La sala era algo mayor que un campo de fútbol. Su techo era una bóveda de suave luz amarilla. Lilith había hecho que crecieran dos paredes, más o menos en un rincón, para así tener una habitación, cerrada si se exceptuaba una puerta, abierta allá donde las paredes deberían haberse juntado. Había momentos en los que unía las paredes para aislarse de la vacía amplitud de afuera…, y de las decisiones que debía tomar. Las paredes y suelo de la gran sala estaban a su disposición, para darles la forma que ella deseara. Harían cualquier cosa que ella fuera capaz de pedirles, menos dejarla salir.
Había erigido su cubículo de forma que incluyese la entrada de un baño. Había once baños más, no utilizados, a lo largo de una larga pared. A excepción de las estrechas puertas de esos servicios, la gran sala no tenía nada que la distinguiese. Sus paredes eran color verde pálido y el suelo marrón pálido. Lilith había pedido color, y Nikanj había encontrado a alguien que podía enseñarle cómo inducir a la nave a producir color.
Dentro de la habitación de Lilith, y a ambos extremos de la gran sala, se hallaban almacenamientos de comida y ropa, metidos dentro de las paredes en diversos armarios no señalizados.
La comida, le habían dicho, sería sustituida a medida que fuera utilizada…, reemplazada por la misma nave, que usaba su propia substancia para hacer reproducciones de grabaciones de lo que fuese que se le hubiera enseñado a producir a cada armario.
La pared larga frente a los baños ocultaba a ochenta seres humanos dormidos…, saludables y de menos de cincuenta años, angloparlantes, y aterradoramente ignorantes de lo que les esperaba.
Lilith tenía que elegir y Despertar a no menos de cuarenta. Ninguna pared se abriría para dejar salir, ya fuera a ella o a aquellos a quienes Despertase, hasta que al menos cuarenta humanos estuviesen preparados para enfrentarse a los oankali.
La gran sala estaba oscureciéndose un poco: atardecer. Lilith hallaba un sorprendente alivio y descanso en haber logrado que, de nuevo, el tiempo estuviese dividido visiblemente en días y noches. Antes no se había dado cuenta de lo que había echado a faltar el lento cambio de la luminosidad, lo mucho que agradecería la oscuridad.
—Es hora de que te acostumbres de nuevo a tener una noche planetaria —le había dicho Nikanj.
Movida por un impulso, le había preguntado si había algún lugar de la nave desde el que pudiese ver las estrellas.
Nikanj la había llevado, el día antes de meterla en aquella gran y vacía sala, primero por varios pasillos y rampas descendentes, luego en algo que se parecía mucho a un ascensor. Nikanj le dijo que era más bien como una burbuja de gas que se moviese a través de un cuerpo vivo sin causarle daño. Su destino resultó ser una especie de burbuja de observación a través de la cual podía ver no sólo las estrellas, sino también el disco de la Tierra, que brillaba como una luna llena en el negro cielo.
—Aún estamos más allá de la órbita del satélite de vuestro mundo —le explicó, mientras ella buscaba ansiosamente perfiles continentales conocidos. Creyó hallar alguno: parte de África y la península Arábica. O esto es lo que a ella le parecía, mientras la veía colgada allá, en medio de un cielo que estaba al mismo tiempo encima y debajo de sus pies. Allá fuera había más estrellas de las que jamás hubiese visto, pero era la Tierra lo que atraía sus ojos. Nikanj la dejó mirar hasta que las lágrimas la cegaron. Entonces la abrazó con un brazo sensorial y la llevó a la gran sala.
Ahora llevaba ya tres días a solas en esa gran sala, pensando, leyendo, escribiendo sus pensamientos. La habían dejado guardar todos sus libros, papeles y bolígrafos. Además, disponía de ochenta informes: cortas biografías hechas a partir de conversaciones transcritas, breves currículums, observaciones y conclusiones oankali, e imágenes. Los sujetos humanos de aquellos informes no tenían familia viva. Todos ellos eran desconocidos entre sí, y tampoco los conocía Lilith.
