Capitulo 8

De primeras entreabrí los ojos solo un poco, sin tener aún claro si estaba lista para levantarme o no. Al ver que me encontraba en mi cuarto, a salvo y bajo los edredones, con la intensa luz de la mañana colándose por las persianas, no pude evitar sonreír levemente. Me disponía a darme media vuelta y seguir durmiendo cuando los acontecimientos de la noche pasada acudieron en tropel a mi cabeza.

Me incorporé de golpe en la cama y me quedé mirando la puerta, en busca de cualquier indicio de que lo que había visto la noche anterior había ocurrido de verdad: que mi madre estaba en casa, a salvo, y todo iba a salir bien.

Salté de la cama y bajé corriendo las escaleras, creyendo firmemente que me la encontraría delante de los fogones cocinando como una descosida, que era lo que hubiésemos hecho de estar ella allí. Los fines de semana los reservábamos para nosotras; entre semana apenas teníamos oportunidad de desayunar juntas porque yo iba con prisas al instituto y ella siempre quería llegar puntual para abrir la tienda. Por eso los sábados aprovechábamos para relajarnos y ponernos al día. Me hacía gofres o tortitas coronadas con huevos y beicon. Si estaba de especial buen humor, me sorprendía con unas tortitas de cara sonriente, con los ojos y la boca hechos con bolitas de chocolate.

Aunque nunca se lo habría confesado, me pasaba la semana esperando que llegase ese día. Y en aquel momento esperaba con toda mi alma que estuviese allí una vez más, haciendo gofres y esperando a que me levantara para pasar juntas un tiempo que nos servía para estrechar lazos. Cuando por fin entré en la cocina tenía el corazón como una montaña rusa bajando a cien por hora por los raíles.

Y entonces vi que no había nadie.

Un repaso rápido me hizo ver que no quedaban huellas de la noche pasada: no había rastro de las galletas ni ninguna taza con una bolsita de té seca colgando del borde; nada confirmaba que lo que había vivido había ocurrido de verdad. Y aun así, estaba convencida de que era cierto; en mi fuero interno sabía que mi madre había venido a verme en plena noche.

E igual que estaba convencida de todo eso, sabía con absoluta certeza que la había perdido para siempre.

Su ausencia empezó a golpearme a oleadas, al principio de forma lenta y suave para más tarde aumentar hasta un dolor casi paralizante que me surgía del pecho, me subía por la garganta y se me descargaba por los ojos. Cuando no pude contenerme más, me permití por fin llorar. Una convulsión me recorrió el cuerpo al dar rienda suelta a todo el miedo y la angustia que llevaba acumulando en mi interior durante la última semana. Tenía que cambiar de actitud pero no sabía cómo, segura como estaba de lo que le había pasado a mi madre. Con toda probabilidad ella era la persona más cercana a mí, y había desaparecido para siempre. ¿Cómo se supone que se lidia con eso? ¿Cómo iba a seguir adelante sin ella?

—¿Has tenido una pesadilla o algo? —me preguntó una voz por detrás. Me volví para ver quién me hablaba y casi dejé escapar un gruñido al comprobar que era Fallon.

Genial: la última persona del mundo a la que quería ver en ese momento estaba allí en mi cocina, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisilla maliciosa en la cara.

Cuando vio que estaba llorando, se le suavizó la cara y dejó caer los brazos a los lados. Me sorprendió aún más que se acercase a la mesa y viniese a sentarse frente a mí. Me enjugué la cara, en un intento de ocultar las lágrimas, pero lo único que conseguí fue restregarme aún más el rímel por las mejillas. Al ver las manchas negras en el dorso de la mano, suspiré y cogí una servilleta del centro de la mesa.

—¿Qué quieres, Fallon? —le pregunté con más acritud de lo que pretendía.

Me quedé a la espera de una réplica sarcástica pero, en lugar de eso, se me quedó mirando de una forma muy rara. Si no lo conociera tan bien, habría dicho que parecía apenado por mí. Eso no era posible, sin embargo: estábamos hablando de Fallon.

—¿Estás bien? —me preguntó con una voz sorprendentemente tranquila, casi comprensiva.

Estuve a punto de increparle, de gritarle que no se riera de mí, pero sospeché que me lo había preguntado en serio. Me quedé tan descolocada que tuvo que preguntármelo una segunda vez para que terminase de creerlo.

Me dieron ganas de decirle que se metiera en sus asuntos, pero no tenía energía para portarme mal con Fallon; al menos no esa mañana. Además, no parecía muy apropiado tomarla con él cuando parecía estar enarbolando la bandera blanca en nuestra guerra de enemistad.

