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ARENAS INESTABLES Y PIEDRA FIRME

—Los muchachos de Felbarr están a la vista, al otro lado del río —informó el entusiasmado Jackonray Cinto Ancho al rey Bruenor.

El enano representante de la Ciudadela Felbarr llevaba varios días muy alentó a los informes que se filtraban por las chimeneas, a la espera de esa noticia en particular. Sabía que los suyos estaban en marcha, que Emerus Warcrown había accedido a cruzar el Surbrin para abrir una brecha en el cerco defensivo que los orcos preparaban y así establecer una conexión exterior con Mithril Hall.

—Tres mil guerreros —prosiguió Jackonray—. Y traen botes para cruzar la corriente.

—Estamos preparados para abrir el agujero en el este —contestó Bruenor—. Hemos situado a todos mis muchachos en el barranco de

Garumn, listos para salir a la carga y echar a los apestosos orcos de la ribera del río.

Los dos enanos intercambiaron palmadas en el hombro mientras que en la sala de audiencias resonaban los vítores de otros enanos. No obstante, sentadas cerca del estrado de Bruenor, había otras dos personas que no parecían tan entusiasmadas.

—¿Los sacarás de prisa? —preguntó Regis a Nanfoodle.

El gnomo asintió con un cabeceo.

—Mithril Hall saldrá a todo correr —le aseguró al halfling—. Pero ¿será eso lo bastante de prisa como para destruir las defensas ribereñas?

La misma pregunta resonaba en la mente de Regis. Habían vencido una y otra vez, e incluso habían cedido terreno, el enemigo había salido peor parado al sufrir muchas bajas. Pero todo eso se había logrado con acciones defensivas.

Lo que se planeaba entonces era harina de otro costal.

—¿Qué te parece, Panza Redonda? —preguntó Bruenor al cabo de un momento, y Regis se dio cuenta de que no estaba disimulando bien sus temores, que debían de reflejarse en su cara.

—Hay un montón de orcos —contestó.

—¡Será un montón de orcos muertos en seguida! —declaró Jackonray, lo que provocó que las aclamaciones se hicieran más ruidosas.

—Hemos recobrado el vestíbulo y no dan señales de querer entrar —argumentó Regis en voz queda.

Las palabras le sonaron increíblemente estúpidas cuando las oyó salir de su boca, y no sabía de qué podía servir manifestar en voz alta lo obvio. Comprendió que simplemente era una táctica dilatoria del subconsciente, una forma de desviar la conversación hacia otro derrotero menos exaltado.

—¡Y pronto se largarán con el rabo entre las piernas! —replicó Bruenor. El clamor creció más aún.

Regis se dio cuenta de que era imposible ir en contra del ambiente. Las emociones eran demasiado intensas; la rabia se desbordaba en la embriaguez de la venganza.

—No deberíamos correr riesgos —argumentó el halfling, pero nadie le prestaba atención—. Deberíamos actuar con cuidado —añadió, pero seguían sin prestarle atención—. Ahora los hemos detenido —intentó explicar—. ¿Cuánto tiempo aguantarán sus tropas ahí fuera, soportando frío y nieve, cuando comprendan que no quedan sitios contra los que marchar? Sin el ansia de conquista, el ímpetu orco se paralizará, como lo hará su ansia por la batalla.

La mano de Nanfoodle en su brazo interrumpió su creciente vehemencia porque le hizo comprender que el gnomo era el único que sabía que estaba hablando; que los enanos, vitoreando como locos y dando saltos, ni siquiera oían sus quedas palabras.

—Saldremos de prisa —le aseguró el gnomo—. Estos ingenieros son fantásticos. Harán túneles amplios, no temas. Los enanos Battlehammer caerán sobre los orcos antes de que esas bestias se den cuenta de que las están atacando.

Regis asintió con un cabeceo, sin albergar duda alguna sobre esos temas en concreto; pero respecto al plan, no las tenía todas consigo.

Un palmetazo en el hombro lo hizo volverse en esa dirección y vio a Wulfgar agachado a su lado.

