28

OLEADA DE EMOCIÓN

—Bueno, pues se acabó, entonces —dijo Ivan Rebolludo.

Su hermano y él se encontraban junto al cuerpo de la mujer. Estaba tendida boca abajo, pero con un brazo extendido hacia arriba y con los hombros torcidos, de forma que se le veía bien la cara. Una capa de unos cuatro o cinco centímetros de nieve se había apilado alrededor del cadáver. Pikel se agachó y retiró los copos del frío rostro de Delly e intentó sin éxito cerrarle los ojos.

—Pobre Wulfgar —dijo Ivan.

—¡Oooooh! —se mostró de acuerdo Pikel.

—Pero a la pequeña no se la ve por ningún lado —añadió Ivan—. ¿Crees, que los malditos orcos se han llevado a la niña?

Pikel se encogió de hombros.

Los dos enanos echaron un vistazo en derredor. Era evidente que el campamento había sido pequeño, porque los restos de la hoguera se distinguían en la nieve, así como unas cuantas ramas que seguramente habían servido de cobertizo. El cuerpo de Delly no llevaba mucho tiempo allí, y Pikel le confirmó a su hermano que dos días, como mucho.

Ivan recorrió el área mientras daba patadas a la nieve y escarbaba alrededor de cada piedra o tronco en busca de alguna señal de Colson. Tras muchos minutos, finalmente regresó junto a su hermano, que se encontraba en una zona de terreno más alto, no muy lejos, de espaldas a Ivan y con la vista alzada hacia el cielo mientras se resguardaba los ojos con una mano.

—Bueno, pues se acabó, entonces —repitió Ivan—. Hemos perdido a Delly Curtie y a la pequeña no se la ve por ninguna parte. Envolvámosla y llevémosla de vuelta a Mithril Hall para que Wulfgar se despida de ella adecuadamente.

Pikel no se volvió y empezó a dar brincos con nerviosismo.

—¡Vamos! —le llamó Ivan, pero la agitación del enano de barba verde aumentó.

»Bien ¿qué has visto? —preguntó Ivan, que finalmente comprendió lo que pasaba. Se acercó a su hermano—. ¿Huellas que indiquen adonde han ido esos estúpidos orcos? ¿Crees que deberíamos seguirlas y comprobar si tienen prisionera a la pequeña?

—¡Ooooooh! —gritó Pikel, que no dejaba de saltar mientras señalaba hacia el norte.

—¿Qué? —demandó su hermano, que echó a correr para llegar al lado de Pikel.

—¡Drizzit Dudden! ¡Drizzit Dudden! —gritó Pikel, que cada vez brincaba más alto a la par que indicaba con el dedo regordete el cielo septentrional.

Ivan entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor y divisó una gran forma en vuelo. Al cabo de unos instantes, distinguía un caballo alado.

—Un pegaso —murmuró—. A lo mejor son esos elfos del Bosque de la Luna.

—¡Drizzit Dudden! —le corrigió Pikel, e Ivan lo observó con curiosidad.

Supuso que Pikel estaba utilizando de nuevo esos poderes mágicos que le otorgaban atributos de diversos animales. Ivan había visto a su hermano imbuido de la capacidad visual de una águila, con la que se podía distinguir un ratón de campo corriendo por la pradera desde cientos de metros de altura.

—Tienes ojos de ave, ¿a que sí? —preguntó.

—Ji, ji, ji…

—¿Y me estás diciendo que ese que va en el caballo de alas es Drizzt?

—¡Drizzit Dudden! —confirmó Pikel.

Ivan miró de nuevo al lejano pegaso y sacudió la cabeza. Miró otra vez el cadáver de Delly Curtie. Si lo dejaban allí, la siguiente nevada lo enterraría, quizá hasta el deshielo de primavera.