Ya había leído la mitad de los informes, buscando no sólo gente adecuada para Despertar, sino a algunos aliados potenciales…, gente a la que pudiera Despertar primero y en la que quizá pudiese llegar a confiar. Necesitaba compartir la carga de lo que sabía, de lo que debía hacer. Necesitaba gente reflexiva, que escuchase lo que ella tenía que decir y no hiciese nada violento o estúpido. Necesitaba gente que pudiera darle ideas, que empujase su mente en direcciones que, de otro modo, ella quizá no considerase. Necesitaba gente que pudiera avisarla cuando creyesen que estaba portándose como una tonta…, gente cuyas argumentaciones pudiera respetar.
A otro nivel, no deseaba Despertar a nadie. Tenía miedo de aquella gente, y tenía miedo por ellos. Había tantas incógnitas, a pesar de los datos de los informes… El trabajo de ella era trenzarlos en una unidad cohesiva y prepararlos para los oankali…, prepararlos para que fueran los nuevos socios comerciales de los oankali. Eso era imposible.
¿Cómo podía Despertar a una gente y decirles que iban a ser parte de un plan de ingeniería genética de una especie tan alienígena que cualquier humano no podía mirarlos sin sentirse incómodo, por lo menos hasta transcurrido un tiempo? ¿Cómo podía despertar a esa gente, a esos supervivientes de la guerra, y decirles que, a menos que lograsen escapar de los oankali, sus hijos no serían humanos?
Mejor sería no decirles nada, o decirles bien poco, en un principio. Mejor sería no Despertarles hasta que tuviese alguna idea de cómo ayudarles, de cómo no traicionarles, de cómo conseguir que aceptasen su cautividad, aceptasen a los oankali, aceptasen lo que fuera, hasta que los mandasen a la Tierra. Entonces, tendrían que huir como alma que lleva el Diablo a la primera oportunidad.
Su mente cayó en un habitual pensamiento recurrente: no había escapatoria de la nave. Ni modo. Los oankali controlaban la nave con su química corporal, no había mandos que pudieran ser memorizados o descontrolados. Incluso las naves lanzadera que viajaban entre la Tierra y la nave madre eran como extensiones de los cuerpos oankali.
Ningún humano podía hacer nada a bordo de la nave, como no fuese crear problemas y que lo volvieran a poner en animación suspendida…, o lo matasen. Por consiguiente, la única esperanza estaba en la Tierra. Una vez se hallasen en la Tierra…, le habían dicho que los depositarían en alguna parte de la cuenca del Amazonas; una vez allí, al menos tendrían una oportunidad.
Eso significaba que tenían que controlarse, aprender todo lo que ella pudiese enseñarles, todo lo que los oankali pudieran enseñarles, y luego utilizar todo lo que hubiesen aprendido para escapar y mantenerse con vida.
¿Y si lograba hacerles entender esto? ¿Y si resultaba que eso era exactamente lo que querían los oankali? Naturalmente, ellos sabían lo que ella haría. La conocían. ¿Significaba eso que estaban planeando su propia traición: nada de viaje a la Tierra, nada de oportunidad de escapar? Entonces, ¿para qué la habían hecho pasar un año aprendiendo a vivir en una selva tropical? Quizá fuese, simplemente, que los oankali estuvieran muy seguros de su habilidad para mantener a los humanos enjaulados, incluso en la Tierra.
¿Qué podía hacer ella? ¿Qué otra cosa podía decirles a los humanos, como no fuese: «¡Aprended y huid!»? ¿Qué otra posibilidad de fuga había? Ninguna. Su única otra posibilidad personal era negarse a Despertar a nadie…, resistir hasta que los oankali se cansasen de ella y buscasen a otro sujeto más cooperativo. Otro Paul Titus, quizá…, alguien que realmente hubiera abandonado a la humanidad, para correr su suerte con los oankali. Una persona así haría que se cumpliesen las predicciones de Paul Titus: podría desmoronar lo poco de civilización que quedase en las mentes de aquellos a los que Despertase. Podría convertirlos en una pandilla de maleantes…, o en un rebaño.
¿En qué los convertiría ella?
Estaba echada en su plataforma-cama, contemplando la foto de un hombre. Un metro sesenta y ocho, decía la estadística. Cincuenta y seis kilos, treinta y dos años. Le faltaban tres de los dedos de su mano izquierda, perdidos en un accidente de infancia con un cortacésped, y era muy autoconsciente de esa mutilación. Se llamaba Victor Dominic, bueno, en realidad era Vidor Domonkos, pues sus padres habían llegado a los Estados Unidos desde Hungría justo antes de que él naciese. Había sido abogado, y los oankali suponían que bueno. Lo habían hallado inteligente, hablador, comprensiblemente suspicaz ante unos interrogadores invisibles, y muy creativo al mentirles. Había estado sondeándoles constantemente, tratando de descubrir su identidad; pero era como Lilith, uno de los pocos angloparlantes que jamás había expresado la sospecha de que fuesen extraterrestres.
