TROPIEZOS
Mareado y debilitado por el hambre, con las extremidades entumecidas y los dedos raspados y magullados por una docena de caídas mientras intentaba avanzar por el difícil terreno montañoso, Nikwillig daba paso tras paso obstinadamente y seguía adelante a trompicones. Ya ni siquiera estaba seguro de hacia dónde se dirigía…, sólo adelante. Una parte de su ser únicamente deseaba dejarse caer al suelo y perecer, librarse del dolor y del vacío que sentía tanto en el estómago como en la cabeza.
Los últimos días habían sido horribles para el pobre enano de la Ciudadela Felbarr. No tenía comida, aunque agua podía encontrar de sobra. Llevaba la ropa con desgarrones por muchos sitios como resultado de las caídas, incluida una que lo había hecho bajar rebotando diez metros por una cuesta pedregosa. Esa caída lo había dejado inconsciente casi una hora, además de desarmado. En algún momento del descenso Nikwillig había soltado la espada corta y la suerte había querido que el arma rebotara y fuera a parar a una oquedad, en realidad una grieta profunda entre dos inmensas losas de granito. Después de recuperar el sentido, el enano había desandado sus pasos y había acabado por encontrar el arma, pero ¡ay!, se hallaba fuera de su alcance.
Había cogido una rama pequeña para desplazar la espada a una posición desde la que fuera más fácil cogerla. Sin embargo, la espada había resbalado desde la precaria situación en la que reposaba y había caído tintineando a otra zona más honda de la grieta.
Nikwilling, que de todas formas nunca había sido gran cosa como guerrero, se encogió de hombros con impotencia y la dio por perdida. No le hacia gracia la idea de ir desarmado por territorio hostil, con feos orcos en derredor, pero sabía que no podía hacer nada más.
Así, al igual que había hecho al contemplar la explosión de Nanfoodle y la retirada de los enanos, Nikwillig se encogió de hombros con resignación, simplemente. Continuó caminando en dirección este, aunque las trochas lo iban conduciendo más al norte de lo que habría querido.
Al Cabo de unos días, el enano sólo avanzaba a trompicones y casi a ciegas. Repetía «Surbrin» sin cesar, una y otra vez, como un recordatorio, pero la mayoría del tiempo ni siquiera sabía lo que significaba esa palabra, Únicamente la obstinación enana era lo que lo mantenía en movimiento.
Un pie detrás de otro.
Entonces caminaba por terreno más llano, aunque apenas era consciente de ello, de modo que progresaba con más velocidad. Al principio del viaje había caminado de noche y en las horas diurnas se había escondido en covachas poco profundas, pero después ya todo le pareció igual.
No importaba. Nada importaba excepto mover primero un pie y luego otro, y repetir la palabra Surbrin.
Mas, de repente, algo cobró importancia.
Le llegó con la brisa. No era una imagen ni un sonido, sino un olor. Alguien cocinaba.
El estómago del enano rugió en respuesta, y Nikwillig dejó de andar, hubo un momento de claridad en su mente. En cuestión de segundos, sus pies se movían de nuevo por voluntad propia, al parecer. Giró a un lado, no sabía si a derecha o a izquierda, o en qué dirección. El aroma a carne cocinada lo arrastraba inexorablemente hacia adelante; el enano se inclinó en esa dirección a medida que caminaba y empezó a lamerse los labios agrietados, sucios.
Los sentidos se le despertaron más cuando vislumbró la lumbre y al tocinero: piel de un color amarillento enfermizo, mata de pelo negro despeinado y saliente mandíbula inferior.
No había nada que despejara más a un enano que ver a un goblin.
La criatura no parecía haberse percatado de su presencia. Estaba en cuclillas e inclinada sobre el agujero de la lumbre y vertía un poco de jugo que tenía en un cuenco de piedra.
Nikwillig se relamió otra vez al ver el espeso aderezo que salpicaba sobre la carne oscura y jugosa.
«Pierna de cordero», pensó Nikwillig, y el baqueteado enano necesitó hasta el último resquicio de control para no gemir en voz alta ni arremeter ciegamente, sin más.
Se mantuvo en su puesto de observación el tiempo suficiente para echar una ojeada a derecha e izquierda. Al ver que no había por allí más monstruos, el enano se lanzó a la carga, gacha la cabeza y corriendo directamente hacia el cocinero goblin, que seguía sin reparar en él.