—Es hora de hacer que los orcos vuelvan ni norte —dijo el hombretón—. Es hora de hacer que las alimañas regresen a sus agujeros de la montaña o dejarlas bajo tierra.

—Yo solo… —empezó Regis.

—Es la muerte de Dagna —le interrumpió Wulfgar. Regis alzó la vista hacia el bárbaro.

—Apostaste por una arremetida enérgica y se pagó un alto precio —explicó Wulfgar—. ¿Tan sorprendente es, pues, que estés más remiso a volver a atacar?

—¿Crees que fue culpa mía?

—Creo que hiciste lo que debías, y todos aquí estuvieron de acuerdo y lo siguen estando —contestó Wulfgar con una sonrisa tranquilizadora—. Si Dagna pudiera llegar desde los Salones de Moradin, te agarraría por el cuello de la camisa y te mandaría de cabeza a dirigir la carga a la puerta oriental. —El bárbaro le posó la mano en el hombro, que desapareció bajo la enorme manaza.

Regis puso de nuevo su atención en la conversación generalizada a tiempo de oír a Bruenor dar la orden de mandar, chimeneas arriba, señaleros a la cumbre de la montaña para indicar a los muchachos de Felbarr que cruzaran el río, que era hora de dar la patada a Obould.

El enardecido clamor ahogó todo lo demás y arrastró incluso a Regis y Nanfoodle. ¡Era hora de dar la patada a Obould!

—¡Antes del invierno! —sonó el grito.

El vocerío que se escuchó en la sala común de los refugiados humanos fue tan atronador como el de los enanos arriba, jurando vengarse del rey Obould. Se había filtrado por los corredores de Mithril Hall la noticia de que había llegado un contingente de la Ciudadela Felbarr y que el rey Bruenor y sus enanos se preparaban para acabar con el encierro.

El control del río Surbrin quedaría consolidado —al menos eso parecía seguro—, y los enanos habían prometido organizar la travesía por el río hacia las tierras civilizadas. Cruzarían el Surbrin antes del invierno.

—¡Jamás volveré a arrastrarme por un túnel! —gritó un hombre.

—Pero ¡un hurra por Bruenor y su clan por su hospitalidad! —añadió otro, y resonó un clamoroso vítor.

—¡En Luna Plateada antes de las primeras nieves! —gritó alguien.

—¡En Everlund! —contradijo otro.

—Se dice que Nesme busca gente fuerte y animosa para reconstruir lo que los trolls destruyeron —añadió un tercero.

Cada ciudad mencionada recibía un nuevo vítor.

Para Delly, cada una de ellas era una punzada tan certera e hiriente como el picotazo de una avispa. La joven se desplazaba entre la gente asintiendo con la cabeza, sonriendo e intentando sentirse feliz por ellos. Habían soportado tantas desventuras; habían visto morir seres queridos y arder sus casas hasta los cimientos. Habían recorrido kilómetros de territorio rocoso, habían padecido las inclemencias del tiempo y el miedo a los orcos que les fueron pisando los talones todo el camino hasta Mithril Hall.

Delly quería sentirse feliz por ellos, porque se merecían un giro favorable de la suerte. Pero cuando les llegó abajo la noticia de que los enanos se preparaban para romper el cerco en serio y que esperaban despejar el camino para que los refugiados se marcharan, en lo único que pudo pensar Delly fue en que muy pronto volvería a estar sola.

Tenía a Colson, por supuesto, y a Wulfgar, cuando no había salido a luchar, lo que ocurría rara vez últimamente. Tenía a los enanos, a los que apreciaba mucho.

Pero ¡cómo deseaba volver a ver las estrellas! Y disfrutar del sol. Y sentir el viento en la cara. Una sonrisa nostálgica asomó a su rostro al pensar en Arumn y Josi en la posada Cutlass.

Delly se desprendió rápidamente de la añoranza y la autocompasión al acercarse a la figura solitaria que estaba en un rincón de la amplia cámara. Cottie Cooperson no se había unido al alborozo esa noche; ni siquiera parecía ser consciente de la presencia de los demás. Permanecía sentada en una silla mientras se mecía adelante y atrás sin aparrar los ojos de la criatura que tenía en brazos.