—Si te soy sincera, no mucho —respondí por fin. Me miré las manos para evitar sus ojos… porque ¿cómo le cuentas a alguien algo así?, ¿que tu madre está muerta, igual que sus padres? ¿Cómo pudo pensar mi madre que yo era capaz de hacer esto no una sino doce veces? Me ponía mala solo de pensarlo.

—Mira, Fallon, ha pasado algo muy serio y mucho peor que cualquier cosa que me haya ocurrido nunca. Tengo que contároslo a todos pero la verdad es que no sé cómo. No me veo… —Me quedé sin habla y tuve que pararme a pasar el nudo que se me había formado en la garganta—. No me veo con fuerza suficiente para hacerlo.

No tenía ni idea de por qué estaba sincerándome así con él, pues al fin y al cabo era la persona con la que peor me llevaba del mundo; por no hablar de que mostrar debilidad iba en contra de todas mis creencias, especialmente ante el enemigo. Sin embargo, por mucho que lo intenté, no fui capaz de mantener la coherencia; ya bastante tenía con estar allí sentada sin venirme abajo, de ninguna manera podría haber jugado también a ese juego. Sabía que cabía la posibilidad de que mi desliz me saliera por la culata y Fallon utilizase nuestra conversación íntima en mi contra. Pero ya no podía soportar más la responsabilidad que habían depositado sobre mis hombros, y Fallon estaba pidiéndome que la compartiera con él.

—Utiliza la estrategia de la tirita.

—¿De qué?

Me miró con incredulidad pero supe que no lo hacía por fastidiarme.

—Pues ya sabes: si te quitas una tirita poco a poco, sientes hasta el último pelillo que te arranca del cuerpo y duele a morir. Pero si la quitas de un tirón —dijo, e hizo un movimiento rápido como tirando sobre una herida imaginaria—, es mucho más rápido y duele mucho menos.

Enarqué las cejas.

—Venga, pero si es cultura general, Hadley —me dijo en tono burlón—. ¿De qué planeta vienes?

—Yo no me quito las tiritas, yo utilizo magia para que desaparezcan —esgrimí—. ¿Por qué iba nadie a querer quitarse una tirita porque sí? Bueno, a no ser que te vaya el rollo masoca, lo cual… —Dejé sin terminar la frase mientras lo miraba con las cejas enarcadas.

—Vale, vale, lo que tú quieras, pero ¿lo pillas o no? Dínoslo rápidamente y así nos dolerá menos. No lo pienses, hazlo sin más. —Me miró entonces fijamente a los ojos y lo repitió, más como una orden que como una sugerencia—: Hazlo.

Respiré hondo y le hice caso:

—Hubo un incendio en el sitio donde se reunieron nuestros padres la otra noche y no consiguieron salir —solté sin más, aunque incapaz de mirarlo a los ojos mientras lo decía—. Fallon…, no sobrevivió nadie.

El silencio inundó la estancia, y solo al cabo de medio minuto me atreví a mirar de reojo a aquel chico al que acababa de destrozarle la vida. Me sentía horrible por ser yo la que le daba la noticia, pues sabía lo mucho que dolía. Fallon estaba intentando asimilar que la vida que había llevado hasta el momento había terminado, que tendría que pasar mucho tiempo para que volviese a sentirse a salvo, y lo peor de todo: que estaba solo.

Aunque no era cierto, porque todos nos encontrábamos en la misma situación.

Cuando por fin pude mirar a Fallon, vi que estaba con los ojos clavados al otro lado de la ventana de la cocina, con el cuerpo inerte, como si se hubiese quedado congelado en el sitio. Tenía la boca tensa, en una línea recta, pero, aparte de eso, no lograba imaginar qué le pasaba por la mente. Aunque me daba miedo averiguarlo, tenía que ver si estaba bien; a fin de cuentas, había sido yo la que le había hecho aquello.

Alargué la mano y se la puse en el brazo con la esperanza de darle cierto consuelo. Sin embargo, en cuanto lo rocé, se apartó y volvió la vista hacia mí.

—Bueno —dijo respirando hondo—, ¿y qué vamos a hacer ahora?

Aunque no me esperaba aquella reacción, me alegró no tener que ponerme tierna con él. No llevábamos ni diez minutos con nuestro alto el fuego y no tenía ni idea de cuánto duraría. Además, no veía cómo podía ayudarlo yo a superar su pérdida cuando todavía estaba lidiando con la mía.

—Creo que lo primero es que salgamos de aquí y nos vayamos a un sitio donde no puedan encontrarnos los parricistas.

—¿Alguna sugerencia?

