—Una vez más y nos vamos —les grité al resto de animadoras antes de dar media vuelta y retomar mi puesto en el centro de la primera fila.
La segunda entrenadora pulsó un botón de la cadena y la música llenó el gimnasio por enésima vez. Llevábamos más de una hora repitiendo la coreografía y estábamos tan cerca de clavarla que no quería dejarlas ir; sin embargo, hacía tiempo que había aprendido que no hay que quemar al equipo: es mejor parar en un momento álgido y retomarlo desde ahí en el siguiente entrenamiento.
Al tiempo que el latido de la música hacía vibrar el suelo, empezamos a ejecutar al unísono los movimientos del baile. Meneando la cadera, me desplacé hasta el final de la colchoneta y me preparé para hacer mi acrobacia característica: una secuencia frontal con rodillas arriba y salto mortal de espaldas. Cuando aterricé, hicieron varias cabriolas detrás de mí y luego fui a reunirme con el resto del equipo a tiempo para el gran final. Cada una caímos en una postura distinta cuando la música se terminó; el único sonido audible que quedó fue el de nuestra respiración jadeante.
—¡Buen trabajo, chicas! Si seguimos así, no tendremos problemas para llegar a las finales —les dije mientras iba a por mi botellín de agua—. Pero, claro, nosotras no queremos llegar a las finales, queremos ganar, así que el jueves quiero que vengáis con vuestro yo más competitivo, ¿entendido?
Nadie osó rechistar, aunque sabía que todas lo estaban deseando; en lugar de eso, la mayoría recogió sus cosas y se encaminó hacia los vestuarios. Yo me quedé atrás para recoger el material, satisfecha por lo bien que había ido el entrenamiento. Siguiendo mi ejemplo, Trish, Sofia y Bethany también se quedaron para enrollar las esterillas y guardar los pompones y las colchonetas.
—Un entrenamiento duro, mi capitana —me dijo Trish al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente con la camiseta.
—Vamos, no te quejes… En realidad más que un entrenamiento ha sido un calentamiento. Si te ha parecido difícil, espera a que empecemos a entrenar para los nacionales y hagamos la coreografía de principio a fin. Una función de sesenta segundos no es nada comparada con una coreo de dos minutos y medio.
—No ha sido para tanto —intervino Sofia. Al mirarla de reojo vi que también estaba sudando de lo lindo, con la piel empapada y las mejillas coloradas del calor. Sabía que estaba tan molida como la que más, pero la adoraba por mentir al respecto—. Y además, yo prefiero trabajar duro y hacerlo bien cuando llegue la hora que quedar mal.
—Me comería una hamburguesa con queso —dijo Bethany sin hacer caso de la conversación—. Quiero una gran hamburguesa grasienta y jugosa con beicon y aros de cebolla, toda embadurnada de salsa barbacoa. Y patatas fritas. He quemado calorías para eso y más. ¿Alguien se apunta?
—No puedo, tengo que ayudar a mi madre en la tienda. Los martes es el día de más trabajo porque es cuando le llegan los pedidos. Pero cómete una hamburguesa por mí, ¿quieres? —contesté.
—No creo que haya hecho ejercicio por las dos —me contestó dándose una palmadita en el vientre plano.
No iba a comerle la moral diciéndole que probablemente tampoco hubiese quemado calorías suficientes para lo que quería engullir; supuse que ya lo sabría: todos nos contamos mentirijillas a nosotros mismos, y las de Bethany solían ser sobre comida.
—Bueno, siempre puedes venir a ganarte la segunda hamburguesa echándonos una mano en el almacén —le dije, sin molestarme en ocultar mi intento de coacción.
Aunque le había dicho a mi padre que me portaría bien con mi madre, todavía no había superado del todo la discusión de la otra noche. Sabía que, si me pasaba el resto de la tarde con ella a solas en el almacén, se las arreglaría para sacar el tema de nuevo. Y entonces me costaría aún más mantener mi promesa…
—Se siente, Had; tengo una cita con mi barriga.
Miré a Trish.
—Yo tengo una cita con mi DVD —me contestó sin molestarse en inventar una excusa más creativa.
