DE PURO MILAGRO
Nikwillig gimió y gritó al ver que volcaba otra balsa y arrojaba a los valerosos enanos al agua y a una muerte segura. Miró a su compañero en busca de alguna señal de esperanza.
Hralien, tan frustrado como el enano, volvió la vista hacia sus guerreros, que corrían por las piedras. Habían localizado la posición de las descargas más devastadoras, donde un trío de gigantes se lo estaba pasando en grande arrojando pedruscos mientras las indefensas balsas enanas flotaban ante ellos.
El cabecilla elfo había exhortado a sus guerreros a tener paciencia muchas veces, pero todos ellos, incluido Hralien, estaban furiosos y con ganas de entrar en liza al ver con qué facilidad estaban haciendo una masacre con los buenos enanos. Hralien los mantuvo en formación cerrada, sin embargo, y los obligó a no disparar hasta tener al trío de gigantes justo debajo y a su alcance.
Cabeceos silenciosos y señales hechas con las manos hicieron que los grupos se dividieran equitativamente entre los respectivos blancos. Hralien hizo un gesto de asentimiento, y todos los que estaban a su cargo, tres veintenas de los mejores guerreros del Bosque de la Luna, tensaron los arcos. A un grito suyo, dispararon.
Una veintena de flechas salió volando hacia cada uno de los confiados gigantes, y antes de que esa andanada devastadora alcanzara su destino, los diestros elfos ya habían cargado de nuevo sus arcos con una segunda flecha.
Otros sesenta proyectiles salieron volando, y el zumbido de los arcos elfos quedó ahogado por los alaridos de los gigantes.
Uno de los tres, aferrando los astiles que sobresalían de su grueso cuello, se desplomó pesadamente con la segunda andanada. Los otros dos dieron unos pasos tambaleantes, pero no hacia sus atacantes. Los colosos no querían saber nada más de la partida de guerra elfa. Uno de ellos salió a toda pastilla hacia el oeste, en tanto que el otro, alcanzado por muchas flechas en las piernas, se esforzaba por no quedarse atrás. Fue este último el que recibió la totalidad de la siguiente andanada, tres veintenas de flechas que se le clavaron con fuerza y lo derribaron sobre las piedras.
En la ribera occidental, donde sólo había habido regocijo ante la fácil matanza de enanos, estalló la confusión y el tumulto. Los gigantes aullaban de dolor, y los orcos, docenas y docenas de ellos, iban y venían sin orden ni concierto, cogidos totalmente por sorpresa.
—¡Seguid presionando! —ordenó Hralien a sus guerreros—. ¡Que nadie se acerque tanto que tenga que desenvainar la espada!
Todos con el semblante severo, adornados con yelmos de plata idénticos que lucían a los costados adornos a semejanza de alas y cubiertos con capas verdes ribeteadas en plata que el viento hacía ondear a su espalda, la brigada de elfos de la luna marchó en perfecta formación. Todos a una encajaron una flecha en su arco, todos a una lo alzaron y apuntaron, libres de disparar a los mejores blancos que se les presentaran.
No obstante, pocos orcos parecieron interesados en enfrentarse a ellos, así que los blancos fueron disminuyendo más y más.
Los elfos avanzaron hacia el sur, precedidos por enjambres de flechas.
Wulfgar dirigió la carga sobre el espolón de montaña donde él y los enanos toparon casi de inmediato con un montón de orcos que corría hacia el sur para reforzar sus filas.
Con Aegis-fang en la mano, el formidable bárbaro dispersó a los monstruos que estaban más cerca. Un fuerte barrido a una mano con el marrillo, y el arma impactó contra dos orcos que lanzó por el aire. Después avanzó un paso, descargó un tremendo golpe de revés, y un tercer orco salió volando. A su lado, los enanos se lanzaron a un violento ataque y las armas descargaron golpes, tajos y estocadas, y cuando sus armas no acertaban a dar en el blanco, metían el hombro y se quitaban de en medio a los orcos.
—¡Hacia terreno alto! —gritaba Wulfgar sin cesar, exigiendo a sus guerreros que aseguraran la posición en la cresta cuanto antes.
Wulfgar subió piedra a piedra, palmo a palmo. Cayeron los orcos que intentaron cerrarle el paso, aplastados en el suelo o arrojados a un lado. El bárbaro fu el primero en llegar a lo alto de la cresta y allí se quedó, inamovible, un gigante entre enanos y orcos.