—No, tenemos que encontrar a Drizzt —dijo Ivan al cabo de un momento de sopesar las opciones—. Pobre Delly y pobre Wulfgar… Pero son muchos los que han quedado abandonados a las aves carroñeras desde que Obould desató su ataque. Orco estúpido.

—Orco túpido —coreó Pikel.

—¿Drizzt? —preguntó Ivan.

—Drizzt Duden —respondió su hermano de barba verde.

—¡Bien, tú diriges, condenado druida! Si encontramos orcos y esos orcos tiene a la pequeña de Wulfgar, entonces ¿quien mejor que Drizzt Do' Urden para quitarles a la niña?

—Ji, ji, ji…

La espada sensitiva había pasado ya por las manos de cinco espadachines desde Delly Curtie.. Valiéndose de su insidiosa magia telepática, Khazid’hea invadía los pensamientos de cada dueño sucesivo y husmeaba hasta dar con la identidad del orco más cercano al que temía más. Tras eso, identificado un esgrimidor más digno, la espada no tenía problemas para instigar a la lucha a esas criaturas tan inestables ni en dirigir la pelea de forma que el guerrero más digno saliera victorioso.

Entonces, llegó la noticia de que el elfo oscuro, amigo de Bruenor Battlehammer, volvía a estar por la zona matando orcos, y Khazid’hea dio con el objetivo más eminente que tenía a su alcance. Incluso desde que los compañeros se habían apoderado de la espada, Khazid’hea había ansiado que la blandiera el drow. Cattibrie era una espadachina digna, pero la espada sabía que Drizzt era un guerrero muy diferente. En las manos de Drizzt alcanzaría la promesa de victoria tras victoria, y no la meterían en una vaina mientras el guerrero drow disparaba flechas con un arco, como hacía la mujer.

El arco era una arma de cobardes, a entender de Khazid’hea.

¡Qué gran gloria alcanzarás, qué riquezas tan fabulosas tendrás cuando lleves la cabeza de Drizzt Do’Urden al rey Obould!, le dijo la espada al orco que la blandía entonces, un ejemplar esbelto y más menudo que confiaba más en la sutileza y la rapidez que en la simple fuerza bruta, como ocurría por lo general con su brutal raza.

—El drow es la muerte —dijo el orco en voz alta, con lo que se ganó la miradas curiosas de los compañeros que había cerca.

No si me tienes en tus manos — prometió la espada—. Conozco a ése. Conozco sus movimientos y su técnica. Sé cómo derrotarlo.

Mientras el orco se ponía en camino hacia el norte, el último lugar donde se había informado de un combate del drow y su compañera elfa, Khazid’hea empezó a cuestionarse la prudencia de su empeño. La facilidad con la que había convencido al orco —a todos los orcos que la habían empuñado— no era una nimiedad. Pero la espada sabía que Drizzt Do’Urden no era un orco sin fuerza de voluntas. El drow lucharía contra sus intrusiones.

A menos que dichas intrusiones sólo reforzaran lo que Drizzt ya tenía en mente, y por lo que Khazid’hea había oído, el drow se había lanzado a una desaforada espiral de matanzas.

Que ni a propósito habría salido mejor.

Drizzt bajó del lomo de Amanecer al mismo tiempo que el pegaso se posaba con un trote rápido. Aterrizando ágilmente, Drizzt corrió justo detrás de la montura mientras el pegaso cargaba a través del campamento orco y derribaba orcos a uno y otro lado.

En el centro del campamento, el drow surgió detrás del animal y se adelantó repentinamente para matar a un orco que todavía se tambaleaba por el empellón de Amanecer. Dos cortos golpes lanzaron al orco al suelo, y la eficacia para matarlo permitió a Drizzt reponer los pies de manera inmediata y girar para afrontar la carga de una segunda criatura. Una parada con la mano derecha, de revés y hacia abajo, trazó un bucle sobre la punta de la lanza de ese segundo orco, y mientras frenaba la arremetida, Drizzt adelantó el brazo izquierdo por delante del pecho. El orco perdió el equilibrio al no encontrar apenas resistencia en su acometida, y Drizzt asestó un golpe de derecha a izquierda con el arma que acababa de cruzar sobre el pecho, de forma que degolló a su adversario.

