23

BENEFICIO MUTUO

La tormenta había amainado bastante, pero a Innovindil el día le pareció aún más oscuro cuando, sentada a lomos de Crepúsculo, se volvió a mirar la entrada a la cueva del Brillalbo. Que ella supiera, los gigantes la habían perseguido sólo hasta la puerta interior, y el centinela apostado en el corredor continuaba roncando plácidamente cuando el pegaso y ella pasaron a galope tendido.

La elfa sabía que debía ponerse en camino y no demorarse más allí. Sabía que los gigantes podían estar desplazándose sigilosamente por pasajes secretos hacia las cornisas que había a lo largo de la pared montañosa, tal vez muy cerca de ella y por encima. Temía que si echaba una ojeada a derecha o izquierda en cualquier momento vería un peñasco precipitándose sobre ella.

Pero Innovindil no miró a los lados y tampoco apremió a Crepúsculo para que se pusiera en marcha. Siguió parada allí, mirando fijamente la boca de la cueva, esperando contra toda lógica que Drizzt Do’Urden saliera de pronto corriendo de esa caverna.

La elfa empezó a mordisquearse el labio conforme los minutos iban pasando. Sabía que no podía ser. Lo había visto hundirse en la rápida corriente del río, arrastrado bajo la capa de hielo que le impedía escapar. El río —por lo que alcanzaba a ver y a oír— no fluía por el exterior en toda la zona, así que no podía hacer nada.

Absolutamente nada.

Había perdido a Drizzt.

—Cuida de él, Tarathiel —le susurró al viento—. Recíbelo en el bello Arvandor, pues su corazón estaba más cerca de los Seldarine de lo que lo estuvo nunca de su oscura y diabólica reina…

Innovindil asintió con la cabeza mientras pronunciaba aquellas palabras porque las creía de todo corazón. Innovindil sabía que, a pesar del color negro de su piel, Drizzt Do’Urden no era drow y no había vivido como uno de ellos. Quizá tampoco era un elfo en talante y pensamiento, aunque Innovindil estaba convencida de que lo habría conducido en esa dirección. Pero sus dioses no lo rechazarían, de eso estaba convencida, y si lo hacían, entonces se ganarían su aversión.

—Adiós, amigo mío —dijo—. No olvidaré tu sacrificio ni que entraste en ese cubil por bien de Amanecer sin obtener nada a cambio.

Se irguió y empezó a dar la vuelta al pegaso, tirando de las riendas a la derecha para emprender camino, pero de nuevo se paró. Tenía que regresar al Bosque de la Luna, cosa que debería haber hecho desde el principio, antes incluso de que Tarathiel cayera bajo la poderosa espada de Obould. Si pudiera agrupar a los suyos, a lo mejor regresarían al Brillalbo y rescatarían a Amanecer.

Sí, ése era el curso que debía seguir, el único, y cuanto antes emprendiera el viaje, mejor para todos.

Aun así, transcurrió un buen rato antes de que Innovindil encontrara fuerzas para hacer que Crepúsculo volviera grupas y diera un primer paso.

Se debatió y arañó, pateó violentamente, agitó los brazos para intentar, desesperadamente, mantener la cara en el angosto espacio que reservaba una bolsa de aire entre el hielo y el agua terriblemente fría. Sólo el instinto mantuvo a Drizzt en movimiento mientras la corriente lo arrastraba, porque si se hubiese parado a pensar en el dolor y en la futilidad del intento seguramente se habría rendido.

De todos modos, tampoco parecía que tuviera importancia, ya que sus movimientos se fueron haciendo más lentos de forma gradual, a medida que el helor penetraba en sus miembros, entumecía sus músculos y debilitaba su empeño. Cada palmo que pasaba y cada segundo que se consumía, Drizzt se movía más y más lentamente, además de aspirar agua con más frecuencia que aire.

