Capitulo 11

Mi conversación con Emory me dejó intranquila, y necesitaba algo que me quitase de la cabeza el mensaje que me había dado mi madre. Cuanto más pensaba en la posibilidad de tener a un traidor viviendo bajo mi mismo techo, más miedo me entraba; y tampoco era cuestión de atrincherarme en el cuarto de mis padres y quedarme allí para el resto de la vida. Bueno, poder, habría podido, pero no creo que a mis huéspedes les hubiese hecho mucha gracia.

En lugar de eso, di vueltas por la casa en una búsqueda desesperada por encontrar algo que me distrajese. Pensé en preparar la comida para todos, pero cuando llegué a la cocina comprobé que la gente se había tomado muy en serio mis instrucciones: habían arramblado con toda la comida que habían pillado. Cogí una lata de espaguetis precocinados y la tiré a la basura. Había dos bolsas de patatas a medio comer en la encimera y una caja de pastelitos Twinkies desparramada por la mesa.

Gracias a Dios por los alimentos procesados; si no, no habría quedado nada comestible en la casa después de tantos años. Aun así, toda aquella comida edulcorada no nos duraría mucho —sobre todo con un grupo tan numeroso— y en algún momento tendríamos que ir a la ciudad a por provisiones. Desenvolví mi propio pastelito, me metí la mitad en la boca y mastiqué concienzudamente.

—Had, lo hemos estado pensando y nos preguntamos qué debemos hacer con el instituto —comentó Sascha, que apareció a mis espaldas, con Jasmine y Jinx a la zaga.

La primera fue hasta la encimera y se impulsó con los brazos para subirse y sentarse con las piernas colgándole por delante. Jasmine se acopló en la mesa, con una rodilla contra el pecho, y se puso a tirarse de un hilacho de los vaqueros negros que llevaba, mientras que Jinx cogió un Twinkie y empezó a quitarle el papel.

—¿Con el instituto? —pregunté, todavía algo aturdida por mi conversación anterior.

—Sí, el edificio ese grande de ladrillo al que nos obligan a ir, donde nos torturan a diario; ¿te acuerdas? —me respondió Jasmine con todo su sarcasmo.

—Gracias por la aclaración, listilla —le respondí todavía con la boca llena de relleno de crema—. ¿Qué pasa con el instituto?

—Hemos pensado que es mejor que avisemos para que no se preocupen y metan a la policía en todo esto cuando vean que no aparecemos por clase —me explicó Sascha.

—A lo mejor hasta podríamos recoger tareas para no quedarnos atrás en las clases mientras estemos fuera —añadió Jinx, que estaba picoteando de su dulce con mucha más parsimonia que yo.

—¿Estás de coña? ¿Quién ha dicho nada de tareas? —preguntó Jasmine con cara de disgusto—. No sé tú, pero yo no tengo la menor intención de hacer deberes.

Jinx bajó la cabeza, se quedó mirando el pastel que tenía en la mano y se concentró en hurgar en su interior. Jasmine podía ser un tanto borde cuando quería, sobre todo con las chicas que no tenían tanta confianza en sí mismas como ella. No pude evitar querer defender a la más pequeña, a pesar de que Jasmine tenía parte de razón.

—Jinx, lo que dice Jasmine es verdad —dije con tacto, asegurándome de imprimir afecto a mi tono de voz, y no crítica—. Mientras estemos aquí no va a haber mucho tiempo para hacer tareas ni nada por el estilo. —Miré a Jasmine de reojo—. Pero porque no vayamos al instituto no quiere decir que esto vaya a ser un camino de rosas —añadí sin rodeos—. Es más, tenemos que empezar mañana mismo, de modo que mejor que os vayáis haciendo a la idea de trabajar duro. Mientras, sí que deberíamos empezar a llamar a los institutos e inventarnos razones que justifiquen nuestra ausencia. Lo último que necesitamos es darles una excusa para que se pongan a buscarnos y encuentren una casa llena de huérfanos medio chalados.

No, no estaría nada bien. No lo dije en voz alta pero, teniendo en cuenta que ya teníamos bastante preocupación con los parricistas, de ninguna manera iba a sumarle el estrés del sermón de un profesor.

