DEMASIADAS GANAS
Bruenor Battlehammer se encontraba en la torre de guardia oriental del puente que salvaba el barranco de Garumn y supervisaba los preparativos para el inminente ataque. Los correos iban y venían entregando mensajes e información de los ingenieros y de los numerosos exploradores que actuaban en las vertientes orientales de la montaña y que transmitían a gritos sus informes a la Ciudad Subterránea por las chimeneas refrigeradas. El rey enano iba ataviado con todo el equipo de batalla: el escudo blasonado con la jarra de cerveza espumosa, que era el estandarte de su clan, y la usada hacha de guerra —con frecuencia mellada— echada al hombro de manera despreocupada, aunque no lucía su conocido yelmo con un solo cuerno y que era su sello personal.
Regis y Wulfgar estaban a su lado, igual que Banak Buenaforja, sentado y sujeto en un cochecillo montado en dos gruesos palos. Cuatro enanos fornidos se ocupaban de Banak, listos para transportarlo al campo de batalla y a una posición desde la que podría ayudar a dirigir el movimiento de los diversos regimientos enanos.
—Mi muchacha se va a perder la diversión de hoy —comentó Bruenor, haciendo referencia a la notable ausencia de Catti-brie.
La joven había discutido y protestado porque quería tomar parte en la batalla, pero Cordio y los otros clérigos ni siquiera quisieron hablar de ello. Al final, Wulfgar y Bruenor le habían hecho ver que su presencia, más que una ayuda, pondría en peligro a quienes estuvieran a su cuidado,
—¿Diversión? —repitió Regis.
El halfling no apartó la vista del este, donde se habían construido tres plataformas altas, cada una de las cuales sostenía un tren de vagonetas de las minas; habían sido subidos hasta el final de la alta rampa de raíles y, una vez arriba, se les había metido el freno. Los raíles descendían, salvaban el resto de la distancia hasta la cornisa del barranco y seguían hacia los túneles de salida.
Las puertas de aquellos túneles se habían vuelto a abrir, pero los orcos, los trolls y los gigantes habían hecho un buen trabajo al derrumbar ese lado de la montaña para dejar a los enanos atrapados en su agujero. Así pues, mientras que los ingenieros construían los raíles, los mineros habían excavado tramos de los túneles de salida hasta llegar justo al borde del desprendimiento de tierra, tan cerca del exterior que a menudo tenían que hacer un alto en el trabajo hasta que los ruidosos guardias orcos pasaban de largo.
—Bueno, diversión al estilo Pwent, podríamos decir —comentó Bruenor con un gesto burlón—. ¡Condenado enano loco, empeñado en montarse encima de la… la vagoneta en lugar de ir dentro! —añadió dirigiéndose a Banak mientras le hacía un guiño.
—Arremeterá con el pincho de su casco y probablemente se llevará media montaña consigo —repuso Banak—, y disfrutará de cada voltereta y cada roca que le caiga en su dura cabezota.
—Sin duda —convino Bruenor.
—El túnel central será el más ancho —intervino Wulfgar con una actitud más seria.
—Entonces, tú y yo cargaremos inmediatamente después de las vagonetas de ése —dijo Bruenor.
—Mi idea era ir por el de la izquierda —argumentó el bárbaro—. Los exploradores informan de que nuestro enemigo tiene bien defendido el pequeño torreón de vigilancia. Tomarlo, y lo antes posible, será crucial.
—Bien, por el de la izquierda, entonces. Los dos.
—Tú harás falta en el centro para dirigir el ataque —adujo Regis.
—¡Bah! —resopló Bruenor—. Pwent iniciará la lucha allí, y Pwent no hace caso de lo que le mandes. Estos muchachos sacarán a Banak por ahí en un pispas, y él impartirá las órdenes para llegar al río.
Los tres —enano, humano y halfling— miraron al lesionado Banak mientras Bruenor hablaba, y a ninguno de ellos les pasó inadvertida la expresión de sincera gratitud que asomó al rostro del veterano guerrero.
