EL PASATIEMPO DE GERTI
Drizzt observó la aproximación de dos mensajeros de Gerti desde un pequeño valle resguardado, situado a casi dos kilómetros de la entrada del Brillalbo. El drow no había tardado en descubrir el margen de confianza de Gerti, ya que se le había advertido que no le quitara el arnés al pegaso, y Drizzt sabía que estaban controlando todos sus movimientos. Si intentaba huir, los gigantes lanzarían una lluvia de pedruscos sobre Amanecer y él.
Sin embargo, el drow creía que Gerti confiaba en él, pues ¿por qué no iba a hacerlo? ¡Su manifiesto deseo de combatir con Obould era sincero! No. Se daba cuenta de que todas las «precauciones» que Gerti estaba tomando estaban pensadas para que las vieran los suyos o, al menos, tenía que creer que era así. Había pasado gran parte de su vida cerca de un líder sagaz, un enano que sabía qué hacer y cómo presentarlo —que eran dos cosas muy distintas— y comprendía la política implicada en aquella situación.
Claro que era posible que Gerti lo estuviera utilizando simplemente para librarse de Obould de una vez por todas, sin tener intención de dejarlos partir a Amanecer y a él después del combate, fuera cual fuese el resultado. Aunque así fuera, no tenía más remedio que aceptarlo, pues en la cámara del Brillalbo no había visto otra salida. Todo estaba perdido y entonces se le había ofrecido, al menos, un atisbo de esperanza.
Los dos gigantes entraron en el pequeño valle y echaron una bolsa de comida y un odre de agua a sus pies.
—Una fuerza considerable de orcos se mueve al este de aquí, a lo largo de la linde de las montaña hacia un paso alto —dijo uno, una giganta de notable belleza.
—La envía el rey Obould para colaborar en la construcción de una gran ciudad que proyecta en ese sitio defendible —añadió el otro.
Musculoso y ancho de hombros incluso para la media de su raza, el rostro del varón no era menos atractivo que el de su compañera, con la piel ligeramente azulada y cejas plateadas que formaban una «V» cada vez que fruncía el entrecejo.
—Castillo Flecha Oscura —agregó la giganta—. Más vale que recuerdes ese nombre y se lo transmitas a tus aliados si sales con vida de esto.
Las implicaciones del informe no sorprendieron gran cosa a Drizzt. En el viaje al norte, hacia el Brillalbo, había visto señales evidentes de que el rey orco se proponía atrincherarse y conservar el suelo conquistado. La construcción de una ciudad importante, y además en el terreno alto defendible de la Columna del Mundo —de la que seguían acudiendo más y más orcos a unirse a su causa—, parecía un paso lógico a tal fin.
—Obould no va en la caravana, sin embargo —explicó la giganta—. Va de montaña en montaña para supervisar las numerosas fortalezas de menor importancia y recordar a los orcos a quién sirven.
—Lo acompañan sus chamanes —añadió el otro—. Y probablemente contará con una pareja de elfos oscuros que actúan como observadores… ¿Los conoces?
La expresión de Drizzt era todo cuanto necesitaban los gigantes.
—Sabemos que mataste a otro par de esos elfos —prosiguió el gigante—. Estos dos son, o eran, sus compañeros. Los enviaron al sur con el ejército troll, pero iban a regresar. Seguramente estarán resentidos con Drizzt Do’Urden.
—El asesinato y la guerra son tan comunes entre mi pueblo que hay la misma probabilidad de que no lo estén —replicó Drizzt, y se encogió de hombros como si no tuviera importancia porque, naturalmente, no la tenía. Si esos dos drows estaban con Obould ya eran sus enemigos.
—Nos pondremos en marcha por la mañana —informó la giganta—, gerti espera reunirse con Obould dentro de tres días.
El drow comprendió que Gerti quería muerto al rey orco antes de que sus grandiosos designios se hicieran realidad, pero no dijo nada.
Cada fragmento de información ofrecido sobre los movimientos de Obould reforzaba su acuerdo con Gerti. La giganta preveía una guerra que escapaba por completo a su control, y si no había guerra, temía un gran menoscabo en su posición como dirigente con el ascenso del rey Obould Muchaflecha.