Chocó contra algo duro y la corriente lo subió encima, de manera que tuvo un respiro de unos cuantos segundos, por lo menos. Aferrandose a la roca, el drow logró mantener la boca en la bolsa de aire. Intentó dar un puñetazo al hielo para romperlo, pero sus nudillos se estrellaron contra una barrera inflexible. Pensó en sus cimitarras y bajó una mano para desenvainar a Centella. Seguro que esa hoja podría atravesar…

Pero los dedos entumecidos no consiguieron asir con firmeza la empuñadura, y tan pronto como la cimitarra estuvo fuera de la vaina, la corriente se le la arrancó de la mano. Y al dar un brusco tumbo para recuperar el arma que se hundía, el agua volvió a arrastrar a Drizzt, que mientras se desplazaba se giró y quedó con la cabeza a más profundidad en el agua helada.

Luchó y se resistió, pero sabía que no serviría de nada. El frío se estaba apoderando de él, se le metía en los huesos y lo invitaba a dejarse llevar a una oscuridad más profunda de lo que jamás había visto. Ya no percibía nada en el negro remolino del agua, y aunque hubiese habido algo de Luz, Drizzt habría seguido sin ver porque tenía los ojos cerrados, y todos sus pensamientos se enfocaban hacia su interior en tanto que los miembros se entumecían y la sensibilidad se disipaba.

Distante, el drow se sintió zarandeado cuando el lecho del río cambió y se hundió más. Se golpeó contra una zona pedregosa, pero apenas sintió nada cuando rebotó de piedra en piedra.

Entonces el río volvió a hundirse como si se precipitara por una cascada. Drizzt cayó a plomo y se golpeó al chocar con el fondo; se sintió como si lo hubieran metido a presión en el hielo con el cuello torcido en un ángulo extraño. El frío punzante le cortó la mejilla y profundizó.

Innovindil se encaminó hacia el este desde el Brillalbo, de forma que las montañas más altas las tenía a su izquierda y las sombras de los picos caían sobre ella. Sabía que iba a necesitarlas para protegerse del viento helado cuando cayera la noche, así como para ocultar la luz de la lumbre de campamento que tendría que encender.

No se atrevió a ordenar a Crepúsculo que levantara el vuelo porque las ráfagas de viento podían conducirlos a la catástrofe. Se le ocurrió que quizá debería volver al sur, hacia unas condiciones atmosféricas menos crudas, con los enanos del Clan Battlehammer. ¿La ayudarían? ¿La acompañarían hasta el Brillalbo para rescatar a un pegaso?

Presumiblemente no. Se daba cuenta, aunque le dolía admitirlo, que no era probable que regresara al Brillalbo antes del deshielo.

Sólo le quedaba esperar que Amanecer sobreviviera hasta entonces.

La errónea percepción de Drizzt lo sorprendió cuando se dio cuenta de que no estaba pegado contra la parte inferior de la capa de hielo, sino que, en realidad, lo que estaba era encima. Con un gemido que pareció salirle de los propios huesos doloridos, el drow abrió los ojos y, apoyándose en los codos, se incorporó. Oyó el ruido de la corriente impetuosa de la catarata a su espalda y miró hacia allí.

El río lo había arrojado fuera al llegar a esa caída y había salido despedido justo a distancia suficiente, por pelos, para aterrizar sobre la capa de hielo que de nuevo se formaba más allá de la espumeante cascada.

El drow tosió y expulsó un poco de agua; tenía los pulmones doloridos y helados. Rodó sobre sí mismo y se sentó en el hielo, pero volvió a tenderse de inmediato cuando oyó un chasquido debajo. Lenta y cautelosamente se arrastró hacia la pared de piedra de la orilla del río, y allí encontró un pico saliente, donde se pudo sentar y considerar su apurada situación.

Se dio cuenta de que no había llegado muy lejos en su viaje por el río, probablemente unos quince metros más o menos desde el punto donde había caído a través del hielo, sin contar los dos pronunciados descensos del lecho del río.

Drizzt se llevó bruscamente las manos a la cintura y encontró a Muerte de Hielo, pero no a Centella; torció el gesto al recordar la pérdida de la cimitarra.

