Fue el día más largo de mi vida.
Bueno, a lo mejor no el más largo (porque, al fin y al cabo, los días tienen siempre las mismas horas y eso nunca cambia, así que habría sido imposible que fuese el más largo), pero sí el más agotador. Sabía que iba a costarme la misma vida contarle a todo el mundo lo que había pasado, pero no esperaba que la cosa se alargase tanto. Debería haber sabido que no iba a ser cuestión de unas horas; al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo me había llevado a mí recuperar la coherencia después de averiguar lo que había pasado en El Olmo? Además, teniendo en cuenta que yo era la más estable del grupo, lo más lógico era que al resto le llevase más tiempo asimilarlo.
Con todo, no estaba preparada para las reacciones que siguieron a la noticia.
Empecé contándoselo a los mayores. Tras una reunión breve con Fallon, decidimos juntar en el cuarto de mis padres a Jasmine, Sascha, Jinx, Peter y otros cuantos, y empecé a arrancar la tirita.
—Chicos, siento mucho, muchísimo, todo esto. Sé que duele a rabiar, pero quiero que penséis que están en un lugar mejor —les dije después de confesarles lo que sabía sobre el incendio, los parricistas y la visita de mi madre—, donde no sufren y están todos juntos, velando por nosotros. Ahora mismo las cosas son un asco, pero mi madre me ha dicho que mejorarán, y tengo que creerla.
Repasé con la mirada las caras de mis amigos brujos y seguí los surcos de lágrimas por sus mejillas. Cada uno pareció reaccionar de forma distinta a la noticia. Algunos se retiraron a un rincón mientras que otros rompieron a llorar. Y solo supe cómo se sentía Jasmine por el rímel que empezó a correrle por la cara; no tenía su típica mirada vidriosa y, al verla tan emocionada, me asusté, un poco como cuando ves a tu padre llorar: te da un miedo horroroso y te deja con una gran sensación de incomodidad y desamparo porque no tienes ni idea de cómo consolarlo. Por suerte, como nada en Jasmine parecía indicar que se muriese de ganas de que la reconfortase, la dejé a solas para que procesara su duelo como mejor le pareciera.
Al cabo de una hora y media la mayoría nos sentimos preparados para salir del cuarto, con los ojos hinchados y demás. Antes de dejarlos marchar les dije que necesitaba que me ayudasen a explicarles a los pequeños lo que había pasado. Así, de uno en uno fuimos reuniendo a todo el aquelarre y nos sentamos en corro en el salón, cada uno donde pudo.
Conforme les contaba lo ocurrido, me fui dando cuenta de que iba a ser la persona que les diera la peor noticia de sus vidas; de que, de ese momento en adelante, cada vez que se acordasen del día en que se les vino encima el mundo se acordarían de mí. Me parecía fatal que se me asociase con tanta negatividad; el único consuelo que me quedaba era lograr al menos reconfortarlos en una situación que no podía ser más espantosa.
Se lo conté rápidamente, ahorrándoles los detalles más gráficos; no había necesidad de provocarles más pesadillas de las que ya tendrían. Ya les iba a costar dormir de por sí. Hice todo lo posible por llenar el ambiente de vibraciones tranquilizantes, con el deseo de que sintieran consuelo y cierta sensación de calma mientras les explicaba que nuestros padres no iban a volver a casa, ni tampoco nosotros…, al menos de momento.
—Sé que es muy difícil de asimilar pero contad con todos nosotros para lo que queráis —les dije con mucho tacto—. Ahora todos somos familia de todos. Y eso significa que velaremos los unos por los otros y nos cubriremos las espaldas. Quiero que sepáis que estoy dispuesta a cuidaros. Estos días no van a ser fáciles y habrá más de uno que quiera renunciar, pero recordad solamente que podemos superar cualquier cosa mientras nos mantengamos unidos.
