Capitulo 7

Aunque apenas recuerdo la vuelta a casa, sí sé que alguien —tal vez Jinx, o más probablemente Jasmine— llamó a los coches que nos seguían a pocos minutos y les comunicó que había habido un cambio de planes e íbamos de vuelta a mi casa. No recuerdo que los invitase a todos a mi casa pero, dadas las circunstancias, es posible que dijera cualquier cosa con tal de huir de la desolación que reinaba en aquel solar donde antes se levantaba una nave de material de construcción.

Porque era mucha la desolación…

En cuanto comprendí qué era exactamente lo que tenía ante mis ojos, las extremidades se me entumecieron del miedo. El lugar había quedado asolado y carbonizado; había ardido todo, y lo que no estaba calcinado estaba recubierto por una capa de hollín que enmascaraba todo indicio de su existencia anterior. Una estructura seguramente imponente hasta hacía poco en ese momento no era más que una tierra baldía llena de material quemado y abandonado. Con un solo vistazo a aquella hectárea de madera y acero humeantes supe que no habría sobrevivido nada del interior.

Ni nadie.

Sin saber bien lo que estaba haciendo, empecé a abrirme camino por los precarios escombros; hasta que no avancé unos pasos no me di cuenta de que seguían tan calientes que podían llegar a derretirme la suela de los zapatos.

Y entonces me di cuenta de que estaba fuera de mis casillas. Era consciente de que me estaba cargando los zapatos Jimmy Choo que había estrenado ese mismo día pero no tenía ni la energía ni la claridad mental para detenerme. Seguí avanzando, sin ni siquiera reducir la marcha cuando tropezaba con trozos sueltos de cosas. Había dado unos veinte pasos hacia el interior cuando reduje la marcha porque algo entre aquel mar de negro había llamado mi atención, una cosa pequeña y brillante.

Torcí a la derecha para ver qué era lo que reflejaba la luz de la luna y fui acercándome cada vez más lentamente al sitio de donde creía que provenía el resplandor; por aquella parte el suelo no quemaba tanto, de modo que me agaché para ver mejor.

Ahí estaba otra vez: un diminuto atisbo dorado en la oscuridad.

Me puse a gatas y empecé a coger cosas y a tirarlas en lo que parecía el motor de un tractor, aunque bien podía haber sido un cofre metálico; tan difícil era distinguir cualquier cosa en aquella oscuridad.

Estaba rebuscando entre los escombros, y empezaba a creer que había visto visiones, cuando mi mano tocó una cosa dura y lisa entre las cenizas. Al sacar la mano de aquel caos supe por el tacto que se trataba de algo que colgaba de una cadena, quizás un medallón. Me quité el pañuelo que llevaba, escupí en el objeto y empecé a limpiarlo. Por un momento pensé en el asco que les habría dado a mis amigas verme allí agachada en medio de las cenizas, limpiando con saliva esa porquería, pero decidí que me importaba bien poco.

Lo único que quería era intentar averiguar qué había pasado: si mis peores temores se habían hecho realidad o si se trataba de un malentendido de lo más desafortunado.

Cuando estuve segura de que había limpiado todo lo posible el objeto sin necesidad de llevarlo a un joyero, aparté el pañuelo, me lo puse a la altura de los ojos… y me quedé sin aliento.

Se trataba de un colgante de oro, fino y delicado, de unos dos centímetros y medio con una inscripción que decía: SI QUIERES CAMBIAR EL MUNDO, CÁMBIATE A TI MISMO. La cadena de la que colgaba tendría unos treinta y cinco centímetros. Una pieza, en definitiva, bonita y hecha por encargo; se notaba.

Y no podía serme más familiar.

Era el mismo collar que había llevado mi madre desde que yo tenía uso de razón. Mi padre y yo le habíamos comprado otras joyas —caras algunas, exclusivas otras, una incluso de un valor incalculable— pero ni aun así se había quitado nunca la cadena con la cita de Gandhi. Siempre bromeábamos al respecto, y una vez hasta intenté robársela mientras se duchaba, pero comprobé que tampoco para eso se la quitaba.

