10

UN GIRO INESPERADO

Oyó el toque de un cuerno en alguna parte recóndita de su mente y el suelo empezó a temblar bajo él. Sacado bruscamente de la Ensoñación, el estado de meditación de los elfos semejante al sueño, Drizzt Do’Urden abrió repentinamente los ojos color lavanda. En un movimiento que parecía tan fácil como su parpadeo, el drow se incorporó de un salto mientras, con un gesto instintivo, sus manos se dirigían hacia las cimitarras colgadas a las caderas.

Alrededor de un peñasco que actuaba como pantalla para el viento en el campamento al aire libre, sin techo, apareció Innovindil a paso rápido.

Bajo sus pies la montaña temblaba. A un lado, Crepúsculo piafó y relinchó.

—¿Los enanos? —preguntó la elfa.

—Esperemos que sean ellos —contestó Drizzt, porque no quería ni pensar la infernal destrucción que aquella sacudida podría estar causando al Clan Battlehammer si era obra de los secuaces de Obould.

Los dos bajaron a todo correr por la rocosa ladera. Ninguna otra raza podía haber igualado el paso de los veloces y ágiles elfos, drow y de la luna. Corrieron codo con codo, saltando sobre peñas y salvando estrechas grietas, tan profundas que no se veía el fondo. Codo con codo superaron todas las barreras naturales; Drizzt izaba a Innovindil por encima de un bajo muro de piedra y ella se volvía para tenderle la mano y tirar de él hacia arriba.

Corrieron ladera abajo ayudándose el uno al otro. Llegaron a una cuesta de declive suave y prolongado que acababa en un tajo vertical, pero en lugar de frenar la veloz carrera a medida que se acercaban al precipicio, agacharon la cabeza y aceleraron. Al final de la cuesta, asomado al precipicio, crecía un pequeño árbol, y la pareja llegó a él con una ligera diferencia. Drizzt saltó y giró, situándose con el torso en horizontal. Se agarró al árbol con los brazos extendidos y viró alrededor valiéndose del impulso para desviarse hacia el lado opuesto.

Innovindil lo siguió con un movimiento semejante, y los dos continuaron corriendo por la cornisa. Se dirigieron hacia el mismo balcón natural desde el que habían presenciado el asalto de Obould a Mithril Hall, una roca alta y lisa en el saliente occidental que les permitía otear la mayor parte del valle, a excepción de la zona que estaba junto a las grandes puertas del reino subterráneo.

A no tardar, la pareja oyó gritos procedentes de abajo, y a Drizzt le dio un vuelco el corazón cuando identificó que los gritos sólo eran de orcos.

Para cuando los elfos llegaron a su puesto de observación, los orcos salían en tropel por las puertas rotas y regresaban al Valle del Guardián en plena huida. Las llamas, que habían hecho presa de algunos, irradiaban un brillo anaranjado bajo la menguante luz diurna; otros avanzaban a trompicones, obviamente heridos.

—Los enanos contraatacan —observó Innovindil.

Las manos de Drizzt fueron hacia las empuñaduras de las cimitarras e incluso dio un paso, pero la elfa lo agarró por el hombro y lo hizo detenerse.

—Lo mismo que hiciste por mí cuando mataron a Tarathiel —explicó al ver el ceño del drow, que se había vuelto para mirarla—. Nosotros no podemos hacer nada ahí abajo.

Al mirar de nuevo al valle, Drizzt comprendió que ella tenía razón. La zona más cercana a las puertas era un agitado mar de guerreros orcos que gritaban y se empujaban, algunos hacia las puertas rotas y otros en dirección contraria. En medio de aquel mar, aquí y allí, se veían gigantes cual altos mástiles de una armada que se agrupara cautelosa y prudentemente. Procedentes del interior resonaban los ecos inconfundibles de una batalla: estrépito de gritos y chillidos, entrechocar de metal contra metal, chirridos de piedra deslizándose sobre piedra.

Un gigante salió trastabillando y dispersando a los orcos que se encontraba delante.

Arriba, en la roca, Drizzt se golpeó la palma de la mano con el puño en un gesto de victoria porque en seguida resultó evidente que los enanos ganaban la batalla, que estaban desalojando sin contemplaciones de Mithril Hall a los secuaces de Obould.

