En cuanto dejé a Sofia en su casa, me dirigí a la mía. Aunque aún tenía que hacer un montón de cosas para el instituto, de ninguna manera podría concentrarme después de lo que había pasado en la tienda. Dios, ni siquiera sé cómo llegué sin salirme de la carretera, con lo acelerada que tenía la cabeza.
Entré por apenas una rendija de la puerta de la calle y la cerré por dentro. En la casa solamente sonaban mis tacones contra el parqué. Agucé el oído por si percibía algo extraño, pero nada. Una cosa sí tenía clara: la historia de lo que les había pasado a los Glover me había puesto los nervios a flor de piel y me estaba volviendo incluso un poco paranoica.
Sacudí la cabeza para intentar volver a mi ser y subí las escaleras de dos en dos, sin detenerme hasta que no estuve sana y salva tras la puerta de mi cuarto. Colgué el bolso en el respaldo de la silla y cogí el portátil, que había dejado encima del escritorio. Me tiré en la cama, lo abrí y esperé a que la pantalla mudase de negro a azul.
—Vamos, vamos —le susurré al ordenador, ansiosa por que arrancase.
Por fin me hizo caso y pude introducir la contraseña en el programa de mensajería instantánea. Un rápido repaso a mi lista de amigos me confirmó lo que esperaba. Hice doble clic sobre el usuario B-Diddey2016 y a continuación inicié una videoconferencia.
Tras unos segundos de agonía, me vi frente a Peter. Se le veía ligeramente borroso en lo que supuse que solo podía ser su cuarto: detrás de él la pared estaba llena de carteles de las películas de Harry Potter, la decoración que cabía esperar en el cuarto de un brujo de trece años. Lo más gracioso era que Peter se parecía bastante al joven actor que protagonizaba las películas, salvo por las gafas y el acento británico.
—Peter —le dije al tiempo que soltaba el aliento que había estado aguantando—. Acabo de enterarme. ¿Estás bien?
Lo que en realidad quería preguntarle era «¿qué está pasando?», pero habría quedado como una bruja cruel y superficial si no me hubiese molestado primero en preguntarle cómo estaba él. Me tragué el interés por el momento y me centré en el muchacho que tenía en la pantalla. Tras una inspección más detenida reparé en que tenía los ojos colorados, como si hubiese estado llorando o hubiese pasado toda la noche en vela; posiblemente ambas cosas.
—¡Hadley, llevo toda la tarde esperando a que te conectes! —exclamó, con menos fuerza de lo habitual en él.
Como el miembro más joven del aquelarre, Peter no se hacía notar mucho ni era especialmente sociable, pero en ese momento se le veía muy frágil. Al instante sentí una gran pena por él y le sonreí como pude.
—Lo siento, Pete, pero acabo de enterarme. Mi madre ha salido de Scents & Sensibility como alma que lleva el diablo y apenas me ha dicho qué pasaba. He tenido que quedarme a cerrar la tienda y acabo de llegar a casa —le expliqué sin aliento. Intenté morderme la lengua pero ya no aguantaba más—: Peter… ¿se puede saber qué ha pasado?
A mi amigo se le empezaron a humedecer los ojos, pero, cuando pensaba que iban a caérsele dos lagrimones, reunió valor para contenerlos.
—No lo sé —logró articular antes de mirar el techo. A lo mejor la videoconferencia no había sido una gran idea.
—Mi madre me ha contado que has llegado a casa y tus padres no estaban, y que parecía que hubiese estado allí alguien más —le dije con cautela, sin querer presionarlo pero desesperada por escucharlo de su boca.
—Había algunos muebles volcados y agua hirviendo en el fuego. Y sangre, había sangre —me dijo con un hilo de voz. El corazón me dio un vuelco al ver que una lágrima le rodaba por la mejilla. Aunque hacía todo lo posible por mostrarse fuerte, se veía a las claras que estaba aterrado. Se sorbió la nariz y prosiguió—: No era mucho, pero era sangre; eso seguro. ¿Crees que estarán bien, Hadley? Porque… pueden estarlo, ¿no?
Por mucho que quisiera animarlo, tenía la sensación de que ambos sabíamos la verdad: se trataba de un asunto feo y todo apuntaba a que sus padres no estaban bien. Pero si tenía que mentirle para que superara las siguientes horas, no tenía problema en hacerlo:
—Estoy convencida de que están bien, Peter —le dije con sensación de impotencia—. Además, el resto del aquelarre está volcado en el tema y, si alguien puede averiguar qué ha pasado, esos son los Cleri.
Intenté concentrar todas mis energías en ayudarlo a creer que lo que le había dicho era verdad y, conforme mis palabras atravesaron la Red hasta él, vi que se le relajaba un poco la cara.
—Gracias, Hadley.
—No es nada, chaval. ¿Se va a quedar alguien contigo esta noche?
—Mi tío viene de camino —me dijo, y miró hacia atrás, fuera de cámara. Oí otra voz pero no entendí lo que le decían. Cuando Peter volvió conmigo, me sonrió levemente—. Tengo que irme, pero gracias; ahora me siento un poco mejor.