Volvió la vista hacia la catarata, apenado, preguntándose cómo diablos iba a conseguir recuperar el arma.

Entonces, casi de inmediato, cayó en la cuenta de que eso no importaba realmente. Estaba empapado y el frío iba a matarlo antes de que los gigantes tuvieran ocasión de hacerlo. Con esa idea en la cabeza, el drow se obligó a ponerse de pie a pesar de la inestabilidad y empezó a avanzar palmo a palmo, apoyando el peso todo lo posible contra la pared rocosa y pasando de piedra en piedra cada vez que se le presentaba la ocasión de hacerlo. Sólo había recorrido unas pocas decenas de metros, todavía con el tumulto de la catarata audible a su espalda, cuando reparó en un pasadizo lateral al otro lado, que daba a un desembarcadero en el que había un soporte para enormes cañas de pescar.

En realidad, no quería volver al Brillalbo, pero no parecía haber otra opción. Se tendió boca abajo en el hielo y se fue colocando de manera que no tuviera en su camino ninguna de las rocas que sobresalían. Entonces se dio impulso y se deslizó a través del río helado. Se arrastró y reptó, y consiguió cruzar.

Después pasó por encima del desembarcadero y, más allá, continuó por el pasadizo en cuesta.

Un poco después se puso en guardia porque los túneles se hicieron mas ancho y más trabajados, con columnas ornamentadas que sostenían los techos, en muchos de los cuales se habían pintado frescos con distintos diseños y dibujos. En cieno punto reculó justo en el momento en el que una pareja de gigantes pasó despacio por una intersección que había un poco más adelante.

Espero a que se alejaran y…

Y se preguntó qué hacer, hacia dónde ir.

Los gigantes habían cruzado de izquierda a derecha, así que Drizzt se dirigió a la izquierda, moviéndose tan de prisa como se lo permitían las piernas todavía entumecidas y afectadas por intensos dolores, consciente de que tenía que encontrar una lumbre cuanto antes. Se esforzó para evitar que los dientes le castañetearan; los párpados le pesaban muchísimo.

Una serie de giros y de corredores lo condujeron hacia zonas más pobladas del complejo, pero si a los gigantes les molestaba el constante frío no daban muestras de ello, porque Drizzt no vio fuego alguno por ninguna parte. Siguió adelante —¿qué otra cosa podía hacer?—, aunque no sabía hacia dónde y tampoco para qué.

Un grito a su espalda lo alertó de que había sido descubierto, y la persecución empezó de nuevo.

Drizzt giró velozmente en una esquina, corrió unos diez metros y después se metió de prisa por otro recodo. Continuó la carrera por un pasillo jalonado de estatuas, ¡un corredor que reconoció! En el suelo había una estatua rota junto con su propia capa de viaje. El drow la recogió según pasaba, se arrebujó bien con ella y apretó el paso al oír que más gigantes se sumaban a la persecución. Estaba orientado y pensó que procuraría que cada giro que hiciera lo acercara a la salida.

Pero tenían bloqueados todos los desvíos, ya que los gigantes corrían por pasillos paralelos al que llevaba él y que conducían hacia la salida. Encontró todas las rutas de huida cerradas con un claro propósito: lo estaban conduciendo como a una cabeza de ganado. Sin embargo, no podía pararse a no ser que se propusiera luchar, ya que un par de gigantes lo seguía de cerca y acortaba distancias cada vez que aflojaba el paso. Tenía que girar a la izquierda, en vez de a la derecha, y así lo hizo, virando en un ángulo cerrado en el siguiente recodo, y corrió como alma que lleva el diablo. Giró de nuevo a la izquierda con la idea de que quizá podría situarse detrás de la pareja que lo perseguía.

Ese camino también estaba bloqueado.

Giró a la derecha y corrió a través de unas puertas abiertas. Cruzó una amplia cámara, y dos gigantes que había en ella gritaron y se sumaron a la persecución. Al cruzar otras puertas dobles se encontró al final del pasillo, aunque tenía salidas a derecha e izquierda. Pensando que tanto daba una dirección como otra, el drow giró a la izquierda y siguió corriendo… en el interior de otro aposento grande, uno que tenía una enorme mesa redonda a la que había sentado un grupo de gigantes que jugaban a los dados por un montón de monedas de plata.