Llamó a los enanos para que se reagruparan a su alrededor, y ellos lo hicieron; ascendieron en grupos aislados, pero se situaron perfectamente en posición en torno a él. Los primeros en llegar protegieron los flancos del bárbaro y los que subieron después respaldaron los flancos de sus compañeros. Fila tras fila, los enanos se fueron uniendo, mientras que los orcos se apoyaban entre sí, pues los que se hallaban más abajo de la vertiente norte del espolón rocoso viraban al este o al oeste en un intento de esquivar aquel punto de conflicto, de eludir al imponente e inmenso bárbaro y su poderoso martillo de guerra.
Desde aquella posición alta, Wulfgar vio que el desastre era casi inevitable porque, un poco más al este, a la orilla del río, se había agrupado una multitud tal de orcos que se dirigían al sur que parecía imposible que los enanos pudieran conservar el terreno que tanto les había costado ganar. Los enanos también se encontraban en la ribera para entonces, al sur del escarpado espolón, e intentaban con afán consolidar su posición inestable.
Si perdían en la ribera, los esforzados felbarrenses del río no tendrían dónde desembarcar de sus balsas.
Al mirar el río y ver los chapoteos de los pedruscos arrojados por los gigantes y los enanos que se agitaban en el agua, las balsas destrozadas y los proyectiles que se precipitaban sobre ellas, Wulfgar se preguntó sinceramente si conservar el control de la orilla serviría para algo. ¿Conseguiría cruzar la corriente algún felbarrense?
Con todo, los Battlehammer debían intentarlo. Por bien de los felbarrenses, por bien de toda la comunidad enana, tenían que intentarlo.
Wulfgar echó un vistazo a su espalda y vio a Bruenor a la cabeza de una fuerza que conducía directamente al este, a lo largo de la base del espolón, y se dirigía rápidamente hacia el río.
—¡Girad el este! —ordenó el bárbaro a sus tropas—. ¡Les haremos frente desde una posición alta y pagarán caro cada palmo de terreno!
Los enanos que lo rodeaban prorrumpieron en un vítor y lo siguieron por el corto y escabroso ramal de montaña abajo hacia donde se internaba en el agua. Con sólo un centenar de guerreros en ese grupo no cabía duda de que saldrían derrotados, que los superarían y los masacrarían en poco tiempo. Todos lo sabían. Todos cargaron con entusiasmo.
Plantaron resistencia en una estrecha franja de terreno alto y rocoso situado entre el campo de batalla al sur —donde Bruenor se había incorporado a la lucha y los enanos estaban sacando ventaja— y hervidero que se aproximaba por el norte.
—¡Bruenor nos cubrirá la espalda! —gritó el bárbaro—. Organizad la defensa sólo en el flanco norte.
Los enanos gatearon por las rocas para buscar todas las posiciones que ofrecieran alguna cobertura hacia el norte y confiaron en que el rey Bruenor y los suyos los protegerían de los orcos que luchaban al sur.
—¡Cada segundo que demos a los que tenemos detrás es un segundo más que tendrán los felbarrenses para desembarcar en la ribera! —gritó Wulfgar, y tuvo que chillar con fuerza para que lo oyeran, ya que la horda orca se aproximaba a la carrera, entre gritos y aullidos.
Los orcos llegaron a la base del angosto risco en plena carrera y empezaron a gatear por la vertiente. Wulfgar y los enanos dejaron caer una lluvia de piedras, saetas de ballesta y lanzamientos de Aegis-fang, que los castigó duramente y los obligó a retroceder. Los que consiguieron llegar a la posición defendida se toparon, en su mayoría, con Wulfgar, hijo de Beornegar. Cual un roble vetusto, el alto y fuerte bárbaro no se doblegó.
Wulfgar, que había sobrevivido a las rigurosas condiciones del Valle del Viento Helado, se negó a moverse.
Wulfgar, que había padecido el tormento del demonio Errtu, rechazó sus miedos e hizo caso omiso de las punzadas de las lanzas orcas.
Los enanos se agruparon a su alrededor y gritaron con cada golpe de hacha o de martillo, con cada arremetida de espada de excelente manufactura. Gritaban para rechazar el dolor de las heridas, los nudillos rotos, los tajos, las lanzadas. Gritaban para negar la evidente verdad de que, muy pronto, la oleada orca los barrería de su posición y los mandaría a los Salones de Moradin.
