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VOCES INTERNAS

«Debes hacerlo», se repetía Delly Curtie con cada paso que daba a través del complejo enano. Por muy segura que estuviera de que lo que hacía era lo mejor lo mejor para todos los implicados—, delly necesitaba recordar constantemente que hacía lo correcto, aunque la reiteración viniera de ella misma.

«No puedes seguir aquí ni un minuto más».

«¡Bah, de todos modos no es hija tuya, estúpida!».

«¡Es por bien de Wulfgar más que por tu propio bien, y ella es una mujer mejor de lo que serás tú nunca!».

Una y otra vez se hacía los mismos razonamientos en una letanía que la empujaba a dar paso tras paso en dirección a la puerta cerrada del cuarto privado de Cattibrie.

Colson rebulló y soltó un gritito, y Delly estrechó más a la pequeña contra su pecho, al mismo tiempo que le susurraba un arrullo tranquilizador.

Llegó ante la puerta y pegó la oreja a la hoja. Al no oír nada, la abrió un poco, se detuvo y volvió a escuchar. Oyó la respiración acompasada de Cattibrie, que había regresado exhausta de la cámara de audiencias poco antes tras anunciar que necesitaba dormir un rato.

Delly entró en la habitación. Ver a Cattibrie despertó un torbellino de emociones en su interior, una combinación de ira y celos, y una desesperante sensación de inferioridad que le royó las entrañas.

«¡No, deja eso a… a un lado!». Se instó para sus adentros, y se obligó a acercarse a la cama.

Sintió que las dudas renacían en su interior con cada paso que daba mientras una cacofonía de votes le pedían que sujetara fuertemente a Colson y que no la soltara jamás. Contempló a Cattibrie, tendida boca arriba y con el espeso cabello rojizo enmarcándole la cara de una forma que la hacía parecer pequeña, casi infantil. Delly no podía negar su belleza, la tersura de su piel, la esplendidez de sus rasgos. Catti-brie había tenido una buena vida, aunque difícil, y sin embargo parecía que las dificultades no la hubieran afectado físicamente, excepto las heridas de entonces, claro. A pesar de todas las batallas y combates a espada librados, no había una sola imperfección en el rostro de la mujer. Durante un fugaz instante, Delly deseó arañarla.

Fue sólo un breve instante, y luego Delly respiró hondo y se recordó que su maldad daba una medida de sí misma más negativa que cualquier rasgo censurable de Cattibrie.

«Esta mujer no te ha mirado mal en ningún momento ni te ha dirigido una sola palabra reprobable», se recordó para sus adentros.

Miró a Colson y después a Cattibrie otra vez.

—Será una buena madre para ti —le susurró a la chiquitína.

Se agachó —o empezó a hacerlo— y se incorporó al momento para estrechar a Colson y besarle la cabeza.

«¡Tienes que hacerlo, Delly Curtie! ¡No puedes robarle su hija a Wulfgar!».

Entonces comprendió que ésa era la cuestión. ¿La hija de Wulfgar? ¿Por qué iba a ser más hija de Wulfgar que de Delly Curtie? Wulfgar se había hecho cargo del bebé de Meralda de Auckney en respuesta a la desesperada petición de Meralda, pero puesto que ella se había unido a él y a Colson en Luskan, era ella, no Wulfgar, la que más se había ocupado de la pequeña. Wulfgar se había marchado en busca de Aegis-fang y de sí mismo. Wulfgar había estado ausente durante días una y otra vez para luchar contra los orcos. Y mientras tanto, ella había cuidado de Colson, la había alimentado, la había acunado para que se durmiera, la había enseñado a jugar e incluso a sostenerse de pie.

Entonces, le vino otra idea a la cabeza que reforzó su rebelión maternal. Aunque Colson estuviera a su cuidado y ella se hubiera ido, ¿dejaría de luchar Wulfgar? Claro que no. ¿Y abandonaría Cattibrie sus costumbres guerreras después de que se hubiesen curado sus heridas?