—Ceden terreno —dijo Innovindil.

Drizzt se volvió y vio que la elfa se había desplazado un buen trecho, que incluso se había descolgado por el borde de la roca lisa para obtener una vista aún mejor.

—¡Los enanos se han hecho con el control de las puertas! —informó a gritos.

Drizzt volvió a golpearse la palma con el puño y felicitó en silencio a los súbditos del rey Bruenor. Había visto su temple y su valía muchas veces en el frío y duro territorio del Valle del Viento Helado, así como en la guerra contra su pueblo, los drows de Menzoberranzan. Por ello, al considerar a sus anteriores compañeros, comprendió que no debería sorprenderle el repentino giro de los acontecimientos. Con todo, incluso a Drizzt le costaba creer que a un ejército como el de Obould se lo hubiera rechazado con tanta eficacia.

Innovindil se reunió con él al cabo de un rato, cuando la lucha hubo disminuido un tanto. Enlazó su brazo con el del drow y se apoyó en él.

—Por lo visto el rey orco subestimó la fuerza del pueblo del rey Bruenor —comentó.

—Me ha sorprendido que hayan contra—atacado a los orcos de esa forma —admitió Drizzt—. Los túneles contiguos al vestíbulo son reducidos y mucho más fáciles de defender.

—No querrían tener la peste de los orcos en sus cámaras.

Drizzt se limitó a sonreír.

La pareja siguió en el mismo sitio un buen rato. Cuando por fin decidieron quedarse el resto de la noche se instalaron allí mismo, en la roca lisa, ambos ansiosos de ver qué pensaban hacer los orcos para contrarrestar la carga de los enanos.

Cuando horas más tarde los rayos oblicuos del sol naciente se deslizaron sobre ellos y los sobrepasaron para iluminar el valle que se abría a sus pies, a los dos elfos les sorprendió un poco comprobar que los orcos se habían retirado de las puertas y que no parecían tener prisa en acercarse de nuevo. De hecho, que Drizzt e Innovindil vieran, daba la impresión de que orcos y gigantes levantaban sus propias posiciones defensivas. La pareja observó con curiosidad a las cuadrillas de orcos que transportaban pesadas piedras desde las laderas y las amontonaban junto a otros grupos que trabajaban a buen ritmo en la construcción de muros.

De vez en cuando, un gigante cogía una de esas piedras, soltaba un bramido desafiante, y la arrojaba hacia la zona de la entrada, aunque eso, al parecer, era a lo más que llegaba el contraataque del coloso.

—¿Cuándo se ha vista que unos orcos cedan terreno de tan buen grado, salvo si están en retirada? —preguntó el drow tanto a sí mismo como a su compañera.

Innovindil estrechó los ojos azules y escrutó con más detenimiento el valle que se abría allí abajo en busca de alguna pista que señalara la existencia de una razón para un comportamiento tan poco convencional en los brutales monstruos. Sin embargo, lo único claro era que los orcos no se agrupaban para lanzar otro asalto ni huían en desbandada, como tenían por costumbre. Se estaban atrincherando.

Delly Curtie se acercó sigilosamente a la puerta entreabierta. Llevaba las botas en la mano porque no quería que sonaran en el duro suelo de piedra. Se agazapó y atisbo por la rendija; aunque no la sorprendió, sí se sintió defraudada al ver a Wulfgar sentado junto a la cama e inclinado sobre Cattibrie.

—Los rechazamos —dijo.

—Espero que murieran más de los que huyeron —contestó la mujer en un tono de voz todavía débil.

Cattibrie había tenido que tragar con trabajo un par de veces para conseguir pronunciar la corta frase, pero resultaba evidente que su mejoría avanzaba firme y regularmente. Cuando la bajaron de la cornisa, los clérigos temían que las heridas fueran mortales, pero en lugar de eso resultó que se las vieron y se las desearon para conseguir que la mujer siguiera en cama y no se uniera a la lucha.

—Acabé con unos cuantos en tu nombre —le aseguró Wulfgar.