Gritaron, y sus llamadas se hicieron más fuertes poco después, cuando más enanos acudieron como refuerzos. Eran enanos que luchaban con el rey Bruenor, y hasta llegó el propio rey Bruenor, decidido a morir al lado de su heroico hijo humano.
A su espalda, una balsa felbarrensa alcanzó la orilla y los enanos salieron de ella a la carga y viraron inmediatamente hacia el norte. Una segunda tocó la ribera, a la cabeza de otras que se acercaban.
Pero al mirar atrás y adelante, Bruenor y Wulfgar comprendieron que no sería suficiente. Sencillamente, había demasiados enemigos.
—¿Retrocedemos a Mithril Hall? —preguntó Wulfgar ante la cruda realidad.
—No tenemos adonde huir, muchacho —contestó Bruenor.
Wulfgar torció el gesto cuando notó el desánimo en la voz del enano.
Al parecer, su osada incursión al exterior estaba condenada a un rotundo fracaso.
—¡Entonces, sigamos luchando! —le dijo a Bruenor, y volvió a gritar para que todos pudieran oírlo—. ¡Luchad! ¡Por Mithril Hall y por la Ciudadela Felbarr! ¡Luchad por vuestra vida!
Los orcos morían a puñados en la cara norte de aquel risco, pero seguían llegando y cada uno que caía era reemplazado por dos.
Wulfgar continuó en el centro de la línea a pesar de que los brazos se le iban cansando y los golpes de martillo se sucedían con más lentitud. Sangraba por una docena de heridas y una mano se le había hinchado hasta alcanzar el doble de su tamaño normal cuando el garrote de un orco golpeó contra el mango de Aegis-fang muy abajo. Pero siguió con la mano cerrada sobre el mango con determinación.
Y las temblorosas piernas lo sostuvieron en pie por pura fuerza de voluntad.
Gruñó, gritó y aplastó a otro orco con el martillo.
No hizo caso de los miles que todavía bajaban del norte y en cambio se centró en los que tenía al alcance de su mortífera arma.
Tan centrados estaban los enanos y él en el combate que ninguno reparó en que las filas orcas del norte empezaban a aclararse de repente. Ninguno se dio cuenta de que los orcos salían disparados de pronto hacia el oeste ni de que otros grupos se desplomaban súbitamente, muchos retorciéndose y algunos ya muertos antes de tocar el suelo.
Ninguno de los defensores oyó el zumbido de las cuerdas de los arcos elfos.
Sólo lucharon y lucharon, y se sintieron desconcertados y aliviados por igual cuando la afluencia de orcos menguó más y más.
El enjambre de bestias, enfrentado a un enemigo tenaz en el sur y a un adversario nuevo y devastador en el norte, se dispersó.
La batalla al sur del espolón rocoso prosiguió durante un buen rato, pero cuando el grupo de Wulfgar consiguió tener un respiro para volver la atención hacia allí y reforzar a la fuerza principal de los Battlehammer, y cuando los elfos del Bosque de la Luna, a los que acompañaba Nikwillig, llegaron al risco y empezaron a descargar sus certeras y mortíferas andanadas de flechas en el grueso de las formaciones defensivas orcas más cerradas y tenaces, el desenlace resultó obvio y el fin de la batalla se precipitó.
Bruenor Battlehammer, plantado en la ribera justo al sur del espolón rocoso, contemplaba la tumultuosa corriente, tumba de cientos de felbarrenses aquel aciago día. Habían conquistado el paso desde Mithril Hall al rio; habían reabierto las cámaras subterráneas y habían establecido una cabeza de playa desde donde podrían iniciar la acometida al norte. Pero el precio…
¡Qué precio tan espantoso!
—Enviaremos fuerzas al sur para encontrar un punto mejor de desembarco —dijo Tred al rey enano con la voz apagada por la infausta realidad de la batalla.
Bruenor miró al duro enano y a Jackonray, que estaba a su lado.
—Si podemos despejar la ribera hacia el sur, nuestros botes podrán cruzar lejos de los gigantes que lanzan piedras —explicó Jackonray.
Bruenor asintió en silencio, taciturno.
Tred alzó la mano y se atrevió a palmear el hombro del agotado rey.
—Vosotros habríais hecho lo mismo por nosotros. Si la Ciudadela Felbarr hubiera sido atacada, el rey Bruenor habría llevado a la lucha a todos sus muchachos para ayudarnos.
Era cierto, y Bruenor lo sabía. Entonces, ¿por qué le parecía que el agua del río estaba roja como la sangre?