—Guo-o-o, el amor es un viaje psicodélico —cantaba a voz en grito con la cantante Sirena Chelo.
Iba en mi coche haciéndole los coros a la cantante pop más de moda. Después de oír como una docena de veces su disco nuevo, cambié al antiguo, que en mi opinión es el mejor.
Había conocido a la ganadora de un Grammy cuando no era más que Jennifer Browning, una adolescente desgarbada a la que le gustaba tocar el piano y montar producciones musicales en encuentros de aquelarres. Hasta que no abrazó del todo su lado mágico no pegó fuerte en el mundo del espectáculo. Porque, si no, ¿cómo iba a gustarle a la gente una chica que iba por ahí con esos locos disfraces que se ponía?
Aun así, para mí todo aquel que usa los talentos que Dios le ha dado es digno de elogio.
La canción terminó justo cuando doblé por el camino de entrada de la casa de los Hobb, donde ya había aparcados otros tres coches en fila india.
«Algo me dice que llego la última… otra vez».
Odio llegar tarde a los sitios; si bien, según el reloj, todavía faltaba un minuto para que empezase la reunión. Apagué el motor, cerré la puerta de golpe y subí de dos en dos los escalones de entrada. Después de llamar al timbre, me alisé el vestido por las caderas, me pasé una mano por el cabello y esperé a que me abriese alguien.
—¡Vaya, Hadley, hola! —me dijo la mujer al abrir la puerta y pasar revista.
Era guapa, tendría cuarenta y pocos años y vestía vaqueros y jersey negro. Aunque a primera vista podía parecer la típica madre de barrio residencial, yo sabía que distaba mucho de ser solo eso.
—¡Buenas, señora Hobbs! —la saludé educadamente a la espera de que me invitara a pasar. Cuando se hizo a un lado, me reuní con ella en el vestíbulo.
—Ya están todos abajo. ¿Por qué no te sirves algo de beber antes de bajar? Ya sabes dónde está todo —me dijo antes de desaparecer en el salón, donde atronaba el televisor.
—¡Gracias! —le grité, y eché a correr escaleras abajo todo lo rápido que me permitieron mis tacones de ocho centímetros. Una vez sana y salva en la planta inferior, abrí la puerta del sótano y entré como una exhalación.
—¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! —chillé mientras me acomodaba en mi sitio habitual en el poyete de la ventana.
—Ya la habéis oído. ¡Que empiece la fiesta! —dijo el chico que estaba sobre un puf en un rincón.
Entorné los ojos y le puse mala cara. Tenía pinta de palurdo y un cuerpo demasiado canijo para la cabeza que tenía, por no hablar de la mata de pelo que lo etiquetaba directamente como nerd de primera categoría. Si no fuese porque lo conocía personalmente, lo hubiese ignorado en el pasillo.
—Yo también me alegro de verte, Fallon —le respondí al tiempo que repasaba la estancia y a sus otros doce ocupantes.
Un vistazo rápido me confirmó que, efectivamente, había llegado la última. ¿He dicho ya que odio llegar tarde? Aunque solo sea por unos minutos, la barriga se me revuelve. Todo lo que he investigado sobre gente influyente sugiere que en realidad es bueno hacer esperar; se supone que, en un plano subconsciente, eso hace que los demás piensen que tu tiempo es más valioso que el suyo. A mí, en cambio, siempre me ha parecido que te hace quedar como una irresponsable y una maleducada.
Miré a Jackson con una sonrisa de disculpa. Estaba apostado a la cabecera de la habitación, donde siempre se ponía, y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. No se le veía enfadado conmigo por ser la última; más bien parecían divertirle mis excusas.
—He tenido una reunión de delegados después de clase. Teníamos que escoger un tema para el baile de bienvenida y nos ha llevado más tiempo de lo que había calculado —expliqué.
—¿Qué habéis decidido? —preguntó Sascha. Era la única chica-chica de la reunión, por lo que pensé que le interesaba realmente y no que se estaba riendo de mí.
—La Feria de las Tinieblas —anuncié orgullosa.
—Vaya, ¿y os ha costado dos horas enteras decidir eso? —preguntó Fallon, que rio su propia gracia.
—Pues a mí me parece un título muy chulo —replicó Sascha, mirándome sonriente.
—Pues sí. Si en mi instituto pusiesen temas así, lo mismo hasta participaba en las funciones —comentó Jasmine mirándose la pintura negra de las uñas.
Era la típica chica de la que solo por su aspecto se asume que es bruja. Decir que era fanática del color negro habría sido quedarse corto. Llevaba un maquillaje demasiado teatral y tenía por costumbre fruncir el ceño más de lo que sonreía, pero era muy enrollada. En cierto modo Jasmine era la única de nosotros que se comportaba cien por cien como ella misma el ciento por ciento del tiempo. No creo que se molestase en ocultar sus habilidades mágicas, lo que demostraba lo cegata que puede ser la comunidad no bruja.
