Capitulo 13

En el viaje al pueblo no pasó gran cosa… bueno, sin contar la fiesta que se montó en mi coche cuando pusieron nuestra nueva canción favorita. ¿Habéis estado alguna vez en un recinto cerrado mientras un puñado de adolescentes baila y canta a voz en grito? Tres palabras: carne de YouTube. Aunque nos distrajo de nuestra misión principal, se agradecía. Antes de darme cuenta estaba riendo y cantando, haciendo lo posible por menear el trasero en mi asiento de conductora.

Hasta mucho después no me di cuenta de que era la primera vez que me divertía desde que mi madre no estaba.

Cuando alcanzamos la civilización, los coches se separaron: unos fueron al supermercado y otros se fueron directos al centro comercial. Adivinad adónde fui yo… Tal vez mis prioridades no eran lo más recomendable, pero imaginé que podría alimentarme con cualquier cosa que trajesen; encontrar los zapatos perfectos para que me combinasen con mis trajes futuros y a la vez fuesen aptos para la montaña era una hazaña mucho más difícil; dónde iba a parar…

Por lo demás, tenía que ocuparme de un par de cosas y solo podía hacerlo en el centro comercial.

Aparqué en un hueco que había a diez metros de la entrada del centro Orange Hill y apagué el motor antes de bajarme del coche. Respiré hondo, cerré los ojos y me permití disfrutar de la calidad del aire en el valle.

Dios, cómo me gusta el olor a tiendas por la tarde.

Sin esperar a nadie me encaminé hacia la gran puerta giratoria. Aunque oía a todo el mundo hablar a mi alrededor e incluso capté alguna conversación, tenía los ojos puestos en la puerta que iba a llevarme al lugar más paradisíaco de la Tierra: el centro comercial.

Después de traspasar el umbral, pasamos por delante de un grupo de chicos que aparentaban nuestra edad. Los cuatro nos dieron un repaso nada sutil y mostraron señales claras de aprobación. Oí escaparse algunas risillas entre mi grupo. Mientras nuestros admiradores cambiaban de buenas a primeras de dirección y se metían en la tienda más cercana en vez de salir por la puerta, vi que las chicas los seguían y alcé la vista al cielo. No iba a molestarme en decirles que no perdiesen el tiempo con chicos más jóvenes porque ¿a quién quería engañar? No todo el mundo tiene la fuerza de voluntad y la altura de miras que tengo yo. Se tiene que ser muy especial para preferir estar soltera a salir con los niñatos disponibles.

Además, con todo lo que estaba pasando meterse en una relación o tan siquiera un rollo pasajero no era muy lógico. El tema de estar escondidos no cuadraba con la idea de salir con nadie. ¿Qué se suponía que debía decir? «Perdona, pero no puedo ir contigo al cine porque estoy muy ocupada helándome de frío en el bosque con mis amigos cagados de miedo. Ah, sí, también hay una posibilidad bastante real de que si ignoro el arresto domiciliario que yo misma me he impuesto para escaquearme contigo mis enemigos mortales vengan y me asesinen… y a ti, de paso. Así que ¿sigues queriendo que salgamos a comer una hamburguesa?». La verdad es que no era una propuesta muy atrayente que digamos…

Después de quedar con el resto para encontrarnos luego, me fui a una de mis tiendas favoritas. Por suerte mis padres habían saldado las deudas de mi tarjeta de crédito hacía unas semanas y sabía que podía comprar bastante antes de alcanzar el límite. Sin embargo, teniendo en cuenta que iba a tener que apechugar también con la cuenta del supermercado, así como con otras incidencias futuras, me impuse cierta frugalidad en el gasto. Al final compré un par de vestidos nuevos y tres pares de tacones vertiginosos, dos negros y unos stilettos de charol rojo que hacían que mis piernas pareciesen kilométricas. Sí, iba a tener que patear por el bosque en el futuro más cercano, pero los zapatos no eran tan poco realistas como podía parecer: el tacón estaba tan afilado que bien podía usarlo como arma letal. Eran modernos y peligrosos.

