UNA DOSIS AMISTOSA DE REALIDAD
Dos mil jarras, con la espuma del agua sagrada de los enanos desbordándose por las bocas, se alzaron en un brindis. Dos mil enanos Battlehammer, todos aquellos de los que se pudo prescindir del trabajo que se realizaba al este o en los túneles, blindaron: «¡Por los Battlehammer mirabareses!». Luego, como un solo enano, apuraron las jarras e invariablemente se salpicaron de espuma las barbas rubias, rojas, blancas, anaranjadas, negras, castañas, plateadas e incluso verdes.
—¡Yujuuu! —sonó el grito de Pikel Rebolludo tan pronto como el brindis hubo acabado.
Que alguien como Pikel, que no era Battlehammer ni mirabarés, hubiese subrayado tan perfectamente la celebración del clan de Bruenor por los inmigrantes de Mirabar fue un detalle que no le pasó inadvertido a Catti-brie. Sentada al lado del estrado de su padre, apoyada en mullidas almohadas —de las que había muy pocas en todo el complejo subterráneo—, la mujer consideró el insólito grupo representado en la reunión que tenía ante ella.
La mayoría pertenecía al Clan Battlehammer, claro; algunos enanos que habían vivido en Mithril Hall antes de la llegada de Tiniebla Brillante, el dragón de la sombra, y otros que se habían criado como Battlehammer a la sombra de la Cumbre de Kelvin en el Valle del Viento Helado. Otros —los felbarrenses— procedían del este y parecían sentirse tan en casa como los propios Battlehammer. Torgar y la totalidad de sus muchachos se hallaban allí, hasta los que habían resultado heridos en la batalla del risco al norte del Valle del Guardián o, más recientemente, en el combate del sur. Ivan y Pikel Rebolludo también estaban. Y aunque no era Battlehammer, todos los enanos del complejo deseaban que pertenecieran al clan. Asimismo se encontraba presente Nanfoodle, el gnomo, junto a Regis, Wulfgar y Catti-brie.
Así pues, Cattibrie pensó que a pesar de que no todos tenían vínculos sanguíneos, desde luego sí los unía a todos una causa y una resolución comunes. Miró a su padre, sentado en el trono mientras tomaba otra jarra de aguamiel, bendecida como agua sagrada por los clérigos. Catti-brie sabía que sus brindis y su agradecimiento eran genuinos. No podría sentirse más feliz y más rebosante de gratitud respecto a la llegada de Torgar, Shingles y los muchachos de Mirabar. Habían evitado la derrota en varias ocasiones, desde los límites septentrionales del territorio montañoso hasta, al parecer, las acciones en el sur. Habían combatido brillantemente con Banak Buenaforja al norte del Valle del Guardián; habían expulsado a los atrincherados orcos para que Nanfoodle pudiera llevar a cabo su magia en el risco. Habían sufrido muchísimas bajas, pero las habían encajado con el típico estoicismo enano. Las pérdidas merecerían la pena por la victoria, y nada que fuera menos que la victoria sería admisible.
La joven comprendió que todo era reflejo de su padre. Todo, desde la decisión de Torgar de abandonar Mirabar hasta el osado y desatinado intento de cruzar el río por parte de la Ciudadela Felbarr, se debía en buena medida al carácter de Bruenor Battlehammer. Catti-brie sonrió al mirar a su querido padre. Finalmente, sus ojos se desplazaron sobre el estrado hacia Banak, más tendido que sentado, en un carruaje que, según la joven se temía, iba a ser la prisión del enano. Había dado su cuerpo por la causa —ni siquiera el optimista Cordio consideraba posible que el valiente guerrero pudiera volver a caminar— y, sin embargo, allí estaba, vitoreando, bebiendo y exhibiendo una gran sonrisa, que resplandecía entre las barbas del viejo rostro.
«Es un buen día para ser un Battlehammer», decidió Catti-brie. A pesar de la tragedia en el asalto al exterior en dirección este y la precaria posición entre Mithril Hall y el Surbrin, a pesar de las hordas de orcos que los acosaban desde todos los puntos cardinales y a pesar de las terribles cifras de bajas que habían sufrido —amigos y familiares perdidos para siempre—, era un buen día para ser un Battlehammer.
Lo creía de todo corazón y, sin embargo, no se sorprendió al notar la humedad de una lágrima que se deslizaba por su suave mejilla. Porque Cattibrie había llegado a dudar.
