30

CUANDO LOS DIOSES BRAMAN

Kaer’lic Suun Wett casi dio un traspié cuando distinguió la forma del cuadrúpedo alado deslizándose desde el sur. Los orcos aprestaron los arcos, y Kaer’lic se planteó realizar un conjuro, pero Obould reaccionó primero, más de prisa y sin la menor ambigüedad.

—¡No disparéis! —gritó mientras corría y se volvía hacia ellos para que nadie interpretara mal su orden.

Cuando Obould se volvió, la sacerdotisa drow vio un fuego tan abrasador en los ojos del orco que arrasó cualquier idea que pudiera acariciar de hacer caso omiso de su orden y lanzar un hechizo concedido por Lloth contra el jinete del pegaso. A medida que la montura alada se aproximaba, la elfa oscura fue reconociendo al jinete de tez negra a lomos de la extraordinaria criatura, y aún se enfureció más de lo que ya estaba.

—Drizzt Do’Urden —masculló.

—¿Osa acercarse? —preguntó Tos’un, que se hallaba a su lado.

El pegaso viró y tomó altura, frenando así la aproximación, y pareció quedarse suspendido en el aire merced a batir un poco las inmensas alas.

—¡Obould! —gritó Drizzt, y puesto que se encontraba contra el viento sus palabras llegaron claramente a los orcos—. ¡Quiero hablar contigo! ¡A solas! ¡Tú y yo tenemos una conversación pendiente que no acabamos!

—Ha perdido el buen juicio por completo —musitó Kaer’lic.

—¿No será que está en negociaciones con Obould? —sugirió Tos’un—. ¿Como emisario de Mithril Hall, tal vez?

—¡Destrúyelo! —instó la sacerdotisa drow a Obould—. Ordena a tus arqueros que acaben con él o me encargaré yo de…

—Te cuidarás mucho de usar tus hechizos, o estarás hablando de este asunto con Ad’non y Donnia a no tardar —replicó el rey orco.

—Mata a esa fea bestia —le susurró Tos’un a Kaer’lic. La sacerdotisa estuvo a punto de lanzar un ataque mágico contra Obould…, sólo que el sentido común se impuso a su odio instintivo. Desvió la vista de Obould a Drizzt, que había hecho descender al pegaso sobre una posición alta colindante, una gran roca plana, encajada en cuña en la ladera de la colina, y con el extremo opuesto sustentado por varios pílales naturales de piedra.

Kaer’lic hizo bien en disimular su sonrisa cuando volvió a mirar al rey orco, engalanado con su excelente peto de armadura, sujeto con hebillas en forma de araña. Aunque no había planeado encontrarse cerca de Drizzt Do’Urden, la escena se estaba desarrollando exactamente como había esperado que fuera. «Mejor aún», pensó, puesto que en ningún momento imaginó que el propio Drizzt Do’Urden iba a ser el primer enemigo formidable al que se enfrentara el rey Obould con su armadura «mejorada». Si Drizzt era la mitad de bueno de lo que le habían contado, entonces Obould se iba a llevar una desagradable sorpresa.

—¿Es que vas a hablar con ese infiel? —preguntó.

—Si habla en nombre de Mithril Hall y los enanos tienen algo que decir, quiero oírlo —respondió Obould.

—¿Y si no?

—Entonces es que ha venido a matarme, claro está.

—¿Y vas a acudir a su llamada?

—Y a matarlo.

La expresión del orco era de absoluta confianza en sí mismo. Casi parecía aburrido del tema, como si Drizzt no fuera un asunto serio.

—No debes hacerlo —intervino Tsinka, que avanzó de prisa tras la figura de su dios—. No hay razón para ello. Deja que acabemos con él y sigamos camino. O envía un emisario… ¡Manda a Kaer’lic, que conoce las costumbres de los elfos drows!