Con mis flamantes bolsas colgadas del hombro y una gracia al andar que había olvidado durante semanas, recorrí la acera en busca de algo frío, con cafeína y, a ser posible, con un chute de vainilla. Ya ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que había sentido la sacudida de la cafeína por mis venas pero sabía que había sido hacía mucho. Pasé de la famosa cafetería de precios excesivos que había en el centro de la zona de terrazas y opté por un café familiar menos concurrido que había a la salida de los outlets; el café siempre está más bueno en sitios más pequeños como aquel y no tratan a los clientes como si les estuviesen haciendo un favor por tomarse un café de franquicia, caro y requemado.

Para ser franca, parte de lo atractivo de ir a un sitio más pequeño era no encontrarme con ningún conocido. Después de vivir en una casa con otra docena y pico de adolescentes y apenas tener tiempo para mí misma, estaba deseando un poco de paz y tranquilidad. Era cierto que las compras me habían servido como una especie de ejercicio de meditación, en una de las pocas oportunidades que había tenido para desconectar y concentrarme en probarme ropa y poco más, sin preocupaciones por aquelarres diabólicos, angustias por el destino de mi familia ni estreses porque todo el mundo dependiese de mí para saber qué hacer. Solo yo, un probador y una tarjeta de crédito.

Pero sentarme con mi enorme café sería mi oportunidad para reflexionar y pensar cuál sería mi siguiente paso. ¿Cómo iba a hacer eso en la casa sin lo único que hacía que mi mente estuviese más afilada que un cuchillo? No, solo la tranquilidad y el café lo conseguían.

Me acerqué a la ventanilla que habían dispuesto como una especie de McAuto solo para peatones y saludé al chico que trabajaba al otro lado. Aparentaba unos diecisiete años y tenía un poco de acné, pero era bastante mono dentro de su estilo empollón. Comprendí que le había sorprendido verme porque tartamudeó al darme la bienvenida y preguntarme qué quería tomar. Seguramente el pobre no trataba con mucha gente de su edad en aquella parte del centro comercial y, si lo hacía, seguro que no se parecían a mí. Debía de ser el día de suerte de ambos.

Pedí lo de siempre y le di una propina XXL porque, ¡qué narices!, me sentía contenta de estar en un sitio familiar, con mi bebida favorita y rodeada de compras. Cuando cogí el café helado, inspeccioné las sillas de la terraza, escogí un sitio bastante apartado de la caja y me dejé caer ante una mesa. Saqué unas cuantas revistas de moda que había comprado en un quiosco y me fui a la primera página deseando sumergirme en el cutre mundo de las celebs.

Estaba enterándome de todo lo que había que saber sobre la casa que se había comprado la actriz Bunny Stevens y su decoración cuando una sombra me tapó el sol y me dejó sin luz y sin calor.

—¿Está libre esta silla? —preguntó una voz de chico.

Entorné los ojos para intentar ver la cara que iba con la voz, pero por desgracia el sol me deslumbró cuando el desconocido se movió ligeramente a la derecha justo al mirar hacia él.

Parpadeé para librarme de los puntitos que me había provocado la luz directa del sol y me detuve a inspeccionar las mesas de la terraza. Solo dos estaban ocupadas, lo que suponía que había otras once libres y que aquel tío no tenía necesidad alguna de sentarse en la mía.

Me disponía a decírselo cuando se acomodó en la silla de enfrente; por fin pude ver quién era la persona que estaba invadiendo mi espacio.

Lo diré sin rodeos: era guapo. Y no me refiero a que fuese simplemente agradable a la vista, sino que el tipo parecía salido de un catálogo de Abercrombie & Fitch o directamente de la alfombra roja. Tenía el pelo tan negro que era casi azul, con una mínima cresta por el centro que le daba el toque justo de chico malo. Seguí un mechón que le caía sobre la frente y fui a dar con sus ojos, que me hicieron boquear. Me estaba clavando la misma mirada penetrante que había visto en el retrovisor el día que dejé mi casa para ir a la cabaña. No cabía duda: era él. Viéndolo así de cerca, justo enfrente, pude comprobar que sus ojos eran de un gris tormentoso, rematados por unas pestañas tan espesas que por un momento pensé que usaba lápiz de ojos.

