SER ELFO
La nariz de la orca era una masa de carne desgarrada y sanguinolenta, y la mugre rodeaba esa masa y el ojo izquierdo. Tsinka sabía que el hechizo de Kaer’lic le había roto casi todos los huesos del rostro, y se alegró cuando al volver en sí descubrió que los dos drows se habían ido. Al parecer hacía mucho que todo el mundo se había marchado, porque el terremoto había hecho que los orcos emprendieran la huida.
Tsinka Shinriil se quedó sentada, contemplando fijamente la peña resquebrajada que tenía enfrente, durante muchos minutos; aún había nubecillas de polvo suspendidas en el aire a consecuencia de la avalancha. ¿Qué había hecho Kaer’lic? ¿Por qué la diosa Lloth se había puesto en contra de Aquel que era Gruumsh? No tenía sentido para la pobre y destrozada hechicera.
Levantándose a pesar de que había dudado de que podría hacerlo, Tsinka se dirigió, tambaleándose, hacia el área del desastre. Siguió el mismo sendero que Obould había tomado para acercarse al renegado drow. Todavía se veían algunas huellas en la nieve y la tierra dejadas por su dios. Medio ciega por la costra de sangre reseca y el raudal de lágrimas, Tsinka avanzó a trompicones, cayendo en más de una ocasión, al mismo tiempo que clamaba a su dios.
—¿Cómo dejaste que pasara esto?
Casi se fue de bruces al tropezar con una forma medio enterrada en la nieve y los cascotes; entonces retrocedió y le dio una patada al ver que era aquel feo y pequeño enano. Éste gimió, así que volvió a patearlo y luego siguió adelante. Trepó como buenamente pudo hacia lo que quedaba de la peña lisa que había servido como campo de batalla. El terremoto la había partido en dos, y la mitad más alejada, donde Obould y Drizzt lucharon, se había desplomado.
Tsinka se pasó el antebrazo por el rostro y se obligó a dar un paso inestable hasta el borde. Se arrodilló pesadamente y se asomó a la zona destrozada, polvorienta.
Y allí, unos cuatro metros más abajo, vio la figura de un elfo oscuro muy maltrecho, pero vivo y bien vivo.
—¡Tú! —bramó, y le escupió.
Drizzt alzó la vista hacia ella. Sucio y lleno de magulladuras, sangrando por un costado y con un brazo sujeto contra el cuerpo, el drow no había escapado ileso. Pero había escapado, y había ido a aterrizar en un estrecho saliente colgado al borde del olvido eterno.
—¿Adonde huirás ahora? —le gritó Tsinka.
La orca miró a su alrededor y después gateó hacia un lado. Regresó al momento con una piedra en cada mano. Le arrojó una y falló, pero luego apuntó con más cuidado y le dio en el brazo que había alzado para protegerse.
—¡Tu caballo volador no está por ningún lado, drow! —gritó, y se alejó de nuevo en busca de más munición.
Por segunda vez, arrojó piedras a Drizzt, que lo único que podía hacer era levantar el brazo y aguantar los golpes. No tenía sitio para maniobrar y, aunque lo hubiera intentado, no veía huecos a los que agarrarse para trepar a lo alto de la roca lisa.
Cada vez que lanzaba una piedra, Tsinka escudriñaba el cielo. Juró que el pegaso no la pillaría por sorpresa. El drow había tomado parte en la destrucción de Aquel que era Gruumsh y debía morir por ello.
No tenía opciones. No podía hacer nada para frenar el ataque. Todavía conservaba las cimitarras y la ballesta de Ivan, pero las otras saetas se las había dejado en Amanecer, al que no se lo veía por ninguna parte. Sentado en la reducida cornisa, Drizzt había esperado que el pegaso lo encontrara antes del inevitable regreso de sus enemigos.
No había habido suerte, así que lo único que podía hacer era desviar las hirientes piedras con los brazos levantados.
