CAMINOS DIVERGENTES
—¿Es que vamos a estar a las órdenes de un orco? —preguntó a Gerti un formidable gigante de hombros anchos mientras la columna de casi cien colosos avanzaba alrededor de las vertientes septentrionales del Cuarto Pico y se encaminaba hacia el este, en dirección al Surbrin.
—¿Ordenes? —repitió Gerti—. No he oído orden alguna, sólo una petición.
—¿Y es que no es lo mismo si se cumple la petición?
Gerti rió —un sonido sorprendentemente delicado considerando que provenía de una giganta— y posó la esbelta mano en el hombro macizo de Urulha. Sabía que tenía que hablarle con cuidado, ya que había sido uno de los consejeros personales de su padre y uno de sus guardias de más confianza. Y su padre, el renombrado Orel Grayhand, todavía proyectaba una larga sombra sobre ella, a pesar de que hacía muchos meses que al imponente gerifalte no se lo veía entre los gigantes de la escarcha y eran pocos los que creían que volvería a salir de sus aposentos. Según todos los rumores, Orel estaba en su lecho de muerte, y como su única heredera, Gerti se quedaría con el Brillalbo y todos sus tesoros, así como con la lealtad de sus formidables tropas de gigantes.
Hacía un tiempo que la princesa Gerti sabía que esa prerrogativa era la más importante y la más incierta. Si se daba un golpe contra ella, encabezado por uno de los muchos gigantes oportunistas que habían ascendido en el estamento jerárquico de Orel, entonces el resultado sería —en el mejor de casos— una escisión en la fuerzas casi unificadas. Y eso era algo que Gerti no deseaba en absoluto,
Por sí misma era una fuerza formidable por su destreza con la espada y su magia arcana. Gerti era capaz de descargar el poder de los elementos sobre cualquiera que osara oponerse a ella; podía machacarlos con rayos, fuego y tormentas de pedrisco. Pero el simple gesto de poner la mano en el fornido hombro de Urulha le recordó de una manera harto significativa que a veces la magia no era suficiente.
—Nos conviene, al menos de momento, que Obould tenga éxito —explicó—. Si su ejército fuera aniquilado ahora, ¿quién impediría que las fuerzas de Mithril Hall, Felbarr, Adbar, Luna Plateada, Everlund, Sundabar, tal vez Mirabar y quién sabe qué otras naciones extendieran el conflicto hasta las mismas puertas del Brillalbo? No, mi buen Urulha, Obould es el amortiguador que necesitamos contra los fastidiosos enanos y humanos. Que sus ingentes hordas bullan y mueran, pero despacio.
—Me he hartado de esta campaña —admitió Urulha—. He visto morir a más de una veintena de los míos e ignoramos la situación de nuestros hermanos a lo largo del Surbrin. ¿Habrán cruzado ya el río los enanos de Felbarr? ¿Yacerán muertos otros veinte de los nuestros a los pies pestilentes de esas criaturas barbudas?
—No ha ocurrido tal cosa —le aseguró Gerti.
—Eso no puedes saberlo.
Gerti admitió que tenía razón con un encogimiento de hombros.
—Iremos y lo comprobaremos. Al menos, algunos de nosotros. La inesperada salvedad acaparó la atención de Urulha, que giró la enorme cabeza con la tez azulada y los ojos de un matiz azul más intenso para mirar a Gerti a la cara.
La giganta le sostuvo la mirada inquisitiva con otra coqueta, y entonces reparó en que Urulha era muy apuesto para su edad. Tenía el cabello largo y lo llevaba sujeto en una cola de caballo, de manera que quedaba despejada la frente, y el pico del nacimiento del pelo, muy marcado por las entradas. Sin embargo, sus rasgos seguían siendo firmes, con los pómulos altos y la nariz afilada y contundente. A Gerti se le ocurrió que si la persuasión verbal resultaba insuficiente para mantener a Urulha a raya, podría emplear sus otros encantos —que tenía en abundancia— para lograr el mismo efecto; lo mejor de todo era que esa medida no le resultaba desagradable en absoluto.
—Algunos, amigo mío —repitió en voz baja mientras desplazaba los dedos hacia la base del grueso cuello del gigante e incluso los movía para rozar la piel desnuda por encima de la túnica de malla—. Enviaremos una patrulla al río, a la mitad de nuestros efectivos, para ver a nuestros añorados compañeros y empezar a recogerlos. Poco a poco desplazaremos a nuestra fuerza hacia el norte, de vuelta a casa. Poco a poco, repito, para que Obould no note nuestra maniobra como una deserción pura y dura. De todos modos, espera que tendrá que consolidar su posición en el río sin ayuda, y considerando sus efectivos, no resultará difícil convencerlo de que no necesita unos pocos gigantes.