La brusquedad con que la sacerdotisa drow abrió desmesuradamente los ojos rojizos delató el terror que le causaba tal posibilidad, pero se recobró en seguida y asestó a Tsinka una mirada de odio. Cuando la reacción de la orca fue un gesto preocupado e incluso de sentirse profundamente dolida, Kaer’lic recordó el encantamiento, recordó que era «amiga del alma» de esa penosa bruja. Logró esbozar una sonrisa a la necia orca y después levantó el índice y lo movió a uno y otro lado, pidiéndole a Tsinka que no interviniera.

Tsinka siguió mirando a su queridísima amiga drow con curiosidad durante un instante más, y luego sonrió alegremente par indicar que había entendido.

—Este es formidable, según tengo entendido —manifestó Kaer’lic, pero sólo porque sabía que difícilmente convencería a Obould para que cambiara de parecer.

—Ya he combatido con él antes —le aseguró el cabecilla orco a la par que se encogía de hombros.

—Tal vez sea una trampa —apuntó Tsinka, cuya voz se fue apagando, haciendo infructuoso su intento, al mirar apocadamente a Kaer’lic.

Obould soltó una risita por lo bajo y echó a andar, pero se detuvo y miró hacia atrás; en la abertura para la boca del yelmo de color marfileño se veían sus dientes amarillentos. Con dos zancadas pasó delante de la drow y asió al pobre Fender por el pescuezo, tras lo cual se lo cargó bajo el brazo con facilidad.

—No se debe parlamentar sin tener preparada una contraoferta —comentó antes de alejarse pisando fuerte.

A Drizzt no le sorprendió ver a Obould echar a andar desde la cima de la colina, aunque sí lo pilló por sorpresa la presencia del enano prisionero. Sin embargo, aparte de aquel prisionero que se retorcía, Obould se aproximaba solo. Puesto que había ido siguiendo a Obould hasta dar con el terreno que le convenía a él, Drizzt había preparado emboscadas minuciosas donde él y Amanecer podían caer en picado sobre Obould desde detrás de la cobertura de un alto risco en un rápido y mortífero ataque. Pero Drizzt había sabido desde el principio que no iba a necesitar recurrir a esos planes. Había sabido calibrar bien al rey orco durante su combate y en más aspectos que los meramente físicos. Obould no rechazaría un desafío limpio lanzado abiertamente.

Pero ¿qué pasaba con el enano? Drizzt tenía que encontrar un modo de asegurarse de que Obould no matara el pobre tipo. Tal vez, negarse a luchar a menos que el rey orco garantizara la seguridad del prisionero. Al observarlo mientras se acercaba, el drow se fue convenciendo de que podría hacer eso, que Obould no mataría al enano. El orco tenía un algo que Drizzt acababa de percibir. En cierto modo, le recordaba a Artemis Entreri. Orgulloso en exceso y resuelto, en todo momento necesitando demostrar su valía, pero… ¿a quién? A sí mismo, quizá.

Drizzt había sabido, más allá de toda duda, que Obould saldría a su encuentro. Observó las largas zancadas del rey orco, reparó en que los otros orcos y un par de drows que se iban abriendo en un arco detrás de la figura solitaria del gran rey. El elfo oscuro tenía la mano izquierda posada sobre Muerte de Hielo, y sacó a Khazid’hea de la vaina atada al costado de Amanecer, pero bajó el arma de inmediato como para no dar la impresión de una amenaza patente.

Le arrancaremos el corazón, empezó a prometer la espada.

Guarda silencio y no te entremetas en mis pensamientos — respondió telepáticamente Drizzt—. Distráeme una sola vez y te atrojaré vertiente abajo y haré que te caiga encima una avalancha de nieve y piedras.

Tan firme y dominante se mostró el concentrado drow que la espada sensitiva se calló.

—Ganará, ¿verdad? Con la magia que pusiste en su armadura, Obould vencerá, ¿a que sí? —balbuceó Tsinka mientras se desplazaba junto a los dos drows a una posición desde donde se veía mejor.

Kaer’lic no le hizo caso la mayor parte del camino, pero ello sólo sirvió para que la estúpida orca se volviera más insistente. Finalmente, la sacerdotisa drow se volvió hacia ella.

—Es Gruumsh, ¿verdad? —le dijo.