Nos despedimos y esperé a que cerrara la ventana y se desconectase para hacer otro tanto. La agitación de la noche estaba empezando a vencerme y de repente me sentí agotada. Aparté el ordenador, hundí la cabeza en los almohadones y cerré los ojos mientras repasaba los acontecimientos del día.
Nunca le había pasado nada parecido a ningún conocido mío. Y ni siquiera acertaba a saber de qué iba todo eso. Porque, total, no había ninguna prueba consistente que demostrase que hubiese ocurrido nada fuera de lo normal. Por lo que sabíamos, la madre de Peter bien podía haberse cortado sin querer mientras troceaba las verduras y el padre la habría llevado corriendo al hospital para que le diesen puntos; con las prisas habrían tirado un par de sillas y no se habrían molestado en llamar a su hijo para decirle dónde estaban… y todavía no habían vuelto.
Vale, no me lo creía ni yo…
Pero ¿qué alternativa había? ¿Que le había ocurrido algo malo a los padres de Peter?, ¿que tal vez no estábamos tan seguros en nuestras casas como creíamos?, ¿que, a pesar de sus habilidades mágicas, los padres de Peter no habían podido defenderse contra lo que quiera que estaba aguardándoles aquel día?
Sin embargo, como decía, a lo mejor no todo era tan serio como pintaba.
Abrí los ojos y miré hacia la puerta, que no había cerrado con pestillo porque había entrado como una exhalación.
—Noxum portassum —dije al tiempo que agitaba un dedo. En cuestión de segundos, la puerta se cerró por dentro.
Por si acaso.
La sintonía de mi móvil —Defying gravity, de mi musical favorito de Broadway, Wicked, memorias de una bruja mala— acabó de un plumazo con el sueño que estaba teniendo, fuera el que fuese. Al principio me sentí aturdida al verme todavía con la ropa de la noche anterior. Salté de la cama de un brinco y miré a mi alrededor como una loca. Si hubiese habido alguien más en el cuarto, habría oído los latidos de mi corazón, que me aporreaba el pecho. Después de una inspección concienzuda de hasta el último rincón, volví a dejarme caer sobre los almohadones.
Estaba sola.
Alargué la mano, pulsé el botón de la alarma del móvil y la música paró al instante. Que sonase la alarma significaba que eran las seis y media de la mañana y que mi madre estaba a punto de llamar a la puerta para asegurarse de que me había despertado. Antes de una segunda advertencia para levantarme, salí de la cama y arrastré los pies hasta el baño, donde me lavé los dientes mientras esperaba a que se calentase el agua de la ducha. Puse la radio y me permití cantar una canción en voz alta, algo que jamás debían descubrirme haciendo; al fin y al cabo, tenía una reputación que mantener.
Al cabo de una hora descorrí el pestillo de la puerta del cuarto y pegué la oreja por una rendija para ver si oía los sonidos habituales de mi madre mientras se preparaba para ir a trabajar. No encontré más que silencio, pero aun así recorrí el pasillo y miré su cuarto de reojo al pasar: estaba vacío. La cama estaba hecha, pero eso no significaba nada, pues mi madre siempre la hacía en cuanto se levantaba. Aunque eso tampoco quería decir que hubiese dormido allí… Mis sospechas fueron a más cuando entré en la cocina desierta; una mirada a la cafetera fría me confirmó que mi madre no había pasado la noche en casa.
Se me encogió aún más el pecho al preguntarme qué significaba aquello: ¿estaría bien?, ¿habría pasado algo? ¿Debía llamar a la poli y decirle que no había encontrado en casa a mi madre, una mujer adulta, cuando me había levantado por la mañana? Estaba segura de que se reirían de mí si los llamaba. No había ninguna prueba que indicase que debía preocuparme, aunque eso tampoco impidió que las malas vibraciones que estaba sintiendo en la boca del estómago fuesen a más.
Para intentar frenar la histeria, me enfrasqué en la preparación del desayuno y aprecié la tranquilidad que me producía mi rutina matutina. Me serví un cuenco de cereales y encendí el televisor con la esperanza de distraerme un poco.
En lugar de eso vi algo para lo que no estaba preparada y la mano se me quedó a medio camino de la boca, con la cucharada de cereales olvidada mientras asimilaba lo que estaba viendo en la pantalla.
—El tranquilo vecindario se vio conmocionado ayer cuando se descubrió que la joven pareja había desaparecido de casa en lo que parece haber sido un secuestro con violencia —explicó con gran solemnidad la locutora.
Me dio la impresión de que me hablaba solo y exclusivamente a mí, sin dejar de sostenerme la mirada.
«Por favor, que no esté hablando de lo que creo que está hablando».
—Los más allegados al matrimonio Glover han afirmado que se trata de una pareja muy simpática y sociable y no se imaginan por qué habría querido nadie hacerles daño —prosiguió la mujer—. La pareja tiene un hijo de trece años que está destrozado por lo sucedido y solo ruega que sus padres vuelvan sanos y salvos. Si saben algo del paradero del matrimonio desaparecido ayer en Glenndale, por favor, contacten con el número que aparece en pantalla.