Un golpe sordo a su espalda hizo dar un brinco al drow y girar en esa dirección, pero la amenaza proveniente de allí ya había dejado de serlo, puesto que el orco que se había acercado a hurtadillas fue alcanzado por una flecha elfa bien dirigida. Con un rápido saludo a Innovindil y a Crepúsculo, que sobrevolaban el campamento, Drizzt siguió adelante en busca de la siguiente víctima.

Localizó una forma en las ramas bajas de un grueso pino y corrió hacia el tronco. Sin frenarse, saltó contra él plantando los pies y después impulsándose hacia un lado, de manera que se elevó más en el aire y aterrizó sobre una de las ramas bajas. Tres rápidos saltos lo llevaron cerca del orco acurrucado y, con unos cuantos cortes veloces, mandó al humanoide dando tumbos al suelo.

Drizzt volvió a situarse de un salto en las ramas más bajas e hizo un apresurado reconocimiento visual del entorno. Vio a un orco solitario en el extremo opuesto del campamento y después a otros tres que se encontraban más cerca, a su izquierda. Con una mueca, se dispuso a dirigirse hacia el trío, pero se frenó casi al instante cuando su mirada se vio atraída hacia la figura solitaria que se aproximaba desde el otro lado. El corazón se le puso en un puño; quiso gritar negando lo que sus ojos le mostraban, gritar de rabia.

Conocía la espada que aquel orco empuñaba.

Drizzt bajó del árbol como una exhalación. Sentía un gran respeto por la devastadora arma que el orco sostenía en la mano, pero le daba igual. No frenó la carrera ni intentó siquiera evaluar a su oponente. Solo continuó a la carga mientras giraba las cimitarras con tal velocidad que parecían borrosas trazando giros por encima del hombro, descargando golpes de través y arremetiendo al frente. Cortó, saltó y acuchilló una y otra vez. A veces oía el sonido metálico cuando golpeaba la excelente hoja de Khazid’hea; otras veces, el silbido del aire restallando sobre sus cimitarras, y otras, el sonido más suave de una cuchilla rasgando cuero o carne.

La sangre saltaba por todas partes, pero Drizzt ni siquiera se dio cuenta. El orco dejó caer la espada del brazo cortado, pero el drow no reparó tampoco en eso. La luz se apagó en los ojos de la criatura, las piernas se quedaron sin fuerza, y lo único que la sostuvo derecha fue la constante andanada de golpes de Drizzt.

Pero Drizzt no se dio cuenta.

Finalmente, el orco se desplomó en el suelo y el drows e le echó encima sin dejar de descargar las mortíferas cimitarras.

Crepúsculo aterrizó detrás de él e Innovindil desmontó de un salto para correr a su lado.

Drizzt no se dio cuenta.

Asestaba tajos y estocadas. Propinó una docena, una veintena, un centenar de golpes al orco, hasta que las mangas le pesaron por la cantidad de sangre orca que las empapaba.

—¡Drizzt! —oyó finalmente y, por el tono, intuyó que Innovindil debía de estar llamándolo hacía tiempo.

Cayó de rodillas y soltó las armas ensangrentadas sobre el polvo para tomar a Khazid’hea, que sostuvo sobre las palmas llenas de sangre.

—¿Drizzt? —repitió Innovindil mientras se acuclillaba a su lado.

El drow prorrumpió en sollozos.

—¿Qué pasa? —preguntó la elfa, que lo estrechó con fuerza.

Contempló fijamente a Khazid’hea mientras las lágrimas brotaban de sus ojos color lavanda.

—Hay otras posibles explicaciones —dijo Innovindil al cabo de un rato. Habían acampado cerca del Surbrin, a un lado de un tranquilo estanque que todavía no se había helado del todo y en el Drizzt pudo lavarse la sangre de las manos, de la cara y de todo el cuerpo.