—Señoritas, ¿les importa si tratamos los temas del baile más tarde? Tenemos que empezar ya la lección de hoy —nos dijo Jackson caminando hasta el centro de la habitación.
Cuando nos hizo una señal para que nos levantásemos, lo hicimos (algunos a regañadientes) y formamos un corro a su alrededor.
—¿Sabe alguien cuál es nuestra mejor baza a la hora de usar la magia?
—¿El conocimiento? —sugirió Peter, el más joven del grupo.
—¿La inteligencia? —probó Sascha.
—¡Nuestra capacidad de engañar al adversario! —gritó Fallon como si no estuviésemos todos a menos de medio metro de él.
Me tapé la oreja derecha, que me pitaba, y respondí:
—El poder. —En mi cabeza no albergaba ninguna duda de que esa era mi mayor baza cuando tenía que conjurar hechizos.
—Todas vuestras respuestas son correctas y, en cierto modo, todos tenéis razón —dijo Jackson metiéndose las manos en los bolsillos—. Pero hay una cosita, algo muy sencillo, que habéis pasado por alto.
Nos miramos los unos a los otros, inquisitivos. Yo seguía pensando que mi respuesta era la correcta, pero tenía ganas de ver adónde quería llegar Jackson; al fin y al cabo, él era el profe, y aquella su clase.
—Fallon, ven aquí un segundo —le pidió Jackson a mi archienemigo, haciéndole señas para que fuese a su lado, en la cabecera de la sala. Todos dimos un paso atrás para tener mejor perspectiva—. Vale, ahora intenta atacarme con un hechizo, no importa cuál. Sorpréndeme y pon toda la carne en el asador.
En la cara de Fallon se dibujó una sonrisa diabólica cuando comprendió lo que le estaba permitiendo hacer. Hemos aprendido numerosos hechizos a lo largo de los años: algunos más bien prácticos, muchos divertidos y otros pocos que solo se nos permite utilizar en ocasiones especiales. Pero no era nada habitual que nos dejaran dar rienda suelta a nuestra magia. Estaba claro que Fallon iba a disfrutar con aquello y, para ser sincera, parte de mí deseó estar en su pellejo.
Jackson tomó posiciones y movió el cuello en círculos, como si estuviese calentando para una carrera de diez mil metros. Es importante estar todo lo tranquilo y relajado que puedas para contrarrestar el ataque de otro brujo. Demasiada tensión significa que estás concentrándote demasiado en un solo aspecto del hechizo y estás dejando que la magia se apodere de ti. Por lo demás, si tienes la mente y el corazón despejados, puedes responder mucho más rápido a lo que sea.
Justo antes de que Fallon articulase las palabras de su hechizo, me fijé en que Jackson murmuraba algo, pero no entendí lo que decía. Todos volvimos la cabeza hacia Fallon, esperando. Los ojos, sin embargo, se le ensancharon al ver que no salía sonido alguno. Fallon abrió y cerró la boca como pez fuera del agua pero siguió sin ocurrir nada. Cuando hizo ademán de llevarse las manos a la garganta, Jackson dijo:
—Mordazflix sertikin. —Y colocó las manos en los hombros del chico con mucho cuidado.
—¡¿Qué leches ha sido eso?! —preguntó Fallon, que jadeó al recuperar el habla al tiempo que le lanzaba una mirada envenenada al profesor. Parecía un tanto conmocionado por la experiencia, más allá del bochorno por no haber podido poner en evidencia a nuestro maestro.
—Tranquilo, déjame que os lo explique —le dijo Jackson alzando los brazos por encima de la cabeza, como pidiendo calma—. ¿Alguien ha visto qué ha pasado aquí?
—Que Fallon no ha podido hacer funcionar su magia —respondí, no sin regodearme un poco.
—Cierto, pero ¿alguna idea de por qué? —Esa vez nadie respondió—. Le he privado de la capacidad de hablar.
Aunque algunos parecían todavía confundidos, yo me olí adónde quería llegar Jackson.
—Si no hay voz, no hay hechizo —dije, admirando lo ingenioso y sencillo que había sido el contraataque.
—Eso es, Hadley. Pocos brujos tienen suficiente poder mental para revocar un hechizo. Si le quitas la voz a alguien, le privas también de la capacidad de usar el poder, la sabiduría y la inteligencia.
—Mola —dijo Jasmine con una sonrisilla.
—A mí me parece un poco fullero, si quieres que te diga la verdad —masculló Fallon, al que no le había hecho ninguna gracia ser el blanco de la broma, aunque hubiese sido para demostrar una teoría.
—Venga, Fallon, no te pongas así. De todas formas no tenías ninguna posibilidad desde el principio —repuso Jackson intentando quitarle hierro al asunto—. No hay nada que hacer cuando te privan de la voz. Lo que vamos a aprender hoy es a conjurar el hechizo de enmudecimiento contra nuestros enemigos y, por supuesto, a cómo esquivarlo para no vernos en una situación tan vulnerable. Venga, ahora dividíos en parejas y empezad a practicar.