La mesa acabó volcada y los dados y las monedas salieron volando por todas partes cuando los colosos se levantaron de un salto para ir en pos del drow.

—Mala idea —susurró Drizzt entre los labios amoratados y el castañeteo de dientes.

La puerta siguiente estaba cerrada, y el drow casi ni se frenó para lanzarse de un salto contra ella, metiendo el hombro. Trastabilló y entrecerró los ojos porque había entrado en la estancia mejor iluminada de todo el complejo. Intentó orientarse de nuevo, rápidamente, y recuperar el equilibrio para seguir corriendo.

Seguir corriendo hacia donde fuera.

Porque se encontraba en una gran cámara ovalada, decorada con estatuas y tapices. Las cabezas de varios monstruos —moles sombrías, suplantadores e incluso un dragón pequeño— adornaban las paredes como trofeos. Drizzt sabía que no estaba solo, pero hasta que no vio el estrado situado en el extremo más alejado de la estancia no fue consciente realmente de su apurada situación. Porque allí se hallaba sentada una giganta de extraordinaria belleza, adornada con aderezos fabulosos y numerosos brazaletes, collares y sortijas de gran valor, y ataviada con un vestido blanco de un tejido de textura excepcional. Se recostó en el solio y cruzó las piernas desnudas y bien formadas.

—Cómo me encanta que la presa se entregue por sí misma —dijo en el lenguaje común, que dominaba tan bien como el propio Drizzt.

El drow oyó cerrarse las puertas con un golpe sonoro y después uno de los gigantes que lo habían perseguido lo anunció con aparente cortesía.

—Aquí está el drow que queríais, dama Orelsdottr —dijo—. Se llama Drizzt Do’Urden, creo.

Drizzt sacudió la cabeza y alzó una mano para frotarse la mejilla helada. Al mismo tiempo, bajó la otra mano y desenvainó Muerte de Hielo… Y oyó que los gigantes centinelas que tenía a uno y otro lado empuñaban sus armas. Miró a derecha e izquierda y vio una línea de lanzas y espadas, todas apuntando hacia él.

Se encogió de hombros y tiró la cimitarra al suelo, la pisó y la empujó con el pie hacia Gerti.

—¿Nada de pelea por parte del afamado Drizzt Do’Urden? —inquinó la giganta.

El drow no respondió.

—Esperaba más de ti, no que te rindieras antes de deslumbrarnos con tu destreza en el manejo de la espada —prosiguió Gerti—. ¿O es que crees que salvarás la vida por entregarte? Pues si es eso, eres un necio, Drizzt Do’Urden. Recoge tu cimitarra si quieres, toma el arma e intenta al menos defenderte ames de que mis soldados te arranquen la vida.

Drizzt la contempló con animadversión y pensó hacer lo que la giganta decía. No obstante, antes de tener ocasión de calcular sus posibilidades de recoger el arma y lanzarse rápidamente hacia adelante para descargar uno o dos golpes en el bonito rostro de Gerti, un gruñido bajo y fiero al lado de la giganta atrajo su atención y la de ella.

Gerti se volvió y Drizzt desvió la mirada hacia allí —al igual que hicieron todos los gigantes que había en la cámara—, y vio a Gwenhwyvar encaramada a una cornisa a menos de cinco metros de Gerti y a la misma altura que su bonita cara.

La giganta no parpadeó ni movió un músculo. Drizzt vio que apretaba con las manos los brazos de piedra blanca del gran trono. Gerti sabía que la pantera podía llegar a ella antes de tener tiempo siquiera de alzar los brazos para protegerse; sabía que las garras de Gwenhwyvar desgarrarían su delicada tez azulada.

Gerti tragó saliva con esfuerzo.

—Tal vez ahora estés en mejor disposición de hacer un trato —se atrevió a decir Drizzt.

