INTERVENCIÓN DIVINA EN DISPUTA
Wulfgar agitó los brazos e intentó girar mientras caía con la esperanza de desviarse del área de tumulto donde los orcos gritaban de dolor y corrían de un lado para otro, donde el metal fundido irradiaba un fulgor rabioso y donde la cuba había rebotado con violencia. No pudo cambiar el ángulo de descenso, pero instintivamente se había impulsado hacia fuera nada más precipitarse al vacío. Cayó a plomo sobre un grupo de orcos sorprendidos, que enterró bajo su corpachón.
Aun así, sólo frenaron parcialmente la caída de casi ocho metros, y Wulfgar se dio un gran batacazo cuando los orcos que tenía debajo y él impactaron contra el suelo. Lo acometió un fortísimo dolor en muchas partes del cuerpo —supuso que se había roto más de un hueso en la caída—, pero sabía que no disponía de tiempo siquiera para torcer el gesto. Con un grito indescifrable, el bárbaro apoyó los pies en el suelo y se obligó a incorporarse a la vez que arremetía frenéticamente con el puño y el martillo a fin de mantener a raya a los orcos que había más cerca.
Se dirigió a trompicones hacia el corredor de salida, donde sabía que Bruenor y los otros presentaban la última resistencia en el vestíbulo, pero entre esa puerta y él se interponían muchos orcos. Cualquier esperanza que hubiera albergado de que la confusión creada por el metal fundido y la pesada cuba le ayudaría a escabullirse desapareció en seguida cuando los orcos reaccionaron ante su presencia y lo hostigaron con las lanzas desde todas partes. Sintió un pinchazo en el hombro y se giró rápidamente para partir la endeble punta de la lanza. Aegis-fang giró con fuerza en círculo e impactó contra el costado de un orco con un golpe lo bastante fuerte como para impulsarlo contra un segundo orco y mandar a los dos trastabillando contra un tercero.
Una lanza hirió a Wulfgar en las nalgas, y un orco caído en el suelo cerca de el lo golpeó con fuerza en el tobillo. El bárbaro pareó y se revolvió, giró el martillo y embistió con el hombro hacia adelante, pero se encontró con una resistencia cada vez más fuerte.
Ni él podía llegar a la puerta ni los enanos podían llegar hasta él.
A un lado de la posición de Wulfgar, un grupo de orcos se desplazaba cautelosamente hacia una puerta sin saber si daba a otro corredor o a una segunda cámara. Temerosos de que sus enemigos estuvieran esperándolos justo al otro lado de la puerta cerrada, los orcos llamaron a uno de los gigantes de la escarcha para que la echara abajo.
El gigante frunció el entrecejo, lamentando no llegar a tiempo de matar al humano caído, el mismo que había matado a su amigo con aquel martillo de guerra. Pero al reparar en que los orcos señalaban una puerta con gestos excitados, enseñó los dientes, se agachó y emprendió una corta carrera. El gigante embistió con el hombro contra la supuesta puerta con la idea de hacerla saltar de los goznes e irrumpir en la otra cámara.
Sólo que no era una puerta ni había una cámara.
Principalmente era cera con forma de puerta y no daba a un corredor ni a una cámara, sino que debajo había roca, una sección del muro que se había empapado concienzudamente con aceite de impacto.
La falsa puerta cedió de forma violenta y la cera se desintegró con la fuerza de una repentina y devastadora explosión. La multitud de punzantes fragmentos de metal introducidos en la cera salieron disparados por el aire hacia el otro lado de la cámara.
El gigante rebotó hacia atrás con una expresión de absoluta incredulidad en lo que le quedaba del rostro. El coloso mantuvo los brazos abiertos y bajó la vista hacia su cuerpo destrozado, hacia los trozos de gruesa ropa y piel desgarrados y colgantes desde la cabeza a los pies, hacia los regueros de sangre que manaba por todas partes.
El gigante miró hacia atrás con aire desvalido y se desplomó, muerto.
Y todos los orcos que había alrededor de la explosión de metralla devastadora se desplomaban, aullaban y morían.
Al otro lado del extremo oriental del gran vestíbulo, el combate se detuvo, y enanos y orcos por igual se volvieron para contemplar boquiabiertos la franja de muerte que la puerca explosiva había abierto en la línea de orcos y otro par de infortunados gigantes. No obstante, un único guerrero entre toda la multitud continuó luchando. Demasiado cegado por el dolor y la rabia para oír siquiera la explosión y los gritos, Wulfgar cobró velocidad al mismo tiempo que golpeaba con desenfreno y gruñía como un animal porque ni siquiera le quedaba sensibilidad para invocar el nombre de su dios.