Por supuesto que no.

¿En qué situación dejaba eso a Colson?

Delly estuvo a punto de gritar de desesperación ante tal idea. Se giró, dando la espalda a la cama, y avanzó un paso hacia la puerta.

«Tienes derecho a la pequeña y a una vida propia», dijo una voz dentro de su cabeza.

Delly besó a Colson otra vez y cruzó el cuarto con paso decidido, dispuesta a marcharse sin mirar atrás.

«¿Es que todo lo bueno le tiene que pasar a ella?», preguntó la voz, y la referencia a Cattibrie le quedó a Delly can clara como si fuese su propia voz interior la que hablara.

«Tú das y das de ti misma, pero tus buenas intenciones sólo te deparan desesperación», continuó la voz.

«¡Ah, sí!, y túneles de oscura piedra vacíos y nadie con quien compartir mis pensamientos», respondió Delly sin ser consciente de que mantenía una conversación con otro ser pensante.

Entonces, llegó a la puerta, pero se detuvo al sentir la imperiosa necesidad de mirar hacia un lado. El equipo de Cattibrie estaba amontonado sobre un banco pequeño: la armadura y las armas cubiertas con la desgastada capa de viaje. Una cosa en particular llamó la atención a Delly y retuvo su mirada. Por debajo de la capa asomaba la empuñadura de una espada de diseño fabuloso y más brillante que cualquier otra cosa que Delly hubiera visto en su vida: más hermosa que la gema de talla enana más reluciente, más preciosa que el montón de oro de un dragón. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Delly Curtie se colocó a Colson apoyada en la cadera y dio un paso firme. Con la mano libre sacó la espada de debajo de la capa y de la vaina al mismo tiempo.

Al momento supo que el arma era suya y de nadie más. Al momento se dio cuenta de que con una arma semejante ella y Colson se abrirían paso en un mundo de conflictos y que todo iría bien.

Khazid’hea, la espada pensante y ávida de sangre, siempre prometía esas cosas.

Abrió los ojos y vio un rostro confortador que la miraba, los iris de un intenso color azul cristalino rebosantes de preocupación y afecto. Antes incluso de que su mente registrara quién era y dónde se encontraba ella, Cattibrie alzó la mano para acariciar la mejilla de Wulfgar.

—Te vas a pasar la vida durmiendo —dijo el hombretón.

Cattibrie se frotó los ojos y bostezó; luego, permitió que Wulfgar la ayudara a sentarse en la cama.

—Tanto da si sigo durmiendo —dijo—. Total, para lo que hago…

—Te estás curando para poder unirte a la lucha, ¿te parece poco?

Cattibrie aceptó el razonamiento sin discutir. Por supuesto que se sentía frustrada por su debilidad. Detestaba lo idea de que Wulfgar y Bruenor, incluso Regis, estuvieran en primera línea de combate mientras que ella dormía a pierna suelta, a salvo.

—¿Cómo van las cosas en el este? —preguntó.

—El tiempo ha aguantado y el transbordador funciona ya. Enanos de Felbarr han cruzado el río con provisiones y materiales para el muro. Los orcos nos atacan a diario, desde luego, pero con la ayuda de los elfos del Bosque de la Luna los hemos repelido con facilidad. Aún no han venido en grandes cantidades, aunque no sabemos el porqué.

—Porque saben que los machacaremos por todas las montañas.

Wulfgar asintió con un cabeceo para mostrar que estaba de acuerdo.

—Ocupamos una buena posición y cada hora que pasa se fortalecen nuestras defensas. Los exploradores no han informado sobre ninguna agrupación masiva de orcos. Creemos que también se están atrincherando alrededor del terreno que hemos tomado.

—Entonces, va a ser un invierno de trabajo duro y poca lucha.

—En preparación de una primavera sangrienta, sin duda.

Cattibrie asintió con la cabeza, convencida de que estaría en forma más que de sobra para reincorporarse a la lucha cuando volviera el buen tiempo.

