—Por favor, dime que no le dijiste eso, Had —me rogó mi madre mientras me ponía un plato por delante—. No deberías portarte así con Jackson, es uno de tus mayores y merece respeto. Y sabe muy bien la diferencia entre que te aproveches de tu legado y que desperdicies tus habilidades.
Estábamos sentadas a la mesa de la cocina separadas por una pizza de pepperoni y cebolla con queso caliente y chicloso. Antes de meterle mano a la cena, había cometido el error de propiciar un momento madre-hija y le había relatado la reunión que acababa de tener. Y yo que creía haber aprendido ya… Ante la duda, llénate la boca de queso para evitar follones con tu madre.
—Pero, mamá, fue él quien me planteó una pregunta; yo lo único que hice fue responder. No fue ninguna falta de respeto… Estaba intentando ser sincera —le dije entre bocado y bocado—. ¿No eres tú la que siempre dices que la sinceridad es la mejor política?
Mi madre ladeó la cabeza, nada contenta con mi capacidad para discutir cualquier cosa. Con ella no podía hacer nada para convencerla de que viese las cosas desde mi perspectiva; no sabía bien si era por el vínculo familiar o porque sus destrezas mágicas eran simple y llanamente más potentes que las mías, pero lo que solía funcionarme con los demás se desmoronaba sin más cuando ella estaba cerca. Un contratiempo mínimo que me esforzaba por solucionar desde hacía tiempo, pero, entre tanto, resultaba de lo más desquiciante.
—Hadley Anne Bishop, sabes que no me refiero a eso. Por supuesto que tienes que decir la verdad, pero no a expensas de los demás. Te he visto con tus amigas y con tus compañeros del instituto, y con ellos nunca hablas así. Si alguna amiga tuya lleva el pelo fatal, no le dices que la han tocado con la varita mágica que te vuelve fea, ¿verdad?
—¿Existe tal cosa? —le pregunté con renovado interés por el rumbo de la conversación.
Mi madre frunció el entrecejo en un gesto de frustración y a mí me cambió la cara al comprender que no existía ninguna varita que te volviese fea (o guapa).
«Pero ¿y si existiese…?».
—Ni se te ocurra, Hadley —me advirtió. Se me desencajó entonces la mandíbula y un trozo de pepperoni fue a aterrizar en el plato: otra vez había conseguido leerme la mente.
«Tengo que pararle los pies para que no se me cuele en la cabeza de esa manera».
—Es que no entiendo cómo eres tan simpática con tus amigos y con el resto, con tu familia y tu aquelarre tienes que ser tan… beligerante.
—Yo no soy beligerante —mascullé, aunque sabía que era cierto.
Por alguna razón, cuando estaba rodeada por la gente a la que mejor conocía no era capaz de aguantarme. ¿Por qué sería?, ¿tal vez porque sabían todos mis secretos? Está claro que resulta bastante inquietante que alguien te conozca en profundidad. Y la verdad era que la gente del instituto, incluso mis mejores amigas, no me conocían de verdad, o al menos no en todas mis facetas.
—Mira, mamá, tú sabes que yo no creo en todo ese rollo de «prepárate a morir», de la épica lucha del bien contra el mal y toda esa movida. Sé que a ti y a papá os gustaría que pensara igual que vosotros pero, lo siento, no puedo —le dije, más calmada ya. Mi intención no era discutir con ella, es que de verdad no entendía su forma anticuada de pensar—. No te digo que lo que le hicieron los parricistas a nuestra familia y a otra gente no fuese un asco, pero vivir la vida mirando siempre atrás, cuando ni siquiera tenemos pruebas de que sigan siendo una amenaza… Yo creo que hay mejores cosas en las que invertir el tiempo, como planear el baile de bienvenida, o enseñarles a los pequeños del insti cómo convertirse en los líderes de sus compañeros. ¡Cosas reales!
—¿Y a ti lo que le pasó a Bridget Bishop no te parece real?
—Claro que sí… Por aquel entonces la amenaza era muy pero que muy real —le contesté pensando en el sueño que había tenido esa noche y en el tacto de la soga alrededor del cuello de Bridget. Tuve que esforzarme para pasar el nudo que se me había formado en la garganta—. Pero eso era antes; ahora es distinto, ahora estamos vivos. Y creo en vivir mi vida al máximo en vez de basarla en «quizás» y «tal vez».
Mi madre se quedó mirándome mientras masticaba pensativa su trozo de pizza. En su cara la rabia había dejado paso a la curiosidad: eso no era buena señal… nunca.
—Has vuelto a soñar con ella, ¿verdad?
—¡Jo, mamá! ¡Que salgas de mi cabeza! —gruñí y salí en estampida hacia mi cuarto, del todo frustrada.
A medio camino, sin embargo, me lo pensé mejor y me detuve. Sin decir nada más, di media vuelta, cogí otro triángulo de pizza, giré sobre mis tacones rojos y salí haciéndome la despechada.