Avanzaba por igual a trompicones y chocando de forma intencional contra las líneas de los distraídos orcos. Apenas si oyó el siguiente estruendo, aunque la repentina sacudida casi lo tiró al suelo cuando un enorme pedrusco impactó detrás de él, aplastó a un orco y atrapó parcialmente a un segundo. Si se hubiera vuelto, si sus sentidos no hubiesen estado hechos trizas por el dolor, físico y emocional, Wulfgar habría reconocido aquel pedrusco en particular.
Pero no miró atrás, sólo siguió adelante. Con ayuda de la distracción proporcionada por la explosión de la puerta falsa, se las arregló para abrirse paso hasta las filas de Bruenor. Los enanos salieron a su encuentro y lo rodearon con los brazos amorosos de una madre para conducirlo hacia su posición y meterlo en el túnel el primero.
—De prisa, llevadlo junto con los clérigos —ordenó el rey enano en el momento en que por fin tuvo oportunidad de echar un buen vistazo a su hijo adoptivo.
Puntas de lanzas y de flechas orcas sobresalían en el cuerpo del bárbaro por varios sitios, y eso sólo representaba una parte de las heridas visibles del maltratado hombre. Bruenor sabía que Wulfgar debía tener otras tantas heridas que no se veían.
El rey enano tenía que desechar el temor que sentía por su muchacho, y rápidamente, puesto que la retirada organizada estaba llegando a un punto crítico que requería una coordinación absoluta. Bruenor y sus guerreros siguieron presentando una pertinaz resistencia, sin embargo al mismo tiempo se iban desplazando hacia atrás en el inmenso vestíbulo y además cerraban filas a medida que se iban metiendo en el único corredor de salida.
Los que ocupaban las primeras filas mantenían la formación a toda costa, pero los que se encontraban más alejados de la lucha se separaban y echaban a correr para dejar despejado el camino de huida que tendría lugar muy pronto.
Más atrás, en espacios ocultos, los ingenieros ocupaban posiciones junto a los mecanismos de clavijas y manivelas.
Bruenor estaba en el centro de la última línea de combate, cara a cara con los orcos hostigadores. Ese día su hacha añadió otras cuantas mellas a las que ya tenía a cuenta de romper cráneos orcos. Con cada paso que retrocedía, el rey enano tenia que poner freno a la ira que sentía por él hecho de que aquellas sucias bestias hubiesen entrado en su sagrado reino, y se tenía que recordar que volvería a caer sobre los invasores antes dé que empezara un nuevo día.
Cuando su línea pasó del punto señalado, Bruenor gritó, y a su voz se unieron los gritos de todos los que lo rodeaban.
Los ingenieros sacaron las clavijas e hicieron caer literalmente el techo del corredor desde su posición hasta el umbral conectado al vestíbulo. Dos inmensos bloques de piedra se deslizaron sobre el corredor, aplastaron a los infortunados orcos que se encontraban debajo y dejaron aislados a una veintena de sus compañeros —los que estaban más cerca de los muchachos de Bruenor— del hervidero de tropas orcas que abarrotaban el vestíbulo.
Los encorajinados enanos dieron cuenta de ellos en un visto y no visto.
No obstante, la alegría de Bruenor por el éxito de la evacuación y por la noticia de que las heridas de Wulfgar no eran muy graves duró poco. Al cabo de unos instantes, la ruta de retirada de Bruenor se cruzó con la de los enanos que huían de la cornisa, unos enanos que llevaban en brazos, con delicadeza, a Cattibrie.
Metido en el chiribitil secreto, Regis se frotó la cara con las regordetas manos como si quisiera desprenderse del miedo cada vez más intenso. A menudo alzaba la vista hacia la luz que se colaba por un agujero limpiamente abierto en la sólida roca del muro de su escondite. Regis había oído la explosión y supo que tenía que haber sido la puerta trampa de cera. Por lo visto, una pieza metálica de la metralla se había desviado —¡ojalá que al rebotar en el cráneo de un orco!— y había salido disparada hacia lo alto, se había abierto paso a través de la pared exterior del chiribitil y había pasando zumbando a poco más de dos centímetro de la cara del pobre halfling. Cada dos por tres, Regis lanzaba ojeadas al otro muro de piedra más sólido, donde una bola metálica, la munición usada con las hondas, se había incrustado en la roca.
El halfling se esforzó denodadamente para respirar a un ritmo regular, consciente de que no podía permitir que los orcos lo localizaran. Y sabía que habían subido a la cornisa porque había oído sus gruñidos y el ruido de los grandes pies sobre la piedra que había detrás de él.