—Los refugiados de los asentamientos del norte se están marchando ya —continuó Wulfgar.

—¿Salir al exterior es lo bastante seguro como para correr ese riesgo?

—Tenemos controlada la ribera a lo largo de dos kilómetros río abajo, hacia el sur, y el transbordador está instalado fuera del alcance de los tiros de los gigantes. No correrán peligro. De hecho, los primeros deben de estar ya en la otra orilla.

—¿Está despejado ahí arriba? —preguntó Catti-brie, que ni siquiera intentó disimular la preocupación en su voz.

—Mucho. Puede ser que demasiado —contestó Wulfgar, que interpretó mal la preocupación de la mujer. Hizo una pausa, al parecer cogiendo la idea—. Te preguntas si Drizzt encontrará el modo de reunirse con nosotros.

—O si nosotros encontraremos el modo de llegar hasta él.

Wulfgar se sentó al borde de la cama y miró fijamente a Cattibrie durante largo rato.

—No hace tanto que tú misma me dijiste que no estaba muerto —le recordó después—. Aférrate a esa idea.

—¿Y si no fuera posible? —admitió ella mientras bajaba la vista como avergonzada de manifestar ese temor en voz alta.

Wulfgar le sujetó la barbilla con su manaza y la hizo alzar la cabeza para que lo mirara a los ojos.

—Entonces, aférrate a los recuerdos que tienes de él, aunque no creo que esté muerto —insistió—. Más vale haber amado…

Cattibrie desvió los ojos. Tras unos instantes de desconcierto, Wulfgar la obligó a volver de nuevo la cabeza.

—Es mejor haber amado y haber perdido al ser amado que no haberlo conocido nuca. —Había recitado una de las máximas más antiguas en todos los rincones de los Reinos—. Fuisteis amantes. No hay nada más especial que eso.

Unas lágrimas reveladoras brotaron en los azules ojos de la mujer.

—Pero… tú me dijiste… —balbució Wulfgar—. Dijiste que en los años que pasasteis en el barco del capitán Deudermont…

—Yo no te dije nada —respondió ella—. Dejé que supusieras.

—Pero…

Wulfgar hizo una pausa para rememorar la conversación que Cattibrie y él habían sostenido durante los momentos difíciles que habían compartido en la línea de combate con Banak. Le había preguntado sin rodeos si Drizzt y ella habían llegado a ser algo más que amigos y, en efecto, ella no había contestado directamente, aparte de referirse al hecho de que habían viajado juntos durante seis largos años.

—¿Por qué? —preguntó finalmente el bárbaro.

—Porque me considero una estúpida por no haberlo sido —contestó Catti-brie—. ¡Oh!, estuvimos a un paso, sólo que nunca llegamos a… No quiero hablar de esto.

—Querías ver cuál era mi reacción si creía que Drizzt y tú habríais sido amantes —dijo Wulfgar, y fue una afirmación, no una pregunta, que reveló que lo había entendido todo.

—No voy a negar eso.

—¿Para ver si me había curado del tormento padecido en el Abismo? ¿Para ver si había superado los demonios de mi educación?

—No te pongas así —pidió Catti-brie—. A lo mejor fue para ver si merecías una esposa como Delly.

—¿Crees que todavía te quiero?

—Como querría un hermano a una hermana.

—¿O más?

—Tenía que saberlo.

—¿Por qué?

La sencilla pregunta provocó una ligera sacudida en Cattibrie, que se echó hacia atrás en la cama.

—Porque sé que lo mío con Drizzt llega más allá —dijo tras una breve pausa—. Porque ahora sé lo que siento y nada podrá cambiar eso. Y por encima de todo, quería saber cómo te afectaría a ti.

—¿Por qué?

—Porque yo no rompería nuestro grupo —contestó Catti-brie—. Porque los cinco hemos forjado algo que no quiero que se pierda, sienta lo que sienta por Drizzt.

Wulfgar se quedó mirándola largos instantes, y la mujer empezó a rebullir bajo aquella mirada escrutadora.

