En el día en que la habían condenado a muerte, Bridget Bishop solo podía pensar en que no iba a tener la oportunidad de ver casada a su hija. Ella misma había dado el «sí, quiero» tres veces, y todos y cada uno de sus matrimonios habían sido hermosos; en cada ocasión había aprendido algo distinto sobre el amor y la vida, y había procurado compartir aquellos saberes con su única hija, Christian, con el fin de evitarle caer en los mismos errores que ella había cometido.
«Como, por ejemplo, asegurarte de que tu marido tiene el corazón fuerte, para que la gente no pueda acusarte de haberlo embrujado para matarlo, cuando en realidad ha muerto de un infarto», pensó para sí entre suspiros.
Sin embargo, lo primero que debería haberle enseñado a Christian era a pasar desapercibida. Porque, a fin de cuentas, ¿no era por ser considerada la perdida del pueblo por lo que había ido a dar con sus huesos en el sótano húmedo de los calabozos locales? Sus amigas ya le advirtieron de lo inapropiado de ir vestida siempre de rojo; al parecer, aquel color producía cierta reacción entre los hombres de Salem, cosa que molestaba a las mujeres cuyos maridos babeaban tras Bridget.
A eso había que sumarle el hecho de que regentaba varias tabernas populares, lo que en el siglo XVI estaba ligeramente mal visto en una mujer decente y honrada. Lo normal era que fuesen los varones quienes controlasen el flujo de cerveza, y muchos encontraban de mal gusto que una mujer se rodease de tantos hombres ebrios.
Al pensar en el trabajo, Bridget empezó a inquietarse: ¿qué sería de su negocio sin ella para controlar las cosas? Seguro que sus camareras rellenarían jarras gratis y dejarían jugar a los hombres… Lo más probable era que, en su ausencia, el local se fuese a pique; por no hablar de que no sería ni la mitad de divertido.
Se dijo, sin embargo, que pronto nada de eso sería problema suyo. En los casi dos meses que llevaba arrestada por ser sospechosa de brujería, el tiempo había dejado de existir; nunca sabía qué hora era, pues la celda no tenía ventanas y mantenían a los criminales bien separados unos de otros. Con todo, a tenor de la cantidad de visitas que había recibido el día anterior, se figuró que no debía de quedarle mucho tiempo.
Al menos eso le había dicho el reverendo esa mañana cuando le dio la extremaunción y le preguntó si tenía algo que confesar antes de encontrarse con el Creador. Bridget respondió lo de siempre: que nunca en la vida le había hecho daño a un solo ser vivo. Apenas logró contener la rabia cuando el religioso suspiró y sacudió incrédulo la cabeza, antes de irse y dejarla una vez más a solas en su celda.
Aquel asunto se había desmadrado; todavía no acertaba a comprender cómo se le había ido de las manos de esa manera.
Antes de repasar una vez más los acontecimientos que habían auspiciado aquella caza de brujas, oyó un arrastrar de pies seguido del carraspeo de un hombre justo al otro lado de los barrotes. Bridget alzó la vista, aunque ya sabía quién era el visitante.
—Reverendo Samuel Parris —lo saludó sin ninguna emoción en la voz—. ¿Qué te trae por aquí? Hoy ya he tenido mi dosis de Iglesia…
—Sabes que no he venido por eso, Bridget —terció el reverendo, que avanzó hasta aproximar su cara a un par de centímetros de los barrotes.
—Entonces has venido a liberarme. Es eso, ¿verdad? —preguntó con un resoplido.
En lugar de responder, el reverendo se quedó mirando la celda con disgusto.
—Vamos, Samuel, tranquilo, sé que no puedes hacer nada —dijo Bridget con un tono cada vez más triste. Miró las cadenas que le sujetaban las manos y tiró de ellas sin mucha convicción—. Llevo intentando deshacerme de este condenado chisme desde que me trajeron aquí, pero me da la impresión de que no me libraré ni por arte de magia.
Bridget rio su propio comentario, pero el reverendo no movió ni un músculo de la cara. La mujer alzó la vista al cielo y suspiró.