Drizzt comprendía que facilitar su acercamiento a Obould podía resultar un riesgo para Gerti, ya que el prestigio del rey orco crecería más aún si conseguía alzarse con la victoria. El hecho de que Gerti estuviera dispuesta a correr ese riesgo evidenciaba lo desesperada que empezaba a estar.
Obould se estaba haciendo con el control, de modo que la giganta creía que no tenía nada que perder.
Al drow le pareció extraño que su victoria sobre Obould beneficiara tanto a Gerti Orelsdottr, un personaje a quien difícilmente podría considerar como aliado en ninguna causa. Recordó la descarga cerrada de pedruscos en Shallows, la cruel indiferencia que los guerreros de Gerti habían demostrado por la pobre gente asediada en el pueblo mientras lanzaban pedrusco tras pedrusco.
Con todo, si salía victorioso y mataba a Obould, y las fuerzas orcas empezaban a disgregarse y a revolverse contra sí mismas en ausencia de un cabecilla fuerte, entonces estaba obligado a parlamentar en nombre de esos mismos gigantes para llegar a una tregua.
El drow asintió con gesto sombrío y asumió la idea con el corazón del mismo modo que antes lo había hecho con el cerebro cuando su vida corría peligro. Mejor para todos si la guerra acababa, si se podía rechazar al oscuro enjambre de orcos de vuelta a sus agujeros y la comarca se recuperaba para las buenas gentes. ¿De qué iba a servir entonces lanzar un ataque contra el Brillalbo en el que centenares de enanos y sus aliados serían masacrados?
—¿Estás preparado para combatir contra él? —preguntó la giganta, y cuando Drizzt la miró, éste se dio cuenta de que había estado tan inmerso en sus pensamientos que no había oído la pregunta que le había hecho ya varias veces.
—Dentro de tres días —convino—. Obould morirá dentro de tres días.
Los dos gigantes intercambiaron una mirada y sonrieron, y después se marcharon.
Drizzt se repitió la promesa muchas veces a fin de que le calara hasta la médula y el corazón, y la convirtió en una letanía contra el dolor y el quebranto.
—Obould morirá dentro de tres días —repitió en voz alta, y los labios se le curvaron en una mueca ávida.
Los dos gigantes que marchaban por la trocha que había a su derecha no perdían de vista a Amanecer, pero no captaban la atención de Drizzt en aquella mañana fría y despejada. Arriba a su izquierda, en una cima pelada y rocosa, Gerti Orelsdottr y el rey Obould, de pie bajo la luz del sol, hablaban y discutían.
Ella lo había preparado todo, había situado a Drizzt en un punto desde el que podía llegar en una rápida y fácil escalada al lugar de encuentro, y después había llevado al rey orco allí para parlamentar a solas.
Que Drizzt viera, Obould no parecía sospechar nada y se mostraba tranquilo y sumamente seguro de sí mismo. Al principio, cuando Gerti y él llegaron a la cima, Obould había estado un poco en guardia, pero al cabo de unos minutos de señalar y de hablar fue evidente que el orco se había relajado.
El drow sabía que discutían sobre la construcción de defensas. Durante todo el camino hasta allí, cuatro días completos de marcha hacia el sur desde el Brillalbo, Drizzt había presenciado la revelación de los grandiosos planes del rey Obould. En el norte se estaban realizando construcciones en muchas cumbres y laderas de montaña, donde muros de piedra iban cobrando forma, con bases de grandes torres colocadas ya en su sitio. En un montículo colindante al que acogía a los dos dirigentes, un centenar de orcos trabajaba sin descanso con la piedra en la preparación de inertes defensas.
Aquello sólo sirvió para intensificar la sensación de urgencia de Drizzt. Deseaba matar a Obould por lo que el orco les había hecho a sus amigos y a gente inocente en el norte, y tenía que matarlo por el bien de los que quedaban. No era el comportamiento que Drizzt habría esperado de un orco. Muchas veces, incluso en los años vividos en Menzoberranzan, había oído comentar que lo único que realmente subordinaba las especies goblins a las otras razas era la falta de cohesión entre ellas. Hasta las madres matronas de Menzoberranzan siempre habían recelado de sus esclavos goblins y orcos, conscientes de que una fuerza unificada de esos monstruos, por débiles que fueran individualmente, podría resultar en una catástrofe.