—Bueno, ¿qué estás pensando?

—Estoy pensando que cada día hablas menos como un enano —respondió él con una sonrisa irónica—. Me refiero al acento, pero en cuanto al carácter, cada día hablas más como uno de ellos. Me parece que es Bruenor el que nos ha echado esta maldición a los dos. Quizá ambos somos demasiado pragmáticos para nuestro propio bien.

—¿Cómo puedes decir eso?

—¿Seis años al lado de un hombre al que amas y no fuisteis amantes?

—No es un humano, y ahí está el problema.

—Sólo si tu pragmatismo enano lo convierte en un problema.

Cattibrie no podía hacer caso omiso de su tono y su sonrisa, y en seguida se había contagiado. Entonces, los dos soltaron una risa desdeñosa hacia sí mismos.

—Tenemos que encontrarlo —dijo finalmente Wulfgar—. Por bien de todos, Drizzt debe volver con nosotros.

—Pronto volveré a estar en forma e iremos en su busca —convino Catti-brie, que mientras hablaba dirigió la vista hacia sus pertenencias, a la desgastada capa de viaje y la oscura madera de Taulmaril que asomaba por debajo.

Y a la vaina en la que había estado enfundada Khazid’hea.

—¿Qué pasa? —preguntó Wulfgar al notar el repentino ceño que arrugó la frente de la mujer.

Cattibrie apuntó con el dedo hacia donde miraba.

—Mi espada —susurró.

Wulfgar se levantó y fue hacia el banco, levantó la capa y en seguida confirmó que, efectivamente, la espada había desaparecido.

—¿Quién la habrá cogido? ¿Quién haría algo así? —se preguntó.

Mientras que la expresión de Wulfgar era desconcertada y curiosa, la de Cattibrie era mucho más grave. Ella conocía bien el poder de la espada sensitiva y sabía que la persona que había sacado a Khazid’hea de su vaina se había llevado más de lo que pensaba.

Mucho más.

—Hemos de encontrarla, y cuanto antes —dijo Catti-brie.

No subas ahí, dijo la voz en la mente de Delly mientras la joven se dirigía hacia el transbordador. A su alrededor los, enanos trabajaban la piedra alisando el camino desde la puerta hasta el río y levantando las defensas hacia el espolón rocoso, La mayoría de los refugiados humaos ya se encontraba a bordo del transbordador, aunque el piloto enano había dejado bien claro que la lancha no saldría hasta pasados varios minutos más.

Delly no sabía cómo responder a esa voz que sonaba en su cabeza, una voz que pensaba que era suya.

—¿Que no suba? —preguntó en un susurro para no llamar demasiado la atención. Disimuló la ridícula conversación volviendo la cara hacia Colson como si estuviera hablando con la chiquitina.

«¿Tan chiflada estás que piensas que deberías regresar a las minas y vivir toda la vida con los enanos?», se preguntó Delly.

El mundo es más ancho que Mithril Hall y que las tierras al otro lado del Surbrin, oyó la inesperada respuesta.

Delly se desvió a un lado del camino y se metió detrás de uno de los cobertizos que los enanos habían levantado para que los trabajadores descansaran protegidos del frío viento. Dejó a Colson en una silla y empezó a descargar el bulto que llevaba cuando, de repente, cayó en la cuenta de que la segunda voz no provenía de dentro de su cabeza ni mucho menos, sino del fardo. Cautelosamente, Delly desenvolvió a Khazid’hea y, una vez que tuvo el desnudo metal de la empuñadura en la mano, aquella voz resonó con mucha más claridad.

No cruzamos el río. Vamos al norte.

—De modo que la espada tiene mente propia, ¿eh? —preguntó Delly, que parecía más divertida que preocupada—. Sí, claro, pero tú me proporcionarás un buen puñado de monedas en Luna Plateada, ¿verdad?