—Yo te ayudo —se ofreció Sofia, que se encogió de hombros y añadió—: Tengo tareas que hacer pero pueden esperar.
—Gracias, Sofe eres la mejor —le dije con la esperanza de que me oyesen las otras dos—. Luego te invito a un yogur helado con todo lo que quieras echarle por encima.
—Bueno, ya me conoces: nunca te diré que no a un yogur helado.
Cuando terminamos de recoger nos fuimos al vestuario antes de ir a la tienda de mi familia, Scents & Sensibility. Mi madre abrió la perfumería pocos años antes de que yo naciera y, según cuentan todos los que la conocen, había sido el sueño de su vida desde que era adolescente. Apenas tenía edad de perfumarse cuando empezó a mezclar esencias con hechizos e ideó fragancias cocinadas con magia. Cuando la gente venía a la tienda, mi madre los ayudaba a crear aromas únicos y personales para cada individuo y sus necesidades; hacía hasta colonia para hombres.
Un gorjeo de pájaros llenó la estancia cuando traspasamos el umbral de la tienda y recordé una vez más lo mucho que me gustaba el sonido que alertaba a mi madre de la llegada de clientes. Me dejé seducir por el olor a lavanda, a vainilla y a gardenia y al instante me sentí a gusto: las esencias me eran tan familiares que cada vez que las olía me sentía como en casa. Suspiré encantada, notando cómo desaparecían en mí la angustia y el estrés.
—Siempre me ha encantado esta tienda —comentó Sofia dando voz a mis pensamientos—. Las esencias que prepara tu madre son mucho mejores que cualquiera que puedas comprar en unos grandes almacenes. Es ponérmelas y sentirme mucho mejor. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Perfectamente.
Y era cierto: mi madre me había confesado hacía poco que la mezcla que había creado para mi amiga era una combinación de valentía y autoestima; si a eso le sumabas el pequeño toque de claridad mental, el preparado describía bastante bien a Sofia. Y todo eso sin cambiar quién era ella en su fuero interno: los perfumes de mi madre se limitaban a potenciar la esencia auténtica de cada persona, eran una especie de maquillaje del alma.
Cuando llegamos al mostrador trasero vimos que mi madre estaba terminando con una clienta. La observé mientras iba eligiendo con diligencia productos de los treinta o cuarenta botes distintos que ocupaban una gran mesa blanca; el tablero estaba iluminado por debajo y el resplandor que arrojaba le daba a la mesa un toque etéreo. Mi madre tenía la cara fruncida por la concentración mientras iba y venía velozmente, con las manos pasando de un bote a otro con tal rapidez que apenas se veía lo que cogía; luego empezó a reducir la marcha y volvió a fijarse una vez más en la mujer, que esperaba en silencio. Se la veía algo nerviosa, como si no tuviese muy claro qué debía hacer; se notaba que era la primera vez que iba a la tienda.
Mi madre arqueó una ceja antes de escoger el último bote y volver con el ingrediente final.
—Canela para darle un toque misterioso —explicó.
Majó el contenido del cuenco en un mortero (igual que hacen los camareros con el guacamole en los buenos restaurantes mexicanos) y vertió la mezcla en una pequeña ampolla. La agitó como una bola de cristal de nieve, cerró los ojos y murmuró unas palabras entre dientes. Aunque seguramente la clienta no le dio ninguna importancia, yo sabía que estaba inculcándole un conjuro al perfume.
Medio aturdida por la compra, la señora le tendió a mi madre un puñado de billetes y al cabo se fue con la bolsita rosa pegada al pecho como si llevara un saco lleno de oro. Poco podía imaginarse que los productos de mi madre nada tenían que envidiarle al noble metal.
Mi madre esperó a que la mujer saliera para dirigirnos por fin la atención.
—¡Buenas, chicas! ¿Cómo ha ido ese entrenamiento?
—No ha estado mal —le dije sin dar más detalles mientras olía un bote de salvia—. Todavía no lo clavamos pero vamos por buen camino.
O no se había dado cuenta de que todavía estaba molesta por la charla de la noche anterior o había optado por ignorar mi actitud.