«Cinco horas», se dijo paro sus adentros, porque ésa era la intermisión prevista antes del contraataque. Sabía que debería intentar dormir algo pero le llegaba el cercano olor de los orcos y le resultaba imposible relajarse lo necesario para mantener los ojos cerrados ni poco ni mucho.
Los enanos agrupados alrededor de Bruenor percibían la incertidumbre en cada una de sus palabras.
—Pero ¿seguirá rodando? —preguntó el rey enano.
Los ingenieros estaban al lado de una versión modificada de un «exprimidor», un pesado ariete rodante diseñado para espachurrar a orcos y seres por el estilo contra una pared y dejarlos hechos papilla. A diferencia de los exprimidores Battlehammer típicos, que en realidad sólo eran un cilindro de piedra montado en un eje grueso y con varas detrás para que los enanos pudieran empujarlo, al nuevo artilugio se le había dado una personalidad inconfundible. Obra de Pikel Rebolludo, la talla de madera a semejanza de enanos sobre jabalís de batalla sobresalía delante de la estructura principal del ariete de una tonelada de peso, y debajo de las figuras había un faldón de metal que se abría en abanico como si fuera proa de un barco. Nanfoodle lo llamaba «atrapaorcos» y estaba pensado para penetrar en cuña entre una horda de enemigos como una punta de lanza y arrojarlos a los lados.
Todo el invento iba montado sobre ruedas bien engrasadas y revestidas con una fina y afilada cresta, que simplemente cortaría y pasaría sobre cualquier cuerpo que escapara de la pala del atrapaorcos. Se habían instalado agarradores para que pudieran empujar veinte enanos y, además, Nanfoodle había ensamblado las figuras montadas en jabalís en un engranaje acoplado al eje, de manera que los seis «jinetes» de madera darían la impresión de ir a la carga, saltando unos sobre otros en un movimiento rotatorio.
—Acabarán deteniéndolo —razonó Nanfoodle—, más por el montón de sus guerreros muertos, diría yo, que por cualquier intento coordinado para pararlo. ¡Una vez que los enanos pongan este ingenio en marcha, haría falta un equipo de gigantes para frenarlo!
Bruenor asintió en silencio y siguió caminando alrededor de la máquina mientras la examinaba desde cualquier ángulo imaginable.
Sabía que tenía que seguir adelante. Tenía que estudiar y reflexionar sobre la crisis del momento.
Sus dos hijos estaban heridos.
Torciendo el gesto a cada movimiento, Wulfgar se echó la capa de piel de lobo sobre los hombros y logró llevar hacia atrás el brazo derecho lo suficiente como para asir la prenda por detrás y envolverse en ella, cubriendo la fuerte cota de malla hecha con anillas de mithril entrelazadas.
—¿Adonde vas? —le preguntó Delly Curtie, que regresaba a la habitación después de haber metido a Colson en su cama.
Wulfgar miró a la mujer como si la respuesta fuese obvia.
—Cordio dijo que no estabas en condiciones de volver allí hoy —le recordó Delly—. Dijo que estabas malherido.
Wulfgar sacudió la cabeza y cerró el broche de la prenda de piel de lobo. Antes de que hubiera terminado, Delly se encontraba a su lado y le tiraba del brazo.
—No te vayas —suplicó.
El bárbaro la miró con incredulidad.
—Hay orcos en Mithril Hall. Eso no puede esperar.
—Deja que Bruenor se encargue de echarlos. O, mejor aún, reforcemos los muros que nos separan de ellos y dejémoslos en cámaras vacías.
El gesto de Wulfgar no se suavizó.
—Podemos ir a Felbarr por los túneles —continuó Delly—. Todo el clan. Seremos bien recibidos allí. Se lo oí decir a Jackonray Cinto Ancho cuando hablaba con la gente que venía huyendo del norte.
—Tal vez mucha de esa gente haría bien en ir —admitió Wulfgar.
—Nadie tiene intención de hacer de Felbarr su hogar. Todos quieren ir a Luna Plateada, o Everlund, o Sundabar. ¿Has estado en Luna Plateada?
—Una vez.
—¿Es tan hermosa como cuentan? —preguntó Delly, y el brillo de sus ojos reveló su más íntimo deseo y se lo mostró a Wulfgar, cuyos ojos azules se abrieron de par en par al comprenderlo.
—Iremos a visitarla —prometió, y de algún modo, supo que «visitarla» no era lo que Delly tenía en mente y no serviría para saciar ese deseo, ni mucho menos—. ¿Qué quieres decir? —demandó de repente.
La mujer retrocedió ante la brusquedad de su tono.
—Sólo que quiero verla, eso es todo —respondió, aunque bajó la vista al suelo.