Tsinka se frenó en seco y enmudeció de golpe.

—Drizzt es un simple guerrero drow —continuó Kaer’lic—. Obould es Gruumsh. ¿Acaso temes por Gruumsh?

El rostro de Tsinka se quedó vacío de expresión; sus dudas habían reflejado una falta de fe.

—Pues entonces, guarda silencio y disfruta del espectáculo —dijo Kaer’lic con un tono tan dominante, y más con el encantamiento que todavía mantenía sobre Tsinka, que tuvo tanto efecto en la bruja orca como el dominio ejercido por Drizzt sobre Kbazid’hea.

—Di lo que tengas que decir, y de prisa —demandó Obould al llegar a la elevada roca plana, justo enfrente del drow.

Amanecer dio unos trancos rápidos y alzó el vuelo hacia el lado contrario, como Drizzt le había ordenado.

—¿Decir? —preguntó el drow.

Obould soltó al pobre Fender de golpe en la roca, y el enano emitió un gruñido al caer de cara.

—¿Vienes a parlamentar en nombre de Mithril Hall?

—No he estado en Mithril Hall.

Una sonrisa se extendió en el semblante de Obould, aunque apenas era visible tras aquel horrendo yelmo de apariencia de calavera.

—¿Crees que los enanos parlamentarán contigo? —inquirió Drizzt.

—¿Acaso tienen otra opción?

—Hablarán con sus hachas y sus arcos. Responderán con fiereza, y nada más.

—Dijiste que no has estado en Mithril hall.

—¿Es que necesito regresar a un lugar y junto a una gente a la que conozco tan bien para saber por anticipado lo que hará el Clan Battlehammer?

—Esto no atañe sólo al Clan Battlehammer —adujo Obould, y Drizzt advirtió que su sonrisa se había disipado.

Con un gruñido, el orco pateó al gemebundo Fender y lo lanzó rodando por la cuesta que tenía detrás, donde dio tumbos por una senda.

El repentino ataque de ira cogió por sorpresa al drow.

—Así que quieres tener una negociación con Mithril Hall —afirmó más que preguntó Drizzt, que ni siquiera se molestó en disimular la sorpresa que denotaba su voz.

Obould lo observó con odio a través de los cristales que cubrían las aberturas de los ojos.

Las preguntas le surgieron a Drizzt desde todos los rincones de la mente. Si Obould deseaba parlamentar, ¿podría ser que la guerra estuviera llegando a su fin? Si luchaba con el rey orco, ¿estaría demostrando deslealtad a Bruenor y a su pueblo, dado que quizá había entrevisto un rayo de esperanza de que podría llegarse al final del conflicto?

—¿Regresaréis a vuestros hogares en la montaña? —espetó en el mismo momento en el que la pregunta se formuló en su mente.

Obould se burló de él.

—Mira a tu alrededor, drow —dijo—. Éste es mi hogar ahora. ¡Mi reino! Cuando vuelas en tu mascota contemplas la grandeza de Obould. Contemplas el reino de Flecha Oscura. Recuerda ese nombre en los últimos minutos de tu vida. Mueres en Flecha Oscura, Drizzt Do’Urden, y tu cuerpo se lo comerán las aves carroñeras en la ladera de una montaña del territorio del rey Obould. —Acabó con un gruñido y enarboló el enorme espadón a la par que iniciaba un decidido avance.

—¿Quién es tu segundo? —inquirió Drizzt, y su inesperada pregunta hizo que Obould se parara—. Porque cuando mueras, necesitaré saberlo. Quizá ese orco sea más sabio que Obould y se dará cuenta de que su sitio no está aquí, entre enanos, elfos y humanos. O, si no es así, lo mataré también a él y hablaré con su segundo.