Sin embargo, ahora sí se la había quitado: la tenía yo en mi propia mano, cubierta de hollín y todavía caliente del fuego. Al pensar en lo que suponía aquello, se me cayeron las manos a los lados y la cabeza hacia el pecho, vencida.

Y ahí fue cuando oficialmente perdí el norte.

Después de eso logré volver al coche de algún modo y al parecer estuve de acuerdo en que nos encontrásemos todos en mi casa para que los demás no tuviesen que ver aquella escena con sus propios ojos. No había necesidad de que nadie más pasase por lo que yo acababa de vivir.

—Tirad vuestras cosas donde veáis —les dije cuando les invité a pasar a mi casa.

Lo más curioso es que al principio creí que lo había dicho otra persona porque no reconocía como mío aquel tono de voz monótono. Cuando comprendí que lo había dicho yo, miré a los demás por primera vez desde que salimos de El Olmo y les dediqué una sonrisa muy leve.

—Hay comida en la cocina, coged lo que queráis. Yo tengo que… —miré a mi alrededor en busca de una excusa para salir de la habitación, pero me estaba costando formar frases completas, y más aún creativas—… ir a una parte —terminé de decir sin mucha convicción.

Sin esperar una respuesta, di media vuelta, dejé allí a mi aquelarre y subí las escaleras muy lentamente. Me parecía estar andando por arenas movedizas y cuando llegué arriba me sentía agotada. Con la energía que tenía yo siempre… En mi primer año de instituto me habían puesto de mote Conejita de Duracell, por mi dinamismo.

Pero en esos momentos solo existir se me estaba haciendo cuesta arriba.

Me encontré el cuarto justo como lo había dejado horas antes y experimenté cierto alivio cuando me vi rodeada por mis cosas. Necesitaba sentirme en casa, ver cosas que me consolasen, aunque fuese solo un poco. Cerré la puerta tras de mí y me apoyé contra ella por un momento antes de ir hasta la cama y caer en picado. Con un movimiento mínimo me quité los zapatos y enterré la cabeza en uno de los almohadones. Ni un minuto después llamaron a la puerta.

«¡Por favor, dejadme en paz!», quise gritarle a quienquiera que estuviese al otro lado, pero, en lugar de eso, me quedé tendida sin más, incapaz de reunir la energía suficiente para responder. Al parecer al otro lado entendieron mi silencio como una invitación para entrar y oí el giro del pomo y el chirrido de la puerta al abrirse.

«Por el amor de…».

—¿Hadley? —dijo alguien en voz baja. Reconocí a Sascha a pesar de que el cabello me tapaba los oídos y el sonido me llegaba algo amortiguado—. Perdona que te moleste… pero la gente se está poniendo un poco nerviosa ahí abajo y no sabemos muy bien qué decirles. Y la verdad, tampoco yo sé muy bien qué ha pasado esta noche, así que… me preguntaba si… bueno…, ¿qué hacemos?

Aunque me costaba respirar con la cabeza contra el almohadón no quería volverme y mirar a Sascha a los ojos; ni decirle que me sentía totalmente desvalida y que mis peores pesadillas se habían hecho realidad, y que, por primera vez desde que tenía uso de razón, no quería que nadie recurriera a mí como consejera.

Sin embargo, en lugar de eso le dije:

—Hay cojines y mantas en el armario del pasillo. Buscad un cuarto y acostaos, ha sido un día muy largo.

Se hizo de nuevo el silencio y por un momento pensé que tal vez la conversación había acabado, pero oí que Sascha movía los pies y carraspeaba. Cuando habló de nuevo, noté un ligero tono de desesperación en su voz.

—Had, ahora mismo te necesitamos de verdad. Tenemos miedo, estamos confundidos y… tú siempre sabes qué hacer cuando la cosa se pone fea —me rogó.

Sentía un agotamiento extremo y noté que se me encogía la garganta y se me saltaban las lágrimas. Para colmo, me palpitaba la cabeza y el cuarto empezó a darme vueltas, hasta que no pude aguantar más y salté:

—Sascha, no tengo respuestas —le ladré con más animosidad de lo que pretendía, y una vez que la rabia fluyó fue como abrir las compuertas de una presa, con el agua a punto de barrerlo todo a su paso—. No sé qué hacer, ni entiendo qué está pasando. Y tampoco sé cómo lograr que la gente esté mejor. Ahora mismo me siento como una mierda, así que, por favor, dime qué es lo que quieres de mí.