»Quiero mantener la alianza, ¿entiendes? —continuó—. Todavía no sé cual será la reacción de las comunidades de nuestros enemigos, pero lo que no deseo es batallar contra veinte mil orcos. ¿Veinte mil digo? —preguntó con sorna—. ¿O esa cifra se ha duplicado o triplicado a estas alturas?
—Los orcos se reproducen como bichos, como los ratones o los ciempiés que infectan nuestras casas —dijo Urulha.
—Y tienen la misma inteligencia, podría suponerse —comentó Gerti sin dejar de toquetear la nuca de su compañero, y le complació notar que los músculos tensos del gigante se iban aflojando y ver un atisbo de sonrisa en el apuesto semblante.
»Hasta es posible que nuestros enemigos tradicionales contemplen una posible alianza con nosotros —añadió Gerti.
—¿Los enanos? —inquirió Urulha con el entrecejo fruncido—. ¿Crees que los enanos de Mithril Hall, la Ciudadela Felbarr o la Ciudadela Adbar accederían a actuar con nosotros? ¿Crees que Bruenor Battlehammer y sus amigos olvidarán el bombardeo que derrumbó un torreón sobre sus cabezas? Saben quién balanceó el ariete que echó abajo la puerta occidental. Saben que no existe el orco capaz de hacer esa exhibición de fuerza.
—Y también saben que a no tardar se quedarán sin opciones —adujo Gerti—. Obould excavará y fortificará durante el invierno, y dudo de que nuestros enemigos encuentren el modo de atacarlo antes del deshielo. Para entonces…
—¿No crees que Luna Plateada, Everlund y los tres reinos enanos sean capaces de desalojar a los orcos?
Ella se tomó con calma la incredulidad del gigante.
—¿A veinte mil orcos? —musitó—. ¿A cuarenta mil? ¿A sesenta mil? ¿Y fortificados detrás de murallas en terreno alto?
—¿Y entonces Gerti ofrecerá su ayuda a las fuerzas contraatacantes de pueblos que son enemigos ancestrales nuestros? —preguntó Urulha.
Gerti fue rápida adoptando una actitud que denotaba que estaba lejos de llegar a tal decisión.
—No me cierro a cualquier posibilidad en beneficio de mi pueblo —explicó—. Obould no es nuestro aliado. Nunca lo fue. Lo hemos tolerado porque era divertido.
—Quizá el piensa lo mismo de nosotros,
De nuevo, la disciplinada Gerti consiguió que el comentario incómodo por lo certero le resbalara por los anchos hombros. Sabía que tenía que caminar por una fina linca con todo su pueblo en su camino de regreso al Brillalbo. Sus gigantes y Obould habían alcanzado la victoria en su asalto al sur, pero ¿qué habían sacado en limpio los gigantes de la escarcha? Obould había logrado todo lo que en apariencia deseaba. Había establecido una posición firme en las tierras de los humanos y los enanos. Y lo que era más importante e impresionante: su llamada a la guerra encontró eco y unió a muchas tribus orcas, a las que había tomado bajo su poderoso control. Pero el ejército, a pesar de todas esas conquistas, no había obtenido un botín tangible, canjeable. No se había apoderado de Mithril Hall y tampoco de sus tesoros.
Los gigantes de Gerti no eran como los secuaces de Obould. Los gigantes de la escarcha no eran orcos estúpidos. Ganar en el campo de batalla les bastaría a los orcos incluso si sus bajas quintuplicaban las del enemigo. El pueblo de Gerti exigiría que se le demostrara que la marcha al sur había valido el precio de docenas de vidas de gigantes.
Gerti miró la fila que tenía delante, hacia el pegaso. ¡Sí, el animal era un trofeo digno del Brillalbo! Decidió que pasearía al equino ante su gente con frecuencia. Recordaría a los suyos los beneficios de librarse del fastidioso Withergroo y de las gentes de Shallows. Les explicaría hasta qué punto era mucho más segura su plácida tierra entonces, después de haber hecho retroceder tan al sur a los enanos y los humanos.
Era un comienzo, comprendió la giganta.
