DE NUEVO EN LA BRECHA
Sabía que Innovindil había escapado, por supuesto, pero no pudo negar la inmensa alegría que sintió una tarde tranquila y despejada cuando avistó en la distancia al gran animal que volaba sobre el rocoso llano. Hizo que Amanecer acelerara en su persecución, y el pegaso, que parecía tan excitado como él, voló en pos de su objetivo a toda velocidad. Al cabo de unos segundos, Drizzt se dio cuenta de que a él también lo había avistado, pues el otro jinete giró en su dirección y las alas de Crepúsculo batieron el aire con tanto entusiasmo como las de Amanecer.
Poco después, Drizzt e Innovindil confirmaban que, en efecto, eran quienes esperaban. Los dos equinos alados hicieron un vuelo en picado, el uno al lado del otro, giraron y volvieron. Entonces ninguno de los jinetes controlaba a las monturas, ya que Amanecer y Crepúsculo ejecutaban un ballet aéreo, una danza de gozo en la que se entretejían, se cernían, se separaban con repentinos picados y volvían a reunirse a una velocidad que dejaba sin respiración tanto a Drizzt como a Innovindil.
Finalmente, aterrizaron en una roca, y la elfa y el drow saltaron de las grupas y se echaron en brazos el uno del otro.
—¡Pensé que te había perdido! —gritó Innovindil, que hundió la cara en el espeso cabello blanco de Drizzt.
El drow no dio respuesta, pero la estrechó con más fuerza, como si no quisiera soltarla nunca.
Innovindil lo apartó estirando los brazos y lo miró fijamente mientras sacudía la cabeza con incredulidad y después volvió a estrujarlo con un abrazo.
A su lado, Amanecer y Crepúsculo pateaban el suelo y agitaban las cabezas arriba y abajo para después emprender galope y dar brincos y cabriolas.
—¡Y has rescatado a Amanecer! — exclamó la elfa, que se había apartado otra vez de Drizzt, y entonces él vio que tenía las mejillas húmedas de lágrimas.
—Es una forma de decirlo —contestó, inexpresivo.
Innovindil lo miró con curiosidad.
—Tengo que contarle algo. He luchado contra el rey Obould —dijo Drizzt.
—Entonces, está muerto.
El drow no tuvo que dar más respuesta que su sombrío silencio.
—Me ha sorprendido verte aquí fuera —dijo al cabo de un momento—. Pensé que habrías regresado al Bosque de la Luna.
—Lo hice, pero me encontré con que la mayoría de los míos habían cruzado el río en ayuda de Mithril Hall. Los enanos han conseguido romper el cerco por la puerta oriental y se han reunido con los de la Ciudadela Felbarr. En estos momentos refuerzan las defensas y han empezado a construir un puente sobre el Surbrin a fin de comunicar Mithril Hall con los otros reinos de la Marca Argéntea.
—Son buenas noticias —comentó el drow.
—A Obould no se le podrá expulsar fácilmente —le recordó Innovindil, a lo que el drow asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿volabas hacia el sur, en dirección a la puerta oriental? —preguntó Drizzt.
—Todavía no —contestó la elfa—. He estado explorando la comarca. Cuando me presente ante la asamblea de Mithril Hall quiero hacer un informe completo de los movimientos de Obould por aquí.
—Y lo que has visto no es prometedor.
—A Obould no se le podrá expulsar fácilmente —repitió ella.
—Yo también he visto lo mismo —dijo Drizzt—. Gerti Orelsdottr me informó de que el rey Obould había enviado un copioso contingente de orcos hacia el nordeste, a lo largo de la Columna del Mundo, para empezar la construcción de una gran urbe orca a la que llamará Castillo Flecha Oscura.
—¿Gerti Orelsdottr? —Innovindil estaba estupefacta debido a la incredulidad.
—Te dije que tenía algo que contarte —sonrió él.
Los dos se dirigieron hacia un lugar más tranquilo y abrigado, y Drizzt empezó a relatar su buena suerte al escapar del río subterráneo y la sorprendente decisión de Gerti Orelsdottr,
—Gwenhwyvar te salvó la vida —concluyó Innovindil, y Drizzt no pudo estar más de acuerdo con eso.
—Y los gigantes de la escarcha demostraron una previsión sorprendente —añadió el drow.
—Esto es una buena noticia para toda la región —opinó Innovindil—. Si los gigantes de la escarcha dejan la causa de Obould, entonces éste será bastante más débil.