Tuve que parecer tan aturdida como me sentía por dentro porque una mirada de preocupación sobrevoló su cara y me preguntó:

—¿Qué?, ¿estás esperando a alguien o algo?

—Ah, no, pero no he visto que haya escasez de mesas ni nada de eso, ¿no te parece? —le dije tras recuperarme de mi ataque de pánico momentáneo. Cuando me di cuenta de cómo había sonado me apresuré a retractarme un poco—. ¿Nos conocemos?

En dos segundos la preocupación se le borró de la cara para dar paso a la simpatía y me vi expuesta al efecto total de su increíble sonrisa. Los hoyuelos que le horadaron las mejillas casi me hicieron olvidar que parecía estar siguiéndome. Con todo, iba a costarle algo más que unas miraditas hacerme bajar la guardia. Me crucé de brazos para demostrarle que a mí no me la pegaba.

—Creo que no —respondió recostándose en la silla—. Me acordaría de ti.

Arqueé una ceja y le dije fingiendo indiferencia:

—Ya será menos.

Por dentro, sin embargo, el corazón había empezado a aporrearme el pecho y mi reacción me sorprendió más que su frase. Los tíos se pasan la vida tirándome los tejos, así que no debería haberme afectado de esa manera. Pero ahí estaba yo, reaccionando como si fuese la primera vez que hablaba con un chico. Me obligué a actuar con la máxima naturalidad y me aclaré la garganta.

—Venga, puedes hacerlo mejor.

Mi comentario no pareció afectarlo en lo más mínimo. De hecho se rio entre dientes y me miró a los ojos con una media sonrisa en los labios.

—De acuerdo, lo pillo: no te van las mentiras, ya lo entiendo —dijo encogiéndose suavemente de hombros—. Sí te conozco.

—De mi casa —le dije sin apartar los ojos de él. Esperaba que me mintiese pero en lugar de eso asintió—. Mira, no eres el primero que me acosa, pero siempre ha resultado ser gente a la que conocía. ¿Por qué me estás siguiendo tú?

Se lo dije con toda la sangre fría que pude reunir, como si la idea de que me siguiera me resbalase, aunque lo cierto era que empezaba a ponerme nerviosa. No tenía ni la menor idea de quién era aquel chaval, pero se veía que él sí que me conocía. Y eso era más que desconcertante…

Me pregunto si es así cómo se sienten los famosos. Los fans los conocen pero ellos no tienen ni idea de quién está por ahí fantaseando con su persona. Es un poco inquietante cuando te paras a pensarlo… A ti te conocen, pero tú a ellos no.

De algún modo mi acosador se las había arreglado para encontrarme la única tarde que había salido de mi escondite. ¿Me había seguido hasta la cabaña? ¿Sabía dónde estaba ocultándome? Y lo más importante, ¿era peligroso?

—No me malinterpretes, estás bastante buena, pero no me hace falta acosar a las mujeres para impresionarlas —me dijo, y acto seguido me guiñó un ojo—. Me gusta ser un poco más sutil.

Noté que empezaba a ponerme colorada, así que le di un gran trago a mi café para taparme la cara todo lo posible. Cuando me aseguré de que no pudiese ver el efecto que me estaba provocando, bajé el vaso y lo miré a los ojos.

—Entonces, ¿por qué me sigues?

—Yo no diría que te estoy siguiendo. Hace unas semanas me mudé a la casa de detrás de la tuya. Te he estado viendo entrar y salir y me he dicho: «Esta chica esconde algo».

—¿Qué te hace pensar eso? —Se me secó la boca y tuve que aguantar las ganas de volver a beber. Seguro que notaba mi nerviosismo, y no quería darle el gusto de que supiera más cosas sobre mí…, o al menos hasta que yo quisiera.