El drow se volvió a mirarla y después desvió la vista hacia Khazid’hea, que descansaba sobre una piedra, delante del elfo. También Innovindil observaba la espada con intensidad.

—No era algo inesperado —dijo Drizzt.

—Pero eso no mitigó la conmoción.

El drow la observó unos instante y después bajó la vista.

—No —admitió.

—El orco recibió su merecido —le recordó Innovindil—. Catti-brie ha sido vengada.

—No es un gran consuelo.

La sonrisa de la elfa lo confortó un tanto. Ella hizo intención de levantarse, pero se detuvo y miró hacia un lado. Su expresión atrajo la mirada del drow en la misma dirección, hacia un pajarillo posado en una piedra que los piaba como si hablara con ellos. Todavía lo observaban cuando el pajarillo saltó de su posadero y levantó el vuelo.

—¡Qué curioso! —dijo la elfa.

—¿A qué te refieres?

Innovindil lo miró, pero no contestó. Sin embargo, su expresión siguió siendo de desconcierto.

Drizzt volvió la vista hacia la piedra y después recorrió el cielo con la mirada en busca del pájaro que había desaparecido de la vista hacía tiempo. Se encogió de hombros y reanudó su aseo.

El misterio no tardó mucho en resolverse, porque antes de que pasara una hora, mientras Drizzt e Innovindil almohazaban a Amanecer y a Crepúsculo, oyeron una voz curiosa.

—Drizzit Dudden, ji, ji, ji…

Los dos se volvieron y se encontraron con Ivan y Pikel Rebolludo, que se acercaban, y los dos supieron al instante que el pajarillo había sido uno de los espías de Pikel.

—Vaya, veros es una alegría para los ojos cansados de un viejo enano —fue el saludo de Ivan, que entró en el campamento con una amplia sonrisa.

—Veros a vosotros también es una alegría —contestó Drizzt, que adelantó un paso para estrechar la mano tendida del enano—. ¡Y qué encuentro tan sorprendente!

—¿No estáis demasiado alejados de las líneas enanas? —inquirió Innovindil, que se había acercado para saludar a los hermanos—. ¿O es que, como nosotros, también os habéis quedado atrapados fuera de Mithril Hall?

—¡Bah!, venimos de allí —dijo Ivan—. No hay nadie atrapado. Bruenor irrumpió por la puerta de oriente y ahora controla el área hasta el Surbrin.

—¿Bruenor? —preguntó Innovindil antes de que Drizzt tuviera tiempo de hacerlo.

—Sí, un enano de barba pelirroja que refunfuña mucho.

—Pero Bruenor cayó en Shallows. Lo vi con mis propios ojos —intervino Drizzt.

—¡Ajá!, cayó, pero rebotó —dijo Ivan—. Los clérigos gastaron días y días, pero fue Regis quien al final consiguió despertarlo.

—¿Regis? —jadeó el drow, al que le costaba trabajo respirar.

—Un tipo pequeño, sí. Alguien al que llaman Panza Redonda —explicó Ivan.

—¡Ji, ji, ji! —rió Pikel.

—¿Estás tonto o qué, Drizzt? —preguntó Ivan—. Creía que conocías a Bruenor y a Regis.

El elfo oscuro miró a Innovindil.

—No puede ser —dijo.

La elfa sonreía de oreja a oreja.

—Te creías que habían muerto, ¿a que sí? —preguntó Ivan—. ¡Bah!, ¿dónde está tu fe, entonces? ¡Te digo que esos dos no tienen nada de muertos! Los vi hace unos pocos días. —El semblante de Ivan se tornó serio—. Pero tengo malas noticias para ti, drow.

El enano bajó la vista hacia la espada, y a Drizzt se le cayó el alma a los pies otra vez.

