Capitulo 9

El trayecto hasta la cabaña no tendría que habernos llevado más de hora y media, pero entre que éramos tres coches y 12+1 personas, tuvimos que pararnos prácticamente cada veinte minutos, bien para comer bien para repostar gasolina o ir al baño. Uno no aprende lo pequeña que puede tener alguna gente la vejiga hasta que no se va de viaje con ella.

«¡Se le llama aguantar las ganas, colegas!».

Para cuando llegamos a nuestro destino, estaba tan contenta de no tener que hacer más paradas que a punto estuve de salir brincando del coche y besar la tierra sin tan siquiera echar el freno de mano. Ni que decir tiene que no lo hice…, porque ¿qué clase de ejemplo daría al resto del aquelarre? Nadie respeta a una besasuelos.

En lugar de eso bajé las ventanillas y respiré el aire fresco que viene de fábrica en altitudes superiores a la media. Vi el refugio familiar, que me pareció más pequeño de lo que recordaba, aunque supongo que entraba dentro de lo normal, pues la última vez que había estado allí no era más que una cría. Todo parece enorme cuando no mides más de cinco palmos. En cualquier caso, aunque no era la mansión que había estado imaginándome por el camino, tampoco podía calificarse de pequeña; algo positivo teniendo en cuenta que estábamos a punto de llenarla hasta los topes.

Aparqué el coche delante de la cochera porque no tenía el mando para abrirla y, al apagar el motor, me recreé en el silencio momentáneo. No me molesté en esperar a que todos se bajaran del coche para salir y estirar los brazos después de aquel trayecto largo y tortuoso.

Todo el mundo tiene un límite, es imposible no hartarse de un juego de viaje tras otro, y yo comprobé que era incapaz de identificar escarabajos Volkswagen; si a eso le sumáis que tampoco estaba del mejor humor, estaba cantado que no volvería a jugar a adivinar marcas nunca más en mi vida.

Pero ni siquiera eso podía ponerme de mal humor ahora que habíamos llegado. Hacía un fresco agradable, sin llegar al frío, y me daba la impresión de poder respirar con más facilidad. Y Dios sabía lo mucho que íbamos a necesitar todos un poco de aire fresco en el par de días siguientes. No pude evitar sonreír al pensar en mi madre allí, en aquel lugar donde había pasado casi todos los veranos de mi infancia.

A mi derecha, pasada la cochera, estaba el cobertizo que un verano me dio por convertir en mi cabaña particular. No sé cómo conseguí convencer a mis padres de que me dejaran despejar aquel lugar que hacía las veces de trastero (y, cuando digo «despejar», me refiero a coger todas las herramientas de mi padre y amontonarlas en la cochera) y convertirlo en mi santuario personal. Pertrechada con un viejo camastro, mi mantita, mi pandilla de peluches, varios almohadones, unas cuantas fotos enmarcadas, una montaña de revistas, un puñado de libros y mi radio-CD a pilas, decoré mi nuevo cuarto como solo una preadolescente podía hacerlo.

Fantaseé durante horas sobre cómo pasaría el resto del verano en mi cobertizo sin ventanas y lo alucinante que iba a ser tener por fin una casa para mí sola. No se me pasó por la cabeza que un sitio tan diminuto no fuese nada de lo que estar muy orgullosa. Con todo, tras mi mudanza oficial, colgué un cartel que pedía a los visitantes que por favor tuvieran a bien «llamar antes de entrar» (lo que, reconozcámoslo, era mi manera pasivo-agresiva de mantener a raya a mis padres) y después me pasé las dos primeras horas escuchando CD, leyendo revistas y repanchingándome en mi cama nueva.

Cuando por fin fue anocheciendo y el cobertizo se sumió en la oscuridad, empecé a notar ciertos indicios de que tal vez la Operación Libertad no era un plan tan perfecto como había creído. De entrada, con el sol poniéndose tan temprano, tendría que irme a la cama varias horas antes de lo normal, simple y llanamente porque no tenía electricidad en el cobertizo y no se me había ocurrido llevar una linterna conmigo; además, me había dejado mi botín secreto de chucherías arriba, en mi antiguo cuarto. Por último, cuando se me llenó la vejiga, supe que había acabado la fantasía de tener vivienda propia con nueve años: ¡de ninguna manera iba a orinar en medio del bosque a cambio de un poco de intimidad!