Había estado casado tres veces, pero no había sido padre a causa de un problema biológico, que los oankali creían haber corregido. El no haber tenido hijos le había preocupado grandemente, y siempre había acusado de ello a sus mujeres, al tiempo que se negaba a dejarse examinar, él, por un doctor.
Aparte de esto, los oankali lo habían hallado razonable y realmente formidable. Jamás se había derrumbado en su inexplicado confinamiento solitario, nunca había llorado ni había intentado suicidarse. Sí, en cambio, había prometido matar a sus captores, si alguna vez tenía la oportunidad. Sólo lo había dicho una vez, tranquilamente, más como si estuviera haciendo un comentario casual, que amenazando a alguien de muerte.
A pesar de ello, al interrogador oankali le habían perturbado estas palabras, y había vuelto a dormir a Victor Dominic de inmediato.
A Lilith le gustaba aquel hombre: tenía cerebro y, exceptuando la estupidez de culpar a sus ex esposas, también autocontrol…, justo lo que ella necesitaba. Pero también lo temía…
¿Y si decidía que Lilith era uno de sus guardianes? Ella era más alta y, ahora, desde luego más fuerte…, pero eso no bastaba: él tendría demasiadas oportunidades de atacarla cuando estuviera desprevenida.
Mejor despertarlo más tarde, cuando ella ya tuviese aliados. Colocó el informe sobre él a un lado, en el más pequeño de dos montones…, gente a la que, desde luego, quería, pero a la que no se atrevía a despertar al principio. Suspiró, y tomó otro informe.
Leah Bede. Silenciosa, religiosa, lenta… de movimientos, no de mente, pese a que los oankali no se habían sentido particularmente impresionados por su inteligencia. Habían sido su paciencia y autosuficiencia lo que sí les había impresionado. No habían sido capaces de hacerla obedecer: había resistido, más que ellos, en estoico silencio. ¡Aguantado más que los oankali! Casi se había dejado morir de inanición cuando ellos habían cesado de alimentarla, para coaccionarla a que cooperase. Finalmente, la habían drogado, conseguido la información que deseaban y, tras un período de dejarla recuperar peso y fuerzas, la habían puesto de nuevo a dormir. ¿Por qué no se habían limitado los oankali a drogarla, tan pronto como se habían dado cuenta de lo terca que era? Quizá porque deseaban ver hasta cuán lejos se podía empujar a los humanos antes de que se rompiesen. Tal vez incluso quisiesen ver cómo se rompía cada ser humano. O quizá la versión de la terquedad oankali fuese tan extrema, desde el punto de vista del hombre, que pocos seres humanos lograsen colmar su paciencia. Lilith no lo había logrado. Leah sí.
La foto de Leah mostraba a una mujer pálida, magra, de aspecto cansado, a pesar de que un ooloi había notado en ella una tendencia fisiológica a la obesidad.
Lilith dudó, luego colocó el informe de Leah encima del de Victor. También Leah parecía una buena aliada, pero no una buena elección para despertar primero. Sonaba como si pudiese ser una amiga apasionadamente leal…, a menos que le viniese la idea de que Lilith era una de sus captores.
Cualquiera a quien Lilith Despertase podía hacerse esa idea…, casi con toda seguridad la tendría, cuando Lilith abriese una pared o hiciese crecer otras nuevas, demostrando así tener habilidades que ellos no tenían. Los oankali le habían dado información, incrementado su fuerza física, mejorado su memoria, y dado la habilidad de controlar las paredes y las plantas de animación suspendida. Ésas eran sus herramientas. Y cada una de ellas la haría parecer un poco menos humana.
—¿Qué más debemos darte? —le había preguntado Ahajas la última vez que la vio Lilith. Ahajas estaba preocupada por ella, la encontraba demasiado pequeña para resultar impresionante. Había descubierto que a los humanos les impresionaba el tamaño. El hecho de que Lilith fuese más alta y robusta que la mayoría de las mujeres no parecía bastante: no era más alta ni más robusta que la mayoría de los hombres. Pero en eso no había nada que hacer.