Había perdido a Drizzt, según creía, y sólo ante tal certeza finalmente lo había admitido todo para sus adentros; lo había amado más que a nadie. Sólo él la había hecho sentirse completa y feliz. Habían sido tantos los problemas que se habían interpuesto entre ambos, como la longevidad, o los hijos, o la idea que tuviera otra gente sobre el tema… Ahí lo tenía todo ante ella, y se había perdido sin remedio. ¡Todos los males imaginarios parecían tan absurdos! Sólo eran los frutos mezquinos de la confusión y de la autodestrucción. Cuando se encontró en el suelo rodeada de goblins, cuando creyó que la vida llegaba a su fin, había visto un vacío que superaba todo lo imaginable. Ser consciente de su condición de mortal había lanzado sus pensamientos a discurrir a toda velocidad por cosas que podrían haber sido. Perdida en aquella maraña, había apartado a Drizzt. Perdida en aquella maraña, había olvidado que el futuro no era una calzada recta, diseñada a propósito por el caminante. El futuro se componía de actos del presente, de todos y cada uno de ellos: las elecciones del momento ensartadas involuntariamente para crear la senda deseada. Vivir cada día de la mejor forma posible le proporcionaría una vida sin remordimientos, y una vida sin remordimientos era la clave que conducía a la aceptación de la inevitable muerte.
Y ahora Drizzt estaba perdido para ella.
¿Llegaría a curar esa herida en toda su vida?
—¿Estás bien?
La voz de Wulfgar sonó suave, rebosante de preocupación, y Cattibrie alzó la vista para encontrarse con los azules ojos del bárbaro fijos en ella.
—Han sido tiempos difíciles —admitió.
—Ha habido muchos muertos.
—O desaparecidos.
En la expresión de Wulfgar, la joven leyó que el bárbaro había entendido su alusión.
—Ahora ya podemos volver a salir —comentó él—. Debemos confiar en que Drizzt podrá entrar.
Cattibrie ni siquiera pestañeó.
—Y si no es así, entonces iremos en su busca; tú y yo, Bruenor y Regis —manifestó el hombretón—. Tal vez consigamos convencer a Ivan y a Pikel para que se unan a la búsqueda… El raro, el de la barba verde, habla con los pájaros, ¿sabes? Y los pájaros lo ven todo desde arriba.
Cattibrie siguió sin pestañear.
—Lo encontraremos —prometió Wulfgar.
Otro vítor resonó en la cámara y Bruenor pidió a Torgar que saliera al estrado y ofreciera un discurso adecuado al momento.
—Cuéntanos qué os trajo aquí —apuntó el rey enano—. Cuéntanos vuestro viaje.
La sonrisa de Wulfgar desapareció tan pronto como volvió la mirada hacia Cattibrie, porque su expresión seguía siendo ausente y distante, y el intenso dolor continuaba allí, reflejado en ella.
—¿Quieres marcharte? —le preguntó.
—Estoy extenuada —contestó ella.
Con gran esfuerzo, la mujer se levantó de la silla y se apoyó pesadamente en la muleta que Cordio le había preparado. Empezó a dar un paso vacilante, pero Wulfgar la paró. En un sencillo movimiento realizado sin el menor esfuerzo, el hombretón la tomó en sus brazos.
—Eh, ¿adonde vais? —preguntó Bruenor desde el estrado. Un poco más adelantado, Torgar relataba su aventura a una audiencia totalmente volcada en sus palabras.
—Necesito descansar un rato, nada más —contestó Catti-brie. Bruenor pareció preocupado unos instantes; después, asintió con la cabeza y se volvió hacia Torgar.
Cattibrie se colocó la muleta encima del cuerpo y apoyó la cabeza en el fuerte hombro de Wulfgar. Cerró los ojos y dejó que la sacara de la celebración.
Delly Curtie se acercó a la cámara de audiencias con buena intención, decidida a hacer un intento para encajar en el lugar que Wulfgar siempre llama su «hogar». A cada paso se decía que había seguido a Wulfgar desde Luskan por voluntad propia y con los ojos bien abiertos. Se recordó que sus responsabilidades llegaban más allá de los temas asociados a su relación con un hombre que parecía sentirse más a gusto junto a enanos que con gente de su propia raza. Se recordó la existencia de Colson y el bienestar de la pequeña.
Tendría que dar con el terreno propicio para llegar a un avenimiento. Haría que Wulfgar saliera de Mithril Hall lo más a menudo posible y pasarían períodos extensos cerca de comunidades predominantemente humanas.