Así fue como puse todas mis cosas en el centro de la mantita y las arrastré de vuelta a la cabaña. Aunque no me lo dijeron, creo que mis padres siempre supieron que iba a volver y por eso no se molestaron en discutir conmigo cuando anuncié que «me mudaba». Recuerdo que me enfurecía que siempre fuesen un paso por delante de mí.

En esos momentos habría discutido de buena gana con ellos si eso hubiese significado que volvíamos a estar los tres juntos.

Se me borró la sonrisa de la cara y metí las manos en los bolsillos de mis leggins de cachemir. Se los había visto puestos a una actriz de mi serie favorita hacía unas semanas y me pareció que eran elegantes sin renunciar a la comodidad, por no hablar de que me hacían un culo estupendo… No era que intentase impresionar a nadie allí en medio del campo, pero siempre he sido una firme defensora de que arreglarte cuando te sientes como una mierda hace maravillas por la autoestima. Mi lema es: «Que te sientas como una mierda no significa que tengas que parecer una mierda».

—Uau, Hadley, ¡este sitio es la caña! —me dijo Sascha al pasar por delante de mí camino de la cabaña para verla más de cerca—. ¿Cómo es que te lo tenías tan callado?

—Ya ves —añadió Fallon—, con un sitio así te ligas a cualquier tía.

—¿Te das cuenta de que antes de nada tienes que convencer a una para que venga hasta aquí, Fallon? —le pregunté.

Dejó de examinar las inmediaciones para volver la vista y mirarme.

Vaya, mucho había durado ya mucho nuestro alto el fuego… Tendría que volver a andarme con cuidado.

—No, pero, en serio, Had, este sitio es alucinante —comentó Jinx, al volumen justo para que solo yo la oyera, cosa que no le costó mucho porque, para mi sorpresa, se las había arreglado para ponerse detrás de mí, mientras yo soñaba despierta con mi cabaña.

—Sí, es bastante chula —concedí.

Lo malo era que todo allí me traía a la memoria a mis padres, lo cual me recordaba a su vez que no tendría nuevos recuerdos con ellos, al menos no con mi madre. Aquello volvió a sumirme en la tristeza, pero me apresuré a sacudir la cabeza para intentar librarme de ella.

—Anda, chicos, ¿por qué no cogéis vuestras cosas y entramos? —les propuse, obligándome a pensar en lo que estábamos haciendo y no en lo que nos había llevado allí.

Volví arrastrando los pies hasta el coche para coger mi bolsa de deporte con todo lo esencial: ropa, maquillaje, productos para el pelo, el Cosmopolitan (la Biblia de la chica popular) y demás cachivaches, con la foto que había cogido de casa encima de todo… Y luego volví a la puerta de entrada.

Cuando caminaba hacia la casa, me fijé en que estaban todos en fila delante de la puerta, como las animadoras al principio de los partidos; aunque nadie estaba animándome.

Cómo echaba de menos animar… Sobre todo porque mi escuadrón iba a hacer la coreografía que llevábamos semanas practicando durante el partido de esa misma noche. Apunté en mi agenda mental que tenía que llamar a mi entrenadora para avisarla de que había tenido una emergencia familiar y de que no podría ir. Saber que iba a decepcionar a mi equipo me revolvió el estómago, pero, dada la situación, no veía otra salida: no era cuestión de poner en peligro mi vida y las del resto del aquelarre solo por animar en la formación inicial. No, alguna de las suplentes tendría que ofrecerse para ocupar mi puesto.

Pero que quedase clarito: no sería para siempre.

—¿Tienes la llave? —me preguntó Sascha, que me devolvió de golpe al presente. Era la que estaba más cerca de la puerta y una de las pocas que había conseguido empaquetar casi todo su cuarto en menos de tres bolsas. Llevaba los brazos cargados de mochilas, almohadas, mantas e incluso un peluche que parecía masticado y escupido por una lavadora-secadora. Me quedé mirando lo que seguramente había sido un elefante en otros tiempos y luego enarqué una ceja, inquisitiva—. ¿Qué? Al señor Mimosín III no le gusta quedarse solo —me contestó muy seria.

No me molesté en discutir con ella porque estaba deseando entrar para poder escaquearme un rato e intentar pensar en la siguiente fase del plan. No me llevó mucho pasar por delante de todos y ponerme ante la puerta.

—Pásame las llaves y yo abro —me dijo Fallon apareciendo detrás de mí e ignorando el hecho de que todos estaban esperando pacientemente su turno para entrar.

—No tengo llaves.