Su sonrisa se borró cuando el brazo se alzó y se dirigió lenta pero inexorablemente hacia adelante, de manera que la punta de Khazid’hea se deslizó hacia Colson.

Delly intentó gritar, pero descubrió que era de todo punto imposible, que de repente tenía la garganta constreñida. Sin embargo, el horror se diluyó casi de inmediato y empezó a admitir la belleza que había en aquello. Sí, con un fugaz movimiento de su mano podía tomar la vida de Colson. Con un simple gesto, podía jugar a ser un dios.

Una sonrisa perversa asomó al semblante de Delly. Colson la miraba con curiosidad y después alargó la manita hacia la cuchilla.

La pequeña se pinchó el dedo con la punta terriblemente aguzada y rompió a llorar; pero Delly casi ni la oyó.

Tampoco arremetió, a pesar de que la idea de hacer exactamente eso se insinuaba en su mente. Sin embargo, una imagen, la de las rojas gotas de sangre de Colson en la hoja de lo espada —de su espada— la frenó.

Sería tan fácil matar a la niña. No puedes negármelo.

—¡Maldita espada! —exclamó Delly.

Vuelve a hablar en voz alta, y la cría se queda sin cuello — amenazó la espada sensitiva—. Vamos al norte.

—Tu no… —empezó a decir Delly, pero enmudeció por el horror.

¿Quieres que intente salir de aquí hacia el norte con una niña a remolque? — preguntó en silencio—. No pasaríamos el perímetro.

Deja a la niña.

Delly dio un respingo.

¡Muévete!, demandó la espada, y nunca en su vida Delly Curtie había oído una orden tan autoritaria.

Racionalmente, la mujer sabía que sólo tenía que tirar la espada al suelo y huir, pero era incapaz de hacerlo. No sabía porqué, sólo que no lo podía hacer.

Le costaba trabajo respirar. Multitud de súplicas se arremolinaban en su mente, pero se enredaban unas con otras porque en realidad no tenía respuesta a las órdenes de Khazid’hea. Sacudió la cabeza en un gesto de negación, pero al mismo tiempo se fue apartando de Colson.

Una voz cercana la sacó momentáneamente de su tormento, y Delly reconoció sin duda aquel plañido en particular. Giró rápidamente y se encontró con Cottie Cooperson que se encaminaba hacia el transbordador, donde el piloto llamaba a voces para que todos se dieran prisa y subieran a bordo.

No podemos dejarla, le suplicó Delly a la espada.

Su garganta…, tan tierna…, insinuó, burlona, Khazid’hea.

Encontrarán a la niña y vendrán por nosotras. Sabrán que no crucé el Surbrin.

Al no haber refutación a su razonamiento, Delly comprendió que había conseguido que la maligna espada le prestara atención. Entonces, Delly no formó realmente frases convincentes, sino divagaciones a través de una serie de imágenes y pensamientos para que el arma tuviera una idea general.

Un instante después, con Khazid’hea envuelta y sujeta debajo del brazo, Delly corría hacia el transbordador. No dio muchas explicaciones a Cottie cuando llegó y puso a Colson en brazos de la mujer; claro que tampoco era necesario explicar nada a Cottie, que estaba tan sumida en las sensaciones y en el olor de Colson que ni siquiera la escuchó.

Delly se quedó allí, esperando, hasta que el piloto se asomó al borde del transbordador para mirarla.

—Vamos a salir, mujer. ¡Sube a bordo!

—¿Qué demonios haces? —pregunto uno de los otros pasajeros, un hombre que se sentaba a menudo con Cottie.

Delly miró a la pequeña y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Por su cabeza pasó la fugaz idea de cortar la garganta a la niña. Alzó la mirada hacia el piloto y sacudió la cabeza, y mientras el enano soltaba las amarras y dejaba la embarcación para que se desplazara por el agua, Delly echó a andar a trompicones en dirección contraria; miró hacia atrás repetidamente. Pero a diez pasos de distancia ni siquiera se molestó en volverse porque sus ojos miraban fijamente al frente, al norte y a las promesas que Khazid’hea impartía en silencio, promesas carentes de forma y definición, y que se resumían en una sensación general de euforia.

