24

A INSTANCIAS DE OTROS

A la mañana siguiente, Drizzt sacó a Amanecer del Brillalbo, plenamente consciente de que los gigantes de Gerti lo vigilaban a cada paso. El aire había encalmado y era menos frío, y el sol brillaba de forma radiante en la nieve recién caída.

El drow estiró y se ajustó la ropa y la capa, así como el cinturón del que colgaban de nuevo las dos cimitarras. No había dado veinte pasos desde la entrada cuando se volvió a mirar el Brillalbo, todavía asombrado de que Gerti hubiese sido fiel a su palabra y, para empezar, que hubiera llegado a un acuerdo con él. Se lo tomó como una señal esperanzadora respecto al futuro de la región, porque aparentemente Gerti Orelsdottr y su ejército de gigantes de la escarcha no tenían intención de continuar la guerra y, lo que quizá era igualmente importante, no parecía haber un compromiso de amistad con Obould Muchaflecha. Por lo visto Gerti quería muerto al rey orco tanto como el propio Drizzt, y si eso era cierto para Gerti, ¿sería también válido para algunos de los jefes orcos, rivales de Obould? ¿Influiría el desgaste en el inmenso ejército y haría lo que los enanos no podían, que era derrotarlo?

La esperanzadora idea fue reemplazada de inmediato por otra, pues Drizzt se dio cuenta de que si Gerti realmente era capaz de arreglar las cosas para que tuviera lugar el combate con Obould, él podría acelerar la desintegración de la fuerza invasora. Sin el rey orco como figura decorativa, las caóticas criaturas se revolverían unas contra otras día tras día y semana tras semana.

Drizzt abrió y cerró los puños para flexionar los músculos de los antebrazos y expulsar los últimos vestigios del helador frío del río que se le había metido en los huesos. Al igual que Innovindil había matado al hijo de Obould, él asestaría un golpe más contundente.

Pensar en su compañera elfa le hizo protegerse los ojos con la mano para escudriñar el cielo con la esperanza de divisar un pegaso volando. Deseaba subirse a lomos de Amanecer y hacer que el animal levantara el vuelo para tener una panorámica más amplia de la zona, pero Gerti había sido muy estricta en prohibir tal cosa. De hecho, Amanecer llevaba un arnés que le impedía extender las grandes alas.

Gerti había ofrecido un trato, pero lo hacía con sus condiciones y sus garantías.

Drizzt lo aceptó en silencio y siguió escudriñando el cielo. Tenía al pegaso, tenía la cimitarra que había perdido en el río helado y tenía vida. Después del desastre ocurrido en el Brillalbo, nunca habría imaginado que conseguiría tales cosas.

Y tal vez tuviera ocasión de luchar contra el odiado Obould. «Sí, las cosas han salido bastante bien», comprendió.

Hasta el momento.

Gerti estaba sentada en el gran trono y miraba a los gigantes que se agrupaban a su alrededor en la cámara de audiencias. Sabía que los había sorprendido a todos, y en las expresiones de sus rostros se leía la desconfianza tanto como la curiosidad. Su padre, el gran Jarl Orel que había unido a las numerosos familias de gigantes de la Columna del Mundo bajo su reinado dirigido con mano de hierro, estaba moribundo y al parecer dejaba a Gerti como su heredera. Pero sería la primera transmisión de poder desde la unificación, y la giganta sabía que eso no era ninguna menudencia. Había seguido el consejo de Ad’non Kareese y de Donnia Soldou, y se había unido a las grandes ambiciones de Obould conduciendo a su pueblo lejos de su hogar en las montañas a unas incursiones que al principio se preveían breves y de escaso riesgo, ataques rápidos en los que el cebo era la chusma orca, que se llevaba la peor parte, mientras que los gigantes de la escarcha recogían los beneficios. Irónicamente, los éxitos de Obould habían subido la apuesta inicial de Gerti, y de forma peligrosa, ya que se dio cuenta de que Obould había ido ganando más y más poder en su relación. El rey orco la estaba haciendo parecer pequeña e insignificante ante sus inferiores, y eso era algo que Gerti sabía que no se podía permitir. Así pues, había orquestado su alejamiento de Obould. Pero sabía que hasta eso había sido un riesgo, porque mientras que el rey orco podría continuar sus conquistas, o incluso si simplemente consolidaba la ocupación del vasto territorio invadido, el pueblo de Gerti habría pagado un precio exagerado —más de treinta gigantes de la escarcha habían muerto en la campaña— por los beneficios pírricos de los saqueos.