Estaba teniendo un sueño realmente estupendo, una superfantasía con un chico; bueno, casi un hombre; creo que estaba en la universidad o algo por el estilo, pero los detalles eran lo de menos. Lo importante era que estaba buenísimo —mucho más que el actor de esas películas de vampiros (y desde luego no era un vampiro, aunque seguramente no le habría parado los pies si hubiese intentado morderme)— y, para colmo, a él también le gustaba yo.
El morenazo de mi sueño estaba abriéndose camino entre una muchedumbre, sin dejar de clavarme la mirada. Se notaba que me deseaba solo a mí porque no se molestaba en mirar a ninguna de las chicas que pasaban a su lado. En cierto momento incluso pasó de largo a Trish y vi la decepción en la cara de mi amiga. No es que me alegrase de que ella se sintiera mal… es solo que mola más cuando los ligues de tus sueños van directamente a por ti y no a por tus amigas.
Total, que mi príncipe buenorro estaba viniendo hacia mí y, a pesar de que sabía que no nos conocíamos de nada, me sentía extrañamente atraída por él. También sabía a ciencia cierta que iba a besarme.
Y pensaba permitírselo…
Me relamí los labios con disimulo, preparándome para el gran momento, para que me cogiese entre sus brazos y para que…
—Hadley, venga, vamos —me dijo poniéndome la mano con firmeza sobre el brazo.
—¿Eh? —pregunté confundida. Preparada como estaba para besar a un tío, aquella frase era lo último que me esperaba.
Pero entonces empezó a sacudirme, suavemente al principio y luego con más determinación al ver que no obedecía.
—Had, que es la hora —me repitió, con una voz que sonó entonces mucho más lejana.
De repente abrí los ojos y vi que ya no tenía delante al joven despampanante. Nada más lejos: estaba mirando fijamente a… mi padre.
—Anda, bonita, es hora de levantarse —me susurró en la oscuridad—. Si queremos entrenar un poco antes de que te vayas, tenemos que empezar dentro de un cuarto de hora. ¿Quieres o no?
Me sacudí de la cabeza la imagen de mi romántica cita nocturna y me incorporé sobre ambos codos.
—Sí, sí, ya me levanto. ¿Me das unos minutos?
Vi que mi padre salía de la habitación y que dejaba la puerta entreabierta. Del pasillo llegaba suficiente luz para ver la ropa de gimnasia que había dejado preparada por la noche sobre la silla. Me arrastré y la cogí; volví a mirar la hora y me puse un top deportivo, unos pantalones cortos y las zapatillas deportivas.
Las seis de la mañana.
Puff… Si no fuese porque mi padre se iba tres semanas de viaje, ni en sueños me levantaría a esa hora del demonio. Pero como era muy complicado pasar tiempo con él, siempre que podía aprovechaba cualquier oportunidad de consolidar los lazos padre-hija.
Mi padre dirige una organización benéfica llamada El Poder es Tuyo que asiste a mujeres maltratadas y las ayuda a empezar una vida nueva. Como es benéfica, la mayor parte del año tiene que viajar de un estado a otro para convencer a varias de las mayores empresas del país para que den dinero para la causa. Mi padre también es brujo, aunque el resto de empleados de El Poder es Tuyo no están exactamente al tanto de este hecho; sin embargo, por decirlo alto y claro, el éxito de la organización reside en esa peculiaridad. Veréis, de él es de quien he heredado el poder de persuasión: hay quien tiene la nariz o los ojos de sus progenitores, o, como en mi caso, tiene genes «mágicos». La habilidad que mi padre y yo compartimos viene de perlas cuando tiene que pedirles a compañías multimillonarias que le den un par de cientos de miles de dólares sobrantes para una buena causa.
Digamos que se le da muy pero que muy bien todo aquello que hace.
Sin embargo, eso también supone que pase más tiempo fuera que en casa, razón por la cual andaba yo caminando por el salón como una zombi cuando ni siquiera había amanecido. Hacer ejercicio no formaba parte de mi rutina de madrugada, pero no había podido decirle que no a mi padre, aunque en ese momento mi cuerpo me estuviese gritando: «¿Adónde vas? ¡Vuelve a la cama, so idiota!».
—¿Qué tortura tienes pensada para hoy? —le pregunté entre bostezos, mientras arrastraba los pies hasta donde mi padre calentaba ya, junto al sofá.
Seguí su ejemplo, me cogí el pie derecho y lo doblé hacia atrás todo lo que pude. Dejé escapar un pequeño gemido cuando los músculos del muslo se me estiraron como una tira de goma.
—He pensado que lo mejor es empezar con tres kilómetros de calentamiento, seguir con un poco de kickboxing y terminar con estiramientos. Nos llevará poco más de una hora —me dijo mirando el reloj, un modelo de plástico negro con cronómetro y pulsímetro acoplados.
Yo misma se lo había regalado a los nueve años y desde entonces no se lo había quitado; este gesto le honraba, pero hasta yo me hacía cargo de que no pegaba nada con los trajes caros que se ponía para sus reuniones con los donantes potenciales. Así y todo, creo que o se lo quitaban a la fuerza o nunca cambiaría de reloj.