—Nada que me pudierais dar sería bastante —le había contestado Lilith.
Dichaan había oído esto y se había acercado, para tomar a Lilith de las manos:
—Tú deseas vivir —dijo—. No desperdiciarás tu vida.
Ellos estaban desperdiciando su vida.
Tomó el siguiente informe y lo abrió.
Joseph Li-Chin Shing. Un viudo, cuya esposa había muerto antes de la guerra. Los oankali habían descubierto que se sentía tranquilamente agradecido por esto. Tras su propio período de terco silencio, había descubierto que no le importaba hablar con ellos. Pareció aceptar la realidad de que su vida estaba, como él mismo decía, «en retención», hasta que descubriese lo que le había pasado al mundo y quién mandaba ahora. Siempre estaba tratando de hallar respuestas a estas cuestiones. Admitía recordar el haber decidido, no mucho después de la guerra, que ya era hora de que él muriese. Creía que lo habían capturado antes de que pudiese intentar suicidarse. Ahora, decía, tenía razones para vivir… para ver quién lo había enjaulado, por qué lo había hecho, y cómo podía desear pagarle por ello.
Tenía cuarenta años, era un hombre pequeño, en otro tiempo ingeniero, ciudadano de Canadá nacido en Hong Kong. Los oankali habían considerado el hacerle padre de uno de los grupos humanos que pretendían establecer; pero les había desanimado la amenaza que representaba. Era, pensaba un interrogador oankali, suave, pero potencialmente mortífero. Y, a pesar de ello, los oankali se lo recomendaban a ella…, a cualquier padre de grupo. Era inteligente, decían, y firme. Alguien en quien se podía confiar.
No había nada especial en su aspecto, pensó Lilith. Era un hombre pequeño, vulgar, pero los oankali habían estado muy interesados en él. Y la amenaza que representaba era sorprendentemente conservadora…, mortífera únicamente si a Joseph no le gustaba lo que descubría. No le gustaría, pensó Lilith. Pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que el momento adecuado para hacer algo al respecto sería cuando estuvieran todos ellos en el planeta, no mientras estuviesen enjaulados en la nave.
El primer impulso de Lilith había sido Despertar a Joseph Shing…, Despertarlo de inmediato, para acabar con su soledad. El impulso fue tan fuerte que se quedó sentada quieta durante varios minutos, abrazándose a sí misma, enfrentándose con tan acuciante deseo. Se había prometido a sí misma que no Despertaría a nadie hasta que no hubiera leído todos los informes, hasta que hubiese tenido tiempo para pensar. Ahora, el seguir un impulso erróneo podía matarla.
Recorrió varios informes antes de hallar a alguien que le pareciese que podía compararse con Joseph, aunque tenía claro que no dudaría en despertar a algunas de las personas que ya había encontrado.
Había una mujer llamada Celene Ivers, que había pasado buena parte de su corto período de interrogación llorando la muerte de su esposo y sus dos hijas gemelas, o llorando su propia e inexplicada cautividad y su incierto futuro. Había deseado morir, una y otra vez, pero nunca había hecho un intento de suicidarse. Los oankali la habían hallado muy dúctil, ansiosa por complacer…, o, mejor dicho, temerosa de disgustar. Débil, habían dicho los oankali. Débil y apenada, no estúpida, pero tan fácilmente atemorizable que podía ser inducida a comportarse de un modo estúpido.
Inofensiva, pensó Lilith. Alguien que no sería una amenaza, sin importar lo mucho que sospechase que Lilith era su carcelera.
Había el tal Gabriel Rinaldi, un actor, que durante un tiempo había confundido absolutamente a los oankali, porque les representaba papeles en lugar de dejarles ver cómo era realmente. Era otro de los que habían dejado de alimentar, en la teoría de que, más pronto o más tarde, el hambre haría surgir al hombre verdadero. No estaban totalmente seguros de que así hubiese sido. Gabriel debía de haber sido muy bueno como actor. Además, era muy apuesto. Jamás había tratado de hacerse daño, ni había amenazado con hacer daño a los oankali. Y, por alguna razón, ellos nunca lo habían drogado. Tenía, decían los oankali, veintisiete años, delgado, físicamente más fuerte de lo que parecía, terco, y no era tan listo como le gustaba pensar a él.