—La chica de Wulfgar se apoderó de esa espada y salió sola de la montaña —explicó Ivan—. Yo y mi hermano…

—¡Yo, mi «amano»! —interrumpió Pikel, enorgullecido.

—Yo y mi hermano fuimos tras ella, pero cuando la encontramos ya era demasiado tarde.

—Catti-brie… —jadeó el drow.

—¡Qué va! La chica del Wulfgar, Delly. La encontramos muerta hace un par de días. Entonces, te avistamos volando por encima en ese condenado cuadrúpedo con alas, así que vinimos a buscarte. Bruenor y Regis, Catti-brie y Wulfgar han estado terriblemente preocupados por ti, y tenías que saberlo.

Drizzt se quedó petrificado en el sitio cuando el significado de esas palabras penetró en su mente.

—¿Wulfgar y Catti-brie, también? —preguntó en un susurro.

Innovindil corrió a su lado y lo abrazó, y el drow necesitaba realmente a alguien en quien apoyarse.

—¿Has andado por aquí fuera creyendo muertos a todos tus amigos? —preguntó Ivan.

—Shallows fue invadida —arguyó Drizzt.

—Bueno, sí, claro que la invadieron, pero mi hermano…

—¡Mi «amano»! —repitió Pikel como un eco.

Ivan se rió por lo bajo.

—Mi hermano nos construyó una estatua para engañar a los orcos y, con Thibbledorf Pwent a nuestro lado, ¡les dimos para el pelo! Los sacamos a todos de Shallows y volvimos corriendo a Mithril Hall. Hemos estado matando orcos desde entonces. A ciento y la madre de esos perros.

—Vimos el campo de batalla al norte del Valle del Guardián —comentó Innovindil—. Y la explosión del risco.

—¡Buuum! —gritó Pikel.

Drizzt sacudía la cabeza sin salir de su asombro, abrumado por todo aquello. ¿Sería verdad? ¿Estaban vivos sus amigos? ¿Bruenor, Wulfgar y Regis? ¿Y Cattibrie? ¿Sería verdad? Miró a su compañera y vio que Innovindil le sonreía afectuosamente.

—No sé qué decir —admitió.

—Alégrate y sé feliz, simplemente —dijo ella—. Yo me alegro por ti.

Drizzt la estrechó en un fuerte abrazo.

—Y ellos se alegrarán de verte, no lo dudes —le dijo Ivan—. Pero habrá ligrimas que derramar por la pobre Delly. No sé qué locura se apoderaría de esa chica para salir huyendo así.

Las palabras conmocionaron a Drizzt, que se apartó de Innovindil y se volvió hacia la espada sensitiva con una mirada feroz.

—Yo sí lo sé —manifestó, y maldijo entre dientes a Khazid’hea.

—¿Esa espada puede dominar a quien la maneja? —inquirió la elfa.

Drizzt se acercó al arma, la aferró por la hoja y la alzó a la altura de sus ojos. Lanzó preguntas telepáticamente a la espada, en la que percibía vida, y exigió respuestas.

Pero entonces se le ocurrió otra cosa.

—Poned a volar a vuestros cuadrúpedos alados, pues —dijo Ivan—. Cuanto antes os llevemos a Mithril Hall, mejor para todos. Tus amigos te echan muchísimo de menos, Drizzt Do’Urden, y me parece que tú los has extrañado tanto o más.

El drow no iba a discutirle eso, pero siguió plantado en el mismo sitio, sosteniendo la magnífica espada, la misma que cortaba a través de cualquier cosa, y con los pensamientos discurriendo por un curso distinto.

—Puedo derrotarlo —dijo.

—¿Qué? —preguntó Ivan.

—¿Que quieres decir? —Inquirió Innovindil.

Drizzt se volvió hacia ellos.

—Habría ganado a Obould.

—¿Has luchado con él? —barbotó Ivan con incredulidad.