Si Obould era realmente el catalizador de esa unificación, al menos en la Columna del Mundo, entonces tenía que morir.
Pasaron muchos minutos en los que Drizzt, inconscientemente, aferró con fuerza las empuñaduras de sus cimitarras. Echó una ojeada nerviosa al montículo colindante, donde varios orcos más —chamanes, al parecer— vigilaban a su líder y a menudo se desplazaban hacia el borde más próximo para escudriñar hacia las dos figuras. El interés de éstos había decaído en los últimos minutos, pero Drizzt sabía que seguramente sería algo temporal.
—Date prisa, Gerti —musitó.
Sobresaltado, el drow retrocedió hacia las sombras porque, como si hubiese oído su frase apremiante, Gerti le dio la espalda a Obould, se alejó con aire furioso y descendió por la ladera con rápidas zancadas.
Tan sorprendido se quedó Drizzt que casi dejó pasar el momento. Obould, a quien al parecer había pillado desprevenido la repentina marcha de Gerti, se había quedado plantado en el sitio, boquiabierto, puesto en jarras y observando tras el peculiar yelmo con aspecto de cráneo, a través de las placas de cristalacero que imitaban unos ojos oblicuos demasiado grandes.
El drow se sacudió para salir de la perplejidad y subió la pendiente en silencio y con rapidez. Llegó a la cima, sólo a unos cuantos pasos del orco, y por un instante pensó en arremeter y atravesar a su enemigo de parte a parte antes de que Obould se diera cuenta de que estaba allí.
Pero el soberano orco se giró hacia él y, de todos modos, Drizzt ya se había frenado en seco.
—Creía que nunca te atreverías a estar sin un aliado —dijo el drow, y las cimitarras aparecieron en sus manos como por arte de magia; tan rápido y fluido fue el movimiento.
Un gruñido bajo escapó de los labios de Obould mientras miraba al drow.
—¿Drizzt Do’Urden? —preguntó, sin que el quedo gruñido dejara de sonar entre sílaba y sílaba.
—Está bien que sepas mi nombre —respondió el drow, que empezó a desplazarse cautelosamente hacia un lado al mismo tiempo que Obould se giraba para tenerlo de cara—. Quiero que lo sepas. Quiero que entiendas por qué mueres esta mañana.
La risita de Obould sonó tan siniestra que apenas se diferenció del gruñido constante. Alzó la mano derecha con gran lentitud y estiró los dedos por encima del hombro izquierdo para asir la larga empuñadura del espadón, y desenvainó el arma muy despacio. El lado superior de la funda estaba cortado de la mitad hacia arriba, a lo largo, de modo que tan pronto como la punta de la cuchilla quedó libre de la vaina, Obould enarboló el espadón y lo descargó en un golpe descendente y oblicuo.
Drizzt oyó un grito en el otro montículo, pero eso no importaba, ni a él ni a Obould. Se oyó el ruido de otra agitación mayor, y el drow desvió la vista hacia varios orcos que corrían en su dirección y hacia otros cuantos que levantaban los arcos; pero Obould alzó la mano hacia ellos, y los orcos se frenaron en seco y bajaron las armas. El rey orco deseaba luchar tanto como él.
—Por Bruenor, pues —dijo Drizzt, y no supo relacionar las implicaciones de la expresión torva que asomó a los ojos amarillos e inyectados en sangre de Obould—. Por Shallows y todos los que murieron allí.
Siguió desplazándose lateralmente y el orco continuó girando sin perderle la cara.
—Por el reino de Flecha Oscura —replicó el orco—. Por la ascensión de los orcos y la gloria de Gruumsh. ¡Por lo que nos corresponde de la luz del sol, que enanos, elfos y humanos han tenido por suya demasiado tiempo!
Esas palabras provocaron un escalofrío instintivo en la columna vertebral del drow, pero Drizzt estaba demasiado sumido en su cólera para apreciar completamente el sentimiento puesto por el orco.
