Capitulo 6

Cuando llegué a casa mi madre no estaba, y tampoco respondió a mis llamadas. Como a la hora de cenar seguía sin aparecer, me puse a preparar comida para ambas; sin embargo, al final tuve que sentarme sola a comer. Necesitaba algo que me distrajese como fuera, de modo que me puse a zapear hasta que encontré una película protagonizada por los típicos tíos patosos que salen ahora en todas las comedias y me obligué a verla. ¿Habéis probado alguna vez a ver una comedia cuando no estáis de humor? Al parecer tiene justo el efecto contrario, o al menos eso deduje al ver que empezaba a ponerme más nerviosa que antes.

Media hora después, tras dejar las sobras en la nevera para cuando mi madre volviese a casa, pegué un salto en la silla al oír el teléfono. Con el corazón saliéndome por la boca, descolgué el móvil sin tan siquiera mirar quién llamaba.

—¿Mamá? —pregunté con una voz que no pude evitar que sonase esperanzada.

Por desgracia no era ella quien llamaba.

—¿Hadley?

Era una voz de chica que me costó varios segundos identificar.

—¿Jinx?

—Sí —me dijo con voz de corderito.

Noté el miedo de la pequeña al otro lado del teléfono con la misma claridad que si lo hubiese verbalizado; y no fue solo por el titubeo, era como si yo pudiese sentir lo mismo que ella, y la emoción resultaba abrumadora.

—¿Qué pasa, Jinx? —le pregunté, y en ese momento se me erizó el vello de los brazos.

—¿Has visto a mis padres? Salieron ayer por la noche… Me dijeron que habían quedado con tu madre y el resto de los Cleri para no sé qué… y, bueno, el caso es…

Me dieron ganas de zarandearla y decirle que lo escupiese de una vez, pero me obligué a respirar hondo.

—¿Qué ha pasado, Jinx?

—Pues que todavía no han vuelto —consiguió decir. Y con aquellas palabras me dio un vuelco el corazón: ni mi madre era la única que no había vuelto a casa ni yo era la única preocupada—. Así que he pensado que a lo mejor tú sabías dónde andaban, que tal vez pudieses decirme que estaban bien. Lo están, ¿verdad? ¿Hadley? ¿Has colgado?

Debí de quedarme catatónica por unos instantes, pues Jinx tuvo que repetir varias veces mi nombre antes de que le respondiera.

—Sigo aquí —le dije—. Lo siento, Jinx, pero no tengo ni idea de dónde están. Si quieres que te diga la verdad, yo tampoco he sabido nada de mi madre desde ayer por la noche.

La línea vibró con ruido cuando las dos nos quedamos calladas, sin dar voz a lo que ambas estábamos pensando. Fui yo la que rompió el silencio:

—Mira, voy a contactar con los demás para ver si alguien ha sabido algo de ellos y vuelvo a llamarte, ¿vale?

Sabía que no era la respuesta que Jinx esperaba, pero los engranajes de mi cabeza ya estaban a toda máquina y no tenía tiempo de consolarla: debía empezar a hacer llamadas y averiguar lo que estaba sucediendo. Con todo, me sentí mal por dejarla con esa sensación de desamparo.

—Vamos a averiguar qué está pasando, te lo prometo —le dije antes de colgar y salir corriendo a mi cuarto, para coger el ordenador y sentirme más reconfortada.

Primero llamé a Sascha y a continuación a Jasmine. Cuando hube repasado toda mi agenda brujística, marqué por fin el número de Fallon y hablé con él sin caer en nuestras típicas bromas de amor-odio. Nada más colgar, me dejé caer en la cama con los ojos muy abiertos y una sensación sobrecogedora de entumecimiento. De no haber tenido claro si estaba despierta o no, habría pensado que era todo una pesadilla; pero no, no cabía duda de que aquello estaba pasando: todo el mundo llevaba sin saber de sus padres desde hacía un día. La sensación de desazón se me hacía cada vez mayor en la boca del estómago.

Clavé los ojos en el techo y reparé por vez primera en una descolorida mancha con forma de pavo que tenía justo encima de la cabeza; se parecía a los pavos que hacíamos en la guardería al repasar el contorno de la mano. ¿Cómo no la había visto antes?

Parpadeé: tenía que espabilarme.

Cogí de nuevo el teléfono y marqué el único número al que aún no había llamado. Y no tuve que esperar mucho para que me respondieran:

—Está ocurriendo, ¿verdad? —me preguntó Peter antes de que yo pudiera saludarlo.

—Lo que está claro es que algo está pasando —le respondí, sin querer confirmarle lo que creía que estaba preguntándome. Antes de dejarme llevar por teorías conspirativas, quería ver las cosas con mis propios ojos, y tal vez Peter fuese el único que pudiese indicarnos hacia dónde mirar—. Los Cleri celebraron un cónclave extraordinario ayer por la noche. ¿Tú sabes algo?

—Tu madre pasó por aquí anoche con unos cuantos más y estuvieron hablando de reunir a todo el aquelarre. Creían que no estaba escuchándoles pero les oí —me dijo con cierto tono de culpabilidad.