Eso por no hablar del precio que la propia Gerti habría tenido que pagar en cuanto a so talla como dirigente.

Un drow solitario le había dado pie para cambiar la ecuación, y para ella el trato con Drizzt no era la apuesta arriesgada que creían los que estaban a su alrededor. El precio sólo había sido renunciar al pegaso; el equino alado era cual un brillante abalorio, pero en realidad no tenía una utilidad práctica para ella, ¿y el beneficio?

Ahí estaba la variable y la única parte del asunto que a Gerti le parecía una apuesta. Si Drizzt mataba a Obould, entonces el abandono de la causa del rey orco parecería prudente y sabio, y más si Drizzt llevaba adelante su promesa de transmitir el deseo de la giganta de alcanzar una tregua con los formidables enemigos que no dudarían en lanzarse a expulsar de sus tierras ocupadas a los orcos desprovistos de cabecilla. Siendo así, ¿podría Gerti salvar parcialmente los resultados de la desatinada campaña, tal vez incluso conseguir la instauración de rutas comerciales con los enanos de Mithril Hall?

El peligro radicaba en la posibilidad —muy real por otra parte— de que Obould matara a Drizzt y, en consecuencia, ganara más prestigio entre sus súbditos, en el caso de que tal cosa fuera posible. Claro que, de darse tal circunstancia, Gerti aseguraría al rey orco que había puesto al drow a su alcalice justo con ese propósito. Tal vez podría incluso darle un giro a la historia de forma que pareciera que era ella, y no Obould, quien realmente movía los hilos de las marionetas.

—El pegaso daba más problemas de lo que merecía la pena —le dijo Gerti a una de las gigantas que estaban cerca y que le había lanzado una de aquellas miradas suspicaces y curiosas.

—Era muy hermoso —contestó la giganta.

—Y su belleza habría traído a una sarta interminable de ellos al Brillalbo con la intención de liberarlo.

Esas palabras le reportaron más miradas curiosas, porque ¿desde cuando temía Gerti que las razas inferiores entraran en el Brillalbo?

—¿De verdad queréis tener a los elfos con sus arcos brillantes colándose a hurtadillas en nuestro hogar? ¿O a los astutos enanos excavando túneles nuevos que conecten con nuestros pasadizos menos utilizados, introduciéndose entre nosotros y apareciendo de repente para estrellar sus feos martillitos contra nuestras rótulas?

Vio unos pocos asentimientos de cabeza entre los gigantes mientras hablaba, y Gerti sopesó cuidadosamente las diferentes miradas. Tenía que jugar bien para que su maniobra pareciera inteligente sin recordarles que, para empezar, era su mecedura de pata inicial la que les había acarreado todos esos riesgos y problemas. De eso iba el mensaje. Gerti Orelsdottr había aprendido bien de su sabio y anciano padre, y ése era un mensaje que se proponía controlar rigurosamente durante las semanas siguientes, hasta que el dolor por las bajas se apaciguara.

Si Drizzt Do’Urden conseguía matar a Obould, acomodar el mensaje a su conveniencia sería más fácil.

La misma tormenta que antes había descargado intensas nevadas sobre las montañas cercanas al Brillalbo se había desplazado hacia el sudeste llevando fuertes vientos y lluvias frías y torrenciales, y azotaba las aguas del Surbrin con… con tanto ímpetu que los enanos de Felbarr amarraron el transbordador en la orilla oriental y se refugiaron en cuevas resguardadas. A pesar de lo ansiosos que estaban por ponerse en camino hacia Luna Plateada, los refugiados humanos no se atrevían a tentar la suerte con un tiempo tan horrible y, en consecuencia, ellos también se albergaron en las cuevas.

Cottie Cooperson, que procuraba pasar inadvertida, se quedó en el fondo de la cueva, sin acercarse mucho a la luz de la hoguera, además de mantener a Colson completamente tapada con la manta. Los demás repararon en la pequeña en seguida, claro está, y empezaron a preguntar a Cottie.