Cuando terminé mi charla, sentí que a mi alrededor bajaban los niveles de desamparo y angustia. Desde luego la nube de tristeza seguía pendiendo sobre sus cabezas, pero podría haber sido mucho peor. Gracias a Dios que me habían bendecido con el arte de la persuasión…
Al final me ofrecí para escuchar a todos los que quisieran hablar. Lo malo fue que no contaba con que se lo tomaran tan en serio; imaginaba que la mayoría reaccionaría como lo había hecho yo y buscaría un rincón tranquilo de la casa para aislarse hasta sentirse preparado para seguir con su vida.
En lugar de eso, en cuanto paré de hablar se me acercaron varios chicos y tuve que asistir a un derrumbe tras otro. Me hacían preguntas para las que no tenía respuesta. ¿Por qué había pasado eso? ¿Qué iba a ser de nosotros? ¿Cuánto tiempo nos sentiríamos así de mal? Lo único que podía hacer era intentar responderles con la mayor sinceridad, aunque creo que lo único que conseguí fue dejarlos con más dudas que antes.
Era evidente que todos esperaban directrices de mí, se les veía en la cara. Y supongo que no tendría que haberme sorprendido; era la mayor y tenía por costumbre tomar el control de todas las situaciones. Era popular, poderosa y guapa, tres cosas que suelen granjearle a una persona la atención de sus semejantes.
Fue la primera vez que deseé que me tragase la tierra.
Solo al cabo de varias horas logré perderme un rato. Durante una pausa breve en el consuelo de los miembros del aquelarre, me volví e inspeccioné la estancia. Parecía casi igual de llena que al principio, excepto por los que se habían ido justo después de contarles la noticia. La mayoría de los mayores se había quedado para ayudar al resto a lidiar con sus heridas abiertas.
Mientras repasaba al personal, me fijé en una chica que estaba en una esquina y no pude evitar seguir mirándola. Se llamaba Emory y no la conocía muy bien. Era guapa, con una larga cabellera pelirroja y rizada, y parecía tener siempre una sonrisa amable en la cara. Llevaba mucha ropa con flores estampadas: camisas de margaritas, jerséis de lilas, bailarinas con rosas pintadas… Parecía directamente salida de las praderas del Medio Oeste en pleno siglo XIX; si estuviesen cuidadas por brujas en vez de pastoras, claro…
Aunque siempre me había llamado la atención, nunca nos habíamos sentado a hablar ni nada parecido; es más, creo que nunca la había oído hablar, y no porque fuese una creída y no quisiese juntarse con nosotros. Más bien daba la impresión de estar a gusto en cualquier situación, y de que se limitaba a escuchar a los demás. En más de una ocasión me había preguntado si se lo estaría guardando todo hasta el día que pudiese utilizar lo que había aprendido del resto en beneficio propio. Fuera como fuese, siempre había tenido ganas de conocerla mejor pero no había encontrado el momento. Algo me decía que íbamos a pasar bastante tiempo juntas en aquella cabaña.
La observé con curiosidad mientras conversaba en voz baja con los cinco chicos que la rodeaban. Nunca la había oído hablar, y menos aún a un público tan entregado. Intrigada por saber qué les estaba diciendo, me acerqué hasta donde estaban sentados.
—Lo que solemos olvidar en este tipo de circunstancias es que los muertos nunca se van del todo —estaba diciendo con una voz muy relajante—. Están siempre a nuestro alrededor, vigilando, cuidando de que estemos a salvo y guiándonos hasta la siguiente acción correcta. Así que, como veis, en ese sentido, esto no es el fin. Solo tenemos que estar abiertos a oír los mensajes que tienen que darnos y mantener vivo su recuerdo, pues solo honrándolos accederemos a sus poderes.
Me sorprendió su discurso, pero no porque no la creyese; sabía por mi sueño con mi madre que nuestros padres no habían desaparecido del todo. Lo que me impresionaba era el hecho de que viniese de ella. Lo suyo era más que fe en la vida después de la muerte; en mi fuero interno no me cabía duda de que Emory estaba hablando desde la experiencia.
—¿Está mi padre aquí ahora? ¿Puedes verlo? —preguntó una chiquilla. La esperanza era tan manifiesta en su voz que tuve que contenerme y respirar hondo para no ponerme yo también triste.
Emory asintió.
—Claro que está aquí —le respondió con una sonrisa a la chica, que le devolvió el gesto.