—Eso es estupendo, Peter —quise animarlo—. ¿Te enteraste por casualidad de adónde pensaban ir?

Tenía el pulso a cien por hora, a pesar de estar tendida en la cama. Me di cuenta de que si Peter no lo sabía no tendríamos más pistas; además temía que el tiempo estuviese corriendo también en contra de nuestros padres.

—Dijeron algo de un árbol o un arbusto.

—¿Se reunieron en un parque? —pregunté confundida.

—No, era un tipo de árbol, creo —dijo lentamente—. Di nombres de árboles, a ver si me suena alguno.

«¿Es una broma? No es momento de jugar a las adivinanzas. Menos mal que saqué sobresaliente en conocimiento del medio en primero».

—Abeto, arce, picea, chaparro, olmo, pino…

—¡Olmo! Era el Olmo…, o a lo mejor era la calle del Olmo. No, no, era el Olmo. No dijeron dónde estaba exactamente pero me dio la impresión de que no era muy lejos.

Levanté los brazos en señal de victoria y luego miré a mi alrededor. Al ver que estaba sola, los dejé caer a ambos lados. Ya tendría tiempo de celebrarlo cuando encontrase a los padres y los trajese de vuelta a casa. Lo más importante era que teníamos el nombre del último sitio donde se habían reunido los Cleri antes…

Bueno, antes de no regresar a casa.

Pero no podía pararme a pensar en eso. Tenía que concentrarme en la tarea que tenía entre manos.

—Peter, eres el mejor —le dije alegre—. Si no fueses tan yogurín, te daría un besazo.

Pegué un brinco de la cama y me abalancé sobre el ordenador, donde me apresuré a teclear «El Olmo» y el pueblo en el que vivía Peter, así como las inmediaciones. No tenía ni idea de qué estaba buscando: un restaurante, un hotel, una iglesia… Podía ser cualquier cosa.

Se me encogió el corazón al ver que aparecían muy pocos resultados coincidentes: el primero era de una discoteca a casi una hora de camino; el segundo, de un bar de carretera en la nacional 64; y el último daba la impresión de ser una especie de nave industrial que servía para almacenar material de construcción. Ninguno parecía cuadrar con los lugares en los que se reunirían los Cleri.

Sin embargo, cada vez veía más claro que solo contábamos con esa pista.

No tenía más que estrechar la búsqueda. Como no me imaginaba a un puñado de padres pasando el rato en una discoteca, deduje que podíamos tacharla de la lista. Y cuando llamé al bar de carretera para averiguar el horario, me respondió un contestador que me informó de que llevaba un año cerrado. Al final quedó solo la nave industrial.

Volví a marcar el número de Peter y esperé a que lo cogiera. En cuanto respondió fui al grano, pues dudaba mucho de que hubiese tiempo para contemplaciones.

—Invéntate una excusa para que tus tíos te dejen salir de casa. Te recogeremos dentro de una hora.

Nos llevó más tiempo de lo previsto reunir a todo el mundo, de modo que no detuve el coche ante la casa de Peter hasta una hora y media después. Llegué con un pellizco en la barriga por aparecer tan tarde; para colmo, el chico había tenido que esconderse tras unos arbustos para que no lo viesen. No había parado del todo el coche cuando sentí que abría una de las puertas de atrás y se colaba dentro.

—Uau, ¿adónde vas con tanta prisa, Speed Racer? —le preguntó Jasmine con su sarcasmo habitual mientras yo doblaba y dejaba atrás la calle de Peter.

—Mi tía cree que me fui hace tres cuartos de hora para hacer un trabajo del colegio —explicó el chico, que se echó hacia atrás la capucha de la sudadera—. Habría flipado si me hubiese visto meterme en un coche lleno de adolescentes.

—Pero no somos simples adolescentes, somos brujescentes —bromeó Sascha, que iba en el asiento del copiloto.

Peter miró confuso a Jasmine, que a su vez se encogió de hombros; por el retrovisor vi que ambos estaban mirándome a la espera de una explicación.

—Brujos adolescentes, brujescentes —les expliqué.

—Aaaaaah.

Vi que Jasmine ponía los ojos en blanco y se quedaba mirando por la ventanilla, aburrida ya de la conversación.

—Bueno, brujescentes o lo que sea, el caso es que habrían alucinado de saber lo que estábamos haciendo —comentó Peter, que se recostó entonces en el asiento—. Desde que mis padres… —Las palabras se quedaron suspendidas en el aire como si no supiese adónde quería llegar con la frase.

Al instante me sentí fatal por lo que estaba pasándole a Peter. Ahí estábamos los demás, asustados por no haber sabido nada de nuestros padres en un día, cuando la familia de Peter llevaba desaparecida mucho más tiempo… Por no hablar de que en el caso de los Glover habían aparecido señales de lucha evidentes…, y de una lucha que había acabado mal. A pesar de que no teníamos mucho a lo que aferrarnos, los demás todavía conservábamos la esperanza de que nuestros padres se hubiesen escondido en alguna parte.

Aunque sabía que era una posibilidad remota, era mejor que la otra alternativa.

