pelos a uno de los que corría, aparqué y me abrí camino entre el gentío hasta que estuve dentro.
Al ver que del fondo del supermercado salían rayos de luz, corrí hacia allí sin pensármelo dos veces. Reduje la marcha cuando llegué al último pasillo y miré al otro lado, por si acaso todavía no se habían percatado de mi presencia. Tampoco hacía falta avisarlos antes de la cuenta…
Al fondo de un pasillo de comida enlatada, vi al resto del grupo apiñado en una esquina. Ninguno parecía herido, pero, con los cuatro tipos que los acechaban, calculé que era solo cuestión de tiempo; y no tenía intención de ser la responsable de más amigos ensangrentados.
Con una voz que apenas superó el susurro, dije:
—Movimentox capitale. —Señalé la estantería que estaba justo por encima de las cabezas de los atacantes.
Por arte de magia el estante se vino abajo con todo su contenido y los malos cayeron a su vez, al tiempo que intentaban protegerse del inesperado ataque. Aproveché para salir de mi escondite y hacerle señas al resto del aquelarre.
—¡Por aquí! —les grité.
Sin vacilar un instante, antes de darme cuenta llegaron a mi altura y echamos a correr hacia la salida. Cuando llegamos a la puerta, les dije que saliesen y les señalé el coche que nos esperaba. En cuanto la última de las chicas pasó a mi lado, la cogí del brazo y la miré a los ojos:
—¿Estamos todos?
—Sí, creo que sí —me contestó, entre temblores y mirando hacia atrás como si fuesen a darnos caza en cualquier momento. En cierto modo, su miedo estaba totalmente justificado, pero yo necesitaba saber si habían salido todos antes de irnos. No pensaba dejar a nadie atrás.
—¿Lo crees o lo sabes? —insistí. Fui un poco dura pero estábamos perdiendo un tiempo precioso.
Vaciló y pensó seriamente lo que le había preguntado:
—Lo sé, estamos todos, solo éramos cuatro.
—Vale, sube al coche.
Apenas hube pronunciado las palabras, la chica desapareció en el asiento de atrás. Aunque quise hacer otro tanto, antes miré hacia el fondo de la tienda para comprobar si nos seguían, pero no había nadie; estábamos a salvo.
De momento.