Gerti le asestó una fugaz mirada de odio, pero en seguida volvió la vista hacia la amenazadora pantera.

—Probablemente no conseguiría matarte —dijo el drow, que sentía un intenso dolor en las mandíbulas heladas al pronunciar cada palabra—. Pero ¡ah!, ¿habrá alguien que vuelva a mirar a dama Gerti Orelsdottr y se maraville por su belleza? Sácale también uno de sus bonitos ojos, Gwenhwyvar — añadió Drizzt—. Pero sólo uno, porque ha de ver las expresiones en las caras de aquellos que contemplen su rostro desfigurado.

—¡Silencio! —le gritó Gerti—. Tu felino podrá herirme, pero yo puedo hacer que te maten al instante.

—Y por ello hemos de negociar —dijo Drizzt sin la más ligera vacilación—. Ambos tenemos mucho que perder.

—Tú quieres irte.

—Antes quiero sentarme delante de un fuego para secarme y entrar en calor. Los drows no nos sentimos a gusto con el frío, sobre todo si estamos mojados.

Gerti resopló con desdén.

—Mi gente se baña en ese río, invierno y verano —alardeó.

—¡Bien! Entonces, uno de tus guerreros puede recuperar mi otra cimitarra. Me parece que la dejé caer debajo del hielo.

—Tu arma, tu fuego, tu vida y tu libertad —enumeró Gerti—. Pides cuatro concesiones en el trato.

—Y a cambio te ofrezco tu ojo, tu oreja, tus labios y tu belleza —repuso Drizzt.

Gwenhwyvar rugió para demostrar a Gerti que entendía cada palabra pronunciada y que estaba dispuesta a atacar en cualquier momento.

—Cuatro por cuatro —prosiguió Drizzt—. ¡Oh, vamos!, Gerti, ¿qué ganas con matarme?

—Invadiste mi hogar, drow.

—Después de que dirigieras el ataque contra el mío.

—¿O sea que te libero para que busques a tu compañera elfa y volváis a invadir mi hogar? —inquinó Gerti.

—Volveremos únicamente si tú sigues reteniendo lo que nos pertenece —contestó el drow.

—El equino alado.

—No nació para ser una mascota en las cuevas de los gigantes de la escarcha.

Gerti volvió a resoplar con desdén, y la poderosa pantera rugió y flexionó las patas traseras.

—Entrégame el pegaso y me marcharé. Y Gwenhwyvar desaparecerá y ninguno de nosotros os volverá a molestar. Pero quédate con el pegaso y mátame si quieres, y Gwenhwyvar tendrá tu cara. Y te lo advierto, Gerti Orelsdottr, que los elfos del Bosque de la Luna vendrán a buscar el equino alado, y los enanos de Mithril Hall los acompañarán. No tendrás sosiego con tu mascota robada.

—¡Basta! —le gritó Gerti y, para sorpresa de Drizzt, la giganta empezó a reírse.

»Basta, Drizzt Do’Urden —le ordenó en un tono más bajo—. Pero me has pedido una cosa más, de modo que has superado mi parte del trato.

—A cambio… —empezó a contestar Drizzt, pero Gerti le interrumpió levantando una mano.

—No nombres más partes del cuerpo que tu felino me permitirá conservar —dijo—. No. Tengo en mente una propuesta mejor. Te conseguiré tu arma y te dejaré que te calientes frente a un gran fuego mientras te das un banquete con tanta comida como puedas ingerir. Y te permitiré que salgas del Brillalbo por tu propio pie… No, montado en tu precioso equino alado, aunque me duele desprenderme de una criatura tan hermosa. Haré todo eso por ti y haré más aún, Drizzt Do’Urden.

El drow no daba crédito a sus oídos, un sentimiento que, por otra parte, parecían compartir todos en la cámara, donde muchos de los gigantes estaban boquiabiertos por la sorpresa.

—No soy tu enemiga —dijo Gerti—. Nunca lo fui.