—No pasa nada, Peter; es normal que estén más protectores de la cuenta después de todo lo que ha pasado —dije verbalizando lo que él no parecía poder expresar—. Solo quieren que estés a salvo.

Él se limitó a asentir desde su asiento trasero.

—No es por cambiar de tema ni nada de eso, pero ¿se puede saber adónde vamos? —preguntó Sascha, que le daba vueltas a un chicle en la boca.

—Vamos camino de El Olmo, una nave industrial en la calle 119 —le contesté, sin dejar de mirar al frente mientras manejaba el volante.

El GPS nos informó de que llegaríamos a nuestro destino al cabo de nueve minutos. Aunque la carretera tenía bastantes curvas, con lo tarde que íbamos ni me molesté en reducir la marcha en ellas, porque no soportaba la idea de volver a llegar los últimos.

—Me alegro, pero creo que lo que la Bruja Buena del Norte quiere saber es por qué vamos a una nave industrial —intervino Jasmine.

Peter y yo intercambiamos una mirada por el retrovisor y al principio ninguno dijo nada. Como era evidente que mi amigo no estaba preparado para hablar, me aclaré la garganta y les dije:

—Estamos casi seguros de que nuestros padres fueron allí anoche, y eso significa que es el último sitio donde sabemos que estuvieron.

—Pero ¿por qué una nave industrial? —preguntó Sascha con la frente arrugada.

Yo llevaba preguntándome lo mismo desde que había decidido que solo podían haber ido allí. Avanzamos en silencio con la pregunta todavía suspendida en el aire.

—¡Aaaaaah! —rompió el silencio Jinx, para sorpresa de todos—. Ahora lo pillo.

La miré confundida y, al ver que no respondía inmediatamente, la fulminé con la mirada por el retrovisor para urgirla con la mente a que compartiese lo que sabía con el resto.

—Creo que ya sé por qué es lo de la nave. ¿Os acordáis de Phil Clinton, el que hace unos años se graduó en Putnam? Su padre tenía una empresa de construcción cuando él me cuidaba, hará unos cinco años —nos explicó Jinx—. Me apuesto algo a que es allí adonde vamos.

Recordaba muy vagamente a Phil; era cuatro años mayor que yo y ya había acabado el instituto cuando yo entré, de modo que no coincidimos con la misma gente. Al pararme a pensarlo, recordé que alguien había comentado que había ido a la facultad con una beca de baloncesto, no sé si a Dartmouth, Berkeley o alguna por el estilo. Aunque a su padre no lo conocía de nada, la relación tenía sentido: los miembros de los Cleri seguían ejerciendo aunque sus hijos ya no fuesen a clases de magia.

«Dentro de cien metros, doble a la derecha por la calle Fitzgerald. Siga hasta llegar al 10 128 de la calle Fitzgerald, en la acera de la izquierda», dijo Jane, la voz de mi GPS.

Poco tiempo después de que mis padres me regalaran aquel capricho tecnológico, la bauticé como Jane. Con un casi imperceptible acento británico, la imagen que tenía de ella era la de una chica de veinticinco años, sofisticada y superinteligente, probablemente soltera por decisión propia (no porque los tíos no le tirasen los tejos); dicho de otro modo: me la imaginaba como una versión mayor de mí misma pero con un acento mucho más guay.

«Ha llegado a su destino en el número 10 128 de la calle Fitzgerald», nos comunicó Jane.

En cuanto lo dijo los cinco miramos por las ventanillas esperando ver hectáreas de altos edificios enmarañados entre sí, con tractores y otras maquinarias pesadas en su interior. Pero allí no había nada.

—¿Dónde está? —preguntó Peter.

—No tengo ni idea —mascullé, al tiempo que entornaba los ojos para intentar ver en la oscuridad.

Detuve el coche a un lado y apagué el motor. Al bajar, la puerta se cerró de golpe y ni me molesté en esperar a que los demás me siguieran. La calle estaba vacía y no se oía más que el canto de los grillos en la noche, seguido por el repiqueteo de mis tacones sobre el asfalto. Cuando llegué al otro lado de la calle, empecé a sentir esa comezón en el estómago que siempre me avisa de que va a pasar algo malo. Y mi confusión no tardó en dejar paso al miedo y la histeria. Me quedé sin aliento y no me di ni cuenta de que me llevaba las manos a la boca para ahogar un grito, que sin embargo salió: un chillido espectral resonó en el silencio de la noche, pero no fui yo, sino otra de las chicas del coche.

Era raro, porque ni siquiera los había oído llegar.

Intenté pensar en algo que decirles para que se sintieran mejor respecto a lo que teníamos frente a nosotros, pero, por alguna razón, era incapaz de hablar; y no se trataba de ningún hechizo, pues estaba bastante segura de que aquello era lo que se suele llamar una conmoción, eso que te pasa cuando experimentas algo realmente horroroso, el cerebro no sabe cómo afrontarlo y la mente parece cerrarse en banda para protegerse a sí misma. Era la única explicación que se me ocurría para lo que me sucedía en ese momento.

Porque, en aquella noche negra y helada, me encontraba en una acera mirando el último lugar donde había estado mi madre… ¡y estaba calcinado hasta los cimientos!