Drizzt advirtió que los ojos de Obould se abrían de par en par detrás de las placas vidriosas. Con un bramido que sacudió las piedras, el orco saltó hacia adelante y arremetió ferozmente con el poderoso espadón, que estalló en llamas al mismo tiempo que lanzaba el ataque,

Muerte de Hielo salió de la vaina en un visto y no visto, y el arma encantada se cruzó frente al espadón y extinguió las llamas en medio de una bocanada de humo a la vez que Drizzt sallaba hacia un lado, Podría haber golpeado con Khazid’hea, porque Obould, en su desmedida confianza, había dejado a un lado toda maniobra defensiva al lanzar el ataque. Sin embargo, Drizzt se contuvo.

El espadón descendió en un tajo diagonal, como era previsible, y obligó al drow a retroceder. Si hubiese aprovechado esa primera brecha golpeando con la espada recién encontrada, Drizzt habría propinado un tajo, pero nada considerable. Y en ese caso, Obould habría descubierto su inesperada vulnerabilidad.

El orco prosiguió el ataque con violentas cuchilladas y arremetidas con las que presionaba hacia adelante, y en el terreno alto que tenía detrás y a un lado de la piedra lisa, los orcos lanzaron aclamaciones y gritos de alegría.

Drizzt midió cada giro y cada retroceso, dejando que la furia se consumiera y utilizando menos energías que su enrabietado oponente. Su intención no era cansar a Obould, sino obtener más conocimiento de los giros y movimientos del orco, a fin de prever mejor lo que vendría a continuación.

El espadón llameó de nuevo al asestar una estocada simulada que de repente cambió a un tajo de arriba abajo, y si Drizzt no hubiese visto una táctica de diversión similar utilizada contra Tarathiel, posiblemente lo habría sorprendido. Tal y como eran las cosas, el espadón descendente se dio de bruces contra Muerte de Hielo, que extinguió las llamas del arma más grande.

Obould arremetió repentina y violentamente, y cargó contra el drow, que se desvió a la izquierda y después volvió de un salto hacia la derecha, para a continuación rodar sobre sí mismo, en tanto que Obould amagaba hacia un lado y luego se lanzaba al otro descargando dos tajos sesgados. El arma estalló de nuevo en llamas, y Drizzt, que rodaba sobre sí mismo, sintió el calor del aquel fuego mágico cuando la hoja surcó el aire por encima de él.

Drizzt se incorporó velozmente y giró; después dio un paso atrás y se deslizó hacia un lado mientras Obould continuaba presionando. Giraron y giraron, los orcos aclamaban y aullaban con cada golpe del espadón de Obould. Aunque éste no estuvo en ningún momento cerca de acertar al escurridizo drow.

Tampoco daba señales de estar cansado, sin embargo.

Finalmente, Obould dejó de atacar y se quedó mirando a Drizzt, furioso, desde detrás de las llamas del espadón enarbolado.

—¿Vas a luchar conmigo? —inquirió.

—Creía que era lo que estaba haciendo.

El rey orco gruñó.

—Huye, si eso es lo que quieres. Y si no tienes miedo, lucha.

—¿Estás cansado?

—¡Estoy aburrido! —bramó Obould.

Drizzt sonrió y simuló un repentino ataque, después se paró en seco y sorprendió a todo el mundo cuando se limitó a lanzar a Muerte de Hielo al aire. Los ojos de Obould siguieron el ascenso de la espada.

Drizzt se llevó la mano a la espalda y sacó una ballesta de mano cargada, y mientras Obould bajaba bruscamente la vista hacia él —¡sí, quería que el rey orco lo viera venir!—, el drow se encogió de hombros y disparó.

La saeta golpeó el yelmo de Obould en el ojo izquierdo, se comprimió sobre sí misma y explotó con un feroz estallido de llamas y humo negro. La cabeza de Obould retrocedió bruscamente, y el rey orco salió lanzado hacia atrás y cayó sobre la roca boca arriba, como si se le hubiese desplomado encima una montaña. Se quedó tendido, muy quieto.

Exclamaciones ahogadas y silencio reemplazaron las bulliciosas aclamaciones de todos los que miraban.

—Impresionante —comentó quedamente Tos’un.

A su lado, Kaer’lic se había quedado boquiabierta y, al lado de la sacerdotisa drow, Tsinka jadeó y soltó un quejido.