Entonces, la hechicera orca se ausentó durante un período de tiempo más largo, y Drizzt miró en derredor desesperadamente. No se divisaba al pegaso, y la lógica le decía que todavía pasaría un buen rato antes de que
Amanecer regresara a la zona devastada.
—Por lo menos, Obould ha muerto —susurró, y oteó por el borde del precipicio, donde las piedras movidas por la avalancha seguían retumbando—. Bruenor ha salido victorioso hoy.
Cualquier esperanza que esa idea le hubiera inspirado desapareció ante la certeza de su mortalidad cuando, al volver a mirar hacia lo alto, vio a la orca que levantaba una enorme piedra por encima de su cabeza con las dos manos. Miró a un lado y a otro rápidamente en busca de un sitio hacia el que saltar.
No había ninguno.
La orca gruñó enseñándole los dientes y se preparó para arrojar la piedra.
En el momento de impulsarse y hacer el gesto de lanzar, tanto ella como la piedra se precipitaron por el borde, pasaron ante el sorprendido drow y cayeron montaña abajo. Arriba, al borde de la roca lisa, asomó una cara velluda y maltrecha.
—Me alegro de verte, Drizzt Do’Urden —dijo Fender—. ¿Crees que podrías llevarme a casa?
—Iremos a ver a Gerti y nos enteraremos de qué se trae entre manos —dijo Kaer’lic.
—Hemos perdido al enano y seguramente Tsinka está planeando nuestra desaparición.
—Si es que esa bruja con cara de cerdo sigue viva —replicó la sacerdotisa drow—. Espero que sí, para de esta forma tener la ocasión de hacer que su muerte sea más desagradable. Estoy hastiada de esos despreciables y malolientes orcos. Hemos pasado demasiadas semanas en su asquerosa compañía, escuchando sus estúpidos balbuceos y fingiendo que cualquier cosa que se les ocurriera decir podía interesarnos lo más mínimo. Que Gruumsh se lleve a Obould y que Lloth se lleve a Drizzt. ¡Así sufran torturas por toda la eternidad!
Tan absorta estaba en su despotricar que ni siquiera se fijó en que Tos’un abría los ojos desmesuradamente, hasta el punto de que casi se le salían de las órbitas. Rebosaba tanto desprecio y tanta rabia que tardó en darse cuenta incluso de que Tos’un no la miraba a ella, sino detrás de ella.
Kaer’lic se quedó paralizada en el sitio.
Tos’un chilló, se dio media vuelta y echó a correr.
La sacerdotisa drow sabía que lo que tenía que hacer era seguir a su compañero, sin más, pero antes de que su cerebro les transmitiera a los pies la orden de correr, una mano poderosa la asió por el cabello y tiró de la cabeza hacia atrás con tal violencia y tanta fuerza que tuvo la sensación de que todo su cuerpo se había comprimido.
—¿Reconoces el olor asqueroso? —le susurró al oído Obould, que tiró con más fuerza, de manera que la obligó a inclinarse hacia abajo y atrás, pero sin hacerla caer—. ¿Mis estúpidos balbuceos te molestan ahora?
Kaer’lic apenas podía moverse por la fuerza con la que la agarraba. Vio el espadón de Obould un poco más hacia atrás, a un lado. Sintió su aliento, caliente contra su cuello y apestoso como sólo podía serlo el de un orco. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás y estirar los músculos de la mandíbula para moverlos contra aquella increíble tirantez, e intentó, en vano, pronunciar unas palabras, cualesquiera.
—¿Echando un hechizo, bruja? —le preguntó Obould—. Lo siento, pero no puedo permitirlo.
El orco adelantó el rostro de repente y las fauces se cerraron sobre la garganta expuesta de Kaer’lic. La drow alzó las manos y lo agarró mientras se debatía y se retorcía desesperadamente, con todas sus fuerzas.
Obould se apartó, llevándose parte del cuello de la sacerdotisa. Tiró de Kaer’lic hacia atrás y puso el rostro ensangrentado y magullado ante ella. Después le escupió a la cara su propia carne.