Drizzt estaba intentando tomarle la medida a su enemigo, observándolo más allá de la fabulosa armadura para encontrar un punto flaco. Pero el elfo oscuro se encontró atrapado en la mirada de Obould, casi hipnótica por la pura intensidad que irradiaba. Tan enganchado estaba Drizzt que casi no se dio cuenca de que el orco se había empezado a mover. Tan paralizado estaba por aquellos ojos inyectados en sangre que sólo reaccionó en el último instante y echó las caderas hacia atrás para evitar que lo cortara por la mitad el golpe lateral de la monstruosa espada.
Obould siguió atacando con una arremetida de revés y después frenó en seco el movimiento para lanzar tres estocadas seguidas al drow mientras éste retrocedía.
Drizzt giró y esquivó, desplazó los pies con rapidez a la par que mantenía el equilibrio mientras reculaba. Resistió el impulso de interceptar las acometidas y golpear el espadón con una de sus armas porque se dio cuenta de que los golpes del orco eran demasiado fuertes para frenarlos con una sola mano. El drow estaba aprovechando el ímpetu del ataque de Obould para entrar en su propio ritmo. Conforme descifraba sus métodos, comprendió que lo mejor sería conservar una separación total, de modo que mantuvo las cimitarras hacia los lados, con los brazos bien abiertos y contando sólo con la agilidad de sus pies para evitar que los ataques de Obould dieran en el blanco.
El rey orco rugió y no cesó de hostigarlo, con más ferocidad si cabe, casi con temeridad. Lanzaba una estocada y daba un paso atrás, impulsaba el arma hacia un lado y después se lanzaba hacia adelante en una corta arremetida a la par que descargaba un golpe cruzado. Pero Drizzt retrocedía con más celeridad de lo que Obould avanzaba, y el orco no logró tocarlo ni por asomo. El experto guerrero drow, en equilibrio perfecto como siempre, dejó que la hoja pasara de largo para invertir el impulso en un abrir y cerrar de ojos.
Pasó corriendo junto a Obould y viró ligeramente mientras el orco intentaba interceptarlo con el hombro. Una estocada doble impulsó ambas cimitarras contra el costado de Obould, y cuando la armadura paró la arremetida, Drizzt se movió en un repentino medio giro para, al instante, volverse de nuevo y atacar más arriba, primero una arma y después la otra, las dos deslizándose sobre la lámina ocular del yelmo del orco.
Obould se revolvió con un aullido mientras el espadón hendía el aire —sólo el aire—, ya que Drizzt se había puesto fuera de su alcance.
No obstante, la sonrisa del drow duró poco, hasta que se fijó en que sus golpes —cuatro sólidos impactos— no habían causado daño alguno, ni siquiera habían arañado el cristalacero traslúcido de la placa ocular en el yelmo de calavera.
Y Obould se le echó encima en un visto y no visto, obligándolo a esquivar y fintar, e incluso a desviar un golpe. La pura fuerza de la arremetida del orco hizo que una vibración entumecedora recorriera el brazo del drow. Se le presentó otra brecha en la defensa, y Drizzt cargó. Centella golpeó con fuerza la grisácea bufanda entreverada de metal que Obould llevaba en la garganta.
Pero Drizzt no obtuvo resultado alguno y estuvo a punto de perder parte del pelo cuando se dobló para esquivar el tremendo tajo del pesado espadón. Al drow se le ocurrió, mientras se volvía para afrontar otro brutal ataque, que las supuestas brechas en la defensa del orco habían sido a propósito, como un cebo que le ponía Obould.
No tenía sentido, y mientras desviaba las caderas a izquierda, derecha y atrás, e incluso daba una vuelta de campana lateral en cierto momento, siguió estudiando al bruto y su armadura en una desesperada búsqueda de una oportunidad. Pero hasta las piernas del orco parecían completamente tapadas con la magnífica armadura.
Drizzt dio un salto alto cuando el espadón asestó un tajo horizontal y bajo. Aterrizó ágilmente y cargó contra su adversario, y Obould reaccionó de forma instintiva interponiendo el arma entré ambos.