—Era broma —dijo intentando que su amigo la mirase; cuando por fin lo consiguió, este le regaló una sonrisa breve—. ¿Cómo hemos llegado a esto, Samuel? ¿Cómo se han desmadrado tanto las cosas? —Titubeó antes de hacerle la siguiente pregunta, una cuestión que llevaba rondándole la cabeza desde que había estallado todo y que ya no podía contener más—: Samuel, ¿por qué han acusado a Sarah y a Tituba de brujería? ¿Cómo han podido, sabiendo… sabiendo lo que saben?
—No sé. Los niños, niños son —le respondió en voz baja el reverendo, como si aquello valiese para justificar todo lo que había ocurrido.
—Pero son tus niñas, Samuel. Por lo menos Betty… Y Abigail es tu sobrina —espetó—. ¡Y son de los nuestros! ¿Por qué iban a acusar a alguien de su propio aquelarre de hechizarlas precisamente a ellas? Tenían que saber que desatarían la histeria.
—Supongo que lo sabían.
El reverendo se agachó despacio hasta tener los ojos a la altura de los de Bridget y apoyó la mano derecha en uno de los barrotes. Al principio esta creyó que su amigo se sentía desfallecer pero, al mirarlo de nuevo, vio cierto resplandor en sus ojos. Debían de ser imaginaciones suyas, porque habría jurado haber visto un mínimo atisbo de odio.
—Venga, Bridget —dijo despacio—. No te hagas la sorprendida. Yo creía que te lo habrías imaginado ya todo, dada tu extraordinaria habilidad para percibir el futuro. Pero por lo que se ve no eres tan especial como nos has hecho creer, ¿verdad?
Bridget sintió que se le iba el aire de los pulmones cuando la verdad que estaba revelándole el reverendo le impactó mucho más que la acusación inicial de hacer mal uso de los poderes mágicos que Dios le había dado. Sin embargo, era una mujer orgullosa y lo último que pensaba hacer era dejar que alguien percibiese su debilidad, y menos aún el enemigo…
—Bueno, tú sabes mejor que nadie que lo que hacemos no es una ciencia exacta —repuso Bridget encogiéndose de hombros, a pesar de que tenía ganas de abalanzarse sobre él—. Pero ¿por qué, Samuel?, ¿por qué volverles la espalda a tus semejantes, a tu propio aquelarre? Por favor, no me digas que es porque los Cleri no te eligieron líder…
Los Cleri era el nombre del grupo secreto de brujos de Salem y del mayor aquelarre de Massachusetts. Cuando Bridget mencionó a la familia mágica, Samuel dejó escapar una risa contenida que se convirtió poco a poco en una sonora carcajada, un sonido que Bridget nunca había oído de su boca. Por primera vez en los treinta años que hacía que conocía al reverendo, se dio cuenta de que en realidad no lo conocía. Lo peor de todo era que, como miembro de los Cleri, ella misma le había enseñado muchos de sus secretos, que, en manos equivocadas, podían ser peligrosos para cuantos los rodeaban.
—Lo único que tenías que hacer era escogerme a mí —le espetó Samuel con la cara torcida en una mueca—. Nadie lo habría hecho mejor que yo liderando y convirtiendo a los Cleri en el aquelarre más poderoso de Nueva Inglaterra. Pero cada vez que proponía una idea, tú tenías que rechazarla. Me tratabas como si fuese menos importante que tú, como si fuera un don nadie sin ti.
Aunque Bridget no abrió la boca, la mente se le revolucionó mientras buscaba desesperadamente una forma de salir del aprieto en el que estaba. Forcejeó una vez más con las cadenas al tiempo que murmuraba «Oxum expedis» y ponía toda su energía en intentar liberar las manos; sin embargo, tras un pequeño tirón, comprendió que era imposible.
—Ah, por cierto, ¿no te he comentado que te he echado un conjuro? Bueno, a ti no, más bien a tu celda y a esas cadenas —le confesó Samuel con aire de suficiencia—. Supongo que, después de todo, tengo ciertas dotes mágicas.
Bridget no daba crédito a lo que oía: el hombre en quien había confiado sin reservas estaba diciéndole que estaba presa por su culpa. Era un envidioso que quería su poder y estar al mando de los Cleri…, y ella iba a morir por eso.
—Yo nunca he pretendido mandar sobre los Cleri —le dijo con total franqueza—. Lo único que quería era llevar mis tabernas, pasar más tiempo con mi hija y, como mucho, volver a casarme; eso es todo.