Supe que solo aquello ya la había hecho sentirse mejor.
—¿Tiene algún mensaje para mí? —preguntó la pequeña con una mezcla de emoción y nervios.
—Dice que te quiere y que está orgulloso de ti —contestó Emory con una mirada distante en la cara—. Quiere que tengas cuidado y dice que es importante que hagas caso de todo lo que te diga Hadley. Ella sabe lo que se hace y logrará sacarnos de esta.
—¿Le puedes decir que así lo haré, y que le quiero? —pidió la chiquilla con un hilo de voz; en ese momento, sin embargo, se detuvo como si estuviese pensando si añadir algo o no.
Por fin Emory habló de nuevo:
—Él sabe que lo sientes, Anna —le dijo con delicadeza—. Él también lo siente, y no quiere que estés triste por eso. Tú eres su mejor creación.
Una sola lágrima surcó la cara de Anna. En un primer momento pensé que se le había partido el corazón pero entonces comprendí que estaba asistiendo a su curación. Se restregó rápidamente con la mano y la lágrima desapareció, al igual que ella misma, que le dio un fuerte abrazo a Emory, salió de la habitación y se quedó en el porche de la casa bajo la luz del sol.
—Anda, chicos, ¿por qué no descansáis un poco, coméis algo y salís fuera un rato? —les sugirió Emory a los chicos que tenía embelesados ante sí.
Vi dispersarse al grupo, todos con mucho mejor cara que una hora antes. Al punto sentí un respeto renovado por aquella chica a la que apenas conocía y me juré que aprovecharía nuestra estancia en la cabaña para conocer mejor al resto del aquelarre. Estaba empezando a aprender que nada, ni nadie, era lo que parecía.
—Eh, Emory, ha sido increíble —le dije en cuanto los demás no pudieron oírnos—. Lo has hecho de maravilla, creo que has conseguido que se sientan realmente mejor. ¿Cómo lo haces?
Emory me sonrió con timidez antes de bajar la mirada y ponerse a juguetear con la pulsera que tenía en la muñeca, una cadeneta hecha de una planta que se llama velo de novia; aunque no podía asegurarlo, las flores parecían de verdad.
—Pues no sé, siempre he tenido esa habilidad. Se me ha ocurrido que podía serles de ayuda saber que sus padres estaban bien. ¿He hecho mal?
Estaba de veras preocupada por si me había sentado mal, pero eso era lo último que se me había pasado por la cabeza. Lo que estaba era impresionada e intrigada por aquellos poderes naturales que parecía poseer.
—¡Claro que no! Es más, de haberlo sabido, te habría dejado que les dieses tú la noticia.
Emory me miró y vi cómo el alivio le sobrevolaba la cara. La cogí de la mano y la llevé hasta el sofá. Nos sentamos con las piernas cruzadas, como viejas amigas.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —Emory asintió—. ¿Es cierto lo que les has dicho?, ¿puedes ver a nuestros padres? ¿Están aquí de verdad?
Se le agrandaron los ojos y miró alrededor para ver si alguien más estaba escuchando nuestra conversación.
—Claro. Pero no los veo de la misma forma que os veo a vosotros. Es como una sombra de ellos, como si estuviesen en la periferia, ¿entiendes?
—¿Y te hablan? —le pregunté, alucinada por lo que estaba oyendo.
Me hizo recordar la conversación de la noche anterior con mi madre; el encuentro me había confundido tanto que al día siguiente me sentí agotada. No podía ni imaginarme cómo sería hacerlo todos los días. Aunque, al mismo tiempo, ¿no sería increíble poder comunicarse con los muertos?
—Más o menos. Lo que pasa es que no hablan tan alto como tú o como yo, es más bien un susurro —me explicó, con la cara fruncida mientras intentaba poner voz a sus pensamientos—. Tengo que concentrarme mucho para enterarme de lo que me dicen.
—¿Alguien más sabe que tienes esa habilidad? —le pregunté.
—Solo mis padres y unos cuantos mayores Cleri. O al menos lo sabían… La gente te empieza a mirar raro cuando les dices que ves muertos. No mola tanto como lo pintan en televisión. Es una especie de billete de ida al manicomio.