—¿Y qué me cuentas tú, Sofia? ¿Has venido para ayudar a Hadley o para comprar? No puede ser que te hayas terminado ya el bote de la última vez… ¿Un regalo tal vez?
—Todavía me queda bastante, señora Bishop —le contestó, siempre tan formal—. He venido solo a echar una mano.
—Ay, ¡eres un encanto! —exclamó mi madre, que rodeó la mesa para darle un abrazo; antes de poder escabullirme, alargó el otro brazo y nos dio un achuchón a las dos—. Cómo me alegra que Hadley tenga tan buenas amigas.
Puse cara de fastidio y esperé a que nos soltase. Cuando por fin lo hizo, retrocedí unos pasos y me quité la chaqueta entallada de cuero. Cuanto antes empezásemos, antes podría irme y atender algunas cosas que necesitaban mi atención en casa: tenía que hacer galletas para recaudar dinero para las animadoras, acabar los deberes de matemáticas y escribir la columna para el periódico del instituto; el tema de la semana era la sustitución de las máquinas expendedoras de comida basura por otras que ofertaran opciones más saludables, como fruta o barritas de cereales. No podéis ni imaginaros la cantidad de adolescentes obesos que se pasean por el instituto con chocolatinas y bolsas de patatas en la mano. A veces se me hace duro hasta mirarlos; como es evidente que no todo el mundo tiene mi fuerza de voluntad, me gusta aportar mi granito de arena para acabar con esa forma de engullir provocada por el estrés.
—¿Por dónde empezamos? —pregunté antes de dejarme llevar del todo por mis pensamientos.
—Hum… Bueno, hay que separar todas las hierbas y rellenar toda esa pared —me dijo mi madre señalando a su izquierda—. Y aquellos tarros de especias hay que llenarlos hasta arriba. Cuando terminéis con eso, podéis regar y podar las macetas de la trastienda. Ya sabéis dónde está todo, ¿verdad?
Asentimos y nos pusimos manos a la obra. Sofia ya nos había ayudado varias veces en la tienda así que solo tuve que enseñarle dónde estaban las especias para que empezara a reabastecer. Como llevaba haciendo aquello desde que tenía uso de razón, me puse a reponer las hierbas y las plantas mecánicamente. Me llevé seis tarros a la trastienda, donde estaban las reservas, y los rellené. Mientras cogía las cajas de los estantes iba repasando las utilidades de cada hierba antes de colocarlas de nuevo en su sitio.
Cola de caballo. Confiere al que la utiliza un aspecto más depurado. Ideal para entrevistas, primeras citas o cualquier compromiso en que se desee impresionar.
Árnica. Se utiliza para aliviar tanto cuerpos como egos contusionados. (Siempre me preparo un baño con esta hierba después de noches de entreno especialmente duras).
Ajenjo. Viene de maravilla en caso de tener un amigo (o falso amigo) que quiera minarte la moral. Elimina los parásitos internos de todo tipo; el efecto secundario de la indigestión merece la pena a la luz de los resultados.
—Mamá, ¡no queda salvia! —grité al ver la caja vacía antes de devolverla a su sitio. Como no recibí respuesta, fui a la parte exterior de la tienda—. ¿Quieres que pida más…?
—Sí. Llegaré dentro de una hora —estaba diciendo en voz baja por el teléfono—. No puedo creer que esté pasando otra vez, Julia. Pobre Peter. ¿Cómo lo están llevando los niños? Ajá. Qué horror. Vale, mira, cierro la tienda y estoy allí lo antes que pueda. Que no se disperse el aquelarre hasta que yo llegue e intenta que no cunda el pánico.
Nunca había oído a mi madre usar la palabra con a en público y miré para ver si Sofia la había oído. La vi trabajar en las estanterías junto a la entrada de la tienda y me alegró comprobar que no estaba pendiente de la conversación de mi madre. Me volví entonces, me acodé en el mostrador y me quedé mirándola mientras acababa de hablar y colgaba el teléfono. Sin mediar explicación alguna, empezó a dar vueltas por la tienda como si no supiese adónde ir o lo que estaba buscando. Cuando desapareció por la trastienda, me incorporé con desgana y la seguí.