—¿Que le has hecho a su madre? —inquinó un hombre, que se agachó y obligó a Cottie a mirarlo a los ojos, exigiendo una respuesta clara.

—Yo vi que Delly le entregaba la niña a Cottie por propia voluntad intervino una mujer, respondiendo en nombre de la pobre y desconcertada Cottie—. Justo en el embarcadero, y se largó corriendo.

—¿Que se marchó, dices? ¿No será que se le escapó el transbordador? —demandó el hombre desconfiado.

—Se largó —insistió la mujer—. Por decisión propia.

—Quería sacar a la niña de Mithril Hall mientras continuara la lucha mintió Cottie.

—Entonces, los enanos deberían saber que entre sus pasajeros llevan a la nieta adoptada del rey Bruenor —razonó el hombre.

—¡No! —gritó Cottie.

—No —la apoyó la otra mujer—. Delly no querrá que se entere ese cabezota de Wulfgar, porque el tonto querría llevarla de vuelta.

No tenía sentido, desde luego, y el hombre se puso de pie para asestar una mirada furiosa a la mujer.

—¡Bah! De todos modos, ¿a ti qué te importa? —inquirió ella.

—Nada —contestó otro hombre—. Y no hay mejor madre que Cottie Cooperson.

Otros secundaron ese comentario.

—Entonces, es nuestro secreto; no es asunto de esos enanos gruñones —declaró la mujer.

—¿Os parece que Wulfgar lo va a ver de esa forma? —arguyo el primer hombre—. ¿Es que queréis que unos tipos como él y su feroz padre nos persigan sin tregua por todo el mundo?

—¿Perseguirnos con qué fin? —replicó la mujer que apoyaba a Cottie—. ¿Para recuperar a esta niña? Bien, pues se la devolveremos, y ya está.

—Llegará echando fuego por los ojos —argumentó el hombre.

—Pues tendrá que descargar su ira sobre su mujer, según lo veo yo —intervino otro hombre—. Ella le entregó la niña a Cottie para que la cuide, y es lo que Cottie va a hacer. ¡Wulfgar y Bruenor no tienen derecho a enfadarse, sino que deben estar agradecidos por ello!

—¡Sí! —se mostraron de acuerdo otros cuantos.

El primer hombre miró larga y duramente a los aliados de Cottie y después clavó los ojos en la propia Cottie, que estrechaba a Colson con tanta ternura como habría hecho cualquier madre con su bebé.

No podía negar que la imagen de Cottie con la niña lo enternecía. Cottie, que tanto había sufrido, parecía contenta por primera vez desde que empezaron todas sus penalidades. A pesar de sus temores por la venganza de Wulfgar, el hombre no podía negar esa simple verdad. Con una sonrisa y un asentimiento de cabeza, mostró su conformidad.

Los trabajos en las defensas a lo largo del espolón de montaña se ralentizaron durante esas horas de tormenta, y la lluvia y la aguanieve les cayeron a cántaros a los elfos y los enanos encargados de patrullar. Incluso se arriesgaron a reducir ese servicio porque ningún enemigo iba a atacarlos durante el temporal… O eso creían.

De igual modo, Ivan y Pikel Rebolludo vieron frenado su avance. Los animales amigos de Pikel, que los habían guiado en persecución de Delly Curtie muy lejos al norte de la posición de los enanos, seguían rastreando a petición del druida, pero en vuelos más bajos y cortos, y con escasa visibilidad.

—Condenada mujer —gruñó Ivan una y otra vez—. Pero ¿por qué diantre huye de Mithril Hall?

Pikel soltó un chillido para expresar su desconcierto.

Ivan dio una patada a una piedra mientras se cuestionaba para sus adentros la decisión de seguirla. Se encontraban a más de un día de marcha del espolón de montaña y probablemente estaban detrás de las líneas orcas, a pesar de que no habían visto a ninguno de esos miserables durante su marcha.

El enano esperaba sinceramente que no tuvieran que recurrir al «camino de raíces» de Pikel para regresar junto a los muchachos de Bruenor.

—Condenada mujer —rezongó, y atizó una patada a otra piedra.

Compelida por la insaciable Khazid’hea, Delly Curtie era uno de los pocos seres que deambulaban bajo la fría tormenta. Exhausta, empapada hasta los huesos, helada y con el ánimo por los suelos, la mujer no consideró en ningún momento la idea de parar y encontrar refugio porque la espada no permitía que tal pensamiento se forjara en su mente.