Delly no le veía la cara, pero estaba segura de que la sonrisa que asomó al semblante de Cattibrie era un reflejo de la de él.

—¡Ajá!, apuesto a que sí —contestó ella.

Delly Curtie deseaba entrar corriendo y darle un puñetazo; así de sencillo. El bonito rostro, la radiante sonrisa, el brillo en los ojos de un color azul intenso, aun considerando sus heridas, irritaban a la mujer de Luskan.

—¿Ya vuelves a hablar como una enana, bonita? —susurró entre dientes Delly al advertir que el acento de Catti-brie, en tan difícil momento de vulnerabilidad, parecía más afín a los túneles de Mithril Hall que el lenguaje más correcto que había utilizado en los últimos tiempos. En realidad, Catti-brie hablaba más como Delly.

Delly sacudió la cabeza ante su mezquindad e intentó dejarlo correr.

Entonces, Wulfgar dijo algo que no alcanzó a entender y se echó a reir, coreado Cattibrie. ¿Cuando había sido al última vez que Wulfgar y ella se habían reído así? ¿Lo habían hecho alguna vez?

—Nos la van a pagar cumplidamente y más —dijo Wulfgar, a lo que Catti-brie asintió y sonrió otra vez—. Se habla de romper el cerco por la puerta oriental, de vuelta al Surbrin. Nuestros enemigos son más fuertes en el oeste, pero allí sus filas van disminuyendo.

—¿Dar un viraje al este? —preguntó Catti-brie.

Delly vio que Wulfgar se encogía de hombros.

—Sea como sea, ellos no consideran factible el acceso por ese lado y tampoco pueden imaginar que seamos capaces de romper el cerco —explicó el bárbaro—. Pero los ingenieros insisten en que sí podemos, y en seguida Probablemente usarán uno de los mejunjes de Nanfoodle y acabarán volando media montaña.

Aquello dio pie a otra risa a dúo, pero Delly pasó ésa por alto. Estaba demasiado interesada en las posibilidades implícitas que había en lo que Wulfgar estaba diciendo.

—La Ciudadela Felbarr nos ayudará a través del Surbrin —prosiguió Wulfgar—. Su ejército marcha en este momento hacia la ciudad Filo del Invierno, justo al otro lado del río y hacia el norte. Si conseguimos afianzar nuestra posición desde la puerta oriental hasta el río y establecer una línea de suministros y de nuevas tropas desde el otro lado del río, Obould no volverá a obligarnos a entrar en Mithril Hall y encerrarnos aquí abajo.

«Y toda esa gente del norte verá cumplirse su deseo y se marchará del reino», añadió Delly para sus adentros.

Vio que Cattibrie se incorporaba con esfuerzo y que sólo hacía un leve gesto de dolor por el movimiento. Volvió a esbozar la deslumbrante sonrisa que traspasó el corazón de Delly.

Por la mujer sabía que Wulfgar estaba sonriendo de forma parecida.

Sabía que los dos compartían un vínculo mucho más profundo de lo que ella podía esperar tener jamás con el hombre que se llamaba su marido.

—No romperán el cerco sin pagar un alto precio —dijo Obould a los que se agrupaban a su alrededor, los chamanes principales y los jefes de tropa, así como Gerti Orelsdottr y unos cuantos de sus destacados gigantes de la escarcha—. Están en su agujero y seguirán en él. No escatimaremos esfuerzos en la fortificación de este valle. Al igual que los enanos construyeron el vestíbulo de su refugio para que cualquier invasión costara cara, este valle será nuestra primera línea de matanza.

—Pero ¿no volveréis a entrar? —inquirió Gerti.

Enfrente de ella, Tsinka Shinriil y algunos de los otros chamanes gruñeron ante tal idea; Obould les dirigió una mirada de soslayo.

—Que se queden con su agujero —le contestó a Gerti—. Yo… Nosotros tenemos todo esto —hizo un gesto con el brazo musculoso que abarcaba el entorno de las montañas y las vastas tierras del norte.

—¿Y qué pasa con Proffit? —se atrevió a preguntar Tsinka—. Lo situamos en los túneles meridionales para que luchara con los enanos. Los trolls aguardan nuestra victoria.