Durante la siguiente hora fuimos ejercitando el hechizo por turnos los unos contra los otros. Yo me puse de pareja con Sascha, que solía ser bastante buena pero poco agresiva con su magia. De este modo, después de esquivarle varias veces el hechizo antes de que pudiese siquiera formularlo, dejé de intentar evitarlo. En una ocasión miré adonde estaba Fallon y vi que no estaba dejando que Peter lo hechizase. Deseé para mis adentros que me hubiesen puesto de pareja con esa rata despreciable: a lo mejor así habría conseguido cerrarle el pico para el resto de la noche.
«En fin, otra vez será…».
Cuando Jackson vio que ya habíamos tenido bastantes oportunidades de practicar el hechizo nuevo, y la mayoría habíamos aprendido a hacerlo, nos reunió en corro para la parte de historia de aquella noche.
Solo teníamos una reunión al mes porque los miembros de nuestro aquelarre vivían muy alejados y la mayoría teníamos que desplazarnos para juntarnos, de modo que los mayores debían intentar concentrarnos a cuantos más mejor en una clase. Al fin y al cabo para algunos esa era la única enseñanza de magia que recibían; no todos nuestros padres ejercían, y menos aún utilizaban sus poderes a diario. Las reuniones eran las únicas prácticas que hacíamos la mayoría.
Por suerte mis padres nunca habían llegado a renunciar a sus dotes y siempre me habían animado a desarrollar las mías. De todas formas, que me encantase la parte práctica de la magia no quería decir que me entusiasmase estudiar la historia que había detrás de mis poderes. Digamos que yo soy más partidaria de dejar en paz el pasado.
—Bien, ¿puede alguien decirme cuándo se utilizó por primera vez este hechizo y quién lo creó? —preguntó Jackson mientras recorría la habitación.
Obediente, mi mano permaneció en su sitio, a pesar de que Jackson me había mirado a mí directamente al preguntar (aunque tampoco entendía muy bien por qué, ya que yo nunca sabía la respuesta a ese tipo de preguntas).
—¿Nadie se atreve? —Todo nos quedamos callados—. Pues, Hadley, no te vendría mal investigar un poco sobre el pasado de tu familia. Dado tu linaje, muchas de nuestras clases versarán sobre algunos de tus parientes. Este hechizo en particular lo inventó tu tataratatara tía abuela, Trixie Bishop.
—Ah, ya, la tita Trixie —mascullé, aburrida.
—¿Y podría decirme alguien para qué urdió este hechizo de enmudecimiento?
En esa ocasión se alzaron varias manos a mi alrededor. Al parecer mis compañeros sí hicieron caso a Jackson cuando unos meses atrás nos recomendó ciertas lecturas. Seguramente ellos no tenían que llevar un instituto, liderar una pandilla, mantener una reputación…
—¿Jinx? —preguntó Jackson a una chica de primer año que vivía a lejos de allí.
Cada vez que oía su nombre («gafe» en inglés) no podía evitar sentirme mal por el apelativo tan poco afortunado que le habían dado sus padres. También era verdad que sus progenitores eran hippies cuando la trajeron al mundo (y si queréis que os diga la verdad, seguían siéndolo). Sin embargo, más allá del nombre, era bastante discreta y callada y solía mostrarse un tanto reservada.
«Y por lo que se ve ha leído muchos libros».
—Se cuenta que Trixie inventó la mayoría de sus hechizos para intentar combatir los futuros ataques del aquelarre de Samuel Parris —contestó mientras se colocaba bien las gafas negras en la nariz.
—Pues no le sirvió de mucho contra los parricistas —intervine lo suficientemente alto para que me oyese la gente.
—Exacto, Jinx. Y, Hadley, ya sabes que ese no es el nombre apropiado para ese aquelarre —me dijo con un suspiro.
—Venga, hombre, Jackson. Podemos llamarlos como nos parezca: parricistas, bárbaros, asesinos. Para mí es todo lo mismo.
—Hadley —me reprendió.
Aunque veía que empezaba a enfadarse, estaba más que harta de tener siempre la misma conversación.
—Entrenarnos para luchar en el remoto caso de que una secta de magia negra repleta de brujos psicópatas llame a nuestra puerta me resulta bastante estúpido —dije mirándole a los ojos—. De entrada, llevamos sin ver ni saber nada de ningún miembro más de setenta años; ¿es así o no? Creo que hemos leído bastante La historia de la magia en un vistazo como para saberlo. ¿Quién es capaz de asegurar ni tan siquiera que siguen vivos y coleando? Lo más probable es que a estas alturas se hayan matado los unos a los otros.
—¿Y si no es así? —preguntó lentamente Jackson, con un tono de peligro instalado en la voz.
Tenía por costumbre extralimitarme con Jackson y solía saber cuándo parar antes de llevar las cosas demasiado lejos, pero en esos momentos estaba columpiándome en el filo de lo admisible y no estaba muy segura de querer seguir adelante.
—Pues si no es así —repetí—, ¿qué hacemos aquí? ¿Esperar a que vengan a por nosotros?