En cierto momento de mi perorata, me había dado la vuelta y me había quedado mirando directamente la cara aterrada de Sascha, que tenía los ojos llorosos y el labio inferior tembloroso, un preludio de lo que estaba por venir. Yo, sin embargo, seguía demasiado cansada para consolarla.

Al ver que no le decía nada más, se dispuso a marcharse, aunque se tomó su tiempo; puso la mano en la puerta y, en lugar de traspasar el umbral, se detuvo y se quedó mirando al suelo.

—Sé que esto es difícil… que es muy duro para todos. Y tú no eres la única que no sabe dónde están sus padres, pero te lo voy a decir clarito, Hadley: eres nuestra única esperanza, y no nos vendrías nada mal en estos momentos.

Me quedé inmóvil mientras Sascha se iba sin mirar atrás. Al notar que me sobrevenía el llanto, me di la vuelta y me tiré de nuevo en la cama. Ya no solo sentía náuseas por lo que había ocurrido poco antes, también me sentía fatal por haberle gritado a Sascha; en cualquier otro caso habría salido corriendo detrás de mi amiga, pero era incapaz de mover un dedo, y, la verdad, tampoco sabía qué podría haberle dicho de haber ido tras ella.

No, era mejor quedarse allí. Ya se las apañarían para pasar la noche…, o al menos eso fue lo que me dije mientras el sueño empezaba a vencerme.

No sé a ciencia cierta qué me despertó pero, en cuanto se me abrieron los ojos como un resorte, me incorporé en la cama y presté atención por si oía algo: estaba todo en silencio, salvo por el pitido que tenía en los oídos, que era casi más aterrador que un porrazo en medio de la noche. No estaba acostumbrada al silencio, siempre tenía un ventilador o un ordenador encendido en el cuarto.

Lo único que escuchaba en esos momentos era el monólogo interior que se desarrollaba en mi cabeza, y ni siquiera eso hacía que me sintiese mejor.

Me quedé mirando el techo con ganas de volver a dormir pero reparé entonces en que la mancha con forma de pavo ya no estaba. ¿Dónde se había metido el bicho ese? No podía haberse ido batiendo las alas ni nada por el estilo. ¡Era una mancha del techo, por el amor de Dios!

Me disponía a levantarme para ver de cerca el sitio donde había visto el animal cuando oí un ruido: me pareció que arrastraban una silla por el suelo de la cocina y luego ponían algo de cristal sobre el granito. Había alguien en la cocina. Miré el reloj de la mesilla de noche: 1.27 de la madrugada.

¿Era posible que alguien estuviese comiendo a esas horas? Vale que les había dicho que cogiesen lo que quisieran, pero me refería durante un horario de cocina normal. Tenía dos alternativas: quedarme contemplando la misteriosa desaparición de la mancha o ir abajo y convencer a quienquiera que estuviese allí de volver a la cama.

Como el ruido no paraba, comprendí que, aunque todavía no me sintiese capaz de hablar con nadie, tampoco podía arriesgarme a que el alborotador los despertara a todos. Además, todavía no estaba preparada para levantarme a un nuevo día. Suspiré, dejé caer las piernas a un lado de la cama y bostecé mientras me ponía las zapatillas de andar por casa.

Bajé dándole vueltas en la cabeza a qué iba a decirle a quien me encontrase, empezando por «¿en qué estás pensando?» y terminando por «deja esa pizza y vete a la cama». Cuanto antes me deshiciera de él, antes volvería a la cama y me olvidaría de que aquel día asqueroso había pasado de verdad.

Sentí el parqué bajo los pies y crucé el vestíbulo de puntillas, para no poner sobre aviso a mi huésped. Escruté al otro lado de la esquina, en dirección a la cocina, esperando encontrarme a Jasmine, a Peter o al pesado de Fallon. Sin embargo, cuando se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, vi la espalda de una mujer que se paseaba ante los armarios de la cocina. Me quedé helada al verla sacar una caja de galletas e irse hasta la taza humeante que le esperaba en la encimera.