Le sorprendió la blandura conforme su conciencia empezó a arrastrarse lentamente fuera de la oscuridad, ya que siempre había esperado que los Salones de Moradin estuvieran calientes por el fuego, pero que fueran duros como la piedra. Nikwillig rebulló y se meneó, y notó que el hombro se le hundía en una gruesa manta mientras que debajo de él oía los chasquidos de ramitas y el crujido de hojas secas.
El enano abrió los ojos de golpe y a continuación los volvió a cerrar de inmediato, prietos los párpados para proteger las pupilas de la hiriente luz del día.
Durante ese fugaz instante de visión, en ese fugaz atisbo de su entorno, Nikwillig se dio cuenta de que se encontraba en una densa floresta caducifolia, hecho que incrementó más aún el desconcierto del enano, puesto que no había bosques cerca de donde se había caído, y lo último que había esperado encontrar en los Salones de Moradin eran árboles y cielo abierto.
—En tu il be—inway —oyó decir a una voz suave y melódica que reconoció como elfa.
Nikwillig mantuvo terrados los párpados mientras repetía las palabras para sus adentros. Como mercader de Felbarr, Nikwillig había tratado con gentes de otras razas, elfos incluidos.
«¿Be inway? — articuló en silencio—. Despierto, En tu il be—inway… Está consciente».
Comprendió que el elfo hablaba de él y, poco a poco, entreabrió los párpados para acostumbrar las pupilas a la luz. Se estiró un poco y se le escapó un gruñido de dolor, y entonces volvió a abrir los ojos de par en par… Y se quedó pasmado al verse completamente rodeado de elfos de tez pálida y gesto severo.
—¿Estás consciente? —le preguntó uno en el lenguaje común utilizada en el comercio.
—Y no poco sorprendido —respondió Nikwillig, a pesar de que la voz se le quebraba una y otra vez al pasar por la garganta reseca—. Los goblins le dieron bien al pobre Nikwillig.
—Todos los goblins han muerto —explicó el elfo que tenía a la derecha.
Ese elfo, que al parecer era el cabecilla, despidió a todos los demás, excepto a uno, con un gesto de la mano y después se inclinó para que Nikwillig pudiera verlo mejor. Tenía el cabello negro y liso, y los ojos de un color azul oscuro, demasiado juntos, en opinión del enano. Las cejas angulosas casi se unían sobre la afilada nariz en un oscuro trazo en forma de «V».
—Y hemos curado tus heridas —añadió en un tono de voz que sonaba chocante por lo sosegada y tranquilizadora habida cuenta del gesto ceñudo—. Te recuperarás, buen enano.
—¿Me sacasteis de allí? —preguntó Nikwillig—. Los goblins me pillaron en el río y…
—Matamos hasta el último de ellos —le aseguró el elfo.
—¿Y quiénes sois vosotros? —preguntó.
—Soy Hralien, del Bosque de la Luna, y éste es Althelennia. Cruzamos el río en busca de dos de los nuestros. Quizá los de Mithril Hall los hayáis visto.
—No soy de Mithril Hall, sino de la Ciudadela Felbarr —les informó Nikwillig, que aceptó la mano que Hralien le tendía y dejó que el elfo lo ayudara a incorporarse con cuidado hasta quedarse sentado—. Nos atacó esa bestia, Obould, y fue Bruenor quien nos rescató a mí y a mi amigo Tred. No he visto a vuestros amigos, lo siento.
Los dos elfos intercambiaron una mirada.
—Viajaban en grandes caballos voladores —añadió Althelennia—. A lo mejor los divisaste de lejos, a gran altura en el cielo.
—¡Ah, esos dos! —dijo Nikwillig, y los dos elfos se inclinaron hacia él con expresión anhelante—. No, no los he visto, pero oí hablar de ellos a los hermanos Rebolludo, que viajaron a Mithril Hall a través de vuestro bosque.
Los alicaídos elfos se echaron hacia atrás.
—¿Y el reino enano sigue en manos de Bruenor? —preguntó Hralien al mismo tiempo que Althelennia se interesaba por «un gran fuego que vimos estallar en el cielo occidental».
—Si a las dos cosas —contestó el enano—. Ese fuego era gnomo, y habría hecho sentirse orgulloso a un dragón.
—Tienes muchas cosas que contarnos, buen enano —comentó Hralien.