Quería ver el combate de principio a fin, quería terminar lo que había empezado en lo alto del risco al norte del Valle del Guardián. Como todos habían descubierto con Pikel Rebolludo después de que el enano de barba verde perdiera el brazo, la deficiencia física se minimizaba si el discapacitado podía seguir contribuyendo a la causa.
La conversación pasó de un tema a otro durante un rato, ya que los cuatro no hablaban de nada importante con el único propósito de pasar aquellos minutos de tensión hasta que las últimas noticias llegaran finalmente de la Ciudad Subterránea. Los que estaban en el barranco de Garumn querían ponerse en marcha, irrumpir en el exterior y empezar la batalla. Todos los enanos Battlehammer eran guerreros avezados y sabían muy bien que esos momentos previos a la lucha eran los más difíciles por regla general.
Y así fue que, con ojos esperanzados, los cuatro se volvieron hacia el mensajero que corría hacia ellos desde las profundidades de Mithril Hall.
—Rey Bruenor —jadeó el enano—, los exploradores informan de que Felbarr está preparado para cruzar y que la mayoría de los malditos orcos ha bajado al río.
—Llegó el momento, entonces —les dijo Bruenor a todos.
Lanzó un penetrante silbido para llamar la atención de los enanos que se hallaban cerca y después levantó el hacha de guerra y la agitó.
El clamor comenzó cerca de él y se fue extendiendo por los bordes del precipicio como una onda en un estanque. Arriba, los guerreros se subieron a las vagonetas, apretujados, y cerraron las tapaderas de grueso metal por encima de ellos al mismo tiempo que los ingenieros se acercaban a los pasadores del freno que había debajo.
Wulfgar saltó hacia el túnel de la izquierda y estuvo a punto de arrollar a Nanfoodle cuando el gnomo corría a unirse a Bruenor, quien daba instrucciones de última hora a Banak.
—¡Ojalá nos quedara algo de ese aceite de impacto! —gimió el gnomo,
—¡Bah, los enanos echarán abajo los condenados muros! —dijo Regis en su mejor imitación de Bruenor, y cuando éste se volvió para mirarlo con curiosidad, el halfling le hizo un guiño tranquilizador.
Por lo visto, Regis había dejado de lado sus dudas o, al menos, las había reprimido; de todos modos, eran cuestionables. Pero antes de que Bruenor pudiera empezar siquiera a discernir cuál era el caso, se retiraron de un tirón los pasadores del freno y los tres largos trenes empezaron a bajar con estruendo por los raíles.
Descendieron desde una altura de más de quince metros y fueron cogiendo velocidad a medida que se deslizaban sobre los rieles engrasados hacia los bajos y angostos túneles. La retirada del freno se había coordinado tan perfectamente que los tres rodaron juntos a lo largo de los túneles, y todos chocaron contra la capa exterior del bloqueo de la montaña en el mismo instante.
El chirrido de metal rozando contra metal y piedra, y el estruendo de pedruscos que rodaban resonó en las cámaras principales y suscitó un fuerte grito de guerra de las fuerzas agrupadas, que se lanzaron a la carga.
Wulfgar marchaba a la cabeza por la izquierda, a pesa de que casi tenía que ir doblado por la cintura para caber por el angosto corredor. Al frente se veía la luz del día, pues el tren había atravesado el desprendimiento de tierras y había seguido deslizándose hacia el exterior. Los enanos ya salían a gatas del tren descarrilado, prestas las armas.
El bárbaro salió al exterior y vio al instante que aquella maniobra había sorprendido al enemigo por completo. En la zona había pocos orcos, y los que estaban parecían más asustados que dispuestos a luchar.
Wulfgar desoyó el impulso instintivo que lo inducía a ir con los indefensos enanos, al menos en apariencia, que habían montado en las vagonetas, y en cambio viró a la izquierda y corrió la empinada y rocosa cuesta arriba, en dirección al torreón de vigilancia. La puerta se encontraba entreabierta y un orco se movía detrás de ella cuando Wulfgar metió el hombro y embistió contra la hoja.
El orco gruñó y salió lanzado a través del cuarto, agitando brazos y piernas. Los tres compañeros que estaban en la habitación observaron su vuelo con desconcierto. No parecía que se hubieran dado cuenta de que un enemigo había irrumpido en el torreón, ni siquiera cuando Aegis-fang se descargó sobre el cráneo del que estaba más cerca.