Así fue como, con la ayuda del resto de chicas, fuimos llamando a los institutos para justificar nuestras faltas. Por lógica, yo era la más apropiada para llamar a los jefes de estudios, pues era la mayor y podía pasar por una madre de familia (gracias, claro está, a los muchos años que llevaba imitando a la mía a sus espaldas). Lo único que tenía que hacer era bajar la voz una octava, hablar más pausadamente y evitar la jerga juvenil para pasar por una madre de treinta y tantos años. Si añadía cierto aplomo autoritario, ningún adulto en su sano juicio se cuestionaría si yo era quien decía ser.

Mientras perfeccionaba el guion de las llamadas, Jasmine, Jinx y Sascha trabajaron en un hechizo para ayudarme a convencer a los institutos de que no se molestaran en seguirnos la pista; así no tendríamos que estar cubriéndonos las espaldas todo el rato, o al menos más de lo que ya lo hacíamos.

—Sí, buenos días, ¿señor Planter? Lo llamo por mi hija Francie. Siento que no haya asistido a clase en estos días pero ahora mismo tenemos una urgencia familiar en casa —le dije con un ligero acento británico. Llevaba meses muriéndome por impostar una voz inspirada en Jane y, al oírme, quedé bastante impresionada con el resultado—. Sí, es su abuelo, está muy enfermo, no le queda mucho tiempo. Ajá, gracias por su amabilidad. Seguro que sabrá comprender que queremos que Francie pase este tiempo con su familia.

Alcé la mirada con la que me repasaba las uñas para ver a mis tres amigas, que recitaban con los ojos cerrados. Aquel hechizo solo lo había practicado por mi cuenta pero me imaginé que entre las tres daría mejor resultado.

—Sí. Y puesto que nuestro interés está ahora centrado en el abuelo de Francie, hacer sus deberes le resultará un tanto complicado. —Pausa—. Vaya, es muy generoso por su parte. Sí, le haré saber si puede ayudarnos. Muchas gracias y que Dios lo bendiga.

Colgué y resoplé.

—¡Menos mal que se ha acabado! —exclamé recostándome en la silla y poniendo los pies encima de la mesa.

Si mi madre hubiese estado allí me habría dado una charla sobre modales o me habría dicho algo en plan «Cuando seas mayor y tengas tu propia casa, podrás poner los pies donde te venga en gana, pero hasta entonces los pies se ponen en el suelo». Pensar de buenas a primeras en mi madre me entristeció un poco y bajé lentamente los pies de la mesa, por respeto a su memoria.

—¿Ya está? —preguntó Jasmine abriendo un ojo con cautela—. Ha molado. Tengo que ir al baño, que no me aguanto.

Reí entre dientes: siempre podíamos confiar en Sascha para cargarse un momento emotivo con su cáustico sentido del humor.

—Corre, alíviate —le dije indicándole dónde estaba el baño, junto a las escaleras.

—¡Gracias! —espetó antes de salir brincando y corriendo de la habitación.

—¿Nos necesitas para algo? —me preguntó Jinx al tiempo que ella y Jasmine se levantaban. No supe decir si de verdad estaban ofreciéndose para ayudar o si era solo su forma de preguntar educadamente si podían irse ya. Les dije que estaba bien y al instante se dieron media vuelta.

—Pero intentad dormir esta noche —les advertí—. Y decidle lo mismo al resto, porque mañana va a ser un día largo y vamos a necesitar toda la energía posible para lo que tenemos que hacer.

Mientras se iban pensé en lo mucho que me gustaría seguir mi propio consejo y descansar. En vez de eso, me volví a la cocina vacía y apoyé la frente sobre la mesa. La superficie estaba fría y supe que si cerraba los ojos me quedaría frita en pocos segundos.

Sin embargo, todavía tenía mucho que hacer, y suerte tendría si conseguía dormir algo aquella noche. Me eché hacia atrás, cogí la libreta donde había estado haciendo garabatos y empecé a hacer una lista de los hechizos que trabajaríamos al día siguiente. Al cabo de dos horas y tres páginas (por delante y por detrás), tenía lo que me pareció un buen comienzo. Y aunque había hechizos de sobra para varios meses, tenía la desasosegante sensación de que no iban a bastar.

—Muy bien, vamos todos, repitamos —dije viendo las caras de cansancio que me rodeaban.