—Me parece que es lo menos que os debo —convino Nikwillig. Se estiró un poco más, chasqueó los nudillos, la nuca y los hombros unas cuantas veces antes de acomodarse con la espalda recostada en el tronco del árbol más cercano. Entonces, les relató su historia, desde la marcha con la caravana desde la Ciudadela Felbarr hacía ya semanas, hasta la desastrosa emboscada y su deambular al tuntún, herido y hambriento, junto a Tred. Les habló de la generosidad de los humanos y de la amabilidad de Bruenor Battlehammer, que los encontró a los dos cuando regresaba para ser coronado de nuevo rey de Mithril Hall.
Les contó lo ocurrido en Shallows y el osado rescate, y la inesperada ayuda de los enanos mirabareses, que iban de camino para unirse a sus parientes Battlehammer. Describió el enfrentamiento por encima del Valle del Guardián, estancado en un punto muerto, y describió con minuciosidad la escena de los cadáveres orcos apilados.
A lo largo de su relato, los elfos permanecieron muy atentos; absorbían cada palabra con la expresión impasible. No denotaron emoción alguna, ni siquiera cuando Nikwillig saltó de repente al describir la explosión provocada por Nanfoodle, una conflagración tan absoluta que había descabezado un espolón montañoso.
—Y así andaba la cosa, por lo que vi la última vez —acabó Nikwillig—. Obould había hecho retirarse a Bruenor por la puerta del oeste, y trolls, orcos, y gigantes le obligaban a hacer lo mismo por la puerta del este. Mithril Hall es una joya solitaria entre un montón de criaturas repulsivas.
Los dos elfos intercambiaron una mirada.
Y su expresión no consoló al maltrecho enano.
Después de más de una semana en marcha, Drizzt e Innovindil se encontraban en las estribaciones más altas de la Columna del Mundo. Gerti y sus casi tres veintenas de gigantes habían tomado un sendero sinuoso que conducía a tierras altas, pero habían avanzado con celeridad por el tortuoso camino. El desplazamiento les había dado a los dos elfos una buena perspectiva de los trabajos que se realizaban a lo largo del curso del Surbrin, y lo que habían visto no era tranquilizador. A lo largo de la orilla, en especial en todos los vados conocidos y cualquier otra zona en la que pareciera posible cruzar la corriente, se habían construido fortificaciones que se seguían mejorando de forma constante.
La pareja de elfos intentó centrarse en la misión que tenían entre manos en ese momento y que era rescatar a Amanecer, pero no les resultó nada fácil, sobre todo a Innovindil, que se preguntaba a menudo de viva voz si no tendría que cambiar de rumbo y cruzar el río desde una zona alta a fin de advertir a los suyos.
Pero los elfos del Bosque de la Luna vigilaban cuidadosamente el Surbrin y, como Innovindil tenía que confiar en que fuera así, ya estarían enterados de lo que se estaba tramando.
Así pues, siguió con Drizzt, sin perder de vista el progreso de Gerti, atentos por si se presentaba la oportunidad de llegar hasta Amanecer. Sin embargo, en todos esos días no se había dado tal oportunidad.
Una vez que se encontraron en las montañas, en terreno más quebrado, mantener el contacto visual con los gigantes se fue haciendo más difícil. Varias veces Drizzt había convocado a Gwenhwyvar para que se adelantara y localizara al grupo, a fin de estar seguros de que Innovindil y él iban al menos a buen ritmo.
—Me temo que es una necedad —le dijo la elfa a Drizzt una noche.
Estaban acampados bajo las sombras de un saliente rocoso, con la cobertura justa para que el elfo oscuro se atreviera a encender una pequeña lumbre. Normalmente no lo habría hecho, pero a pesar de que el otoño apenas había empezado en el sur, cerca de Mithril Hall, allí arriba, a tanta altitud, el viento traía ya el soplo mordiente del invierno.
—Y mientras nos lanzamos a una misión de locos mi pueblo y tus enanos están bajo asedio.
—No abandonarás a Amanecer mientras quede una esperanza —contestó Drizzt con una sonrisa, y su expresión tanto como sus palabras actuaron como un espejo poco halagüeño para la mujer elfa—. Lo que ocurre es que te sientes frustrada —añadió.
—¿Y tú no?
—Pues claro que sí. Me siento frustrado y triste, y lo que más deseo es separar la fea cabeza de Obould de sus hombros.
—¿Y cómo combates tales emociones. Drizzt Do’Urden?
