UNA SEMANA TRANQUILA
El invierno ya se había instalado en el lejano norte, en las estribaciones más altas de la Columna del Mundo. El frío viento arrastraba lacerantes cortinas de nieve que con frecuencia se desplazaban en horizontal más que en vertical. Drizzt e Innovindil mantenían las capuchas bien caladas y ceñidas, pero aun así la punzante nieve les pinchaba la cara, y el resplandor de las cumbres nevadas obligaba a Drizzt a entrecerrar los sensibles ojos aun cuando el sol no brillara de forma deslumbrante. El drow habría preferido desplazarse después de oscurecer, pero hacía demasiado frío, e Innovindil, Crepúsculo y él tenían que pasar las horas nocturnas acurrucados estrechamente, cerca de una lumbre, noche tras noche. El elfo no podía creer que el cambio de tiempo se hubiera producido de un modo tan drástico, teniendo en cuenta que seguía siendo otoño en la región de Mithril Hall.
La marcha era lenta, unos pocos kilómetros al día, como mucho, y eso sólo si no intentaban subir más alto a lo largo de los helados pasos. En unas pocas ocasiones habían dejado que Crepúsculo los llevara volando por encima de un risco particularmente abrupto, pero el viento soplaba demasiado fuerte incluso para las poderosas alas del pegaso y resultaba peligroso. Además, lo último que querían era que Gerti y su ejército de colosos los avistaran.
—¿Cuántos días han pasado? —le preguntó Drizzt a Innovindil cuando se sentaron a hacer un alto y a comer en una tarde gris.
—¿Dieciséis? —respondió la elfa, que evidentemente tampoco estaba segura de cuánto tiempo llevaban siguiendo a Gerti.
—Y parece como si hubiésemos estado caminando durante estaciones —comentó el drow.
—El verano nunca llega a las montañas, y aquí arriba el otoño y la primavera son lo que en tierras más bajas se consideraría el invierno, sin lugar a dudas.
Drizzt volvió los ojos hacia el sur mientras Innovindil hablaba, y la vista le recordó lo alto que habían llegado. El paisaje se abría anchuroso ante él, descendiendo y extendiéndose hasta el punto de que daba la impresión de allanarse a sus pies. Se le ocurrió que si el suelo fuera yermo y menos accidentado, podría echar a rodar una piedra y ésta bajaría dando tumbos hasta Mithril Hall.
—Se están alejando mucho —comentó Drizzt—. Quizá deberíamos ponernos en camino.
—Seguro que se dirigen al Brillalbo. Lo encontraremos, no lo dudes. He visto la guarida de los gigantes muchas veces desde el lomo de Crepúsculo. — Señaló al noroeste, más arriba en las montañas.
—¿Podremos atravesar los pasos? —preguntó el drow mientras alzaba la vista al cielo gris cubierto de nubarrones que prometían más nieve.
—De un modo u otro —contestó ella, y su evidente determinación le dio seguridad a Drizzt. El gesto ceñudo de la elfa parecía tan enérgico y estoico como el suyo propio—. Tratan a Amanecer estupendamente.
—Los gigantes de la escarcha saben apreciar la belleza.
«Al igual que yo —pensó Drizzt—, sólo que no lo digo». Una combinación de belleza, fortaleza y coraje.
Consideró todo aquello mientras contemplaba a Innovindil, pero el simple pensamiento indujo a su mente a recordar la imagen de otra compañera que había tenido. Drizzt sabía que había muchas similitudes, pero no hacía falta que se fijara en las orejas puntiagudas y en las cejas inclinadas en un pronunciado ángulo para darse cuenta de que también había muchas diferencias.
La elfa se incorporó del lugar que ocupaba junto al fuego bajo y empezó a recoger su mochila y las provisiones.
—A lo mejor podemos dejar atrás unos kilómetros antes de que empiece a nevar —dijo mientras se enfundaba la espada y la daga—. Con este viento no nos moveremos durante la tormenta.
La respuesta de Drizzt fue un leve asentimiento de cabeza, aunque Innovindil estaba demasiado ocupada para verlo. El drow la observó mientras ella hacía sus tareas y disfrutó del movimiento de su cuerpo, de la forma en que se mecía su largo cabello rubio cuando soplaba una ráfaga de aire.