—Ya lo sé, y por eso es aún más exasperante. Tu falta de imaginación es patética. Si hubieses entendido mi forma de ver las cosas y hubieses utilizado tus poderes para algo más que para hacer trucos de aldeana, no habría tenido que llegar a esto. —Señaló la estancia con las manos, como si estuviese de visita en la mazmorra y no confesándole sus pecados.
—Te lo dije y te lo vuelvo a decir, Samuel: va contra el juramento de los brujos utilizar nuestros poderes para beneficio propio o para hacer el mal. La línea entre la oscuridad y la luz es muy delgada, y conocemos ya muchas historias sobre lo que les pasa a los que las confunden.
—Sí —contestó Samuel con una ceja arqueada, como un niño travieso—. Se vuelven tristemente famosos, igual que yo cuando todo esto acabe.
Bridget se disponía a rebatirle cuando media docena de guardias entraron en la pequeña antecámara y le hicieron un gesto a Samuel, que asintió antes de volverse una vez más para mirarla.
Bridget pensó que quizá atisbase un asomo de remordimiento en la cara del reverendo, después de tantos años de trabajar codo con codo, pero no vio nada. Lo mismo que empezaba a sentir ella: nada.
—Ojalá no hubiese tenido que terminar así, Bridget; lo digo en serio.
Seguramente a los guardias aquellas palabras les sonaron a despedida, pero ella sabía que no era así: Samuel lo había dicho para justificar sus acciones. Y lo mismo daba que lo creyese de verdad o que lo hubiese dicho tan solo porque tenía público; lo que importaba era que nadie podía hacer ya nada por ella, que se le había agotado el tiempo.
Pero las cosas no iban a quedar así. Samuel podía haberle neutralizado los poderes y haberle impedido librarse de las cadenas, pero eso no significaba que no le quedasen todavía trucos en la manga.
Tenía que conseguir contactar con su hija.
Le había rogado a Christian que no saliese de casa ese día para no tener que presenciar su ejecución, de modo que sabía que no podría avisarla en persona de los planes de Samuel. Bridget recurrió entonces a uno de sus trucos más viejos: el que su hija le había prohibido utilizar desde que había pasado a ser oficialmente adulta.
«Cielo, ¿estás ahí?».
Envió el mensaje de su mente a la de su hija, como hacía cuando Christian era pequeña. Ese don tan peculiar le había venido de perlas para enseñarle a escuchar la voz de su consciencia durante la adolescencia. Sin embargo, el tiro no tardó en salirle por la culata cuando las amigas de su hija le explicaron a esta que ellas no oían voces en su cabeza. En cuanto su hija averiguó que era cosa de su madre (que se colaba en su cabeza a su antojo), Christian le prohibió utilizar el poder a no ser que fuese ella misma quien lo iniciara.
Bridget decidió que las circunstancias eran excepcionales y que su hija sabría perdonarla.
«Estoy aquí, mamá. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?».
Bridget contrajo la cara al notar la urgencia y el sufrimiento de la voz de su hija. Sabía de antemano que su muerte pesaría sobremanera en su única descendiente y, para colmo, ahora tenía que asumir que la única familia que le quedaría a Christian eran probablemente enemigos. Aquello le hizo aún más dura su inevitable partida. Con todo, intentó despejar la mente para no transmitirle esa angustia a la chica.
«No pasa nada, hija. He tenido varias visitas hoy y unas charlas encantadoras. —Bridget pensó que, dadas las circunstancias, poco importaba una mentirijilla piadosa—. Tengo que contarte algo, y no me queda mucho tiempo».
«Dime, mamá».
«Hay un traidor en el aquelarre: el reverendo Parris no es amigo nuestro. Está sediento de poder y hará lo que sea para conseguirlo. Ha sido él quien ha dado los nombres de nuestras hermanas brujas y ha estado coartándonos los poderes desde que estamos aquí. No sé a ciencia cierta si irá a por ti y a por el resto de los Cleri, pero debes escapar si quieres tener alguna posibilidad de sobrevivir».
Hubo una pausa y Bridget supo por los pensamientos atribulados de su hija que estaba intentando comprender lo que le decía su madre. Por fin respondió:
«Entiendo. ¿Tengo tiempo para advertir a los demás?».
«No sé en quién podemos confiar. Es mejor que desaparezcas sin que nadie lo sepa».