—Pues qué tenga éxito —dijo Obould—, pero nosotros no entramos.

—¿Abandonas a un aliado?

El entrecejo fruncido de Obould indicó a los presentes que Tsinka estaba a una palabra de la muerte en ese momento.

—Proffit ha sacado más beneficio del que jamás habría soñado —repuso el rey orco—. ¡Gracias a Obould! Luchará y se apoderará de más túneles o lo rechazarán de vuelta a los Pantanos de los Trolls, donde nunca ha ostentado una supremacía tal. —Los ojos amarillos surcados de venas rojas del rey orco se estrecharon en un gesto peligroso, y un quedo gruñido escapó entre los labios atirantados cuando inquirió—: ¿Tienes algo más que añadir al respecto?

Tsinka retrocedió, encogida.

—Entonces, ¿así termina el asunto? —preguntó Gerti.

Obould se volvió hacia la giganta.

—Por ahora —contestó—. Hemos de afianzar lo que hemos conquistado antes de avanzar más contra nuestros enemigos. El peligro radica ahora en el este principalmente, en el Surbrin.

—O en el sur —apuntó Gerti—. No hay corrientes caudalosas al sur que nos protejan de los ejércitos de Everlund y de Luna Plateada.

—Si nos atacan desde el sur, la intervención de Proffit nos dará el tiempo que necesitamos —explicó Obould—. Los enemigos que hemos de esperar son Adbar y Felbarr. De enano a enano. Si consiguen abrir brecha en el Surbrin intentarán cortar en dos nuestras líneas.

—No olvides los túneles —añadió uno de los ayudantes de Gerti—. Los enanos conocen bien las capas altas de la Antípoda Oscura. ¡Podríamos encontrarnos con ellos saliendo por agujeros en mitad de nuestro campamento!

Todas las miradas se volvieron hacia el seguro Obould, que pareció aceptar y apreciar la advertencia.

—Haré construir una torre de vigilancia en cada colina y una muralla en cada paso. No habrá ningún reino mejor fortificado y mejor preparado contra los ataques, ya que ningún reino está tan rodeado de enemigos.

»Cada día que pase se consolidará un poco más el dominio de Obould, el reino de Flecha Oscura. —Caminó muy erguido entre los reunidos—. No bajaremos la guardia. No desviaremos los ojos de nuestro objetivo ni usaremos las armas los unos contra los otros. Nuestras filas se engrosarán. ¡Desde cada agujero de la Columna del Mundo y más allá vendrán a unirse al poder de Gruumsh y la gloria de Obould!

Gerti también mantenía una pose erguida aunque sólo fuera para empequeñecer al pomposo orco.

—Mías serán las estribaciones hasta los Pantanos de los Trolls y tú tendías la Columna del Mundo —le aseguró Obould—. La riqueza fluirá hacia el norte como pago por tu alianza.

El feo orco sonrió enseñando los dientes y dio una fuerte palmada. Al instante, desde un lado de la reunión, se acercó un grupo de orcos que traía un pegaso al que habían atado las patas con una maniota.

—No es una montura adecuada —le dijo a Gerti—. Se trata de una bestia estúpida y poco fiable. Para el rey Obould, un grifo, quizá, o un dragón… Sí, eso me gustaría. Pero no una criatura tan blanda y delicada como ésta. —Miró a su alrededor—. Se me pasó por la cabeza comérmela —bromeó, y todos los orcos soltaron risitas—, pero observé la expresión intrigada de tus ojos, Gerti Orelsdottr. Nuestra percepción de la fealdad y la belleza difiere. Sospecho que consideras a esta bestia muy hermosa.

Gerti lo miró con escepticismo, como si esperara que echase a andar y cortara en dos al pegaso.

—Tanto si te parece hermosa como si te parece fea, la bestia es tuya —dijo Obould, que sorprendió a todos los orcos que estaban presentes—. Tómala como un trofeo o como una comida, a tu arbitrio, y acéptala con mi gratitud por todo lo que habéis hecho aquí.