Pensó en los días siguientes a la caída de Shallows, cuando se había escondido en una cueva, con el yelmo de un solo cuerno, el yelmo de su amigo muerto, entre sus manos. El vacío de esos días volvió a asaltarlo, recordándole hasta dónde había llegado. Se Había entregado a la rabia y al dolor, había aceptado la sensación de absoluta desesperanza probablemente por primera vez en su vida.
Innovindil y Tarathiel lo habían sacado de aquel oscuro lugar con paciencia, palabras sosegadas y, simplemente, amistad. Habían tolerado sus defensas instintivas, que había levantado para desairar todos sus intentos de aproximación. Habían aceptado su explicación sobre la muerte de Ellifain sin recelos.
Drizzt Do’Urden sabía que jamás podría reemplazar a Bruenor, a Cattibrie, a Regis y a Wulfgar; ellos cuatro habían formado parte de lo que él era, todo cuanto un amigo podría esperar. Pero tal vez no tenía que reemplazarlos. Tal vez podría satisfacer sus carencias emocionales alrededor de los agujeros, ya que no llenarlos.
Sabía que ésa era la promesa de Innovindil.
Y se alegraba.
—Más rápido mueve —ordenó Kaer’lic entrecortadamente en lenguaje enano.
En los años que llevaba en la superficie había deducido algunas palabras de la lengua de los enanos, que con sus numerosos y duros sonidos consonánticos guardaba algunas similitudes con la de los drows y más incluso con el lenguaje de los svirfneblis, que Kaer’lic hablaba con fluidez. Para hacerse entender de forma inequívoca, aunque las palabras utilizadas no fueran muy correctas, la sacerdotisa drow pateó al pobre Fender en la espalda y lo impulsó hacia adelante dando traspiés.
Faltó poco para que el enano se cayera, pero a pesar de estar tan maltrecho, su testarudez no se lo permitió. Se enderezó y miró hacia atrás con los grises ojos entrecerrados bajo las pobladas cejas en un gesto ceñudo.
Kaer’lic le metió el mango de la maza en la cara.
Fender cayó pesadamente al suelo; tosió, sangró y escupió un diente. Intentó gritarle a la sacerdotisa, pero lo único que salió de su garganta expertamente cortada fue una especie de resuello y agitado aleteo, como un golpe de viento a través de una hilera de pergaminos.
—Ten cuidado —le dijo Tos’un a su compañera—. Cuanto más le lesiones más tardaremos en marcharnos.
Sin haber acabado la frase, el drow volvió la vista hacia el sur como si esperara ver un carro de fuego o una hueste de guerreros a punto de echársele encima.
—Deberíamos haber abandonado al desgraciado con Proffit. Los trolls se lo habrían comido, y así se habría terminado el asunto.
—O la dama Alustriel y su ejército lo habrían rescatado al aplastar a Proffit y en seguida les habría puesto al corriente de todo lo relativo a un par de elfos oscuros que merodean por la zona, ¿no crees?
—Entonces, tendríamos que haberlo matado sin más, y a otra cosa.
Kaer’lic hizo un alto para estudiar a su compañero con una mirada escrutadora. Dejó que su expresión denotara que estaba decepcionada con él porque, a decir verdad, después de todos esos años había esperado más del guerrero de la Casa Barrison Del’Armgo.
—Obould no conseguirá más de él de lo que ya le hemos sacado —dijo Tos’un con voz vacilante, lo que revelaba que sabía que lo que intentaba era dar un torpe quiebro—. Y no necesitaremos hacer ningún trueque con el rey orco. Se alegrará de que regresemos con él, aunque seamos portadores de noticias que no van a gustarle.
—La noticia de la caída de Proffit y la pérdida de Nesme lo enfurecerá.
—Pero es lo bastante listo como para no mezclar mensaje con mensajero.
—En efecto —convino Kaer’lic—; aunque das por hecho que el rey Obould sigue vivo y que sus fuerzas no están derrotadas y dispersas. ¿Se te ha ocurrido que tal vez regresamos a un territorio septentrional en el que Bruenor Battlehammer es rey de nuevo?
Aquella idea inquietante se le había pasado por la cabeza a Tos’un, evidentemente, y miró más allá de Kaer’lic y propinó una patada al pobre Fender cuando el enano intentaba levantarse.
—Cuando vuelva a ver a Donnia le daré una bofetada por llevarnos a este espantoso camino.