—Lo hice, no hace mucho, en un otero no muy distante de aquí —explicó Drizzt—. Luché con él y le di un golpe tras otro, pero mis cimitarras no penetraban en su armadura. —Alzó a Khazid’hea y descargó un fuerte golpe transversal—. ¿Sabéis el merecido apodo de esta arma?

«Cercenadora» —se respondió a sí mismo cuando los otros se limitaron a mirarlo en silencio—. Con esta espada puedo derrotar a Obould.

—Es un combate para otro momento —le dijo Innovindil—. Después de que le hayas reunido con aquellos que te quieren y que han temido que te habían perdido para siempre.

Drizzt sacudió la cabeza.

—Obould está en marcha ahora, de cumbre en cumbre. Se siente seguro, y por ello apenas lleva séquito. Puedo llegar hasta él y, con esta espada, puedo vencerlo.

—Tus amigos se merecen verte, y tu deber para con ellos es complacerlos —manifestó Innovindil.

—Mi servicio a Bruenor es un servicio a toda la comarca —respondió Drizzt—. Las gentes del norte se merecen quedar libres del yugo de Obould. Ahora se me ofrece esta oportunidad. Vengar a Shallows y a todas las demás ciudades, vengar a los enanos que cayeron ante los invasores. Vengar a Tarathiel… Quizá no volvamos a tener otra oportunidad como ésta.

La mención de Tarathiel pareció dejar sin argumentos a la elfa.

—¿Vas a ir tras él ahora? —preguntó Ivan.

—No se me ocurre un momento mejor.

Ivan reflexionó un momento y luego empezó a asentir con la cabeza.

—Ji, ji, ji… —se mostró de acuerdo Pikel.

—Dale también a ese perro de mi parte —comentó Ivan, cuya sonrisa surgió con una repentina inspiración.

Sacó su ballesta de mano, con su diseño drow casi perfecto, y se la lanzó a Drizzt. Después se descolgó del hombro la bandolera con dardos explosivos y se la tendió al drow.

—¡Mete un par de éstos a esa bestia y disfruta viendo el salto que da! —manifestó el enano.

—Ji, ji, ji…

—Yo y mi hermano… —empezó a decir Ivan, que hizo una pausa para mirar a Pikel esperando que lo interrumpiera.

El enano de barba verde le devolvió la mirada con gesto desconcertado. Ivan suspiró.

—Yo y mi hermano… —empezó otra vez.

—¡Mi «amano»!

—¡Ajá!, los dos regresaremos a Mithril Hall y contaremos a tus amigos que andas por aquí —anunció Ivan—. Te estaremos esperando, así que no tardes.

Drizzt se volvió hacia su amiga elfa.

—Ve con ellos —le pidió—. Vigílalos desde arriba y asegúrate de que llegan sanos y salvos.

—¿Tengo que dejarte ir solo en pos de Obould?

Drizzt sostuvo en alto la cruel espada, la bandolera y la pequeña ballesta.

—Puedo derrotarlo —aseguró.

—Si es que consigues sorprenderlo solo —arguyó Innovindil—. Podría ayudarte en eso.

El drow sacudió la cabeza.

—Lo encontraré y lo vigilaré a distancia —prometió—. Se presentará la oportunidad y la aprovecharé. Obould caerá bajo esta espada que tengo en la mano.

—¡Bah!, no es un trabajo para que lo hagas solo —discrepó Ivan.

—Con Amanecer me desplazaré rápidamente. No me atrapará a menos que yo quiera que me atrape. En tal caso, el rey Obould morirá.

El tono del drow era absolutamente sereno y equilibrado.

—No me quedaré en Mithril Hall —anunció Innovindil—. Me ocuparé de que los enanos lleguen allí bien y volveré de inmediato a reunirme contigo.

—Y yo estaré esperando —prometió Drizzt— con la cabeza de Obould en la mano.

Parecía que no había nada más que decir, pero, por supuesto, Pikel tuvo la última palabra.

—Ji, ji, ji…