El elfo oscuro hizo una pausa antes de contestar porque vio un cambio en los ojos de Innovindil al hacerle la pregunta y notó una clara alteración en el tono de su voz. Comprendió que se lo había preguntado para obtener una respuesta tanto para ella como para él mismo. Muchas veces, en los días que llevaban jumos, Innovindil se había vuelto hacia él para plantearle cosas como: «¿Sabes lo que significa ser un elfo, Drizzt Do’Urden?». Era evidente que esperaba ser una especie de mentora con él en lo concerniente a usos y costumbres elfos, y había lecciones que le alegraba aprender. También reparó, por primera vez con esa última pregunta, en que cuando Innovindil empezaba con su sutil sistema de enseñanza, acababa la pregunta llamándolo por su nombre completo.
—En momentos de reflexión —contestó—. Al alba, generalmente, hablo conmigo mismo en voz alta. A buen seguro que cualquiera que me oyera pensaría que estoy loco, pero hay algo especial en pronunciar las palabras, en expresar de viva voz mis miedos, mi dolor y mi culpabilidad, algo que me ayuda a esclarecer esas emociones con frecuencia irracionales.
—¿Irracionales?
—Mis ideas racistas respecto a mi propio pueblo —repuso Drizzt—. Mi dedicación a lo que sé que es correcto. Mi dolor por la pérdida de un amigo o incluso de un enemigo.
—Ellifain.
—Sí.
—No tuviste la culpa.
—Lo sé. Claro que lo sé. De haber sabido que era Ellifain habría intentado disuadirla o derrotarla de un modo que no hubiese sido letal. Se que fue ella misma la que provocó su muerte. Con todo, sigo sintiéndome triste y todavía continúa siendo algo doloroso para mí.
—¿Y te sientes culpable?
—Un poco —admitió Drizzt.
Innovindil, que estaba al otro lado de la lumbre, se incorporó, la rodeó y se puso de rodillas delante de donde Drizzt estaba sentado. Alzó una mano y le rozó suavemente la cara.
—Te sientes culpable porque tu naturaleza es apacible, Drizzt Do’Urden. Como lo soy yo, como lo era Tarathiel, como lo es la mayoría de elfos, aunque hacemos bien en disimular esos rasgos ante otros. Nuestra conciencia es nuestra salvación. Ese cuestionarnos todo, lo que está bien y lo que está mal, del acto y la consecuencia, es lo que define nuestro propósito. Y no te engañes: a menudo, todo lo que tienes en una vida medida en siglos es cierto sentido del propósito.
Y qué bien había llegado a conocer Drizzt esa verdad.
—¿Expresas tus pensamientos después del hecho? —inquirió Innovindil—. ¿Tomas tus experiencias y las expones ante ti a fin de considerar tus propias acciones y sentimientos a la vista y a la luz reveladora de la percepción?
—En ocasiones.
—Y mediante ese proceso, ¿interioriza Drizzt Do’Urden las lecciones que ha aprendido? Al reafirmar tus actos, ¿adquieres más seguridad en ti mismo si se presentara otra situación similar?
La pregunta hizo que Drizzt se retrepara un minuto. Tenía que creer que Innovindil había dado con algo. Él había resuelto muchas de sus luchas internas mediante las discusiones consigo mismo, casi había trazado un círculo completo, o eso creía…, hasta el desastre de Shallows.
Miró de nuevo a Innovindil y notó que la elfa se encontraba muy cerca de él. Percibía la calidez de su aliento. El cabello dorado parecía muy suave en ese momento, casi fulgente con la luz de la lumbre de fondo, y sus ojos, oscuros y misteriosos, pero a la vez rebosantes de intensidad.
Ella alzó la mano y le acarició la cara con suavidad. Drizzt sintió acelerársele el pulso e hizo un gran esfuerzo para controlar los temblores.
—Creo que tienes una alma dulce y hermosa, Drizzt Do’Urden. Ahora entiendo mejor el difícil camino que recorres y admiro tu dedicación.
—Entonces, ¿ya crees que sé lo que es ser un elfo? —le preguntó Drizzt, más para aliviar la repentina tensión que lo asaltaba, para alegrar el ánimo, que por otra cosa.
Pero Innovindil no lo dejó escapar tan fácilmente.