Llevábamos horas así: repasando un hechizo tras otro, todos y cada uno de los que nos había enseñado Jackson desde que habíamos empezado a asistir a sus clases de magia; desde sencillos trucos cotidianos para proteger del daño, por ejemplo, hasta hechizos espejo. Aunque la mayoría ya nos los sabíamos, había unos cuantos miembros más jóvenes que todavía no los habían aprendido bien.

Jackson siempre había insistido en que debíamos seguir un orden en el proceso de aprendizaje y en que hay hechizos demasiado intensos para los brujos más pequeños; pero, dado que nos encontrábamos ante un peligro que superaba todo lo imaginable, comprendí que todo el mundo iba a tener que madurar algo más rápido. Además, si los parricistas venían a por nosotros, yo no iba a poder coger de la mano a nadie; lo más probable era que el resto de los Cleri tuviesen que defenderse por su cuenta.

Así que, uno a uno, intentamos ir perfeccionando lo que nos habían enseñado, si bien nos llevó mucho más tiempo de lo previsto. Al ver que nos costaba más de una hora manejar con soltura un hechizo para poder utilizarlo bien en caso de necesitarlo, empecé a frustrarme. A mí nunca me había costado mucho seguir las clases; a lo mejor era porque me había criado elaborando mis propios hechizos, o tal vez simplemente porque lo llevaba en la sangre, pero, si nos hubiesen dado notas por lo bien que hechizábamos, yo habría sido la primera de la clase.

—Had, estamos todos cansados —se quejó Sascha, con los brazos colgándole a ambos lados. El sudor le había dejado el pelo hecho un asco (a ella, que siempre lo llevaba perfecto) y tenía realmente mal aspecto—. ¿Podemos descansar un poco, beber agua y comer algo?

—Sí, creo que a algunos de los pequeños no les vendría mal un poco de aire —comentó Jinx, que fue hacia un grupo de chicos de doce años que estaban tirados en el suelo. Si no fuera porque estaban resoplando con fuerza, habría creído que estaban muertos. Pero no, solo estaban descansando.

—¡Venga, chicos! Pero si apenas hemos hecho los primeros hechizos, y todavía no los hacéis perfectos —les arengué con los brazos en jarras.

Zapateé impaciente con los botines de lentejuelas negras que llevaba, mientras esperaba a que dejasen de quejarse. No entendía por qué se ponían así; si alguien tenía que estar sudando la gota gorda era yo. Pero incluso con mis tacones, mis pantalones pegados de cuero rojo y mi top negro, seguía más fresca que una lechuga. En mi opinión no había excusa para esa falta de energía y de atención.

—Mi equipo de animadoras hace esto y más en una sesión normal de entrenamiento, y ninguna tiene los talentos naturales que tenéis vosotros. Mirad, necesito que os concentréis para que estéis preparados para luchar contra los parricistas. Porque, venir, van a venir, estemos preparados o no…

Estaba siendo dura por su bien, aunque nunca antes había utilizado esa táctica; quizá porque solía entrenar a chicas del instituto que se morían por ser como yo. Para ellas seguir mis órdenes era coser y cantar. Nunca las había oído quejarse ni cuestionar mis propuestas. Hacían lo que les pedía, y normalmente con una sonrisa en la cara. Bueno, todas menos Trish; aunque hasta ella acababa pasando por el aro sin discutir mucho.

Unos cuantos del grupo dejaron escapar un suspiro y regresaron a sus puestos. Sin mediar más palabras, empezaron a recitar el hechizo de desarme, con el que en teoría se le podía quitar un objeto de las manos a un enemigo. Observé cómo Jasmine arrebataba de las manos de su oponente un libro, que salió volando con tanta fuerza que se partió por el lomo al estrellarse contra la pared.

—¡Muy bien hecho, Jazzy! Pero, si puedes, procura controlar un poco la fuerza, no vaya a ser que de paso te cargues a alguien. A no ser que quieras hacer eso también, en cuyo caso ¡da rienda suelta a tus poderes friquis! —le dije asintiendo con ahínco.

En cuanto me volví, algo me pasó volando a pocos centímetros de la punta de la nariz. Pegué un grito de sorpresa y salté hacia atrás para evitar el impacto.

—Pero ¿qué narices…? —grité y volví la cabeza como un resorte hacia donde estaba Jasmine, quien, sin embargo, parecía tan descolocada como yo y encogió los hombros por respuesta.

—Uyy, perdona.