Delly se arrodilló a su lado y posó suavemente la mano en el hombro de Cottie.

—La has dormido otra vez, ¿verdad, Cottie? —preguntó en voz queda.

—Le caigo bien.

—¿Y a quién no?

Delly se quedó arrodillada allí un buen rato mientras frotaba el hombro a la mujer y contemplaba el plácido sueño de Colson.

Los sonidos de ansiosa ilusión siguieron resonando a su alrededor, gritos y vivas, los grandiosos planes revelados por un hombre tras otro al declarar que empezaría una vida nueva y mejor. Su capacidad de recuperación emocionaba a Delly, desde luego, así como el sentido de comunidad que se respiraba allí. Entre todos aquellos refugiados de varias villas diferentes que habían acabado en los túneles de los enanos se había establecido un vínculo fruto de una causa común y de simple amistad humana.

Delly conservó la sonrisa todo el tiempo, pero si pensaba en el motivo de la algazara lo que sentía eran ganas de llorar.

Abandonó la cámara al cabo de un rato, con Colson en brazos. Para su sorpresa, encontró a Wulfgar esperándola en su habitación.

—Me he enterado de que os estáis preparando para romper el cerco y marchar hacia el Surbrin —le comentó.

El tono y la franqueza hicieron que Wulfgar se recostara en la silla, y Delly sintió la mirada del hombre siguiéndole los pasos y observándola atentamente mientras llevaba a Colson a la pequeña cuna. Acostó a la niña, le acarició suavemente la carita con el índice y después se irguió y respiró hondo antes de volverse hacia Wulfgar.

—He oído decir que pensáis emprender pronto la marcha —añadió.

—El ejército ya se está agrupando en el barranco de Garumn —confirmó el hombretón—. En el exterior se ha avistado ya al ejército de la Ciudadela Felbarr, que se acerca al río Surbrin por el este.

—¿Y Wulfgar estará allí con los enanos cuando salgan a la carga del reino subterráneo?

—Como me corresponde.

—Como os corresponde a ti y a Catti-brie —comentó Delly.

Wulfgar sacudió la cabeza sin percatarse al parecer de la aspereza de su tono.

—Ella no puede ir, y no le resulta nada fácil no hacerlo. Cordio no quiere oír hablar del tema, porque las heridas no se le han curado todavía.

—Pareces estar muy bien enterado del asunto.

—Ahora mismo vengo de visitarla en su habitación —dijo Wulfgar mientras se acercaba a la cuna de Colson…, y mientras Delly se apartaba para que no viera su gesto dolido ante esa admisión.

La mujer pensó si vendría de su habitación o de su cama, pero en seguida rechazó la ridícula idea.

—Cómo ansia unirse a la batalla —continuó Wulfgar.

Tan absorto estaba con Colson en ese momento, inclinado sobre la cuna y moviendo los dedos delante de la cara de la pequeña para que ésta intentara atrapárselos, que no reparó en el profundo ceño de Delly.

—Esa mujer es una luchadora, vaya que sí. Creo que su odio por los orcos rivaliza con el que esas criaturas despiertan en un Revientabuches.

Finalmente, volvió los ojos hacia Delly, y su sonrisa desapareció en el instante en que vio la expresión pétrea de la mujer que estaba cruzada de brazos.

—Se marchan todos —respondió ante su expresión desconcertada—. A Luna Plateada y a Everlund, o a dondequiera que los lleve el destino.

—Bruenor ha prometido que el camino estará despejado —contestó el bárbaro.

—Despejado para todos nosotros —se escuchó decir Delly, que no podía dar crédito a sus oídos—. Me encantaría conocer Luna Plateada. ¿Me puedes llevar allí?

—Ya hemos discutido eso.

—Necesito ir —dijo Delly—. Llevo demasiado tiempo en los túneles. Sólo una escapada, una visita, una oportunidad de escuchar la charla de taberna de gente como yo.