—Si es que volvemos a ver a Donnia y a Ad’non, todos tendremos que encontrar un camino nuevo por el que viajar, me temo —repuso Kaer’lic, que resaltó la importancia del condicional de la primera palabra dándole énfasis—. O quizá Obould sigue presionando y conquistando. Tal vez todo va mejor de lo que cualquiera de nosotros se hubiera atrevido a esperar, a despecho del contratiempo sufrido en la orilla septentrional de los Pantanos de los Trolls. Si Obould se ha apoderado de Mithril Hall, ¿la dama Alustriel dispondrá de efectivos para sacarlo de allí?
—¿Acaso esa opción sería mejor?
La pregunta podría parecer absurda a primera vista, claro, pero antes de que Kaer’lic soltara una dura réplica recordó el último encuentro con el rey orco, Peligrosamente seguro de si mismo, con una actitud imperiosa, no les había pedido a Tos’un y a ella que fueran al sur con Proffit. Se lo había ordenado.
—Eso ya se verá cuando llegue el momento —fue la única respuesta de la sacerdotisa,
La drow enfocó de nuevo la atención en Fender y lo levantó de un seco tirón, tras lo cual lo puso en marcha con un violento empellón.
Hacia el nordeste se veía la brillante cumbre del Cuarto Pico, en apariencia a sólo un día de marcha.
Allí se encontraban las respuestas.
Todavía con trozos de troll colgando de las puntas y salientes de su coraza, resultaba difícil tomar en serio a Thibbledorf Pwent. Sin embargo, en un confuso momento de pesadumbre y abatimiento, Bruenor Battlehammer no podría haber encontrado un amigo mejor.
—Si dominamos la ribera desde aquí hacia el sur, entonces Felbarr y otros aliados podrían cruzar, lejos del alcance de los condenados gigantes —explicó sosegadamente Pwent a Bruenor.
Los dos se hallaban en la orilla del río y observaban el trabajo que se llevaba a cabo al otro lado, en la ribera oriental, donde los felbarrenses ponían ya los cimientos de un puente.
—Pero ¿estaremos en condiciones de extender nuestro frente? —planteó Bruenor.
—¡Bah! No costará mucho —fue la entusiasta respuesta del otro enano—. No he visto un solo orco estúpido al sur de aquí, y no pueden llegar del oeste a causa de la montaña. El único camino que tienen esos perros para venir es por el norte.
Sus palabras impulsaron a los dos a volverse y mirar en esa dirección, hacia el espolón y la silueta de las rocas que descendían hacia el río. Allí arriba había muchos enanos ocupados en construir un muro desde la arriscada vertiente de la montaña hasta el torreón que Wulfgar y Bruenor habían tomado. Su propósito era reforzar todo lo posible la zona potencial de aproximación, para que así la fuerza orca no pudiera limitarse a irrumpir como un enjambre y caer sobre ellos. Una vez que el muro estuviese listo y fortificado, el torreón haría las funciones de un anclaje y el muro se prolongaría hasta el río.
De momento, el serrijón al este del torreón estaba salpicado de vigías y controlado por los elfos del Bosque de la Luna con sus letales arcos aprestados.
—Quién me hubiera dicho a mí que llegaría el día en que me alegraría de ver a un puñado de condenados duendes —rezongó Pwent, y una sonrisa, que falta le hacía, asomó al rostro de Bruenor, sonrisa aún mas amplia por la gran verdad que encerraban esas palabras.
Si Nikwillig no hubiera Llevado a los elfos del Bosque de la Luna en pleno hacia el sur, Bruenor dudaba de que los enanos se hubieran alzado con la victoria. En el mejor de los casos habrían conseguido de un modo u otro regresar al interior de Mithril Hall y asegurar los túneles. En el peor, todo se habría perdido.
El alcance del riesgo que habían corrido al salir no había sido evidente para el rey Bruenor hasta el momento en que se encontró combatiendo en la ribera, al pie de la vertiente meridional del espolón, en el centro de las tres agrupaciones de fuerzas enanas. Con Wulfgar al norte y Pwent con el grueso del ejército al sur, a Bruenor lo había asaltado repentinamente la idea de la precariedad de su posición, y sólo entonces comprendió el rey enano lo mucho que se habían jugado al salir de la montaña.
Todo.
—¿Cómo va el asunto del transbordador? —preguntó, impulsado por el deseo de seguir, de mirar hacia adelante. Después de todo, se habían alzado con la victoria.