—¿Estás de coña? Entonces, ¿para qué hemos venido? —me preguntó con desdén, pero enseguida puso mirada de diablillo y añadió con entusiasmo—: ¿Tenemos que entrar por las ventanas?

—No, so petardo. No se abre con llave —le expliqué, y acto seguido puse la mano delante de mí, con las yemas de los dedos a escasos milímetros de la puerta.

Hasta donde alcanzaba mi memoria las puertas nunca se habían cerrado a la manera tradicional: nada de cerrojos, ni llaves, ni preocupaciones. Mis padres me habían contado que desde que la cabaña pertenecía a la familia sus habitantes habían tenido una forma exclusiva de ir y venir: utilizar nuestra firma mágica para acceder a la casa.

Veréis, la magia de cada persona tiene identidad propia, una especie de ADN mágico. Y nuestra cabaña solo se abría para aquellos que compartían nuestro linaje. No estaba nada mal: nunca había tenido que preocuparme por perder las llaves.

Cerré los ojos y me concentré para que mis poderes fluyeran por las yemas de mis dedos y penetrasen la barrera invisible que rodeaba la casa. En cuestión de segundos noté cómo desaparecía y giré entonces el pomo.

—Hogar, dulce hogar —dije al tiempo que traspasaba el umbral y percibía el aroma característico de nuestra cabaña familiar.

Entré en el salón, que estaba a mi izquierda. Todo el mundo amontonó las cosas detrás de mí y se fueron por su cuenta a explorar la casa, dejándome a solas con mis pensamientos.

—Podéis quedaros con el cuarto que queráis salvo el de arriba —les dije mientras comprobaba que todo seguía como la última vez que había estado allí.

—¿Su Majestad no quiere que los plebeyos invadan sus aposentos? —me preguntó Fallon con su sarcasmo habitual desde el pasillo.

—El de arriba es el cuarto de mis padres. Y no creo que les gustase que metiese dentro a un puñado de chiquillos —le expliqué fulminándole con la mirada. No tuve que decir mucho más para callarle la boca, y disfruté del silencio que siguió—. Como he dicho, podéis ocupar cualquier cuarto que queráis menos ese.

Recorrí el salón pasando la mano por varios objetos al tiempo que iba redescubriendo el lugar. El sofá conservaba el tacto suave y seguro que me encantaba de pequeña. Me di cuenta de que la microfibra era un material bastante vulgar, pero de pequeña lo llamaba «la nube» porque era tan blando que pensaba que estaba de verdad hecho de esa golosina.

Sin detenerme seguí hasta la chimenea, donde solíamos apretujarnos en las noches frías. Cuando tuve la edad suficiente para acarrear leña, empecé a encargarme de cambiar los troncos antes de que las ascuas se apagaran. Me tomaba muy en serio mi misión y nunca permitía que el fuego bajase más de la cuenta. Aunque todavía no hacía frío para necesitar calor suplementario, las viejas costumbres nunca mueren, y sentí entonces la urgencia de recoger leña antes de que se pusiera el sol.

Sin embargo, en lugar de eso salí de la estancia y me dirigí a la planta de arriba, dejando atrás a varios críos por el camino. Algunos de los mayores estaban discutiendo por ver quién se quedaba con qué cuarto, pero yo estaba demasiado concentrada en lo que me disponía a hacer para mediar en el conflicto.

Al llegar a la puerta blanca puse la mano sobre la superficie fría y a punto estuve de llamar, sin recordar que no necesitaba permiso para entrar porque no había nadie. La abrí y traspasé el umbral casi con la esperanza de que mis padres estuviesen allí, deshaciendo las maletas y manteniendo una de esas conversaciones privadas que tenían cuando creían estar solos. Pero el silencio reinaba en la habitación, hasta tal punto que oía el aire que me entraba por los oídos, un sonido de lo más irritante. Llevada por la necesidad de rellenar el espacio vacío con algo que no fuesen mis pensamientos, cogí el mando del televisor y lo encendí.

Fui zapeando hasta que me encontré con un maratón de The O. C. Me recosté entonces en los almohadones de la cama de mis padres y me dejé embargar por el drama de la vida privilegiada de adolescentes guapos con mansiones a pie de playa. ¿Por qué no podía ser mi vida más parecida a eso? Hogueras, rencillas, fiestas de lujo y madres borrachas que se acuestan con los novios menores de edad de sus hijas… Hasta eso habría sido un camino de rosas en comparación con lo que era mi vida en aquel momento. A esas alturas no podrían ni hacer una serie sobre mí porque los espectadores se angustiarían tanto que no volverían a verla.