Wulfgar giró alrededor del orco muerto mientras éste caía y, al mismo tiempo que pivotaba, impulsó el martillo de guerra en un amplio arco. El orco al que iba dirigido el golpe saltó y se volvió en un intento de apartarse del trayecto del arma, pero el martillo lo alcanzó y el impacto fue lo bastante fuerte como para lanzarlo por el aire dando vueltas, hasta que chocó contra la pared del torreón. Wulfgar se adelantó a zancadas mientras arremetía contra el tercer orco, que se apresuró a esquivarlo. El bárbaro se limitó a cambiar la trayectoria del martillo, impulsándolo de Izquierda a derecha, de forma que impactó contra la espalda del orco y lo aplastó de cara contra la pared; el golpe le rompió las costillas, que asomaron por los costados. La criatura exhaló un gemido y la sangre le salió a borbotones por la boca.
Wulfgar ni siquiera lo miraba, seguro de que su golpe había sido letal. Lanzó a Aegis-fang, consciente de que volvería cuando lo llamara, y cargó al frente. Apartó de un manotazo la lanza del orco que quedaba y que intentaba torpemente enfilar el arma hacia él.
El corpulento bárbaro se adelantó y rodeó la garganta del orco con la manaza; después empezó a apretar hacia adelante y hacia abajo, de modo que dobló a la criatura hacia atrás y la asfixió.
—¡Encima de ti! —gritó un enano con voz ronca, desde la puerta.
Wulfgar se volvió y vio a Bill Vetafirme, el centinela que estaba de guardia allí cuando el torreón había sido tomado. A Bill lo habían abatido con un dardo envenenado y simultáneamente, le habían hecho un corte experto en la garganta para dejarlo sin voz, que entonces empezaba a recuperar, Los enanos que se batieron en retirada habían dado por muerto a Bill, pero de todas formas se lo llevaron cargado al hombro, como era su costumbre. Y suerte que lo hicieron, porque Bill había vuelto en sí poco después y maldecía en un sordo murmullo.
El bárbaro alzó rápidamente los ojos, a tiempo de ver en el desván a un orco que le arrojaba su lanza. El orco sufrió una sacudida al acertarle en el costado la saeta de la ballesta de Bill.
Wulfgar no podía esquivar la lanza agachándose, así que reaccionó dando un brusco giro y alzando el brazo con el que todavía sujetaba al otro orco por la garganta para usarlo como parapeto. El orco moribundo recibió el lanzazo en la espalda, y Wulfgar arrojó a la criatura a un lado, Echó un vistazo a Bill, que le guiñó el ojo, y después corrió hacia la escalerilla y saltó lo bastante alto como para agarrar el borde del desván. Con su tremenda fuerza, el bárbaro se aupó sin dificultad.
—¡Aegis-fang! — llamó al martillo mágico para que volviera a sus manos.
A no tardar, bramando y girando sobre sí mismo, empezaba a lanzar orcos desde el desván. Abajo, los enanos, entre ellos Bill y Bruenor, los remataban aun antes de que cayeran al suelo.
Wulfgar corrió hacia la escalerilla de mano que conducía el tejado y casi se fue de bruces al suelo cuando una pequeña figura pasó corriendo a su lado. No se sorprendió al ver a Regis salir por el ventanuco del desván y trepar por la escalerilla a toda velocidad y salió, tras varios empujones, por la trampilla —sobre la que había cargado el peso de varias bolsas de provisiones— y vio a Regis atisbando por el borde de la torre.
Tan pronto como Wulfgar atrajo la atención de los tres orcos que estaban en lo alto de la torre, el halfling se encaramó a la plataforma y se sentó en la almena. Regis escogió un blanco y lanzó su pequeña maza; el arma surcó el aire girando sobre sí misma y se estrelló contra la cara de un orco. La criatura trastabilló hacia atrás y faltó poco para que se precipitara por el parapeto; cuando consiguió enderezarse finalmente, el halfling le asestó otro golpe, y el orco cayó por el borde, seguido por un segundo orco que Wulfgar había arrojado al vacío, así como un tercero que prefirió saltar antes que enfrentarse a la furia del bárbaro.