—Los felbarrenses planean sujetar las balsas con cuerdas para que no floten a la deriva —explicó Pwent—. Al sur de aquí las aguas se ponen muy bravas y es mejor no correr el riesgo de que la corriente arrastre una. Debería estar todo montado en dos o tres días. Entonces, podremos sacar del complejo a los humanos y empezar a traer piedra adecuada a esta orilla para comenzar a construir este extremo del puente.
—Y traer al rey Emerus —dijo otra voz, y los dos se volvieron para ver acercarse a Jackonray Cinto Ancho con un brazo en cabestrillo a causa de un lanzazo que había recibido en la batalla.
—¿Viene Emerus?
—Ha perdido casi un millar de muchachos —contestó, sombrío, Jackonray—. Ningún rey enano deja sin consagrar el suelo donde pasa algo así.
—Mis clérigos ya lo han consagrado, así como el río —le aseguró Bruenor—. Las bendiciones de los tuyos y del propio Emerus allanarán el camino a los Salones de Moradin para los bravos muchachos que cayeron.
—Se dice que vos estuvisteis allí —comentó Jackonray—. Me refiero a los Salones de Moradin. ¿Es un palacio tan magnífico como cuentan los relatos, pues?
Bruenor tragó saliva con esfuerzo.
—¡Ajá! Mi rey miró a Moradin cara a cara y dijo: «¡Mándame de vuelta para que mate a esos apestosos orcos!» —bramó Pwent.
Jackonray asintió con la cabeza y esbozó una ancha sonrisa; Bruenor lo dejó estar así. Sabía que los relatos sobre su paso por el más allá se estaban difundiendo a lo loco; Cordio y los otros clérigos los pregonaban a voz en cuello y los exageraban más que nadie. Sin embargo, para Bruenor no había nada más.
Sólo estaban los cuentos; sólo las suposiciones y las descripciones pomposas.
¿Había estado ante Moradin?
El rey enano no lo sabía, sinceramente. Recordaba el combate en Shallows. Recordaba oír la voz de Cattibrie como si llegara de muy lejos. Recordaba una sensación de calidez y comodidad, pero todo resultaba muy vago. La primera imagen clara que guardaba tras el desastre de Shallows era la cara de Regis, como si el halfling y su mágico colgante de rubí hubiesen llegado hasta su alma y lo hubiesen sacado de un profundo sueño.
—¿Quién se perdería esa diversión? —comentaba Pwent cuando Bruenor volvió a concentrarse en la charla.
Se dio cuenta de que Jackonray apenas prestaba atención a lo que Pwent decía y, en cambio, lo observaba a él con gran atención.
—Nos sentiremos honrados de ver a vuestro gran rey Emerus —le aseguró Bruenor, y vio que el felbarrense se relajaba—. Podrá dar el adiós a sus muchachos y todos los honores de Felbarr a Nikwillig después de que yo le haya dado todos los de Mithril Hall. La victoria se la debemos a él, sin lugar a dudas.
—Es un encuentro largo tiempo pospuesto, el del rey Emerus con vos convino Jackonray—. Y tendremos al rey Harbromm de Adbar aquí abajo muy pronto. ¡A ver qué hacen esos orcos estúpidos contra los tres reinos!
—¡Hay que matarlos a todos! —bramó Pwent, que sobresaltó a los otros dos enanos y atrajo la atención de cuantos se encontraban cerca, que siendo como eran enanos, corearon el grito del Revientabuches.
Todos vitoreaban otra vez, a excepción de Cottie Cooperson, por supuesto, que ya ni siquiera sonreía, cuanto menos sumarse al jolgorio. Por los túneles llegó la noticia de que la puerta oriental estaba expedita, como no tardaría en estarlo el camino para transbordar a los refugiados al otro lado del Surbrin y a las tierras más civilizadas del sureste. Antes del invierno todos estarían en Luna Plateada. Y desde allí, en primavera, saldrían fuera, libres de las oscuras piedras de Mithril Hall.
Los vítores siguieron a Delly Curtie, que llevaba en brazos a Colson, a lo largo del corredor que la alejaba del salón de reuniones. Dentro del salón se había mostrado sonriente, había ofrecido ayuda y había dado palmadas en el hombro a Cottie asegurándole que reconstruiría su vida y que tal vez hasta tuviera más hijos. La única respuesta de la mujer había sido una mirada descompuesta y, de algún modo, agria, durante el fugaz momento en que alzó los ojos llorosos, fijos en el suelo.