«Vale, recogeré mis cosas. ¿Adónde puedo ir?».
Christian se lo había preguntando más a sí misma que a su madre, pero esta respondió igualmente:
«¿Te acuerdas del sitio donde pasábamos el verano cuando eras pequeña? Ve allí. Nadie conoce la cabaña, y no deberían poder localizarte. Ve, escóndete y ponte a salvo, hija mía».
Bridget experimentó el dolor que vivía su hija como si fuese su propio corazón el que se estuviese partiendo en dos. Sentir lo que sentían los demás era otra de las razones por las que había dejado de enlazar mentes. En ocasiones era muy duro poner los sentimientos ajenos por encima de los propios, podía llegar a ser muy angustioso…
—Es la hora, bruja Bishop —le dijo un guardia, que acto seguido abrió la celda. Reparó en que lo había dicho como el que va a dar un paseo y no a una ejecución.
Bridget asintió y avanzó hacia la puerta, donde extendió las manos con la esperanza de que el guardia la despojase de las esposas y le diese una última oportunidad de salvarse. La suerte, sin embargo, no estaba ya de su parte, y el hombre la cogió del brazo con gesto ceñudo y empezó a tirar de ella hasta que salieron de la prisión. Bridget no presentó batalla; en lugar de eso, empleó sus últimos momentos de vida para despedirse.
«Me están llamando, Christian. Mi último deseo es que partas ahora mismo y hagas todo lo posible por llevar una vida feliz y segura. Pero prométeme una cosa: si llegan a encontrarte… ¡pelea a muerte! ¡Pelea por mí! Te querré por los siglos de los siglos, cariño, y siempre estaré a tu lado».
«Yo también te quiero, mamá».
Christian estaba sollozando desconsoladamente y Bridget tuvo que apartarse de ella antes de que su hija experimentara lo que iba a sucederle en breve.
Para entonces el guardia la había conducido hasta el exterior y ya habían atravesado la plaza hasta la gran estructura de madera, dispuesta ante los cientos de aldeanos que se habían reunido para ver el espectáculo en Gallows Hill. Bridget mantuvo la cabeza gacha mientras avanzaba entre el gentío y tuvo cuidado de no tropezar al subir los rudimentarios escalones. Sabía que la gente no esperaba que la ley ejecutase tan rápido la justicia que había escogido para ella, pero allí estaba.
Se situó en el centro de una gran equis negra pintada sobre los tablones del cadalso y levantó los pies descalzos para examinar las marcas oscuras que le había dejado. Cuando por fin miró al público congregado frente a ella, vio una amalgama de amigos y enemigos: en algunos rostros había tristeza, incluso lágrimas surcando las mejillas; había que reconocer, no obstante, que eran mayoría los que parecían complacidos, incluso felices de verla allí.
«El miedo os hará débiles», pensó. Bridget sabía que no era culpa de ellos, al menos no directamente. El responsable era otro brujo, un prójimo: Samuel Parris. Y todo porque ella no había querido utilizar la magia para el mal, precisamente la razón por la que, por irónico que parezca, estaba allí en el patíbulo.
El sheriff pasó la soga por el cuello de Bridget y la apretó hasta que a la mujer empezó a costarle respirar. Con todo, mantuvo la barbilla alta y se obligó a no llorar.
—¿Quiere decir unas últimas palabras, bruja Bishop? —preguntó el sheriff con un tono de voz bastante alegre.
Bridget tragó saliva y deseó que la voz le saliese con fuerza y orgullo.
—Solo quiero decir que soy más inocente que un niño nonato —se dirigió en voz alta al gentío—. No he tenido ningún contacto con el diablo, y no lo he visto en mi vida. Soy inocente.
Empezaron a sonar murmullos alrededor y oyó que algunos replicaban pero, como ya le habían puesto la capucha en la cabeza, no vio quiénes eran.
—Mi lealtad es para mi Creador y hasta en la muerte siempre haré su voluntad. —La plegaria apenas superó el susurro pero le hizo sentir una calma que no experimentaba desde su arresto—. El bien prevalecerá siempre y el mal será castigado. Pongo a Dios por testigo de que haré todo lo posible por que sea así.
Y con esas últimas palabras, el suelo cayó bajo sus pies y Bridget Bishop descendió a la oscuridad.