Esto, pensó Lilith, era algo que podía decirse de la mayoría de la gente. Gabriel, como los otros que habían derrotado, o habían estado a punto de derrotar a los oankali, era potencialmente valioso. Se preguntó si alguna vez podría fiarse de Gabriel, pero su informe permaneció entre los de los que tenían que ser Despertados.
Había la tal Beatrice Dwyer, que había resultado absolutamente inalcanzable mientras estaba desnuda, pero a la que la ropa la había transformado en una brillante y agradable persona, que incluso parecía haberse hecho amiga de su interrogador. Éste, un experimentado ooloi, había intentado lograr que aceptasen a Beatrice como madre de grupo. Otros interrogadores la habían observado y no habían estado de acuerdo, por alguna razón no especificada. Quizá fuera por la extremada modestia física de la mujer. No obstante, un ooloi había sido totalmente conquistado por ella.
Había la tal Hilary Ballard, poetisa, artista, autora teatral, actriz, cantante, frecuente recolectora de las prestaciones de desempleo. Realmente era brillante: había memorizado poesías, obras de teatro, canciones…, suyas y de autores más reconocidos. Tenía algo que ayudaría a los futuros niños humanos a recordar quiénes eran. Los oankali pensaban que era inestable, pero no de un modo peligroso. La habían tenido que drogar, porque se había lastimado tratando de escapar de lo que ella llamaba su jaula. Se había partido ambos brazos.
¿Y eso no era ser peligrosamente inestable?
No, probablemente no. Lilith misma se había dejado llevar por el pánico al hallarse enjaulada. Igual que mucha otra gente. Simplemente, el pánico de Hilary había sido más extremado que el de la mayoría. Probablemente no se le pudiera encomendar el hacer un trabajo crucial. Jamás podría depender de ella la supervivencia del grupo…, pero, claro, lo cierto es que no debía depender de una sola persona. El hecho de que sí dependiese no era culpa de los seres humanos.
Había el tal Conrad Loehr… llamado Curt, que había sido policía en Nueva York, y que había sobrevivido sólo porque, al fin, su esposa lo había arrastrado a Colombia, en donde vivía la familia de ella: durante años, nunca habían ido a parte alguna. La mujer había muerto en uno de los motines que habían estallado poco después del último intercambio de cohetes. Millares de personas habían resultado muertas, aun antes de que empezase a hacer frío. Simplemente se habían pisoteado o despedazado unas a otras, presas del pánico. Curt había sido recogido con siete niños, ninguno de ellos suyo, a los que había estado cuidando. Sus propios cuatro hijos, dejados en los Estados Unidos con familiares, habían muerto. Curt Loehr, decían los oankali, necesitaba de gente a la que cuidar. La gente lo equilibraba, le daba un propósito. Sin ellos, quizá hubiera sido un criminal…, o estuviese muerto. Solo en su habitación de aislamiento, había hecho todo lo que había podido para abrirse el cuello con las uñas…
Derick Wolski había estado trabajando en Australia. Era soltero, de veintitrés años, sin una idea clara de lo que quería hacer con su vida, y hasta el momento había hecho bien poco más que ir a la escuela y trabajar en empleos temporales o de jornada parcial. Había frito hamburguesas, conducido una camioneta de reparto, trabajado en la construcción, vendido productos del hogar puerta a puerta (mal), empaquetado alimentos, ayudado a limpiar oficinas y, por su cuenta, hecho algo de fotografía de la naturaleza. Lo había dejado todo, menos la fotografía. Le gustaba el aire libre, le gustaban los animales. Su padre pensaba que este tipo de cosas era una tontería, y él había tenido miedo de que su padre tuviese razón. Y, no obstante, estaba fotografiando la vida silvestre australiana cuando estalló la guerra.
Tate Marah justo acababa de abandonar otro trabajo. Tenía algún problema genético que los oankali habían controlado, pero no curado. Pero su verdadero problema parecía ser que hacía las cosas tan bien, que pronto se aburría. O las hacía tan mal, que las abandonaba antes de que nadie se diese cuenta de su incompetencia. La gente la había considerado como una presencia formidable, brillante, dominante y, además, tenía dinero.