Fuera del salón a Delly le resultaba muy duro esbozar una sonrisa. Si dentro coreaba los vítores, fuera le partían el corazón. Muy pronto todos se marcharían a través del Surbrin y la dejarían en Mithril Hall, una de las cuatro únicas personas de raza humana en el reino enano.
Se las arregló para mantener la expresión estoica cuando entró en los aposentos privados y encontró a Wulfgar allí, sacándose por la cabeza una túnica manchada de sangre.
—¿Es tuya? —preguntó Delly mientras corría a su lado.
Sostuvo a Colson con un brazo, sujeta contra la cadera, mientras que con la otra mano tanteaba el musculoso torso del bárbaro y lo examinaba en busca de heridas.
—Sangre de orco —contestó él, que alargó los brazos y tomó delicadamente a Colson. Su semblante se iluminó cuando alzó a la pequeña a la altura de los ojos, y Colson respondió con una risita y retorciéndose mientras lo miraba con la cara radiante de felicidad.
A despecho de su estado de ánimo taciturno, Delly no pudo evitar una sonrisa cálida.
—Dicen que están consolidadas las posiciones hasta el río —comentó.
—¡Ajá!, desde la montaña hasta el río y todo hacia el sur. Pwent y su cuadrilla están acabando con cualquier foco de resistencia en este momento. Para cuando amanezca, probablemente ya no quede ningún orco vivo.
—¿Y pondrán a funcionar el transbordador entonces?
Wulfgar apartó los ojos de Colson justo el tiempo suficiente para que quedara manifiesta su curiosidad por el tono de la mujer, y Delly comprendió que su voz había sonado con demasiado ansiedad.
—Empezarán a tender las cuerdas de guía mañana, sí, pero no sé cuánto tardarán en acabar. ¿Es que la gente de las tierras arrasadas está ansiosa por ponerse en camino?
—¿No lo estarías tú si Bruenor no fuera tu padre?
Wulfgar se volvió de nuevo para mirarla, perplejo. Empezó a asentir, pero después se encogió de hombros.
—Tú no eres hija de Bruenor —comentó.
—Pero soy la esposa de Wulfgar.
El bárbaro se colocó a Colson en la cadera, y cuando la pequeña se puso a lloriquear y a retorcerse, la puso en el suelo y la dejó ir. Se irguió delante de Delly, mirándola a la cara, y posó las inmensas manos en los hombros esbeltos de la mujer.
—Quieres cruzar el río —declaró.
—Mi sitio está a tu lado.
—Pero yo no puedo irme —dijo Wulfgar—. Sólo hemos empezado a soltarnos de la presa de Obould, y ahora que tenemos un camino de salida de Mithril Hall, he de descubrir qué ha sido de mi amigo.
Delly no le interrumpió porque, naturalmente, ya sabía todo eso y Wulfgar se limitaba a reafirmar la realidad de la situación.
—Cuando el control del Surbrin al este de Mithril Hall esté más consolidado, consigue que el rey Bruenor te busque algo en lo que trabajar ahí fuera, al sol. Reconozco que no estamos hechos como los enanos.
—Los muros me están aplastando.
—Lo sé —le aseguró Wulfgar, que la atrajo hacia él—. Lo sé. Cuando esto haya acabado, para el verano, espero, tú y yo viajaremos a todas las ciudades que ansias ver. Llegarás a amar Mithril Hall más aún si lo tienes por tu hogar, no como tu prisión. —Al acabar de hablar la estrechó entre sus fuertes brazos, le besó la cabeza y le susurró promesas de que todo iría mejor.
Delly agradeció sus palabras y sus gestos, aunque no sirvieron para apagar en su mente el eco de la algarabía de la gente que pronto dejaría los oscuros túneles cargados de humo del dominio del rey Bruenor.
Sin embargo, eso no se lo podía decir a Wulfgar, y lo sabía. El bárbaro estaba intentando entender su posición y ella apreciaba en lo que valía ese gesto, pero al final Wulfgar no lo conseguiría. Su vida estaba en Mithril Hall. Sus queridos amigos estaban allí. Su causa estaba allí.
No en Luna Plateada, donde ella anhelaba estar.