Captó fugazmente la presencia de alguien que venía en sentido contrario a través del laberinto de antesalas y, sólo por su tamaño, comprendió que tenía que ser Wulfgar. Aligeró el paso. Conseguiría que la situación, en apariencia insostenible, funcionara.
Al pasar por la puerta que tenía abierta sólo una de las hojas y rodear una de las enormes tinajas que los clérigos utilizaban para sus destilaciones, Delly volvió a atisbarlo, esa vez con más claridad.
El no la vio. Y no la vio porque iba mirando a la mujer que llevaba en brazos.
Delly abrió los ojos con sorpresa y se metió detrás de la tinaja, con la espalda pegada a ella y los párpados apretados para aliviar el repentino escozor de ojos. Oyó pasar a Wulfgar y Cattibrie por el otro lado y después los vio salir de la pequeña cámara y seguir su camino.
Soltó la respiración contenida y se sintió como si se estuviera derritiendo en el suelo.
Dama Alustriel no tenía que esperar a que los transbordadores funcionaran para cruzar el Surbrin. La alta y hermosa mujer, tan diestra en las artes de la magia y en el campo de la política como el que más, hizo aterrizar su mágico carro de fuego en una zona llana que había justo en el exterior de la abierta puerta oriental de Mithril Hall, y provocó que los enanos se trompicaran al buscar dónde ponerse a cubierto y que los elfos del Bosque de la Luna, que mantenían firmemente su posición en el espolón montañoso, prorrumpieran en un coro de vítores y saludos.
Alustriel bajó del carro y, con un gesto de la mano, lo hizo desaparecer en medio de una nube de humo. Se acomodó el oscuro vestido y se atusó el cabello plateado al mismo tiempo que sus rasgos, delicados pero firmes, adoptaban una expresión adecuadamente seria. Sabía que no iba a ser una visita fácil, pero se la debía a su amigo Bruenor.
Denotando una firme determinación en cada paso, Alustriel se dirigió a la puerta. Los guardias enanos se apartaron, encantados de darle acceso al interior, en tanto que un tercero corría para anunciar su presencia a Bruenor.
La dama encontró al rey enano haciendo planes con otros dos enanos y un elfo para la llegada del rey Emerus Warcrown. Los cuatro se pusieron de pie al verla entrar, e incluso Bruenor le dedicó una profunda y cortés reverencia.
—Mi buen rey Bruenor —saludó Alustriel—. Me congratula ver que gozáis de buena salud. Nos habían llegado rumores de vuestra muerte y en verdad que la sombra de la tristeza había cubierto como un sudario las tierras de la buena gente.
—¡Bah!, sólo era para tomarles el pelo un poco, ya sabéis —contestó Bruenor al mismo tiempo que le hacía un guiño—. Así mi llegada resultaba más sensacional y emocionante.
—Dudo de que Bruenor Battlehammer necesite valerse de esas artimañas.
—Vos siempre tan amable.
Alustriel agradeció sus palabras con una ligera inclinación de cabeza.
—Os presento a Jackonray y Tred de Felbarr —dijo Bruenor mientras señalaba a los dos manos, que casi se fueron de bruces en su afán por hacer una respetuosa reverencia a la dama de Luna Plateada—. Y éste es Hralien, del Bosque de la Luna. ¡Jamás habría imaginado que mis muchachos y yo nos alegraríamos tanto de ver a un grupo de elfos!
—Debemos estar unidos o a buen seguro que todos caeremos ante la oscuridad que representa Obould —respondió Hralien.
—Sí, me alegro que hayáis decidido venir, señora —le dijo Bruenor a Alustriel—. Torgar de Mirabar acaba de volver de la batalla en la que vencisteis a los apestosos trolls y nos comentaba algo sobre que vos y Sundabar habíais decidido no intervenir.
—Me temo que eso es cierto —admitió la dama.
—Sí, estáis pensando dejar que pase el invierno y no seré yo quien os discuta eso —siguió Bruenor—. Pero no estaría de más hacer planes para la primavera cuanto antes. Va a ser un trabajo de gnomos conseguir que cinco ejércitos funcionen bien. —Se calló al advertir que Alustriel sacudía la cabeza al oír sus palabras.
»¿En qué estáis pensando? —le preguntó.
—He venido para ratificar lo que Torgar ya os ha dicho, amigo mío —respondió Alustriel—. Tendremos vigilado a Obould, pero Luna Plateada, Everlund y Sundabar han tomado la decisión de no declararle la guerra en este momento.
Bruenor se quedó tan boquiabierto que estaba convencido de haber dado con la barbilla en el suelo.