—No te preocupes, Had; te dará tiempo de sobra de llegar al instituto.
—No pasa nada, papá —le dije, aunque una parte de mí se preguntaba si podría realizar el ritual de la mañana y arreglarme como era debido antes de ir a clase. En cualquier caso, no tuve mucho tiempo de pensarlo porque mi padre estaba ya saliendo por la puerta de la calle, y yo a la zaga.
Fuera hacía fresco, como para una chaqueta fina, y el césped y las hojas estaban recubiertos de un rocío que me llenaba las pantorrillas de gotas al correr sobre la hierba. Respiré hondo: no hay nada como el olor de la mañana, fresco y limpio como el que más. No sé por qué pero siempre resulta más fácil respirar a esas horas, antes de que el peso del día se te acumule a las espaldas.
Fui siguiendo a mi padre a cierta distancia, un poco más escorada a la derecha, por el camino que salía del vecindario y llegaba a un sendero que atravesaba el bosquecillo tras dejar atrás la última manzana. Aunque había varias sendas por las que perderse, mi padre escogió la que nos llevaba al corazón de la espesura. Ninguno de los dos hablamos durante el trote, disfrutando ambos por igual de la compañía y de la tranquilidad del bosque alfombrado.
Al cabo de veinte minutos estábamos de vuelta en casa y sentía como si me hubiesen prendido fuego a los pulmones y las piernas se hubiesen transformado en gelatina. Cuando todavía no había recuperado del todo el ritmo de la respiración, mi padre me lanzó un par de guantes rojos de boxeo y empezó a ponerse los suyos. Le imité y, cuando me los hube fijado bien, los golpeé entre sí un par de veces como hacen en el cuadrilátero los profesionales.
—Recuerda, Hadley: mantén los brazos cerca de la cara y no dejes de moverte —me aconsejó, y acto seguido me lanzó un puñetazo a media velocidad.
No me costó bloquear el golpe y lanzarle luego unos cuantos, con tanta rapidez que mi padre no pudo esquivarlos. La velocidad siempre ha sido una de mis mayores bazas en el combate cuerpo a cuerpo; eso y ser capaz de intuir el siguiente movimiento de mi contrincante. No era que me metiese en peleas muy a menudo, pero, tras cinco años de kárate, defensa personal y boxeo, al menos me defendía.
—Me ha dicho mamá que anoche discutisteis. —Lo deja caer una vez que conseguimos un ritmo continuado con los golpes.
Directo, directo, gancho al cuerpo. Directo, directo, uppercut.
Fruncí el ceño al recordar la riña y no me hizo falta más para volver a encenderme con el tema.
—Es que no entiendo por qué todo el mundo cree que los parricistas siguen coleando —le dije casi sin aliento—. Para mí salta a la vista que les importamos más bien poco, así que tanta preparación para un ataque que nunca va a producirse me resulta una pérdida de tiempo.
—Hadley, sabes perfectamente que a tu bisabuela la asesinó el aquelarre de Parris, y que tu madre lo pasó muy mal. Cuando Nana murió, tu madre juró que no permitiría que tú sufrieses el mismo dolor que ella por perder a un ser querido. Y entre tú y yo: ella no soportaría otra pérdida de ese calibre, así que, por favor, limítate a hacer lo que te pide, por mucho que creas que es una pérdida de tiempo.
—Pero si ni siquiera tú piensas que vayan a volver. A ver, apenas utilizas tus dones como es debido y solo te entrenas conmigo —le dije, al tiempo que le lanzaba un puñetazo más potente de la cuenta—. Y por cierto, que sepas que sé que en realidad solo me enseñas todo esto para que me defienda de los chicos de la facultad. Te tengo calado.
—No te atrevas a hacer chistes con universitarios, Hadley Anne —me dijo muy serio, aunque al volverse para regresar a la casa atisbé una sonrisilla en su cara—. Y que no nos veas entrenar no significa que tu madre y yo no estemos preparados en caso de ataque.
Puse los ojos en blanco y me dirigí a la encimera, donde había dejado un botellín de agua fría. Le quité el tapón y me bebí el contenido en menos de un minuto. Aparte de ser muy útil si te encuentras con alguien sospechoso en un callejón oscuro y desierto, el boxeo es un ejercicio estupendo.
«Hoy sí que me he ganado unos Krispy Kreme».
—Mira, cariño, solo queremos que estés preparada para lo que venga —se sinceró—. Aunque me encantaría poder estar con mis dos chicas preferidas las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, ambos sabemos que no es posible. Y si me convenciese de que sabes defenderte por tu cuenta me quitaría una preocupación. Tu madre piensa lo mismo, así que ¿por qué no me haces el favor de darle un poco de cuartelillo, sonreír y aguantarte?
Puse mala cara, como exagerando lo mucho que me iba a costar hacer lo que me pedía.
—¡Vale, lo intentaré, pero no prometo que me guste!
—Trato hecho —me dijo, y me tendió la mano para estrechar la mía; a continuación se paró en seco y me miró de soslayo—. Por cierto, lo de los universitarios lo decías en broma, ¿no?