—Abriremos brecha y dispersaremos a los orcos —prometió Wulfgar, Se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos musculosos—. Los haremos huir antes del invierno y los echaremos a sus agujeros antes de que sea pleno verano. Su tiempo ha pasado, y Bruenor reclamará la tierra para la buena gente. ¡Entonces iremos a Luna Plateada y también a Sundabar si quieres!

Al tener abrazada a Delly no podía verle la cara.

De todos modos, tampoco habría entendido lo que se reflejaba en ella, porque la mujer se había quedado entumecida. No había nada que pudiera responderle. Ni siquiera tenía nada que preguntarle.

La resignación golpeó duramente a la impaciencia, y la mujer ni siquiera tuvo ánimo para empezar a contar los muchos, muchísimos días.

Sintiéndose renovado y seguro de que empujaría a la Ciudadela Felbarr a acudir en ayuda de Mithril Hall, Nikwillig salió del Bosque de la Luna por el sur, escoltado por Hralien. Se encaminaron hacia el suroeste, en dirección al Surbrin, para obtener la información necesaria. Hralien pensaba regresar al Bosque de la Luna después de dejar a Nikwillig sano y salvo de camino a su hogar en la montaña.

Cuando los dos llegaron al Surbrin vieron al enemigo en la otra orilla, en plena construcción de las ya formidables defensas. Empalizadas de enormes troncos con el extremo superior afilado en punta bordeaban la ribera occidental, y había montones de piedras listas para que las arrojaran los pocos gigantes que se veía deambular de aquí para allí o mediante las numerosas catapultas que habían construido y situado en posición.

—Se proponen conservar lo conquistado —comentó Nikwillig.

Hralien ni siquiera contestó.

Poco después los dos volvían hacia el este y continuaron caminando hasta bien entrada la noche, lejos de la ribera del río. A la mañana siguiente se pusieron en camino muy pronto y a paso vivo. A mediodía llegaron a una encrucijada.

—Adiós, buen enano —se despidió Hralien—. Tu enemigo es nuestro enemigo, desde luego, y por ello es de esperar que volvamos a encontramos.

—Ha sido un placer conoceros y será un placer volver a veros, si quiere Moradin —respondió Nikwillig.

—Si, en efecto —dijo Hralien con una sonrisa. Dio una palmada al enano en el hombro y después si encaminó hacia el norte y al hogar.

Nikwillig caminó con brío. No había esperado sobrevivir en la batalla al norte del Valle del Guardián, ya que había considerado suicida la misión de enviar las señales. Sin embargo, al fin se dirigía a casa.

O eso creía él.

Llegó a un alto escarpado cuando el crepúsculo bañaba el accidentado paisaje y, desde su elevada posición, Nikwillig divisó un vasto campamento de un ejército al sur, lejos.

Un ejército que reconoció.

¡La Ciudadela de Felbarr ya estaba en marcha!

Nikwillig alzó el puño en el aire y soltó un gruñido de apoyo a sus paisanos guerreros. Calculó la distancia entre el campamento y su posición. Deseaba salir corriendo para unirse a ellos, pero sabía que sus cansadas piernas no lo llevarían más lejos esa noche. En consecuencia, se acomodó en el suelo para descansar un rato.

Cerro los ojos.

Y se despertó a la mañana siguiente, con el sol casi en el ápice. El enano se incorporó de un brinco y corrió hacia el extremo meridional del escarpado. El ejército se había marchado… Al este, lo sabía; al este del río y las poderosas defensas que había visto levantadas allí.

El enano oteó en derredor escudriñando el panorama en busca de alguna señal de los suyos. ¿Podría alcanzarlos?

Lo ignoraba, pero ¿debería intentarlo?

Nikwillig estuvo brincando en círculos un buen rato mientras su mente giraba más de prisa de lo que jamás podría hacerlo su cuerpo. Un nombre no dejaba de venirle a la cabeza una y otra vez: Hralien.

Poco después bajaba corriendo el escarpado, pero en dirección norte en lugar de sur.