Mi oportunidad de alcanzar la fama en la televisión se había ido por el sumidero…

Cuando pusieron anuncios, mi mente volvió a la realidad y me vi obligada a reconocer dónde estaba y por qué. Volví la cara a un lado y aspiré con fuerza el olor de los almohadones. El fuerte aroma a detergente explosionó en mi cabeza pero por debajo noté indicios de algo más: mis padres. Me llegó el olor penetrante a cítrico del perfume de mi madre y el aroma almizclado del desodorante de mi padre. Aunque se habían disipado con el tiempo, habría reconocido aquellos olores en cualquier parte, y me hacían sentir como si estuvieran allí a mi lado.

Me tumbé bocabajo, metí la cara entre los cojines y dejé una vez más que brotaran las lágrimas. Lloriqueé como una cría, dejando que se apoderara de mí el desconsuelo y me sacudiese el cuerpo como un terremoto. Gracias a Dios que había cerrado la puerta, porque habría preferido morir antes de que el resto del aquelarre me viera así: frágil, cansada y destrozada. No, era importante que mantuviera las apariencias y que al menos diese la impresión de tenerlas todas conmigo.

Sabía que no podría mantener en la inopia a la gente durante mucho más tiempo; querrían saber qué estaba pasando y yo iba a tener que contarles que sus padres habían muerto y que jamás volverían a verlos. Mi yo más testarudo salió a flote y se negó a la idea. ¿Por qué tenía que cargar con todo ese peso? Yo no había firmado en ningún sitio para ser la portavoz de los Cleri y empezaba a fastidiarme la idea de tener que preocuparme por todo el mundo. Además, a nadie parecía importarle cómo me sintiera. ¿Hola? ¡Mi mundo también estaba patas arriba, jolín!

Mientras mis pensamientos se daban un festival de autocompasión, empecé a darme cuenta de lo egoísta que sonaba y me sentí culpable al instante, lo que solo me hizo gimotear aún más.

—¡Bienvenido al O. C., capullo!

De repente escuché la frase más famosa de la serie, de boca de uno de los personajes más cachas pero también más creídos, y me obligué a prestar atención.

En esos momentos cualquier vía de escape de la realidad me venía de perlas y estaba convencida de poder extraer sabiduría de casi cualquier situación.

Así que… ¿qué podía aprender de los chicos del condado de Orange?

Bienvenida al mundo real… En ocasiones es una mierda… Incluso para gente guapa como nosotros…

Conforme iba comprendiendo todo aquello, me fui incorporando en la cama y presté atención a lo que ocurría en la pantalla. Me enjugué las lágrimas de la cara, que debía de tener enrojecida, y vi con asombro cómo el protagonista se levantaba del suelo después de la paliza que le había dado el cachas descerebrado y se alejaba solo. En lugar de volver a su ciudad, a Chino, humillado y desmoralizado, se quedó y no dejó que las circunstancias lo superasen.

Me quedé sin palabras.

Si un chaval que se había criado en el gueto de California se las arreglaba para perseverar y acabar viviendo en la casa de la piscina de una mansión con vistas impresionantes y una novia con un culo tremendo, entonces yo tenía que poder superar lo que estaba pasando en mi vida. ¿Estaban del todo justificados mis sentimientos? Desde luego. ¿La muerte de mi madre me dolía como si me hubiesen arrancado un órgano vital? Sin lugar a dudas. Pero ¿iba a permitir que me destruyera a mí y a todo por lo que había luchado? ¡Ni de coña! Una It-girl nunca se achanta ante los desafíos.

A pesar de que era solo una serie, había mucho que aprender sobre el mensaje que transmitía: tenía que contraatacar; si no, estaba condenada a una vida de miseria, una vida de fracasada.

Sin embargo, teníamos mucho que hacer antes de poder recuperar siquiera algo de lo que nos habían arrebatado en los últimos días. Y para ser sincera, no tenía muy claro que todos mis compañeros estuviesen preparados para lo que tenía en mente.

Eso sí, una cosa estaba clara: se había acabado el llorar en mi cuarto, sola y desamparada. Era hora de retomar el papel de líder del grupo; tenía que recuperar mi poder, y no solo por mí sino por el resto de los Cleri. Porque la mierda estaba a punto de llegar al ventilador y no tenía intención de dejar que me salpicara…