Pero ¿qué decía? Aquel tío no sería mayor que yo y era probablemente un colgado paranoide que dedicaba su tiempo libre a esconderse en los arbustos y observar a mujeres sin que ellas lo supiesen. ¿Por qué me halagaba entonces que me hubiese escogido como blanco de sus atenciones?

—No sé, es una sensación que me da. Tienes algo que me intriga, como si fueses por la vida pensando que todo el mundo te observa aunque estés sola, que es cuando la gente suele bajar la guardia y se puede ver cómo son de verdad. En tu caso, nunca pierdes la confianza y, si te soy sincero, no he conocido a nadie como tú en mi vida.

Empecé a sentirme realmente cortada, una emoción con la que no estaba nada familiarizada. Estaba acostumbrada a ser a la que todos miran para copiar tendencias y para establecer el status quo, pero era la primera vez que tenía la sensación de que alguien me veía de verdad. Era como si me hubiesen quitado la ropa a desgarrones y estuviese desfilando desnuda delante de un extraño; una sensación liberadora a la par que escalofriante…

—De modo que, como creías que tenía mucha confianza en mí misma, ¿me has seguido una hora y media para hablar conmigo en el centro comercial? Me podrías haber dicho «hola» y ya está.

—Pues no. Mi tía se ofreció a traerme a comprar un par de cosas que necesitaba para el instituto y he venido con ella. El destino ha querido que nos encontrásemos.

—Y casualmente has venido al mismo centro comercial que yo, cuando hay otros tres más cerca de casa.

—¿Qué quieres que te diga? A mí tía le encanta la tienda Chico’s y aquí está la única que hay en toda la zona. ¿Y tú qué? ¿Por qué has venido hasta aquí? A lo mejor eres tú la que me estás acosando a mí…

Me dejó boquiabierta y me miró con aire de suficiencia.

—Más quisieras —repuse.

—¿Ah, sí?

—Eso parece.

—Tú no tienes complejos, ¿verdad? —me preguntó.

Tuve que parpadear porque la pregunta me dejó descolocada. Y es que la respuesta era «por supuesto que no», pero se debía más que nada a que tenía la autoestima muy alta; nunca había entendido a las chicas esas que se quejan de lo gordas que están, del pelo tan feo que tienen o lo torpes que son; aunque fuese verdad, ¿qué sentido tenía creérselo, y menos aún decirlo en voz alta? Ya bastante duros serían con ellas los demás, ¿por qué sumarse a esa negatividad?

De todas formas lo que más me chocó de su respuesta fue que nunca nadie me había hablado de ese modo. Estaba acostumbrada a que la gente me siguiera a ciegas e hiciese todo lo que le decía. Se me hacía raro que alguien me encarase o rebatiera lo que decía. En el instituto podría haberle dicho a todo el cuerpo estudiantil que dejase de beber Coca-Cola y se pasasen a la Fanta y se habrían puesto a beberla en menos que canta un gallo.

Pelo Mohicano era distinto. Y no lograba decidir si lo odiaba por ello o por el contrario lo admiraba. A lo mejor hasta me estaba poniendo… Intenté quitarme la idea de la cabeza y volví a nuestro tira y afloja.

—¿Y tú qué me dices? Tienes que creerte muy importante para venir aquí a fastidiar mi tarde de diversión —le dije entornando los ojos—. Para tu información, normalmente cuando la gente está leyendo significa que no quieren hablar con nadie.

—¿Quieres que me vaya? —me preguntó.

Ahora estaba coqueteando, poniéndome a prueba. Podía decirle que se fuera, aplicar un poco de persuasión a mis palabras y verlo partir. Pero no estaba del todo segura de querer poner fin a nuestro encuentro. No era ningún horror hablar con él y sin duda era el primer chico de mi edad que había logrado despertarme la curiosidad durante más de cinco minutos. Además, todavía no había averiguado por qué parecía seguirme a todas partes.