Vieron a Drizzt llevar la mano hacia la espalda de nuevo y sacarla sin la ballesta para —como si fuera la cosa más natural del mundo— aferrar la cimitarra que caía en el aire.

Kaer’lic vio que el pegaso se acercaba y, de pronto, temió que Drizzt volviera a escaparse, algo que ella no podía tolerar.

Empezaba a lanzar un poderoso hechizo, dirigido al caballo volador en lugar del afortunado drow, cuando la interrumpió Tsinka, que la asió del brazo.

—¡Se mueve! —gritó.

La sacerdotisa drow volvió la vista hacia Obould, que se mecía sobre los hombros, arqueaba la espalda y doblaba las piernas; acto seguido, se estiró bruscamente y se levantó de un salto.

Los orcos prorrumpieron en gozosos vítores.

Drizzt ocultó la sorpresa cuando se encontró de repente con Obould de pie ante él otra vez. Vio la punta de la saeta hincada en la placa de cristalacero del yelmo y las negras marcas chamuscadas que aparecían sobre el resto de la placa, así como también en la otra.

Después de todo, no había esperado matar a Obould con la saeta, y era una suerte que la caída del rey orco lo hubiera pillado por sorpresa más que su repentina recuperación, ya que Obould aulló y volvió al ataque asestando mandobles con desenfreno.

Pero…

¡No veía! Drizzt se dio cuenta cuando se desvió un paso hacia un lado y Obould siguió descargando golpes sobre el aire, donde ya no había nadie.

Mátalo ahora, imploró la hambrienta Khazid’hea, y Drizzt Do’Ur den, completamente de acuerdo con su petición, ni siquiera regañó a la espada sensitiva.

Adelantó un paso de pronto e impulsó a Khazid’hea hacia una unión de la fabulosa armadura del rey orco. La excelente hoja penetró la coraza y se hundió en el costado de Obould.

El gran orco aulló y saltó con tal violencia que arrancó el arma de la mano de Drizzt. Reculó varios pasos mientras la sangre goteaba junto al acero clavado.

—¡Traición! —gritó Obould, que alzó las manos, se arrancó el yelmo estropeado y a continuación lo arrojó por la vertiente del risco—. ¡No puedes derrotarme limpiamente y tampoco puedes derrotarme con malas artes!

Para sorpresa de Drizzt, el orco se lanzó de nuevo al ataque.

—Increíble —susurró Tos’un.

—Obstinado —le corrigió Kaer’lic con un gruñido.

—¡Gruumsh! —aulló Tsinka, que lloraba y reía al mismo tiempo.

Todos los orcos, por su parte, vitorearon porque si la herida de esa espada que asomaba por el costado de Obould resultaba ser mortal, no se notaba en los arrebatados ataques del gran orco.

—Ni siquiera sabe admitir su propia muerte —rezongó Kaer’lic, y se ensimismó en un hechizo, una llamada a los objetos mágicos que había abrochado por la gracia de Lloth.

Ya era hora de acabar con la parodia.

Drizzt intentó superar su estupefacción y responder a los renovados ataques de Obould como era debido. Le costó varios quiebros y regates en el último momento para caer en la cuenta de que debía desenvainar Centella para reemplazar la espada perdida.

—¿Y qué has obtenido a cambio de tu traición, drow? —demandó Obould mientras arremetía y asestaba mandobles.

—No llevas el casco, y eso no es una nimiedad —le replicó Drizzt—. La tortuga ha salido de su concha.

—¡Sólo para mirarte en el último instante de tu vida, necio! —le aseguró Obould—. ¡Y para que tú veas el placer en mi cara conforme tu cuerpo se enfría! —Acabó con una carga arrolladora y se giró previendo el movimiento de Drizzt, que empezó a apartarse de un salto.

El movimiento pilló por sorpresa al drow porque era realmente una maniobra de todo o nada, victoria o derrota. Si Obould se equivocaba y giraba en contra de la finta de Drizzt, el drow no tendría mayor problema en descargar una o ambas cimitarras en la nuca del orco.