—¡Éste es un buen sitio para dirigir la batalla! —gritó Bruenor mientras salía por la trampilla.
Corrió hacia el borde meridional del techo de la torre y observó el campo de batalla. El enano dejó de sonreír cuando miró hacia el este, al río.
La sacudida del impacto al chocar contra el muro de piedras les hizo dar diente con diente y lanzó a los ocho enanos que ocupaban la vagoneta hacia la zona en la que un momento antes había sólo dos de ellos. Sin embargo, lo resistieron del primero al último. Y no ocurrió sólo en esa vagoneta y en las otras nueve del mismo tren, sino también en las veinte de los otros dos trenes.
Ivan y Pikel Rebolludo se estiraron y empujaron con todas sus fuerzas en un intento de que los enanos de su vagoneta no se aplastaran unos a otros.
Las sacudidas siguieron y las vagonetas de hierro se golpearon y se retorcieron. Las piedras rebotaron encima mientras el tren se desplazaba entre retumbos.
Cuando se paró por fin, Ivan fue el primero en ponerse de pie y hacer fuerza con la espalda contra la abollada tapa de la vagoneta. Consiguió abrirla un poco, lo suficiente para asomar la cabeza.
—¡Por Moradin! —gritó a sus compañeros—. ¡Todos vosotros, muchachos, empujad y empujad con fuerza!
Ivan había visto que el plan no había funcionado muy bien, al menos en lo que respectaba a ese tren en particular. Apenas si habían abierto una grieta en el muro de rocas de la montaña y, sin embargo, habían provocado una avalancha que había dejado el tren medio enterrado, retorcido y todavía obstruyendo la salida del túnel, de forma que los soldados que venían corriendo detrás no podrían salir con facilidad.
Ivan agarró la retorcida tapa de la vagoneta y empujó con todas sus fuerzas. Al no conseguir nada, sacó la mano y apartó algunas de las pesadas piedras que la aplastaban.
—¡Vamos, chicos! —gritó—. ¡Antes de que los malditos orcos nos pillen atrapados en una caja!
Todos se pusieron a empujar y a hacer fuerza con el hombro para levantar la tapa, que se abrió un poco más. Ivan se deslizó por el estrecho hueco sin perder tiempo.
Lo que vio desde su nueva posición no resultó más alentador. Sólo dos de las otras nueve vagonetas estaban abiertas, y los enanos que salían de ellas estaban sangrando y se tambaleaban. Era como si la mitad de la vertiente de la montaña se hubiera precipitado sobre ellos, y se encontraban atrapados.
Y al este Ivan vio y oyó la carga de los orcos.
El enano de barba amarilla trepó encima de la maltrecha vagoneta y apartó varias piedras; luego se bajó y tiró de la tapa con todas sus fuerzas.
Salió Pikel, seguido de otro enano y de un tercero, mientras Ivan no dejaba de animarlos a gritos.
Los orcos se acercaban.
Pero en ese momento un segundo clamor resonó al norte de su posición. Ivan se las arregló para asomarse por encima de un montón de escombros y vio la carga de contraataque de los enanos Battlehammer. El tren central y el de más al norte habían atravesado el muro como habían planeado, y el ejército al completo salía en tropel de Mithril Hall abriéndose en abanico hacia el este y el sur para formar un perímetro alrededor del accidentado tren meridional. Los fieros enanos se enfrentaron a la carga orca sin miramientos —hacha contra lanza, espada contra espada— y con tal violencia e ímpetu que la mitad de orcos y de enanos que iban a la vanguardia de sus respectivas fuerzas cayeron en los primeros segundos de pelea.
Ivan salió de entre los escombros y dirigió la carga de los pocos enanos del tren meridional que podían seguirlo. De los ochenta que llevaban las vagonetas de ese tren salieron menos de una veintena y los demás no pudieron participar en el combate, ya fuera por estar gravemente heridos o simplemente porque no consiguieron abrir las vagonetas retorcidas y abolladas.