Me di media vuelta lentamente para encarar al culpable.

—Es que tengo más poder del que puedo controlar —dijo Fallon con un asomo de sonrisa.

Se me enrojeció la cara del enfado. Tendría que haber comprendido que solo él podía estar detrás de una argucia así; ya sabía que nuestra pequeña tregua no duraría para siempre.

—No recuerdo haber mencionado que quisiera arreglarme la nariz —le dije con los dientes apretados.

—¿En serio? ¿Con el pedazo de napia que tienes? Qué fallo —me contestó, como si no hubiese intentado claramente decapitarme.

—¿Y si intentas controlarte un poquito, eh? Sería una pena que dejaras escapar tu magia precozmente. Imagínate el bochorno que supondría para ti.

Si bien la sonrisa no se le borró de la cara, vi cómo se le torcía un poco el labio, lo que vino a confirmar que mis palabras le habían hecho mella. Le devolví la sonrisa. A fin de cuentas, Fallon no era más que un niñato que intentaba llamar la atención y demostrar quién era entre sus iguales. «Adelante, dame lo peor de ti», le reté en silencio. No podía lanzarme nada con lo que no pudiera lidiar.

—Esto es una mierda.

Y con una última mirada, se metió las manos en los bolsillos de la sudadera y se alejó.

—¿Adónde te crees que vas? —le pregunté con la mirada clavada en su espalda. Por el rabillo del ojo vi que los demás miembros del aquelarre estaban mirándose los unos a los otros, interrogándose. No iba a dar buena imagen que Fallon se fuese en esos momentos; no cuando el resto estaba empezando a flaquear.

—Esto es una pérdida de tiempo, yo ya sé hacer todas estas cosas. ¿Tengo que quedarme aquí plantado porque los demás no pillen las cosas?

—Pues sí, porque estamos todos en el mismo equipo y somos tan fuertes como el más débil de nosotros.

—¿El más débil? Bueno, pues si eso es verdad lo llevamos claro, ¿verdad, Pete?

Miró a Peter en una clara indirecta y al pobre chico se le encendieron las mejillas de la vergüenza, hasta el punto que tuvo que apartar la mirada. Era verdad que probablemente fuese el que tenía menos experiencia de todos, pero eso no le daba a Fallon derecho a humillarlo. Y por mi parte, no estaba dispuesta a dejarle salirse con la suya.

—Si crees que es todo una pérdida de tiempo, ¿por qué no coges y te vas? Total, tampoco es que estés aportando mucho —le dije mirándome las uñas, como aburrida—. Salvo a mi estrés, claro. Así que, venga, eres libres de irte cuando quieras. Te llamo un taxi.

Sí, claro que se lo solté a mala uva, pero después de lo que le había dicho a Peter se me habían quitado las ganas de seguir siendo la Bruja Buena del Norte. Además, mi madre siempre había dicho que la negatividad solo engendra resultados negativos. De modo que, si Fallon tenía pensado comportarse como un auténtico capullo, ningún hechizo nos saldría bien y, para eso, mejor que se largase.

Toda la actividad de la sala se había detenido en cuanto Fallon y yo nos pusimos a pelearnos; el resto de miembros del aquelarre se habían quedado tan callados que casi se me había olvidado que estaban allí. En ese momento estaban mirándonos a ambos como si estuviesen presenciando un duelo en una vieja película del Oeste; y en cierto modo así era: los dos estábamos esperando que el otro diese un paso atrás o depusiera las armas.

Al final gané yo.

Fallon puso los ojos en blanco antes de irse del cuarto.

—A la mierda —masculló antes de perderse de vista.

No tenía ni idea de si estaba yéndose para siempre o solo del entrenamiento, pero estaba tan enfadada que me importaba bien poco. Ya tenía bastante con lo que lidiar sin sumar a la lista el ego hiperactivo de Fallon.

—¿Por qué no hacemos un descanso de un cuarto de hora y luego empezamos con los contrahechizos? —sugerí con una sonrisa forzada.

El ambiente seguía un tanto tenso y hacía falta calmar los ánimos antes de seguir trabajando. No quería que se me torciese un encantamiento por tener las emociones disparadas.

A no ser, claro estaba, que acabase dándole a Fallon, en cuyo caso quizá un poco de rabia en mis hechizos no fuese tan mala idea, después de todo…