—Vi a los tuyos bombardear un torreón con pedruscos. Mis amigos se encontraban en ese torreón.

Gerti se encogió de hombros como si eso no importara,

—Yo, nosotros, no iniciamos esta guerra. Seguimos a un orco de gran talla.

—Obould Muchaflecha.

—Sí, maldito sea su nombre.

Drizzt enarcó las cejas.

—¿Quieres matarlo? —preguntó Gerti.

El drow no contestó. Sabía que no era necesario hacerlo.

—Yo deseo presenciar ese combate —dijo la giganta con una sonrisilla maliciosa—. Quizá pueda entregarte al rey Obould, Drizzt Do’Urden. ¿Eso te interesaría?

Drizzt tragó saliva con dificultad.

—Ahora parece que eres tú quien ha superado, con mucho, su ventaja en el trato —razonó.

—Ya lo creo que sí, porque lo aceptaré con dos promesas. En primer lugar, matarás a Obould. Después, negociarás una tregua entre el Brillalbo y los reinos del entorno. Los enanos del rey Bruenor no buscarán venganza con mi gente, como tampoco Alustriel ni ninguno de los otros aliados del Clan Battlehammer. Será como si los gigantes del Brillalbo nunca hubiesen participado en la guerra de Obould.

A Drizzt le costó una rato asimilar aquellas sorprendentes palabras. ¿Por qué hacía eso Gerti? Para salvar su belleza, quizá, pero había mucho más detrás que Drizzt no alcanzaba a entender. Gerti odiaba a Obould, eso era evidente. ¿Podría ser que también hubiese llegado a temerlo? ¿O tal vez creía que el rey orco iba a vacilar al final, con o sin su traición, y el resultado sería desastroso para su pueblo? Sí. Si los enanos de los tres reinos se unían con las gentes de los tres reinos humanos, ¿se conformarían con los orcos o seguirían presionando para vengarse también de los gigantes?

Drizzt miró a su alrededor y advirtió que muchos de los gigantes asentían con la cabeza y sonreían, y los que cuchicheaban entre sí parecían estar de acuerdo con la proposición de Gerti. Oyó algunas discrepancias, pero no eran preponderantes ni se hicieron en voz alta.

Todo empezó a cobrar sentido para Drizzt mientras seguía de pie, tiritando. Si ganaba, entonces Gerti se libraría de un rival al que sin duda despreciaba, y si perdía, entonces la situación de la giganta no habría empeorado.

—Organízalo —le contestó el drow.

—Recoge la cimitarra que has tirado y despide a tu pantera.

Las alarmas empezaron a sonar dentro de la cabeza de Drizzt y la desconfianza se reflejó en su rostro negro. Sin embargo, Gerti parecía aún más relajada.

—Ante todo mi pueblo, te doy mi palabra, Drizzt Do’Urden. Entre los gigantes de la Columna del Mundo nuestra palabra es lo más preciado que tenemos. Si te engaño, ¿iba a creer cualquiera de los míos que no le haría lo mismo?

—No soy un gigante de la escarcha, de modo que para ti soy un ser inferior —argumentó el drow.

—Claro que lo eres —dijo Gerti con una risita—, pero no cambia las cosas. Además, me divertirá mucho verte luchar con el rey Obould. Rapidez contra fuerza, las tácticas de un luchador contra una furia salvaje. Sí, disfrutaré con ello. Muchísimo —terminó, y volvió a señalar la cimitarra con un ademán.

Drizzt la contempló fijamente durante un largo instante.

—Márchate, Gwenhwyvar — ordenó.

Las orejas de la pantera se irguieron, y el felino se volvió hacia Drizzt para mirarlo con curiosidad.

—Si me traiciona, la próxima vez que vengas al plano material, búscala y prívala de su belleza —dijo el drow.

—No faltaré a mi palabra —manifestó Gerti.

—Vete, Gwenhwyvar — repitió Drizzt, que se adelantó y recogió a Muerte de Hielo—. Vuelve a casa y descansa, y ten por seguro que volveré a llamarte.