—Aún no me has dicho por qué te has convertido en mi sombra. ¿Por qué no empezamos por ahí y vemos adónde vamos? —le propuse, sin decirle que se fuera pero sin bajar tampoco la guardia.

Sonrió, presumiendo de nuevo de hoyuelos, y por un momento me perdí en aquellos cráteres de sus mejillas, que no podían ser más monos. Le devolví la sonrisa y lo miré a través de las pestañas, de una forma que pretendía ser seductora y coqueta.

Ay, Dios, ¿acaso quería ligar con él? ¿De veras estaba ligando con aquel extraño que parecía estar siguiéndome y que no perdía la cabeza por mí como el resto? Desde luego, no era el mejor momento para empezar un romance, no cuando estaba bajo arresto domiciliario y entrenando para una batalla.

No, definitivamente no quería ligar.

—Bueno, la verdad es que…

La frase se quedó sin terminar por una fuerte explosión a varios cientos de metros de distancia. El sonido fue tan impactante que a mí se me cayó el café y él pegó un respingo en la silla. Miramos hacia el lugar de donde provenía el ruido y vimos que surgía humo de entre los edificios de las tiendas. Los gritos se entremezclaron con los chillidos.

De pronto sentí algo mojado y cuando miré hacia abajo vi que me había derramado la bebida encima. El líquido tibio me bajó hasta los tacones y gruñí al pensar en los estragos que estaría causándome el mejunje de café. En ese momento, sin embargo, retumbaron más ruidos y dejé mis cuitas vestimentarias para levantarme y seguir al aprendiz de mohicano, que se había desplazado nada más empezar la conmoción.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó mirándome.

—No sé pero no pinta nada bien. Voy a ver.

—¿Hablas en serio?

—Claro —le dije sin pensar—. Puede que haya alguien herido que necesite mi ayuda.

—¿Qué pasa?, ¿eres socorrista o algo así? —me preguntó con otra de sus medias sonrisas.

Fue entonces cuando me di cuenta de lo cerca que estábamos; me habría bastado auparme de puntillas para que nuestros labios estuviesen a la altura perfecta… Pero vamos, no es que estuviese pensando en besarlo, nada más lejos… Era una simple constatación, poco más.

Otro grito me sacó de golpe de mi ensoñación y empecé a alejarme y a crear distancia entre ambos.

—Tengo que irme —le dije, y eché a correr.

Apenas había avanzado unos pasos cuando lo sentí a mi lado, su brazo rozando el mío en su movimiento. Lo miré, perpleja.

—Voy contigo.

—Vale, pero dos cosas —le advertí mientras hacía lo que podía para esprintar con los tacones de plataforma—. En primer lugar, necesito que no te interpongas si sucede algo.

—¿Qué pasa?, ¿eres la prima de Wonder Woman o qué? —bromeó.

Le dediqué una mirada para hacerle ver que estaba hablando muy en serio y esperé a que mostrase su beneplácito.

—Vale, te dejaré ser la heroína. ¿Qué es lo segundo?

Apreté el paso y tuve que mirar hacia atrás para responderle.

—Lo segundo es que voy a necesitar saber cómo te llamas.

Vislumbré un atisbo de sonrisa justo antes de volver la cabeza hacia donde estaba el caos, que parecía ir de mal en peor.

—Asher. Me llamo Asher —me dijo entre jadeos.

—Buenas, Asher, yo me…

—Hadley, ya lo sé.

Iba a preguntarle cómo sabía mi nombre si no era un acosador, pero justo entonces doblamos la última esquina y vi una escena que casi me hizo parar en seco. Era peor que cualquier cosa que habría podido imaginar y parte de mí se planteó la posibilidad de dar media vuelta y volver por donde había llegado.

Pero no podía: había miembros de mi aquelarre en apuros y de ningún modo pensaba dejarlos tirados.

Con una fuerza que no me conocía, me propulsé hacia delante, hacia aquella olla de grillos…