El espadón estalló en llamas repentinamente, pero el sobresaltado Drizzt reaccionó a la perfección interponiendo Centella en perpendicular al arma enemiga.
La magia de la cimitarra superó el fuego del espadón y las llamas se extinguieron en una bocanada de humo gris, y de repente fue Obould el pillado por sorpresa, justo lo que había intentado que le ocurriera al drow. Su vacilación ofreció otra oportunidad a Drizzt, que optó por seguir otra táctica. Se agachó y se metió entre las piernas del orco con la idea de girar, retorcerse y derribar a Obould.
¿Qué fuerza tenía para luchar una tortuga tirada patas arriba?
La astuta idea chocó contra la solidez de las piernas del orco, semejante a la de troncos de árbol, porque a pesar de que Drizzt golpeó con toda su fuerza, los pies de Obould no se desplazaron ni un centímetro.
Aunque aturdido, el drow sabía que tenía que moverse de inmediato, antes es de que Obould tuviera oportunidad de girar la espada y ensartarlo donde estaba agazapado. Empezó a moverse y comprendió que era lo bastante rápido como para escapar de la espada.
Pero el rey orco también se dio cuenta, así que no se centró en el arma y, en lugar de ello, propinó una fuerte patada. El pie enfundado en la armadura se estrelló contra el torso del drow y lo lanzó tres metros por el aire, hasta caer de espaldas con un seco trompazo. Inhalando entre jadeos, Drizzt rodó hacia un lado justo cuando el espadón de Obould se descargó y destrozó la piedra donde yacía él un momento antes.
El drow se movió a toda velocidad, girando, retorciéndose e impulsándose con los pies para apartarse y evitar por los pelos un segundo tajo.
No consiguió esquivar del todo otra patada, ya que el orco se había lanzado a un ataque sin tregua. La patada de refilón volvió a lanzarlo dando tumbos. El drow consiguió enderezarse por fin lo suficiente para rodar hacia atrás, de forma que acabó la voltereta de pie y afrontó de lleno la carga del orco. Drizzt gritó y cargó a su vez, pero sólo una… una zancada antes de lanzarse hacia un lado.
No podía vencer, así que huyó.
Corrió ladera abajo por la rocosa pendiente con los gritos de los orcos del otro montículo y las pullas de Obould siguiéndolo a cada paso. Hizo un giro brusco alrededor de una grieta en las rocas para ponerse fuera del tiro de los arqueros, y luego volvió a girar hacia una senda que descendía directamente. El corazón le dio un vuelco cuando vio a Amanecer esperándolo y pateando el suelo. A medida que se acercaba, reparó en que el pegaso ya no llevaba puesto el arnés.
Amanecer se puso a galope tan pronto como Drizzt saltó a su grupa y tras dar sólo unas pocas zancadas, brincó en el aire, extendió las enormes alas y remontó el vuelo.
Gerti inició la andanada de proyectiles lanzando una roca que se elevó bastante en el aire y les pasó cerca al pegaso y al jinete drow. Los doce gigantes de su escolta también lanzaron pedruscos.
Ninguno acertó al drow, sin embargo, ya que las instrucciones de Gerti habían sido muy claras. Mientras el equino volador viraba en el aire, la giganta se las ingenió para captar la atención del drow y el ligero cabeceo de éste confirmó todo lo que había entre ambos.
—Nos ha fallado, así pues ¿por qué no lo matamos? —inquirió el gigante que estaba al lado de Gerti.
—Su odio por Obould crecerá —explicó la giganta—. Volverá a intentar lo. Su papel en este drama no ha terminado todavía.
Mientras hablaba giró la cabeza para mirar hacia la cima del montículo donde Obould se erguía con aire imperioso y el espadón levantado en un gesto desafiante, y detrás de él, los chamanes y otros orcos los aclamaban a él y a Gruumsh.
Gerti volvió la vista hacia Drizzt y confió en que su predicción fuera acertada.
—Encuentra el modo de matarlo, Drizzt Do’Urden —susurró, e identificó la desesperación en su propia voz y no le gustó en absoluto.