Khazid’hea la dominaba completamente. Delly Curtie se había convertido en una extensión de la espada. Toda su existencia se centraba en complacer a Khazid’hea.

La espada no agradecía su dedicación.

Porque aunque Delly era una esclava servicial, carecía de la cualidad que Khazid’hea codiciaba más que nada: un digno esgrimidor. Así pues, cuando la oscuridad se apoderaba ya de la tierra y los ojos de Delly transmitieron a la espada la imagen lejana de una lumbre de campamento, el arma la impelió a seguir caminando a toda velocidad en esa dirección.

La mujer caminó durante horas, a lo largo de las cuales se cayó a menudo y se despellejó las piernas, y en una ocasión resbaló sobre una piedra helada con tan mala fortuna que se golpeó la cabeza y faltó poco para que perdiera el sentido.

Pero ¿qué hago aquí fuera? ¡Mi idea era ir a Luna Plateada o a Sundabar y, sin embargo, aquí estoy, andando por tierras agrestes!

Aquel destello de pensamiento coherente sólo consiguió que Khazid’hea reforzara su compulsión sobre ella, dominándola y haciéndola que siguiera caminando penosamente.

La espada percibió su miedo poco después, cuando se oyeron las voces guturales de las criaturas acampadas, el lenguaje de los orcos. Pero la cruel arma tomó ese miedo, lo transformó y bombardeó a la pobre Delly con imágenes en las que su pequeña era despedazada por esos mismos orcos. Eso cambió su terror en una ira tan ardiente que al instante echaba a correr directamente hacia el campamento, Con Khazid’hea empuñada irrumpió en la zona iluminada por la noguera y mató al sorprendido orco que tenía más cerca con una simple arremetida de la fabulosa arma, que penetró a través del brazo que intentaba frenar el ataque y se hundió profundamente en el pecho del orco.

Delly liberó la espada de un tirón y se abalanzó ferozmente sobre el siguiente orco que tenía delante, pero propinó un profundo corte en el tronco del árbol cuando la criatura esquivó el golpe agachándose hacia un lado. La mujer continuó descargando violentos mandobles y el orco consiguió pararlos, lo que dejó sin punta a su sencilla lanza, antes de retroceder, aterrado.

Algo golpeó a Delly en un costado, pero ella apenas si se percató, tan enajenada estaba, y continuó arremetiendo de forma que acertó a dar en la fea cara de la criatura una y otra vez, con pinchazos y golpes que lanzaron salpicaduras de sangre por el aire. Delly la saboreó, pero estaba demasiado furiosa y consumida por la ira para sentir náuseas.

De nuevo algo la golpeó en el costado, y Delly se giró en esa dirección, creyendo que un orco le estaba dando puñetazos. Un instante de claridad condujo a otro de confusión cuando miró a su atacante, de pie al otro lado de la hoguera, arco en mano.

Delly bajó la mirada a su costado y vio dos flechas profundamente clavadas, y después alzó los ojos de nuevo a tiempo de ver al orco tensar la cuerda del arco una vez más.

Khazid’hea la abrumó con la ira al hacerla contemplar la imagen de aquel orco mordiendo la garganta de Colson, y Delly gritó y cargó.

Y retrocedió dando traspiés por el impulso de una flecha hundida en su pecho.

Con un gruñido, Delly se sostuvo de pie mientras asestaba una mirada feroz al arquero y daba un paso hacia él, empecinada. Ni siquiera oyó que el compañero del orco se acercaba sigilosamente por detrás; no se percató de la espada que acometía contra su espalda.

Su cuerpo se arqueó, los ojos se alzaron hacia el cielo nocturno y un momento de paz se apoderó de ella.

Entonces, reparó en Selune, que se desplazaba allá arriba con la estela de sus lágrimas a través de un resquicio entre las nubes, y pensó que era algo maravilloso.

Khazid’hea resbaló de su mano y la afilada punta se clavó en el suelo, de forma que se quedó derecha, a la espera de que un esgrimidor más digno la empuñara.

La espada sintió que su conexión con Delly Curtie se rompía por completo y se supo huérfana.

Pero no lo sería mucho tiempo.