Ninguno de los reunidos, ni siquiera los gigantes de la escarcha más amigos de Gerti, habían visto a Gerti tan perturbada, excepto en aquella ocasión en la que Obould la superó en combate. A cada paso, el rey orco parecía desconcertar más a la dama Orelsdottr.

—¿Te parece feo y por eso me lo ofreces? —demandó Gerti con aire reticente, farfullando la enrevesada refutación y, obviamente, sin mucho convencimiento.

Obould ni se molestó en contestar. Se quedó allí, mirándola sin perder la sonrisa.

—Los vientos invernales empiezan a soplar en lo alto de las montañas dijo torpemente Gerti—. Nos tendremos que ir pronto de aquí si queremos ver el Brillalbo antes de la primavera.

Obould asintió con la cabeza.

—Quería pedirte que dejases a algunos de los tuyos a lo largo del Surbin a mi disposición, durante esta estación y la siguiente. Seguiremos construyendo mientras las nieves del invierno protejan nuestro flanco. Para el verano, el río será impenetrable a ataques, y tus gigantes podrían volver a casa…

La mirada de Gerti fue de Obould al pegaso varias veces ames de acceder.

La ladera al sur de la reconquistada puerta occidental de Mithril Hall era más accidentada y menos escarpada que los riscos al norte de esa puerta o los que señalaban el borde septentrional del Valle del Guardián, por lo cual fue la ruta de aproximación que Drizzt e Innovindil escogieron para descender. Al abrigo de la noche y moviéndose en silencio como sólo los elfos sabían hacer, la pareja fue eligiendo el camino con cuidado a lo largo del peligroso descenso, acercándose palmo a palmo hacia Mithril Hall. Sabían que los enanos habían ocupado las puertas de nuevo porque, de vez en cuando, una bola de brea en llamas o una saeta gruesa lanzada por una gran ballesta surcaba el aire hasta chocar con las defensas del ejército agazapado de Obould.

Convencido de que podrían entrar en el reino subterráneo, Drizzt comprendió que se le habían acabado las excusas. Era hora de ir a casa y afrontar los demonios de la aflicción. En el fondo del corazón sabía que sus esperanzas quedarían defraudadas, que vería confirmada la verdad intuida. Había perdido a sus amigos y a unos pocos cientos de metros —mientras escogía el camino entre las piedras— lo estaba aguardando la cruda realidad.

Pero siguió adelante, con Innovindil a su lado.

Habían dejado a Crepúsculo en la cumbre; no lo habían atado para que tuviera libertad de correr o de volar. El pegaso esperaría o huiría si era preciso, e Innovindil estaba convencida de que volvería a encontrarlo cuando lo llamara.

A unos cincuenta metros sobre el suelo del Valle del Guardián, la pareja se topó con un problema. Drizzt marchaba a la cabeza y descubrió que no había rutas fáciles hacia el pie de la ladera; tampoco había forma de que Innovindil y él llegaran abajo a cubierto.

—Tienen apostado un buen número de centinelas en alerta —susurró la elfa mientras se acercaba a él, agazapada—. Más centinelas y más alertas de lo que me esperaba.

—Este comandante es astuto —convino Drizzt—. Está dispuesto a que no lo pillen desprevenido.

—No podemos bajar por aquí —dedujo Innovindil. Los dos sabían que se habían equivocado de camino. A cierta distancia hacia atrás había llegado a una bifurcación en el descenso por una especie de barranco. Una de las sendas bajaba casi en línea recta hacia el resalte situado encima de las puertas, en tanto que la otra trocha, por la que habían optado, viraba hacia el sur. Al mirar las puertas, la pareja alcanzó a ver el otro sendero, y parecía que los habría conducido bastante cerca del fondo para intentar una última y desesperada carrera hacia el complejo enano.

Naturalmente se dieron cuenta de lo que pasaría: si entraban, no tendrían nada fácil volver a salir.

—No nos dará tiempo de volver sobre nuestros pasos y bajar de nuevo por la otra senda antes de que el amanecer nos sorprenda —explicó Drizzt—. Entonces, ¿lo intentamos mañana?

Se giró y se encontró a Innovindil mirándolo fijamente, con un gesto muy serio.