Si bien al principio me costó distinguir quién era, en cuanto vi que sacaba una bolsita de té de camomila y menta de la taza, se me disparó el corazón.

No podía ser.

Me incliné hacia delante, casi tambaleándome en mi intento por reducir la distancia que nos separaba.

—¿Mamá? —pregunté olvidándome de que había gente durmiendo en la habitación de al lado.

No podría describir la felicidad que experimenté cuando se volvió al oír mi voz y le vi la cara. Se le ensanchó la sonrisa en cuanto me arrojé en sus brazos y enterré la cara en su cabello sin poder parar de llorar. Mientras sollozaba, pensé en todas las preguntas que tenía que hacerle.

¿Dónde estabas? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué sucedió en El Olmo? ¿Debería preocuparme? ¿Se avecina algo malo?

Pero nada de eso salió por mi boca.

—Lo siento, mamá —conseguí decir apretándome aún más contra ella.

El resto de preguntas podían esperar. Lo importante era que estaba allí conmigo, que lo que creía que había pasado en aquel incendio devastador había sido solo producto de mi fértil imaginación. Mi madre estaba bien, las dos lo estábamos.

—Ay, cariño, lo sé —me respondió sin dejar de acariciarme la espalda—. Yo también.

—Te quiero y haré lo que tú quieras —juré—. Entrenaré duro y no discutiré más con Jackson, te lo prometo. Me portaré mejor.

—Eso está muy bien, mi niña —me contestó con dulzura—, porque necesito que seas fuerte; tengo que saber que harás lo que haga falta, que lucharás.

—Claro que sí —le prometí, y entonces me aparté de ella y la miré a los ojos; todavía no me podía creer del todo que estuviese allí en la cocina delante de mí—. Estaré preparada para lo que venga.

—No sabes lo feliz que me hace oírte decir eso.

Su mirada, no obstante, era más de alivio que de felicidad. Ladeé la cabeza para intentar leerle la mente pero, por desgracia, todavía no había pulido esa habilidad, de modo que no conseguí nada. Mi madre esbozó una sonrisa forzada y al momento la mía empezó a borrárseme de la cara.

—¿Qué es lo que pasa, mamá?

—Hadley, cariño, ha ocurrido algo horrible —me dijo en voz baja.

—Ya lo sé: han secuestrado a los padres de Peter —respondí—. Y nadie sabe dónde están los otros padres. Hemos ido a El Olmo y hemos visto el desastre, allí me encontré tu collar y me preocupé…

Fui enmudeciendo al ver cómo mi madre fruncía la cara ante lo que le estaba contando. Abrí la boca para seguir hablando pero de pronto volví a cerrarla; había algo que no iba bien y sentía que empezaba a revolvérseme la barriga.

—Tienes que ser fuerte, por mí y por todos los demás —dijo por fin alargando la mano hacia mí.

—¿De qué estás hablando? —le pregunté, mi labio inferior temblando ya.

—Lo siento muchísimo, cariño. Yo no podía imaginarme que iba a pasar algo así. Intentamos solucionar el asunto pero ellos sabían nuestro paradero y nos pillaron por sorpresa —me dijo intentando tragar saliva sin mucho éxito—. Traté de detenerlos pero no tuvimos opción, eran muchos más que nosotros.

—¿Por qué estás contándome todo eso? —le pregunté confundida. Sentía una opresión en el pecho que me dificultaba la respiración—. Estás aquí, estás bien.

—No, no lo estoy —dijo sin más rodeos.

Retrocedí como si me hubiesen abofeteado.

—Sí que lo estás —murmuré con los ojos bañados en lágrimas—. ¡Estás bien! ¡Deja de mentir!

Me había puesto a gritar y, la verdad, me importaba poco si despertaba a alguien. Estaba tan confundida, herida, cansada… que lo único que quería era averiguar por qué se empeñaba en decirme esas cosas para que pudiésemos retomar nuestras vidas normales.