Drizzt no estaba tan seguro de ese cálculo dado el nivel de la construcción de las fortificaciones defensivas que había visto mientras sobrevolaba la zona. Ni siquiera estaba seguro de que Gerti fuera a abandonar la causa de Obould. Al rey orco sí, pero ¿su causa en sí?
—Es seguro que a mi gente, a los enanos y a los humanos les irá mejor teniendo que enfrentarse sólo a los orcos que contra ellos apoyados por los gigantes —añadió Innovindil al advertir la expresión dubitativa del drow.
—Muy cierto —tuvo que admitir Drizzt—. Y quizá esto sea el principio de la erosión mayor en el ejército invasor que todos pensamos que acabará por ocurrir. Las tribus orcas rara vez se han mantenido leales a un único cabecilla. Quizá su naturaleza resurja en forma de luchas por las cumbres fortificadas, fortaleza orca contra fortaleza orca.
—Deberíamos incrementar la presión sobre esos seres de rostro porcino —adujo Innovindil, y una sonrisa maliciosa asomó a su semblante—. Ahora es el momento de recordarles que quizá no fue muy acertada su elección de seguir a Obould Muchaflecha en su malhadada incursión.
Los ojos color lavanda de Drizzt resplandecieron.
—No hay razón para que tengamos que realizar toda nuestra labor de exploración desde el aire. Deberíamos descender de vez en cuando y tantear el temple de nuestros enemigos.
—¿Y quizá debilitar su resolución? —preguntó la elfa, cuya sonrisa se ensanchó.
Drizzt se frotó las manos. Teniendo tan reciente su derrota frente a Obould estaba deseoso de volver a combatir.
Antes de que el sol se pusiera ese mismo día, un par de equinos alados condujeron a sus jinetes sobre un pequeño campamento de soldados orcos. Descendieron con contundencia, a la par, y ambos, drow y elfa, bajaron de sus monturas, tocaron el suelo corriendo y en perfecto equilibrio, y siguieron a los pegasos lanzados al galope a través del centro del campamento, de forma que los orcos se desperdigaban a su paso.
Tanto Drizzt como Innovindil consiguieron asestar unos cuantos golpes en la confusión inicial, pero no se detuvieron tanto como para centrarse en un único enemigo. Para cuando Crepúsculo y Amanecer llegaban al otro extremo del pequeño campamento, los dos elfos se habían unido, entrelazados por los codos, y blandían las armas en una armonía perfecta y letal.
En aquel campamento no mataron a la totalidad de los veintitrés orcos que había en él, aunque los brutos estaban tan confusos y aterrados, más volcados en escapar que en plantar cara y defenderse, que la devastadora pareja bien podría haber acabado con todos. El objetivo de su lucha era —además de matar a los orcos— mandar un mensaje a sus enemigos. Durante los impetuosos minutos de combate, Crepúsculo y Amanecer realizaron su parte a la perfección, haciendo picados y pateando cabezas orcas, y en cierto momento, dejándose caer sobre un grupo de brutos que aparentemente empezaban a formar una posición defensiva coherente.
A no tardar, Drizzt e Innovindil volvían a estar a lomos de sus monturas y partían a galope tendido sobre el suelo pedregoso y nevado en vez de alzar el vuelo porque el ocaso se cernía sobre ellos.
Habían entregado su mensaje.
El orco contempló fijamente la punta ensangrentada de su arma y después desvió la mirada hacia su última víctima, que se retorcía en el suelo Tres golpes habían bastado; le habían cercenado un brazo y habían dejado profundos tajos, que se extendían casi a todo lo largo del torso del orco moribundo. Era tanta la sangre que empapaba la túnica de cuero del caído que cualquiera que viera a la criatura estaría convencido de que había recibido muchos más cortes, no sólo tres.
Ése era el atractivo de Khazid’hea, ya que la perversa espada no se atoraba en cuero ni hueso, y menos en los finos broches de metal. Cercenadora era su alias y el nombre que la espada sensitiva utilizaba cuando se comunicaba con su actual esgrimidor. Y Cercenadora era un nombre que a quien la blandía entonces le parecía muy acertado.
Varios orcos habían desafiado al esgrimidor de la espada por la posesión del arma. Todos ellos, incluso un par que atacó a la vez y otro orto al que se consideraba el mejor luchador de la región, yacían muertos en el suelo.
¿Hay algo que no podamos conseguir? — le preguntó la espada al orco, y la criatura respondió con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Hay algún enemigo al que no podamos derrotar?