Para cuando Ivan, Pikel y los otros se sumaron a la refriega, esa carga de los orcos se había frenado de forma contundente. Más y más enanos seguían saliendo por la ladera; se agruparon las formaciones y marcharon con precisión para apoyar los flancos y desbaratar la afluencia de guerreros orcos.
—¡Al río, muchachos! —sonó un grito desde el frente de las líneas enanas, e Ivan reconoció la voz de Tred—. ¡Los muchachos de Felbarr han venido y nos necesitan ahora!
Naturalmente, aquello era todo cuanto precisaban oír los fieros Battlehammer para arremeter con más ahínco y hacer retroceder a los orcos, al mismo tiempo que sus voces se alzaban para corear una y otra vez: «¡Al río! ¡Al río!».
El avance en el centro y el sur estaba siendo extraordinario; los enanos aplastaban toda resistencia y marchaban a buen paso. Pero desde lo alto del torreón, en el norte, Bruenor, Wulfgar y Regis tenían una perspectiva muy distinta del asunto.
Regis se encogió y apartó la vista cuando el pedrusco arrojado por un gigante impactó sobre una balsa cargada de enanos de Felbarr y arrojó a varios al agua helada, además de hundir el costado de la embarcación e inundarla.
Saltaba a la vista que los botes iban corriente arriba, y los enanos de Felbarr intentaban vencer la corriente remando para llegar a la orilla en el punto de conflicto. Pero a los orcos y los gigantes les quedaban varios trucos en la manga. Unos troncos afilados en punta esperaban a las balsas en la rápida corriente y, enganchándose en los costados, interrumpieron el ritmo de los remos.
Y la andanada de pedruscos, arrojados por gigantes y por catapultas, aumentaba de segundo en segundo. Las rocas caían al agua con gran estruendo y levantaban surtidores de espuma, o chocaban con las balsas enanas y las atravesaban.
Había docenas de embarcaciones en el río, cada una cargada con decenas de enanos, y los tres observadores del torreón se preguntaron si alguno de ellos conseguiría llegar a la orilla.
—¡Id al maldito río y girad al norte! —les gritó Bruenor a sus comandantes—. ¡Hay que despejar la ribera hacia el norte! —Se volvió hacia Wulfgar—. Condúcelos sobre la cresta —le instruyó—. ¡Tenemos que parar a esos gigantes!
El bárbaro asintió con un cabeceo y empezó a bajar la escalera de mano. Regis sacudió la cabeza.
—Hay demasiados —dijo Regis, haciéndose eco de sus temores.
En cuestión de minutos, la punta de lanza del ejército enano había dividido en dos las fuerzas orcas y se dirigía hacia la ribera del Surbrin. Pero conforme más y más enanos salían de los agujeros abiertos en la ladera para sumarse a la lucha, otro tanto ocurría con los refuerzos de los Orcos que llegaban del norte. Una masa ingente pasaba sobre la cresta para incorporarse a la batalla.
Bruenor y Regis sólo podían contemplar con impotencia lo que ocurría. El rey enano se dio cuenta de que conseguirían tomar la ribera del río y conservar la posición al sur de la cresta, pero nunca llegarían lo bastante al norte como para frenar las andanadas de los gigantes y ayudar a los pobres enanos de la Ciudadela Felbarr en su desatinada travesía del Surbrin.
Otro pedrusco golpeó una balsa y la mitad de los enanos que transportaba se fue al agua, donde las pesadas armaduras los arrastraron al fondo de las aguas heladas.
Regis se llevó las regordetas manos a la cara.
—¡Por los dioses! —musitó.
Bruenor golpeó con el puño la piedra del parapeto y después se dio media vuelta y descendió al desván por la escalera de mano. Al cabo de unos instantes se reunía con Wulfgar y llamaba a todos los enanos que había en los alrededores para que lo siguieran. Él y el bárbaro dirigieron la carga directamente al norte, vertiente arriba del espolón de montaña y más allá.
Regis lo llamó a voces, pero fue en vano. El halfling avistaba la fuerza que había sobre aquella cresta y comprendió que Bruenor y Wulfgar estaban condenados.
Abajo, en el río, otra balsa zozobró.