—¿Qué pasa, mamá? —le pregunté. Me molestaba tener que preguntar, pero en ese momento mi curiosidad superaba mi rencor—. ¿Quién era?
Alzó la vista, aturdida, como si hubiese olvidado que todavía estaba allí.
—¿Cómo? Ay, amor, sigues aquí… —me dijo distraída.
—Pues sí, sigo aquí —le dije queriendo añadir: «Gracias por fijarte», pero lo pensé mejor. En lugar de eso, me acerqué a ella y le puse las manos en los hombros para detener su ir y venir—. ¡Mamá!, ¿qué está pasando?
Me miró a los ojos pero comprendí que tenía la cabeza a kilómetros de distancia.
—Les ha pasado algo a los Glover.
—¿Están bien?
Sacudió la cabeza.
—No tiene buena pinta, cariño. Peter ha vuelto del instituto y se ha encontrado con que sus padres no habían vuelto y estaba todo manga por hombro, como si hubiese habido una pelea. Dice que no ha visto nada.
—A lo mejor han tenido que salir de viaje de buenas a primeras —sugerí, aunque ni yo misma me lo creía; con todo, nada de lo que me había contado había disparado mis alarmas de peligro—. ¿Han probado a llamarlos al móvil?
—Pues claro que los han llamado —espetó mi madre, que al ver cómo me había hablado suavizó el gesto, respiró hondo y volvió a intentarlo—: Had, había sangre, aunque no han encontrado ningún cuerpo. No pinta nada bien.
«¿Sangre?».
—Ah…
—Tengo que reunirme con los demás. Vamos a tener un cónclave de emergencia para discutir nuestras opciones. Pero antes de nada tengo que cerrar la tienda.
Dejé a un lado nuestra rencilla, me adelanté, le cogí el bolso y el abrigo de la silla y se los tendí.
—Ten. Tú vete, que nosotras cerramos.
Me miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa, que pronto pasó a ser gratitud.
—¿Estás segura, cariño? Yo creía que querías volver a casa pronto para hacer las tareas…
—Estoy segura. Además, hoy no tengo mucho que hacer —mentí, pues me quedaban por lo menos tres horas de trabajo antes de acostarme. Pero dada la situación, me imaginé que una mentirijilla piadosa no haría daño a nadie—. Es mejor que te vayas ya, no pasa nada.
Mi madre pareció pensárselo pero al final cogió sus cosas y se fue hacia la entrada.
—No te olvides de cerrar la puerta de atrás y apagar todas las luces. Ah, y el código de la alarma, ya sabes, acuérdate de activarla cuando salgáis —me dijo, visiblemente dispersa. Antes de llegar a la puerta, se volvió, me abrazó con fuerza y me plantó un beso en la mejilla—. Coge dinero del bote y pide algo para cenar. Y Hadley, ten cuidado; está ocurriendo algo y necesito saber que no va a pasarte nada.
Me suplicó con la mirada y supe que aquello iba más allá del típico caso de sobreprotección.
—Tendré cuidado mamá, te lo prometo.
—Te quiero, Hadley.
El tono se estaba poniendo demasiado serio para mi gusto, así que me reí nerviosa.
—Y yo a ti. Anda, vete ya. Y despiértame cuando llegues a casa, que quiero saber lo que ha pasado.
Me sonrió y se despidió con la mano antes de desaparecer. Me quedé mirando cómo batía la puerta y pasé unos minutos contemplando la madera, a la espera de que volviese y me dijese que había sido todo una broma y que no pasaba nada de nada. La puerta, sin embargo, no volvió a abrirse.
—¿Adónde ha ido tu madre? —preguntó Sofia, que estaba todavía rellenando botes—. Parecía que tenía prisa.
—Una urgencia familiar —le dije en voz baja. Tras unos instantes, me volví para mirar a mi amiga y dibujé una sonrisa forzada; no tenía sentido hacerle sospechar que pasaba algo—. ¿Por qué no nos damos prisa para acabar y así volvemos pronto a casa?
Me sonrió y asintió.
—Todavía tengo que terminar unas cuantas cosas —añadí.