—No —dijo—. Has pillado la mitad de la ecuación, la mitad que se ocupa de prever el curso de las cosas a largo plazo. Reflexionas y te preocupas, te exiges examinar honradamente tus actos y te conminas a darte respuestas sinceras. Los elfos jóvenes reaccionan y examinan, y a lo largo de ese camino honrado de autoevaluación, algún día llegarás a reaccionar a todo cuanto te salga al paso con la plena seguridad de que haces lo correcto.
Drizzt se echó hacia atrás sólo un poco, a la par que Innovindil continuaba adelantándose; tenía la cara a menos de un dedo de distancia de la suya.
—¿Y la mitad que no he aprendido? —inquirió, temeroso de que la voz le fallara a cada palabra que pronunciaba.
Por toda respuesta, Innovindil se acercó más y lo besó.
Drizzt no supo cómo responder. Se quedó sentado, pasivo, durante largos instantes, sintiendo la suavidad de los labios y la lengua de la elfa, la mano acariciándole el cuello y el cuerpo ágil pegado contra él. La sangre le palpitaba rauda por las venas y le pareció que el mundo giraba… Drizzt dejó incluso de pensar y se limitó a… sentir.
Empezó a devolver los besos a Innovindil y sus manos se deslizaron por el cuerpo de la elfa. Oyó un ahogado gemido que escapaba de sus propios labios, pero en realidad no fue consciente de ello.
La elfa interrumpió el beso de repente y se apartó al mismo tiempo que interponía los brazos para impedir que Drizzt la siguiera. Miró al elfo oscuro con curiosidad un instante.
—¿Y si está viva? —preguntó después.
Drizzt iba a inquirir el porqué del cambio repentino, pero entonces el sentido de la pregunta se abrió paso en su mente; su reacción fue balbucear unas palabras.
—Si supieras que Catti-brie está viva, entonces, ¿querrías seguir con esto? —le planteó Innovindil en un tono que casi se escuchó la coletilla de «Drizzt Do’Urden» al final de la pregunta.
A Drizzt le daba vueltas la cabeza.
—P…pero… —consiguió balbucir.
—¡Ah, Drizzt Do’Urden! —siguió Innovindil. La elfa giró sobre sí misma y se puso de pie con gracilidad—. Pasas demasiado tiempo bajo un control absoluto. Te planteas el futuro a cada movimiento.
—¿Y eso es ser elfo? —preguntó Drizzt en un tono cargado de sarcasmo.
—Podría serlo —respondió ella. La elfa volvió a acercarse y se inclinó para mirarlo con aire travieso, pero directamente a los ojos—. Según tu experiencia, el estoicismo significa ser elfo. Pero dejarse llevar de vez en cuando, amigo mío, significa estar vivo.
Soltó una risita mientras se daba media vuelta y se apartaba.
—Fuiste tú la que se separó, no yo —le recordó Drizzt, e Innovindil se giró bruscamente hacia él.
—No contestaste a mi pregunta.
Tenía razón y Drizzt lo sabía. Ni siquiera alcanzaba a imaginar las emociones divididas que lo habrían asaltado si hubieran llegado hasta el final.
—Te he visto ser temerario en el combate —prosiguió ella—, pero ¿en el amor?, ¿en la vida? ¡Con tus cimitarras tentarás la suerte y te enfrentarás a diez gigantes! Pero ¿eres igual de valeroso con tu corazón? Gritarás, iracundo, contra la ralea goblin, pero ¿te atreverías a gritar de pasión?
Drizzt no contestó porque no tenía respuesta que dar. Bajó la vista y volcó una risita de desprecio hacia sí mismo; se sorprendió cuando Innovindil volvió a sentarse a su lado y le pasó el brazo por los hombros en un gesto reconfortante.
—Estoy sola —dijo la elfa—. Mi amante ha muerto y mi corazón se ha quedado vacío. Lo que necesito ahora es un amigo. ¿Eres tú ese amigo?
Drizzt se inclinó hacia ella y la besó, pero en la mejilla.
—Por fortuna —contestó—. Pero cuando juegas tan alegremente con mis emociones, ¿soy tu amigo o tu discípulo?
Innovindil adoptó una actitud pensativa.
—Espero que aprendas de mis experiencias como espero aprender yo de las tuyas —dijo al cabo de un momento—. Sé que mi vida se ha enriquecido gracias a tu compañía en estos últimos días. Confío en que puedas decir lo mismo.
Drizzt sabía que no era menester que respondiera a eso. Rodeó a la elfa con su brazo y la atrajo contra sí. Permanecieron sentados bajo las estrellas y dejaron que la Ensoñación los calmara.