Recordé entonces la propuesta de mi madre, nuestra cabaña familiar, y asentí.

—Sí, creo que sí.

—Vale, ¿y luego?

—Pues después, una vez que estemos a salvo, se lo contaré al resto —le dije profundamente disgustada con esa parte del plan. Pero quién sabe, a lo mejor todo el mundo reaccionaba igual de bien que Fallon… Aunque lo veía bastante improbable, a esas alturas las mentiras que me contaba a mí misma eran lo único que me impedía meterme debajo de la manta y negarme a salir por el resto de la década.

—Vale, pues entonces vamos ya —me dijo Fallon levantándose de la silla.

—¿Arrancamos la tirita?

—Arranquémosla.

No tenía claro que aquella fuese la forma más fácil y menos dolorosa de hacer las cosas pero, llegados a ese punto, ¿qué podía perder?

En cuanto tomé la decisión de salir de allí, me di cuenta de lo peligroso que era que siguiésemos en la casa. Cada minuto que pasaba hacía más factible la posibilidad de encontrarnos con la misma gente que había perseguido y dado caza a nuestros padres, y aún no estábamos preparados para eso.

Así fue como Fallon y yo hablamos con los chicos del grupo que tenían coche (y carné) y les explicamos que era importante salir de allí cuanto antes. Yo me había hecho a la idea de que me interrogarían sobre el cambio de localización pero, en cambio, lo aceptaron sin más y me ayudaron a reunir al resto. A los más pequeños les dijimos que íbamos a hacer una excursión para una lección de magia improvisada.

No era del todo mentira, y gracias a mis poderes de persuasión logré meterlos a todos en tres coches y estar listos para partir en cuestión de media hora. Una vez que hubieron salido todos, me senté en el sofá y me quedé observando la casa en la que había vivido desde que nací. Aunque había pasado mucho tiempo a solas en ella, nunca la había sentido tan vacía. Mi mirada recayó en el retrato familiar de hacía seis años que había en la mesa auxiliar: yo estaba entre mi madre y mi padre, los tres vestidos de blanco. Aquel fin de semana habíamos ido de viaje a la costa y mis padres habían tenido que sacarme a rastras de la playa y del pareo para que posase en la foto. Les dejé muy claro que era un ultraje que me apartasen de las olas y de los amigos que acababa de hacer, y se lo demostré por medio de pataletas y chillidos mientras me llevaban a la casa de la playa, me obligaban a ducharme y me metían el vestido por la cabeza.

Cuando me sacaron fuera y me sentaron en el murete que separaba el paseo marítimo de la playa había dejado de pelear. Pero no porque me hubiese rendido, no; de pequeña tenía unos pulmones que habrían sido la envidia de cualquier reina del cine de terror. No, era porque ya tenía otro plan en mente.

Como no pasaba nadie más por la playa, mi padre tuvo que poner el temporizador de la cámara para sacar la foto. Nos cuadró con el visor de la cámara, pulsó el botón y salió corriendo hacia nosotras para ponerse a mi lado. Yo quedé en el centro, con la mirada clavada en la lente de la cámara.

Cuando se encendió la luz que nos avisaba de que iba a hacer la foto, puse los ojos bizcos y saqué la lengua. En cuanto oí el clic, relajé la cara y le pregunté a mis padres:

—¿Puedo volver ya con mis amigos?

—Claro. ¿Has visto como no era para tanto? —me dijo mi madre mientras yo corría ya de vuelta a la casa para enfundarme mis shorts vaqueros.

Antes de llegar a la puerta oí a mi padre decir:

—Va a ser la mejor fotografía familiar de toda la historia.

Reí entre dientes al pensar en la sorpresa que iba a llevarse cuando revelase el carrete al cabo de unas semanas. A mi padre no le gustaban las cámaras digitales e insistía en hacer fotografías a la vieja usanza, lo que suponía que no había pantalla donde repasar las instantáneas una vez captadas.

En cierto modo mi padre no se había equivocado: con el tiempo aquella fotografía se convirtió en mi favorita. Y aunque ellos siempre ponían mala cara cuando la veían, yo sabía que en el fondo también era su preferida.

Creo que fue por entonces cuando mis padres empezaron a comprender que yo sabía muy bien lo que quería y que haría cualquier cosa para salirme con la mía.

Me rodó una lágrima por la mejilla y me cayó en la mano.

Ya no habría más fotos familiares, comprendí, y aquella constatación me dejó casi sin aire; tuve que obligarme a respirar hondo varias veces. Alargué la mano y pasé el pulgar primero por la cara de mi madre y luego por la de mi padre.

Papá.