A decir verdad, Khazid’hea consideraba al orco un espécimen bastante lamentable, y sabía que casi todos los orcos a los que había matado podrían haberse alzado con la victoria si su esgrimidor hubiese manejado una arma inferior. En cierto momento durante el combate con el enemigo más formidable de todos, Khazid’hea, que dirigía telepáticamente al que la manejaba en el transcurso de la lucha, se había planteado la posibilidad de hacer girar al orco hacia el lado equivocado para que así su oponente ganara y la reclamara como suya.
Mas, de momento, Khazid’hea no quería correr esos riesgos. Tenía un orco capacitado para la lucha, aunque justo lo mínimo, pero a la par era un esgrimidor al que podía dominar fácilmente. A través de él, la espada sensitiva se proponía dar con un digno compañero, y hasta que ese compañero no apareciera, con el orco le bastaba.
La espada se imaginaba a sí misma en manos del poderoso Obould Muchaflecha.
Con esa placentera idea en mente, Khazid’hea se conformó con el esgrimidor de entonces.
El último enfrentamiento, ese último orco muerto, había puesto punto final a los desafíos de cualquier posible rival inmediato, porque los demás orcos que trabajaban en la fortificación defensiva habían dejado bien claro que no querían tener nada que ver con el que la manejaba ni con su nuevo y mortífero juguete. Por tanto, Khazid’hea volvió a la funda, concluido su trabajo, aunque lejos de saciar su hambre.
Esa hambre no se saciaba jamás. Esa hambre le había empujado a atraer la atención de Delly Curtie para así librarse de Cattibrie, una esgrimidora muy capaz, pero que no participaría en batallas durante largo tiempo, a pesar de que se libraba una guerra a las puertas de su dormitorio. Esa hambre había hecho que Khazid’hea obligara a Delly a dirigirse hacia el salvaje norte, pues la región que había al otro lado del gran río estaba en paz.
Khazid’hea odiaba la paz.
Y así fue como la espada entró en una gran agitación en los días siguientes, cuando no apareció ningún orco que desafiara a su esgrimidor. Por ende, empezó a poner en marcha su plan y a susurrar en la mente del orco, engatusándole con promesas de suplantar a Obould.
¿Hay algo que no podamos hacer?, preguntaba la espada sin cesar.
No obstante, Khazid’hea se encontraba con una resistencia sorprendentemente pertinaz cada vez que hacía insinuaciones sobre Obould. El orco, todos los orcos, tenían a su líder como alguien excepcional. A la espada le costó un tiempo comprender realmente que con su intento de compeler al orco a suplantar a Obould lo que le estaba pidiendo era apropiarse del manto de un dios. Cuando la espada asumió tal verdad dejó de insistir en sus demandas y aguardó el momento oportuno con la esperanza de enterarse de más cosas sobre la estructura del ejército orco para, de ese modo, elegir un blanco alternativo.
Durante aquellos días de trabajos banales y aburrida paz, Khazid’hea oyó pronunciar un nombre que conocía muy bien.
—Dicen que el elfo drow es Drizzt Do’Urden, el amigo del rey Bruenor —contó otro orco a un grupo en el que estaba el esgrimidor.
La espada absorbió todo lo que se contó. Al parecer, Drizzt y un compañero estaban atacando campamentos orcos de la región y habían matado a muchos.
Tan pronto como el empuñador de la espada abandonó el grupo que conversaba, Khazid’hea penetró en su mente.
Cuán grande serías si llevaras al rey Obould la cabeza de Drizzt Do’Urden, incitó la diabólica espada, que acompañó la frase con imágenes de gloria y elogios: un drow cortado en pedazos, muerto a los pies del campeón orco; chamanes danzando y cantando sus alabanzas; orcas derritiéndose ante la mera presencia del campeón conquistador.
Podemos matarlo — prometió la espada cuando percibió la duda—. Tú y yo juntos podemos derrotar a Drizzt Do’Urden. Lo conozco bien y sé sus fallos.
Esa noche, el esgrimidor de la espada empezó a hacer preguntas más puntuales al orco que había propagado los rumores sobre el letal elfo drow. ¿Dónde habían tenido lugar los ataques? ¿Era seguro que el drow había estado implicado en ellos?
Al día siguiente, con Khazid’hea en la mano y en sus pensamientos, el esgrimidor se escabulló y dejó a sus compañeros para ponerse en marcha a través del terreno pedregoso en busca de su víctima y de la gloria.
Sin embargo, para Khazid’hea la búsqueda era de un nuevo y más digno guerrero que la empuñara.