—Si entramos, estaré abandonando a mi pueblo —dijo la elfa cuya voz sonaba más queda incluso que los susurros con los que había conversado.

—¿Y eso por qué?

—¿Cómo volveremos a salir si no parece que haya una senda oculta hacia el suelo del valle?

—Encontraré la forma de que salgamos, aunque hayamos de trepar por las chimeneas de las fraguas de Bruenor —prometió el drow, pero Innovindil no dejó de sacudir la cabeza mientras él hablaba.

—Ve tú mañana. Tienes que volver con ellos.

—¿Solo? —preguntó Drizzt—. No.

—Debes hacerlo —insistió la elfa—. No podremos acercarnos a Amanecer en un futuro cercano. La mejor posibilidad para el pegaso podría ser una negociación entre Mithril Hall y Obould. —Posó la mano en el hombro de Drizzt y la subió para acariciarle la cara con suavidad, tras lo cual la retiró hacia la base de la nuca—. Yo seguiré vigilando desde aquí; de lejos, lo prometo. Sé que volverás y quizá entonces tengamos medios para recuperar al amigo y montura de Tarathiel. No puedo permitir que Obould retenga más tiempo a una criatura tan maravillosa. —De nuevo la mano delicada subió para acariciarle la mejilla—. Debes hacerlo. Por ti y por mí. Y por Tarathiel.

El drow asintió con un cabeceo. Sabía que ella tenía razón.

Empezaron a subir por la senda que habían utilizado, con la idea de volver al campamento escondido y después tomar la ruta alternativa cuando el sol empezara a meterse otra vez por el horizonte occidental.

La noche reverberaba con el sonido de martillos repicando y piedras rodando, tanto dentro del complejo enano como fuera, en el Valle del

Guardián, pero fue una noche sin incidentes para la pareja de elfos, tendidos el uno junto al otro bajo las estrellas y el frío viento otoñal. Con gran sorpresa para Drizzt, no se pasó las horas acosado por el temor de lo que le depararía la noche siguiente.

Al menos, en lo concerniente a sus amigos, no, porque su aceptación era una realidad. Temía por Innovindil y miró hacia la elfa muchas veces esa noche, jurando para sus adentros que regresaría lo antes posible para ayudarla en su misión.

Sin embargo, sus planes no se realizaron porque, bajo el sol brillante de la mañana siguiente, un alboroto en el Valle del Guardián atrajo a los dos elfos hacia su puesto de observación. Contemplaron con curiosidad una larga caravana compuesta en su mayoría por gigantes —por casi la totalidad de los gigantes— que partía hacia el oeste, alejándose de su posición, en dirección a la salida del valle. Algunos orcos viajaban con ellos, casi todos tirando de los carros de vituallas.

Y también formaba parte de la caravana otra criatura. Incluso desde la distancia, a los penetrantes ojos de la elfa no le pasó inadvertida la reluciente capa blanca del pobre Amanecer.

—¿Levantan campamento? —preguntó Innovindil—. ¿Se retiran?

Drizzt estudió la escena que se desarrollaba allá abajo, los movimientos de los orcos que no viajaban junto a los gigantes. El grueso del monstruoso ejército que había entrado en el Valle del Guardián no estaba en marcha, ni mucho menos. La construcción de barreras defensivas, muros tanto bajos como altos, seguía a pleno rendimiento.

—Obould no abandona el campo —observó el drow—, pero da la impresión de que los gigantes se han cansado de luchar o que en alguna otra parte se los necesita mucho más que aquí.

—Sea como sea, se llevan algo que no les pertenece —dijo la elfa.

—Y vamos a recuperarlo —juró Drizzt.

Bajó la vista hacia la senda que lo conduciría a las puertas occidentales de Mithril Hall, la que había decidido recorrer esa misma noche para zanjar el pasado y mirar hacia el futuro.

Echó otra ojeada al oeste y a la caravana, y supo que esa noche no pisaría la senda hacia la puerta.

No necesitaba hacerlo.

Miró a su compañera y le dirigió una sonrisa segura para demostrar que se sentía bien y que estaba preparado para ponerse en marcha.

Que estaba dispuesto a llevar a Amanecer de vuelta a casa.