El goblin se enderezó y después se giró hacia atrás con curiosidad, justo a tiempo de recibir el impacto del enano volador en un hombro. Los dos salieron lanzados, golpearon el espetón y esparcieron chispas de la lumbre. Se dieron un trompazo de aúpa, el cuenco dio volteretas en el aire y casi todo el jugo caliente salpicó en la cara del goblin. La criatura aulló de dolor por las quemaduras e intentó incorporarse, pero Nikwillig le agarró el flaco cuello con las dos manos. Luego, le levantó la cabeza y la golpeó contra el suelo varias veces, tras lo cual se levantó a trompicones y dejó al goblin lloriqueando y hecho un ovillo en el suelo.
También la pierna de cordero había acabado en el suelo y había rodado por la tierra, pero el enano ni siquiera se paró para limpiarla. La agarró con ambas manos, le clavó los dientes con ansiedad, y fue arrancando grandes bocados de la jugosa carne que se tragaba sin apenas masticar.
Después de engullir unos cuantos bocados Nikwillig paró lo suficiente como para volver a respirar y saborear la carne.
A su alrededor estalló un griterío.
El enano se incorporó a trompicones y echó a correr. Una lanza le pinchó el hombro, pero no se le clavó. El sentido común le habría aconsejado que tirara la carne y corriera con todas sus ganas, pero, con el hambre que sentía, Nikwillig estaba muy lejos de actuar con sentido común.
Aferró la pierna de cordero contra su pecho como si se tratara de su único hijo y apretó a correr esquivando rocas y árboles en un intento de poner el mayor trecho posible entre él y los monstruos que lo perseguían.
Salió de un pequeño bosquecillo y resbaló por frenar con brusquedad, ya que se encontraba al borde de una cuesta no demasiado larga, pero de pendiente muy pronunciada. Allí abajo, a apenas unos quince metros de sus pies, la ancha y brillante corriente del Surbrin fluía de forma imparable por el cauce.
—El río… —musitó Nikwillig, y entonces recordó su meta cuando dejó atrás el alto apostadero de la montaña al norte de Mithril Hall. «¡Oh, si pudiera cruzar el río!».
Un gritó a su espalda lo puso de nuevo en movimiento y bajó la cuesta a trompicones, una zancada, dos… Entonces se fue de bruces y se dio un fuerte golpe, y se dobló sobre sí mismo para descender rodando. Cogió velocidad, pero no soltó su preciada carga mientras rodaba y botaba todo el trecho hasta caer con un chapoteo en agua helada.
Se puso de pie y vadeó hasta la orilla, donde intentó correr.
Algo lo golpeó con fuerza en la espalda, pero el enano se limitó a gritar y siguió corriendo.
«Si encontrara un tronco… lo arrastraría hasta el río y, a pesar de la maldita agua helada, me aferraría a él y lo empujaría para alejarme de la orilla».
Los árboles que vio un poco más adelante parecían prometedores, sin embargo los gritos sonaban más cerca, y Nikwillig temió que no lo conseguiría.
Y por alguna razón que no acababa de entender, movía las piernas cada vez más despacio y le hormigueaban como si se le hubieran quedado dormidas.
El enano se paró y miró hacia abajo; vio sangre —su sangre— que goteaba en el suelo entre los pies bien separados. Echó la mano hacia atrás y fue entonces cuando comprendió que el golpe que había sentido no era ni muchos menos un puñetazo, porque su mano sujetaba el astil de una lanza goblin.
—¡Oh, Moradin!, me tomas el pelo —dijo Nikwillig, que cayó de rodillas.
Detrás se oían los gritos y ululatos de los goblins a la carga.
Bajó la vista hacia las manos, a la pierna de cordero que sujetaban, y encogiéndose de hombros, se la llevó a la boca y arrancó otro pedazo de carne.
Sin embargo, no se lo tragó tan de prisa, sino que lo masticó despaciosamente, saboreando la melosidad de la carne, su textura, y la calidez Se le ocurrió que si tuviese una jarra de aguamiel en la otra mano ése sería un buen modo de que un enano muriera.
Sabía que los goblins estaban cerca, pero le sorprendió cuando un garrote se estrelló contra la parte posterior de su cabeza y el impacto lo arrojó de bruces en el suelo arenoso.
Nikwillig de la Ciudadela Felbarr intentó concentrarse en el sabor del cordero; trató de cerrar su mente al dolor.
Esperó que la muerte fuera rápida.
Y entonces, ya no supo nada más.