—Te estoy diciendo la verdad, Hadley —me dijo con mucha pena y una lágrima rodándole por la mejilla—. Estábamos en El Olmo y el aquelarre de Samuel Parris lo sabía. No estoy segura de cómo lo averiguaron pero así fue. Y antes de poder salir de allí… las llamas se propagaron a tal velocidad que nos dormimos sin darnos cuenta de lo que ocurría a nuestro alrededor.

—No —gimoteé—. No, no, no, no, ¡NO!

Caminó por la estancia hasta que estuvo justo frente a mí, me cogió la cara entre las manos y me besó las mejillas húmedas. Aunque estaba enfadada, la dejé hacer, más que nada porque era mejor que intentar encontrarle sentido a lo que estaba contándome.

—Escúchame: sé que va a ser muy duro para ti, ojalá no tuvieses que pasar por todo esto, pero debes ser fuerte. Estarás triste, y es normal, pero no quiero que sea así siempre —me dijo con mucho tacto—. Por todos los chiquillos que hay ahí dentro. Te necesitan.

—¿Y qué pasa con lo que yo necesito? Te necesito a ti, mamá. Te necesito a ti, aquí, conmigo.

—Me tienes aquí, Hadley. Siempre estaré velando por ti, pero no puedo dar el siguiente paso contigo. Tú eres la persona más fuerte que he conocido en mi vida y también la que tiene más poder. Eres la única que puede pararles los pies a los parricistas.

—¿No decías que no los llamase así? —repuse, y me sorbí la nariz.

Mi madre me sonrió y dijo:

—¡Esa es mi niña! Siempre discutiendo. Eso es bueno, vas a necesitar esa lucha interior para lo que te espera. Son fuertes y ninguno de vosotros está todavía preparado para la oscuridad que despiden. Depende de ti que el aquelarre aprenda, eres la única esperanza para mantener con vida a los Cleri.

—Pero yo no sé qué hacer —le dije mirándome las manos y sintiéndome de repente más insegura que nunca en mi vida.

—Ya sabes qué hacer: confía en tu instinto, Hadley, y no te pasará nada.

—No puedo hacerlo sola, mamá —le dije, aunque me odié por admitir que no era capaz de manejar cualquier situación que se me plantease. Con todo, en aquel caso me aterraba lo que estaba sugiriendo mi madre y no me veía nada capaz de ser esa persona en la que todos debían confiar. Pero si no tenía ni fuerzas para lavarme el pelo, ¿cómo se suponía que iba a salvarlos de un aquelarre de malvados brujos milenarios?

—Tú puedes, Hadley; es más, eres la única que puede. Y no estarás sola, tendrás el poder de tus antepasados cubriéndote las espaldas.

Me costaba creer que aquello fuese verdad, que yo era la única esperanza de nuestros aquelarres; que, de un modo u otro, tenía la fuerza suficiente para hacer lo que nuestros padres no habían podido. Sí, vale que era capaz de convencer a mis amigos y compañeros de clase para cumplir mis deseos, pero de ahí a ser más lista que unos brujos degenerados y poder detener su misión de dominar el mundo… ¿Cómo iba a ser yo algo más que una adolescente con ropa cara y grandes dotes de persuasión?

¿Podía ser más que todo eso? ¿Lo era?

—¿Qué se supone que tengo que hacer? —pregunté con la voz temblorosa, poco convencida aún de lo que me estaba diciendo mi madre; sin embargo, aquella podía ser la última vez que hablase con ella y tampoco era cuestión de ponerse a discutir. Ya bastante lo había hecho estando ella con vida.

—Primero tienes que sacar el aquelarre de la ciudad y llevarlo a algún sitio que los parricistas no conozcan… Como la cabaña a la que íbamos cuando eras pequeña, ¿te acuerdas? Es bastante grande para todos y nadie más que nosotros la conoce. Luego tienes que encargarte de entrenarlos. Al principio no se mostrarán muy dispuestos, pero tendrás que convencerlos de que deben estar preparados; si no, todos correréis gran peligro.

Asentí con la cabeza, haciéndome cargo de lo surrealista de la conversación y aun así asumiéndolo.

—¿Y luego qué?

—Luego esperáis a que os encuentren y lucháis a muerte.