—Estoy imbuido del espíritu de Gruumsh —dijo—. ¿De verdad creíste que podías matarme?
Kaer’lic jadeó mientras agitaba los brazos de forma violenta y descontrolada, y la sangre manaba de su cuello desgarrado, burbujeando por el aire que escapaba de sus pulmones.
Obould la arrojó al suelo y dejó que muriera lentamente.
Recorrió el área con la mirada y percibió movimiento en un risco distante. Sabía que no era Tsinka porque había visto el cuerpo destrozado de la orca mientras trepaba por la vertiente de la montaña.
Necesitaba encontrar una nueva hechicera, una nueva consorte que lo tratara como a un dios. Tendría que actuar con rapidez para volver a consolidar su poder y acallar los rumores sobre su muerte. Sabía que los orcos huirían rápidamente y que sólo él, imbuido del poder de Gruumsh, podía impedir esa retirada.
—Flecha Oscura. Mi hogar —dijo con determinación.
El cielo se despejó, la atmósfera quedó fresca y limpia, y un viento cálido soplaba del sur. Bruenor y sus amigos, que no aguantaban quedarse dentro, pasaron los días a lo largo del espolón septentrional, fija la mirada hacia el norte.
Los pájaros exploradores de Pikel Rebolludo fueron los primeros en divisar un par de equinos alados que volaban a toda velocidad hacia Mithril Hall, de modo que no fue una sorpresa, aunque sí un inmenso alivio, cuando finalmente las figuras aparecieron a la vista.
Bruenor y Wulfgar se adelantaron un par de pasos y los demás. —Regis, los Rebolludo, Cordio, Stumpet, Pwent y Catti-brie, apoyada pesadamente en una muleta de madera— se quedaron detrás y a un lado del torreón.
Crepúsculo se posó en la roca, delante del rey enano, e Innovindil pasó la pierna por encima del cuello del animal y desmontó ágilmente. Se volvió con rapidez para ayudar al pobre Fender. Sin su apoyo, el enano se habría desplomado.
Wulfgar se adelantó y lo desmontó del pegaso con sumo cuidado, para a continuación pasárselo a Cordio y a Stumpet, que se lo llevaron con premura.
—Obould ha muerto —informó Innovindil—. Los orcos no aguantarán y la región septentrional será libre de nuevo.
No bien acababa de hablar cuando Amanecer tomó tierra.
—¡Qué alegría verte! —dijo Bruenor.
Drizzt desmontó y miró de refilón al enano, pero mantuvo la vista fija al frente, pasando a través de todos, que se apartaron como si los hubiese empujado con el hombro y dejaron un espacio abierto entre el drow y Cattibrie.
—Bienvenido a casa —saludó Regis.
—En ningún momento dudamos de que volverías —afirmó Wulfgar.
Drizzt los saludó con un cabeceo a cada uno, aunque sin pararse ni dejar de mirar al frente. Dio una palmada en el hombro a Bruenor cuando pasó ante él, revolvió el despeinado cabello a Regis y asió el fuerte antebrazo de Wulfgar y lo apretó.
Pero no se detuvo un instante y no dejó de mirar fijamente a la mujer.
Al llegar a su lado la estrujó en un fuerte abrazo, la apretó, la besó y la levantó en volandas.
Y siguió caminando con ella a cuestas.
—Eso es lo que significa ser elfo, Drizzt Do’Urden —susurró Innovindil mientras los dos se alejaban y entraban a Mithril Hall por la puerta oriental.
—Así me convierta en un gnomo barbudo —exclamó Bruenor.
—¡Ji, ji, ji! —rió Pikel, y Regis coreó sus risas, azorado.
Por lo visto a todos les parecía muy divertido, pero el regocijo de Bruenor desapareció cuando volvió la vista hacia Wulfgar.
El bárbaro tenía la mirada prendida en la dirección tomada por
Drizzt y Cattibrie, y tras su máscara de estoicismo, se traslucía un gesto de profundo dolor.