Su familia había estado bien situada…, era propietaria de una empresa inmobiliaria de mucho éxito. Parte de su problema, creían los oankali, era que no tenía que hacer nada para vivir. Tenía una gran energía, pero necesitaba alguna presión externa, algún reto, que la obligase a utilizarla.
¿Qué le parecería la preservación de la especie humana?
Había intentado suicidarse en dos ocasiones, antes de la guerra. Tras la guerra, había luchado por sobrevivir. Cuando estalló, estaba sola, de vacaciones, en Río de Janeiro. No había sido un buen momento para ser estadounidense, creía, pero había sobrevivido, y había ayudado a otros. Esto lo tenía en común con Curt Loehr. Bajo el interrogatorio oankali, se había dedicado a un duelo verbal y a interpretar papeles, hasta el punto de exasperar al inquisidor ooloi. Pero, finalmente, el ooloi la había admirado: pensaba que se parecía más a un ooloi que a una hembra. Era buena manipulando a la gente…, lo hacía de un modo que parecía no importarles. Esto también había acabado por aburrirla en el pasado; pero el aburrimiento nunca la había llevado a hacer daño a nadie, como no fuera a sí misma. Había habido momentos en los que se había apartado de la gente, para protegerla de las posibles consecuencias de su propia frustración. Así, se había separado de varios hombres, a menudo apareándolos con amigas. Las parejas que ella había juntado acostumbraban a casarse.
Lilith dejó lentamente el informe sobre Tate Marah, colocándolo en solitario sobre la cama. El único otro que estaba apartado era el de Joseph Shing. El informe de Tate se quedó abierto, mostrando de nuevo el pequeño, pálido y engañosamente infantil rostro de la mujer. Un rostro que estaba sonriendo a medias, no como posando para la foto, sino como sopesando al fotógrafo. De hecho, Tate no había sabido que estaban haciendo la foto. Y las imágenes no eran fotografías: eran pinturas, a un tiempo impresiones de la persona interna, tanto como de la realidad externa. Cada una contenía recuerdos grabados de sus sujetos. Los interrogadores oankali habían pintado aquellas imágenes con sus tentáculos o miembros sensoriales, usando fluidos corporales deliberadamente producidos. Lilith sabía esto, pero las imágenes tenían el aspecto, incluso el tacto, de fotos. Las habían hecho sobre algún tipo de plástico, no sobre papel. En cada una de ellas no había nada más que la cabeza y hombros del sujeto, contra un fondo gris. Ninguna de ellas tenía ese aspecto de perdido, de criminal buscado, que hubiera producido una instantánea normal. Esas imágenes tenían mucho que decir acerca de quiénes eran los retratados, o, más bien, acerca de quiénes creían los oankali que eran y eso se lo podían decir incluso a observadores no-oankali.
Tate Marah, pensaban, era brillante, de algún modo flexible y no peligrosa, excepto quizá para el ego de los demás.
Lilith dejó los informes, salió de su cubículo privado y comenzó a construir otro, justo al lado.
Ahora, las paredes que no se abrían para dejarla salir respondieron a su toque creciendo hacia dentro, a lo largo de una línea trazada en el suelo con su saliva o sudor. Así, las viejas paredes hacían surgir otras nuevas, tal y como las nuevas se abrirían o cerrarían, avanzarían o se retirarían, según ella lo ordenase. Nikanj se había asegurado bien de que ella supiese cómo dirigirlas. Y, cuando hubo acabado de instruirla, sus compañeros, Dichaan y Ahajas, le habían indicado que se encerrase, si la gente la atacaba. Ambos habían pasado un tiempo interrogando humanos, y parecían más preocupados por ella de lo que lo estaba Nikanj. La sacarían, le prometieron. No iban a dejarla morir por un error de cálculo de otro.
Lo cual estaría muy bien, si sabía descubrir el problema por anticipado y encerrarse a tiempo.
Mejor sería elegir a la gente correcta, irla trayendo lentamente, y sólo Despertar a nuevos cuando estuviese segura de los ya Despiertos.