A esas alturas no tenía ninguna prueba de que estuviese vivo o muerto, aunque sabía que, si los parricistas habían logrado localizar al resto del aquelarre, también lo encontrarían a él dondequiera que estuviese. Le había llamado al móvil en cuanto me enteré de lo que había pasado pero tenía el buzón de voz lleno; después había probado a dejarle un mensaje en el hotel donde se hospedaba pero no me había devuelto la llamada. Tenía que hacerle saber que estaba bien y cómo encontrarme en caso de que consiguiera burlarlos y volver a casa.

Arranqué una hoja de una libreta y empecé a escribir:

Querido papá:

No estoy segura de si leerás esta carta —es más, no sé si la leerá alguien alguna vez—, pero en caso de que la estés leyendo quiero que sepas que estoy bien. Han ocurrido unas cuantas movidas complicadas en tu ausencia… Bueno, tengo que irme… todos tenemos que irnos.

Pero no te preocupes por mí, tengo un plan. Si recibes esta carta y quieres venir a buscarme, vamos a ir al sitio donde me enseñaste a montar en bici. Mamá me dijo que allí estaríamos a salvo…

Por cierto, hablando de estar a salvo… ninguno lo estamos. Los parricistas han vuelto y están dispuestos a atraparnos a todos. Pero no te preocupes, recuerdo bien lo que hablamos y te prometo que seguiremos entrenándonos. No permitiremos que nos cojan.

Cuídate, por favor, ¡y que sepas que te quiero!

Amor eterno,

HADLEY

Cuando terminé de escribir la nota, la doblé hasta que me cupo en la palma de la mano, atravesé la cocina y asomé la cabeza por la puerta de atrás. Mi mirada aterrizó sobre una roca que había al lado, pintada de amarillo y verde, con un BIENVENIDOS escrito en grandes letras que parecían pompas. La había dibujado yo cuando tenía seis años y mis padres nunca me habían dejado pintar encima.

Cogí la piedra, le di la vuelta por la parte plana y pasé los dedos por la superficie pulida y dura. A continuación cerré los ojos y me apresuré a decir:

Escondimus apertum.

En cuanto lo dije surgió un hoyo donde había estado la piedra. De pequeña solíamos usarlo como solución para guardar las llaves de la casa, aunque casi desde el principio mi padre tomó por costumbre esconderme notitas secretas; me dejaba chistes o mensajes inspiradores, y a veces se limitaba a decirme que me quería. Era nuestro secreto especial. Yo también le dejaba notas, pero, cuando me hice mayor y empecé a ir al instituto, me dieron una llave propia y los mensajes se terminaron.

Así y todo, tenía que confiar en que encontraría mi nota si la buscaba…, si volvía a casa en algún momento. Se me saltaron las lágrimas una vez más y metí la carta bajo la piedra, que volví a sellar antes de derrumbarme del todo.

Sacudí la cabeza y parpadeé varias veces para deshacerme de las lágrimas.

—¡Hadley! Ya estamos listos. ¿Vienes o qué? —me llamó Sascha desde la puerta de la calle.

Entré en la casa y eché el cerrojo de la puerta de atrás.

—¡Ya voy!

Regresé por el salón, cogí el marco con la fotografía y me lo apreté contra el pecho; quería algo que me recordara mi casa, en caso de no poder volver nunca.

Me eché las bolsas al hombro y salí para reunirme con el resto del aquelarre. En cuanto cerré con llave, me volví para contemplar mi vecindario, quizá por última vez. Todo lo que me rodeaba me hacía sentirme arropada. Después de diecisiete años de corretear, de jugar al escondite o al pilla-pilla y, en los últimos tiempos, de buscar sitios para besar a chicos donde mis padres no me viesen, me lo conocía como la palma de la mano; podía recorrer sus calles con los ojos cerrados.

Suspiré y empecé a andar hacia el coche. Al ver que estaban todos esperándome, me apresuré a subir y arrancar. Cuando dejé atrás la acera, miré una última vez por el retrovisor, pero al hacerlo me pareció ver algo de movimiento por un costado de la casa. Entorné los ojos para distinguir bien de qué se trataba y vi a alguien entre los arbustos. Era un chico con el pelo moreno y de punta, en plan mohicano. Aunque estaba ya a más de seis metros, sus ojos a punto estuvieron de hacerme parar el coche; así de intensa era su mirada mientras me alejaba. No le había visto en mi vida y no tenía ni idea de por qué estaba allí, pero no pensaba quedarme para averiguarlo.

No, lo más importante era poner a todo el mundo a salvo en la cabaña. Ya tendría tiempo de preocuparme de extraños con miradas penetrantes…