Solté la cucharada en el cuenco, decidida a no seguir comiendo. Se me había revuelto el estómago mientras la presentadora hablaba de la familia a la que tan bien conocía. De algún modo, al verlo en televisión sentí que era todo más real. Y eso significaba que el aquelarre no había descubierto nada en el cónclave.
Al menos experimenté cierto consuelo al saber la razón por la que mi madre no había vuelto a casa. Resultaba evidente que seguía trabajando con el resto de los Cleri para averiguar qué había detrás de la desaparición de los Glover. Tenía que ser eso.
De pronto, por primera vez desde que había oído el telediario, sentí que me recorría una oleada de alivio, como si alguien hubiese abierto una puerta cerca de mí. Por fin podía seguir con mi día sin tener que preocuparme, cosa que no me venía nada mal, pues tenía un examen para el que no había estudiado.
Sabía a ciencia cierta que la excusa de «Miembros de mi aquelarre fueron secuestrados ayer por la noche y podrían estar en peligro (o tal vez muertos) y no he tenido tiempo de prepararme la lección» no me granjearía ninguna simpatía; de hecho, lo más normal era que me ganase un billete de ida al manicomio del pueblo… y el look de top model con camisa de fuerza no iba conmigo… a no ser que me hicieran una a medida, y de color rojo.
Cogí del recibidor el bolso y las llaves del coche y salí pitando por la puerta, decidida a llegar al instituto con tiempo suficiente para meterme una buena sesión de estudio antes del timbre de primera hora. Mientras el coche se calentaba le mandé un mensaje a Sofia para que supiese que debía llevarme el café a la biblioteca. Algo me decía que iba a necesitarlo.
Para cuando hube terminado mis primeras clases, casi se me había olvidado todo lo sucedido en casa. El instituto siempre tenía ese efecto sobre mí: era el único sitio donde sentía que tenía el control al cien por cien. Como delegada de clase tomaba decisiones pensando en qué sería mejor para mis compañeros; le decía a todo el mundo lo que tenía que votar o qué debían considerar y establecía los estándares de excelencia entre mis semejantes. Cuando la gente no hacía lo que yo quería, la convencía para que viese los errores que había cometido.
Se podría decir que era cuando me sentía más en mi salsa, y me recreaba en mi tarea; sobre todo cuando la vida enloquecía, como ese día, y me daba la posibilidad de perderme en mis funciones: era una vía de escape ideal.
Por eso siempre era un jarro de agua fría que alguien me devolviese a la realidad:
—¿Habéis oído lo de la gente esa que ha desaparecido en un pueblo de aquí cerca? —nos preguntó Bethany cuando nos sentamos a una mesa del patio.
Era la hora de comer y estaba muerta de hambre porque no me había terminado el desayuno. Me había servido una ensalada hasta los topes de verduras y proteínas, pero, con el cambio de tema y el asunto tratado, temí volver a saltarme una comida por falta de apetito. Me obligué a comerme un bocado, pues sabía que no tendría energías suficientes para el resto del día si no me metía algo sólido en la barriga; además, si desordenaba mi metabolismo y empezaba a saltarme comidas de forma habitual, lo único que conseguiría sería añadir más estrés, y a nadie le gusta ser un manojo de nervios.
—Mi madre ha flipado con el tema y ahora quiere que vuelva a casa directamente desde el instituto en lo que me queda de vida —prosiguió Bethany alzando la vista al cielo—. Dice que quien secuestró a esa familia lo hizo para venderlos como esclavos y que los próximos seremos nosotros. Al parecer van detrás de gente con aspecto atlético para que les hagan el trabajo manual y, como yo tengo tan buen tipo gracias al yoga —Bethany señaló su esbelto físico—, dice que podría ser su próximo blanco. He intentado explicarle que a mí no puede quererme nadie de esclava porque no sé hacer nada. Si no sé ni poner una lavadora, ¿cómo esperan que les haga la colada? No tiene sentido.
«Ay, madre».
—Así que, por culpa de la repentina locura de mi madre, no podré asistir a nuestra cita semanal —concluyó, con una cara más de fastidio que de disculpa.
Bethany hablaba de tener que faltar a nuestra visita habitual al salón de manicura; sabiendo lo mucho que le gustaba cotillear, imaginé que perderse una oportunidad de primera para chismorrear debía de estar reconcomiéndola por dentro. Lo más probable era que le hubiese rogado y suplicado a su madre para que cambiase de idea antes de decidir tirar la toalla.
Al ver que le costaba articular las palabras, decidí sacarla del apuro.
—No pasa nada, Beth; yo tampoco podía ir esta semana; tengo cosas que hacer en casa. —Y era cierto: ver si mi madre había regresado ya. Cuanto antes averiguase si estaba bien, antes podría retomar mi vida y su rutina compartimentada.
Bethany pareció aliviada al saber que no iba a ser la única que se la perdería. Se le dibujó una sonrisa en la cara y yo le devolví el gesto, contenta de que mi amiga se sintiese mejor, aunque deseando experimentar un alivio similar.