Atrajo a dos paredes hasta menos de medio metro la una de la otra, lo que dejaba una entrada estrecha, que ofrecía tanta intimidad como era posible sin puerta que cerrase. También volvió una pared hacia dentro, creando un pequeño vestíbulo que ocultaba la habitación en sí de las miradas indiscretas. La gente que Despertase no tendría nada que tomar prestado o robar, y cualquiera que pensase que aquél era un buen momento para ejercer de mirón tendría que ser disciplinado por el grupo. Porque quizá Lilith fuese lo bastante fuerte como para ocuparse de los conflictivos, pero no quería hacerlo, a menos que se viese obligada a ello. Una actuación así no ayudaría a la gente a convertirse en una comunidad, y, si no podían unirse, ninguna otra cosa iba a importar.
Dentro de la nueva habitación, Lilith alzó una plataforma-cama, una plataforma-mesa y tres plataformas-sillas en derredor de ésta. Al menos, la mesa y las sillas serían un pequeño cambio de lo que estaban acostumbrados en las habitaciones de aislamiento oankali. Una decoración más humana.
El crear la habitación le llevó algún tiempo. Después, Lilith recogió todos los informes menos once, y los encerró dentro de su propia plataforma-mesa. Algunos de esos once serían el núcleo de su grupo, los primeros en Despertar, y los primeros en demostrarle cuántas posibilidades tenía de sobrevivir y de hacer lo que era necesario.
Tate Marah la primera. Otra mujer. Nada de tensión sexual.
Lilith tomó la imagen, se fue a una larga extensión de pared, sin nada que la identificase, que había delante de los baños, y se quedó allá en pie, contemplando el rostro.
Una vez estuviera despierta la gente, no le quedaría más remedio que vivir con ella. No podía ponerlos a dormir de nuevo. Y, en cierto modo, iba a ser duro vivir con Tate Marah.
Lilith pasó la mano por sobre la superficie de la imagen, luego la colocó plana contra la pared. Empezó en un extremo de la misma y caminó lentamente hacia el otro, el más alejado, manteniendo la imagen contra la pared. Cerró los ojos mientras caminaba, recordando que, cuando lo practicaba con Nikanj, le había resultado más fácil cuando ignoraba, en tanto le era posible, sus otros sentidos. Toda su atención debía de ser enfocada en la mano que mantenía la imagen plana contra la pared. Los oankali machos y hembras hacían esto con sus tentáculos craneales, los ooloi con sus brazos sensoriales. Ambos lo hacían de memoria, sin imágenes impregnadas de grabaciones. Pues, una vez que habían leído la grabación de alguien o examinado a alguien, tomándole una grabación, la recordaban, podían duplicarla. Lilith jamás sería capaz de leer grabaciones o de duplicarlas. Eso exigía órganos de percepción oankali. Sus hijos los tendrían, le había dicho Kahguyaht.
Se detenía de tanto en tanto para frotar una sudorosa mano por sobre la imagen, renovando su identificación química.
Más allá de la mitad del camino, comenzó a notar una respuesta, un ligero hincharse de la superficie contra la imagen, contra su mano.
Se detuvo de inmediato, insegura al principio de haber notado algo. Luego la hinchazón fue inequívoca. Apretó suavemente su mano contra la misma, manteniendo el contacto hasta que la pared comenzó a abrirse bajo la imagen. Luego se echó hacia atrás, para dejar a la pared vomitar su larga planta verde. Fue a un espacio al extremo de la gran sala, abrió la pared, y sacó una chaqueta y unos pantalones. Posiblemente esa gente recibiría la ropa con tanta ansiedad como ella lo había hecho.
La planta yacía, estremeciéndose lentamente, rodeada aún por el repugnante olor que la había seguido a través de la pared. No podía ver lo bastante bien dentro de su grueso y carnoso cuerpo como para saber qué lado ocultaba la cabeza de Tate Marah, pero eso no importaba. Pasó las manos a lo largo de la planta, como si bajase una cremallera, y la planta empezó a abrirse.
Esta vez no había posibilidad de que la planta tratase de tragársela. Ahora era tan poco apetecible para ella como pudiese serlo Nikanj.
Lentamente, la cara y el cuerpo de Tate Marah se fueron haciendo visibles. Pequeños pechos. Figura como la de una niña que apenas si ha alcanzado la pubertad. Piel y cabellos pálidos y traslúcidos. Rostro de niña. Y, no obstante, Tate tenía veintisiete años.
No se despertaría hasta que fuera sacada del todo de la planta de animación suspendida. Su cuerpo estaba húmedo y resbaladizo, pero no era pesado. Suspirando, Lilith la alzó del todo.