—He sobrevolado la región que habéis previsto como campo de batalla y os digo que ese rey orco es listo. Ahora mismo se está fortificando, posiciona a sus guerreros en todas las cumbres y prepara cada palmo de terreno para presentar una sólida defensa.
—Razón de más para que nos libremos de él sin esperar un minuto —arguyo Bruenor, pero Alustriel sacudió la cabeza de nuevo.
—Me temo que el precio que habría que pagar sería demasiado alto —dijo.
—Sin embargo, corristeis en ayuda de Nesme, ¿verdad? —A Bruenor le fue imposible eliminar completamente el tono sarcástico en su voz.
—Hicimos retroceder a los trolls a los pantanos, sí, pero no representaban ni de lejos la fuerza desplegada contra Mithril Hall desde el norte. Decenas de miles de orcos han acudido a la llamada de Obould.
—¡Decenas de miles que volverán sus armas contra vos y vuestra preciosa Luna Plateada!
—Quizá. —Admitió Alustriel—. Y, en tal caso, se enfrentarán a una firme y enérgica defensa. Si Obould intenta ampliar su avance, entonces lucharemos en el terreno elegido por nosotros, no al contrario. Lo combatiremos desde detrás de nuestras murallas; no lo atacaremos protegido tras las suyas.
—¿Y vais a dejarnos solos a los míos y a mí?
—No es así —insistió la dama—. Habéis abierto el camino al río, y ojalá que Luna Plateada hubiera llegado a tiempo, con toda su fuerza, para ayudar en eso.
—Unos cientos de felbarrenses menos descansarían ahora en el fondo del río si lo hubieseis hecho —intervino Tred, y su tono dejó claro a todos que la sorprendente postura de Alustriel le gustaba tan poco como a Bruenor.
—Vivimos tiempos difíciles —comentó la dama—. No pretendo hacer que parezcan mejores de lo que son. He venido para presentaros una sugerencia y una promesa de Luna Plateada y de Sundabar. Os ayudaremos a construir el puente sobre el río Surbrin y a defenderlo para que siga expedita la puerta oriental de Mithril Hall. Veo que estáis construyendo fortificaciones en el espolón al norte de la puerta, y enviaré arqueros y catapultas para ayudaren esa defensa. Mandaré hechiceros en turnos para que estén junto a vuestros guerreros y reciban con bolas de fuego a quien ose atacaros.
El ceño de Bruenor se suavizó un poco al oír aquello, pero sólo un poco.
—Me conocéis bien, Bruenor Battlehammer —dijo la dama de Luna Plateada—. Cuando los drows marcharon sobre Mithril Hall, mi ciudad acudió a luchar a vuestro lado. ¿Cuántos hombres de la Guardia de Plata cayeron en el Valle del Guardián en aquella batalla?
Bruenor rebulló y su expresión se relajó.
—Deseo tanto como vos que Obould y su azote de orcos queden borrados de la faz de la tierra para siempre, pero los he visto. No imagináis al enemigo aliado contra vosotros. Si todos los enanos de Felbarr y de Adbar, y todos los guerreros de Luna Plateada, Everlund y Sundabar acudieran a vuestro lado, todavía tendríamos que matar a cinco de nuestros enemigos por cada uno de nosotros antes de empezar a pensar en la victoria. Además, los efectivos de Obould aumentan día a día con los orcos que salen en oleadas por cada agujero que hay en la Columna del Mundo.
—¿Y aun sabiendo eso todavía creéis que su intención es detenerse donde está ahora? —preguntó Bruenor—. Si sus fuerzas se incrementan, cuanto más esperemos… Cuanto más esperéis, más numerosas serán.
—No os hemos abandonado, amigo mío, ni lo haremos nunca —dijo Alustriel mientras daba un paso hacia Bruenor y extendía el brazo para posar suavemente la mano en el hombro del enano—. Cada herida sufrida por Mithril Hall lastima en lo más profundo el corazón de la buena gente de toda la región. Seréis el espolón, la única luz brillante en una comarca sumida en la oscuridad. No dejaremos que esa luz se apague. Por nuestra vida, amigo mío, rey Bruenor, lucharemos a vuestro lado.
No lo era lo que Bruenor habría querido que la dama hubiera dicho, pero parecía que era lo único que iba a conseguir de ella; y a decir verdad, era mucho más de lo que había esperado considerando el amargo informe de Torgar sobre las intenciones de Alustriel.
—Dejemos que pase el invierno —terminó la dama—. Y veamos qué promesa trae la primavera.