Puse los ojos en blanco.
—Qué me vas a contar a mí… Si alguien entiende lo que es tener habilidades que nadie más comprende, esa soy yo —le dije con una sonrisa divertida—. Es alucinante, Emory; es lo que te hace especial y, aunque la gente no lo entienda, es un poder increíble. Tengo que admitir que me da un poco de envidia.
En los ojos de Emory se entrevió de repente un asomo de orgullo. Me recordó a cuando le revelé mis poderes por primera vez a otra persona con inclinaciones mágicas. Cuando comprendí que no tenía intención de juzgarme, fue como si el agujero de mi corazón, que siempre había estado repleto de miedo, se llenase de confianza y aceptación. En otras palabras, fue una experiencia que me cambió la vida.
Y en ese momento, en cierto modo, yo le estaba haciendo ese mismo regalo a Emory.
—¿Te importa si te mando a más chicos para que hables con ellos si lo necesitan? —le pregunté—. Tengo la impresión de que eres capaz de ayudarlos de un modo que ninguno más puede.
Sentí cómo manaba la alegría en ella igual que si fuese mía. Quién sabe, tal vez era la suma de lo que sentíamos ambas. Poco importaba, lo principal era que nuestro aquelarre tuviese a alguien que pudiese ser sus ojos y sus oídos al otro lado. Se trataba de un recurso preciosísimo ahora que ya no teníamos acceso a los mayores.
Me levanté del sofá y alisé las arrugas que se me habían formado en la ropa. La charla me había dejado bastante aturdida y necesitaba un rato a solas para procesar cómo afectaría todo aquello a lo que estábamos haciendo en la cabaña. Cuando me dispuse a marcharme sentí una mano cálida en mi brazo y vi que Emory estaba reteniéndome.
—Hadley, hay algo más —me dijo mirándome a los ojos—. Tu madre está aquí y me ha insistido en una cosa, dice que es importante que lo sepas.
El corazón empezó a latirme con fuerza y miré alrededor como si de pronto fuese a ver a mi madre allí, con los brazos en jarras, esperando a que le prestase atención. Por supuesto, no había nadie más en la sala. Volví a mirar a Emory y esperé a que me diese el mensaje que mi madre tenía para mí.
—Dice que debemos empezar a entrenar de nuevo, que no estamos preparados para lo que se nos viene encima —me dijo muy seria.
Tenía los ojos fijos en algún punto por encima de mi hombro derecho, y eso me hizo girarme, pero no vi más que una pared llena de fotos familiares alrededor de tres palabras pintadas en dorado: «Respira, relájate, vive». Era una de las frases preferidas de mi madre.
Me volví de nuevo hacia Emory, totalmente convencida de que mi madre estaba allí en la cabaña con nosotras. Se me humedecieron los ojos pero contuve las lágrimas. Ya lloraría luego.
—Hadley, dice que no te fíes de nadie, que hay gente que crees que es buena pero no lo es, que a veces tienes que escuchar a tu cabeza y no a tu corazón. Y que nunca subestimes a tus enemigos, sería tu perdición.
—Espera, ¿de quién no puedo fiarme? —le pregunté, esa vez susurrando para que nadie oyese nuestra conversación. Si algún miembro del aquelarre tenía segundas intenciones, no podía arriesgarme a que descubriesen que lo sabíamos.
Emory parpadeó varias veces y empezó a mirar alrededor con los ojos desencajados. Por fin volvió a fijarme con la vista, desesperada.
—Se ha ido.
Me sorprendió la pena tan profunda que me entró al oír aquello. No había hablado con ella ni la había visto con mis ojos, pero solo saber que había estado allí y había vuelto a irse fue como perderla de nuevo.
—Hadley, ¿qué ha querido decir? ¿Se refiere a uno de nosotros? ¿Hay un enemigo dentro de los Cleri?
Sacudí lentamente la cabeza, sintiendo un escalofrío por la columna al recordar las palabras de mi madre.
—No lo sé seguro —respondí, con la cabeza dándome vueltas y el miedo dando paso a la ira—, pero que Dios se apiade de él si es así.