Pero Obould acertó.

Reculando, acorralado y quedándose sin espacio para retroceder más, Drizzt paró desesperadamente. Tan rápidos eran los movimientos de Obould con el espadón que el drow ni siquiera tenía tiempo de pensar un contraataque eficaz. Tan furioso estaba el rey orco que Drizzt ni tan sólo contempló la idea de arremeter contra la cabeza desprotegida de su adversario. Notaba el poder que había detrás de los tajos de Obould y sabía que no podía frenar el espadón. Ni la camisa que había cogido al elfo oscuro muerto ni siquiera la mejor malla del mejor mithril de Bruenor lo salvarían de acabar partido en dos. Simplemente, Obould había acertado en su turno, y Drizzt comprendió que estaba derrotado.

Las dos cimitarras golpearon contra el espadón descendente y Muerte de Hielo extinguió las pertinaces llamas de nuevo. Pero el impacto de la parada descargó oleadas de dolor por los brazos del drow, e incluso con una parada de dos hojas no logró desviar del todo el golpe. Se tiró al suelo —o de lo contrario habría acabado dividido en dos de arriba abajo— y rodó hacia adelante, pero no consiguió dejar atrás a Obould sin recibir un toque o, cuando menos, una patada. Se preparó para el impacto.

No se produjo.

Drizzt se giró cuando se puso de pie y vio que Obould se retorcía y se sacudía violentamente.

—¿Qué? —gruñó el rey orco que se zarandeaba derecha e izquierda.

A Drizzt le costó unos segundos desentrañar lo que pasaba, ver que los broches de la armadura del orco, en forma de arañas, habían cobrado vida. Criaturas de ocho patas corrían por todo su cuerpo, y a juzgar por los bramidos de Obould y sus bruscos movimientos parecía que unas cuantas lo estaban picando.

Con las sacudidas violentas del orco, las piezas de la fabulosa armadura se desprendieron. Un brazal cayó al suelo. El orco pateó para librarse de las grebas casi sueltas. El enorme peto se desprendió, así como una hombrera y el espaldar. La restante hombrera se zarandeó y sólo se mantuvo en su sitio porque la pieza inferior, que cubría parte del pecho y la espalda, estaba sujeta por la espada clavada… Y qué aullidos lanzaba Obould cada vez que aquella hoja cruel se movía.

Sin entender bien qué pasaba y sin importarle, Drizzt se lanzó a propinar el golpe de gracia.

Y en seguida retrocedió de un brinco cuando Obould logró centrarse y contraatacó con una estocada repentina y oportuna. Drizzt hizo una mueca de dolor al mismo tiempo que retrocedía un paso; la sangre manchaba la camisa encantada en un costado. Miró fijamente a su adversario mientras retrocedía, sorprendido de que Obould hubiese tenido la claridad mental suficiente para realizar aquel contraataque.

Separados y con unos instantes de respiro, Obould se irguió. Su rostro se crispó con una mueca y se golpeó con una mano para aplastar una araña que había encontrado un punto débil en su duro pellejo de orco. Extendió la mano y tiró al suelo el cadáver de la araña. Después movió la mano hacia el costado, gruñó e hizo un gesto de dolor al sacar a Khazid’hea, así como la pieza de armadura que sujetaba.

¡Empúñame como tuya!, le gritó la espada sensitiva.

Con un fiero bramido, Obould arrojó la molesta espada por el borde del despeñadero.

—¡Traición de nuevo! —rugió mirando a Drizzt—. Estás a la altura de la siniestra fama de tu raza, drow.

—Eso no ha sido obra mía —le gritó a su vez Drizzt—. No me hables de traición, Obould, cuando tú te refugias tras una armadura en la que mis armas no pueden penetrar.

La réplica pareció calmar al orco, que se puso derecho, pensativo. Incluso concedió un cabeceo de asentimiento a Drizzt en cuanto a ese punto, y acabó con una sonrisa y una invitación.

—Ahora no llevo armadura.

El rey orco extendió los brazos, hizo que las llamas cobraran vida en el espadón e invitó al drow a continuar la pelea.