Tan atrapada en el poder de la espada estaba Delly Curtie que no volvió a pensar en Colson mientras dirigía sus pasos entre los trabajadores y los guardias, piedra tras piedra, hasta que se encontró corriendo libremente hacia el norte a lo largo de la ribera.

—¡Alto! —gritó un elfo, y un enano que montaba guardia a su lado repitió el grito.

—¡Deja de correr e identifícate! —añadió el enano.

Más de un elfo levantó el arco y apuntó a la figura que corría, y las ballestas enanas hicieron otro tanto. Sonaron más gritos, pero la figura se encontraba fuera del alcance de tiro para entonces y los arqueros fueron bajando poco a poco sus armas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ivan Rebolludo al centinela enano que había gritado.

Detrás de él, Pikel alzó la mano al cielo y se puso a parlotear muy excitado. El centinela enano señaló al norte, a la ribera, por donde la figura seguía corriendo.

—Alguien huye, o tal vez es un explorador orco —contestó el enano.

—No es un orco —dijo el arquero que estaba con ellos—. Es de raza humana, y mujer, me parece.

—Vista elfa —susurró el enano a Ivan, e hizo un guiño exagerado.

—O quizá sea un semiorco —razonó Ivan—. Un explorador semiorco podría haber deambulado entre los otros que procedían de las ciudades del norte. Más vale que reforcéis la guardia.

El elfo asintió con la cabeza, al igual que el enano, pero cuando Ivan iba a continuar la exposición de su idea, lo agarraron por el hombro y tiraron bruscamente hacia atrás.

—¿Que diablos quieres? —le preguntó a Pikel, y se quedó mirando a su hermano.

Pikel asía con fuerza el hombro de Ivan, pero no lo miraba a él. Tenía la mirada perdida, en el vacío, y de no ser porque Ivan ya había presenciado otras veces esa actuación druida habría pensado que su hermano se había vuelto completamente loco.

—Estás observando a través de los ojos de una ave, ¿no es así? —Ivan se puso en jarras—. Condenado druida, sabes que eso te hace sentirte más atontado de lo habitual.

Como si las palabras de su hermano le hubieran dado pie a ello, Pikel se tambaleó e Ivan tuvo que alargar las manos y sostenerlo. Pikel abrió los ojos de golpe y se volvió para mirar a su hermano.

—¿Estás de vuelta? —preguntó Ivan.

—¡Oooh…! —contestó Pikel.

—¿Oooh? Condenado idiota, ¿qué has visto?

Pikel se puso de puntillas, pegó la cara a la mejilla de su hermano y empezó a susurrarle algo al oído con gran excitación.

A Ivan se le abrieron unos ojos como platos, más que los de su hermano. Porque Pikel había estado oteando a través de los ojos de un pájaro, el cual, siguiendo la orden de Pikel, había echado una ojeada más de cerca a la figura que huía.

—¿Estás seguro? —inquirió Ivan.

—¡Ajá!

—¿La Delly de Wulfgar?

—¡Ajá!

Ivan asió a Pikel, tiró de él hacia adelante y señaló al norte.

—¡Haz que un pájaro la vigile por nosotros! ¡Tenemos que irnos!

—Pero ¿de qué habláis? —quiso saber el centinela enano.

—¿A donde vais? —inquirió el arquero elfo.

—¡Ve a contárselo a Bruenor! —gritó Ivan—. ¡Para ese transbordador, registra los túneles y encuentra a Wulfgar!

—¿Qué? —preguntaron al unísono elfo y enano.

—Mi hermano y yo volveremos pronto; no hay tiempo para discutir. ¡Ve a decírselo a Bruenor!

El centinela enano salió disparado hacia el sur mientras que los hermanos Rebolludo corrían hacia el norte sin hacer caso de los gritos de los sorprendidos centinelas que los iban siguiendo.