Aguantando el pinchazo del costado, Drizzt se enderezó, respondió con otro asentimiento de cabeza y se adelantó.

Los que contemplaban la lucha, drows y orcos por igual, no vitorearon ni gritaron en los siguientes minutos. Permanecieron, del primero al último, paralizados por la repentina furia del combate, el zumbido de las espadas y las fintas y saltos de los protagonistas. Chocaron acero contra acero tantas veces que no se podían distinguir los golpes por separado. Las cuchillas fallaban el golpe mortal por un margen tan mínimo, una y otra vez, que los espectadores no dejaban de soltar exclamaciones ahogadas.

La confusión en la lucha desafiaba la destreza de Drizzt a todos los niveles. En un momento, tenía la impresión de estar enfrentándose a Artemis Entreri por la fluidez, la rapidez y la artería de los golpes de Obould. Un instante después, una paralizadora oleada de energía que irradiaba por sus brazos le recordaba dolorosamente que podría estar peleando contra un poderoso gigante.

Entonces, dejó a un lado sus pensamientos y se entregó al Cazador para que la pasión surgiera en su interior y así alcanzar la concentración perfecta y la rabia.

En un instante comprendió que la criatura a la que se enfrentaba no estaba menos enardecida.

Kaer’lic supo que todo rastro de su encantamiento se había disipado cuando Tsinka Shinriil, al saberse engañada por el trabajo de la drow en la armadura de Obould, saltó hacia ella y empezó a gritar.

—¡No podéis derrotarlo! ¡Hasta vuestra traición palidece ante el poder de Obould! —chilló—. ¡Decidiste traicionar a un dios y ahora comprenderás la locura de tus actos!

Realmente parecía ser un momento de absoluto gozo para la idiota de Tsinka, y eso no podía consentirlo Kaer’lic. La mano de la drow se levantó a la par que ella pronunciaba la última palabra de un conjuro que creó una alteración en el aire, una crepitante descarga de energía que lanzó a Tsinka por el aire y al suelo.

—Mátala —ordenó Kaer’lic a Tos’un, que se movió al punto para ocuparse de tan agradable tarea—. Espera —dijo la sacerdotisa drow—. Déjala vivir un poco más. Deja que presencie la muerte de su dios.

—Deberíamos irnos de aquí ya —sugirió Tos’un, claramente intimidado por el espectáculo ofrecido por el rey Obould, cuya destreza igualaba la de hábil drow punto por punto.

Kaer’lic asestó a su compañero una mirada de advertencia y después se volvió a observar lo alto de la roca lisa. Sus ojos se desenfocaron, y la drow empezó a entonar un cántico a Lloth mientras reunía hasta la última pizca de su fuerza mágica para realizar el poderoso hechizo. El propio aire pareció rielar a su alrededor mientras se movía a través del encantamiento. El cabello se le erizó y ondeó a pesar de que no soplaba viento. Aferró el aire con la mano extendida y se la acercó a la par que hacía lo propio con la otra mano. Repitió esos movimientos una y otra vez, mientras tomaba la energía que la rodeaba y se la llevaba hacia el torso.

El suelo empezó a temblar bajo los pies de los reunidos. Kaer’lic inició un gruñido bajo que fue creciendo de ritmo e intensidad, despacio al principio pero después más de prisa, y aún con más energía cuando la hechicera drow alargó los brazos hacia Drizzt y Obould con las manos extendidas.

El trueno retumbó en derredor y los orcos se acobardaron y se pusieron a gritar o huyeron a la carrera. Al principio el suelo se sacudió con movimientos rápidos y convulsos, que dieron paso a grandes ondas de piedra. La roca se quebró y se hizo añicos. Delante de Kaer’lic apareció una grieta que se extendió hacia los desprevenidos combatientes.

Y la alta peña se partió a causa de la fuerza del terremoto creado por Kaer’lic. Las piedras rodaron cuesta abajo en una avalancha. Obould se tambaleó y cayó con un rugido de protesta.

Y Drizzt lo siguió de inmediato.