—¿Qué te pasa?
—Que hay orcos en el vestíbulo. Tú mismo lo has dicho.
—Pero si no los hubiese, ¿seguirías queriendo ir a Luna Plateada o a Sundabar?
Delly dio pataditas a la piedra, y su vacilación parecía tan fuera de lugar que a Wulfgar se le erizó el vello de la nuca.
—¿Qué clase de vida es para una niña ver solo a sus padres y a enanos? —se atrevió a preguntar la mujer.
—Catti-brie se crió así —replicó el bárbaro con un destello de rabia en los ojos.
Delly alzó Los ojos y lo miró con una expresión que difícilmente podría tildarse de halagüeña.
—No tengo tiempo para discutir sobre esto —dijo Wulfgar—. Están colocando en posición el exprimidor y pienso ocupar mi sitio detrás.
—Cordio dijo que no debías ir.
—Cordio es un clérigo y siempre peca de prudente en lo tocante a quienes tiene a su cuidado.
—Cordio es un enano y quiere que estén allí todos los que se encuentren capacitados para matar orcos —replicó Delly, y Wulfgar esbozó una sonrisa. Imaginaba que si no fuera por Colson, Delly marcharía a la batalla a su lado.
«O tal vez no», comprendió al observarla con más atención, al advertir el profundo ceño que casi afloraba bajo la expresión impasible de la mujer. Apenas la había visto desde que el conflicto había empezado, desde que se separaron en la calzada del Valle del Viento Helado hacia Mithril Hall. Sólo en ese momento comprendió lo sola que debía de sentirse allí abajo, con enanos demasiado agobiados por los asuntos apremiantes para ocuparse de ella y consolarla.
—Iremos a Luna Plateada cuando todo esto haya acabado. Y a Sundabar —comentó.
Delly miró de nuevo al suelo, si bien asintió levemente con la cabeza.
Wulfgar volvió a torcer el gesto, y no fue sólo por un dolor físico. Creía lo que decía y no disponía de tiempo para discusiones intrascendentes. Con movimientos agarrotados, se acercó a Delly y se agachó para besarla. Ella le puso la mejilla.
Sin embargo, cuando hubo salido de la habitación, Wulfgar el guerrero, hijo de Beornegar, hijo de Bruenor, defensor de Mithril Hall, había apartado de su mente a Delly y sus preocupaciones.
—¡Hemos abierto brecha en el reino subterráneo! —gritó Tsinka.
Obould sonrió con sorna al pensar que la hechicera había olvidado cómo hablar sin alzar la voz varias octavas. A su alrededor los orcos vitoreaban y saltaban mientras agitaban los puños en un gesto desafiante. El gran vestíbulo estaba en su poder, así como un complejo de cámaras al norte y al sur de la inmensa sala de la entrada. El corredor oriental había sido sellado con grandes bloques de piedra, sin embargo si habían sido capaces de echar abajo las magníficas puertas occidentales de Mithril Hall, ¿alguien creería que las improvisadas barreras supondrían un obstáculo significativo?
A su lado pasaba una fila de orcos que cargaban con compañeros muertos para sacarlos al Valle del Guardián, donde los amontonaban en una pira gigante para quemarlos. ¡La hilera parecía interminable! En unos pocos minutos de combate en el vestíbulo, la lluvia mortífera desde arriba y la enconada defensa de los enanos abajo habían acabado con la vida de trescientos orcos. Muchos habían caído víctimas de trampas, incluida la devastadora explosión cuya fuente aún no había logrado discernir Obould. El rey orco se preguntó qué otros trucos tendría guardados en la manga Bruenor Battlehammer. ¿Acaso todo ese sector de Mithril Hall estaba preparado para saltar por los aires como la cresta del risco al norte del Valle del Guardián?
¿Habían matado siquiera enanos en la lucha? Obould estaba seguro de que habían acabado con unos cuantos, por lo menos, pero la retirada organizada por sus enemigos había sido tan coordinada que no habían dejado atrás ni un solo cadáver.
A su lado, Tsinka seguía parloteando en tono estridente y relataba los acontecimientos dándoles un toque heroico. Habló de la gloria de Gruumsh y de la inminente expulsión del Clan Battlehammer de su hogar ancestral, y todos los orcos que estaban cerca de ella se pusieron a gritar con el mismo entusiasmo y el mismo júbilo.
Obould habría querido estrangular a la chamana.
La voz de Gerti Orelsdottr, obviamente en absoluto satisfecha con la marcha de los acontecimientos, lo distrajo del maníaco clamor. Habían muerto cuatro gigantes en la batalla y otros dos estaban gravemente heridos, y Gerti nunca aceptaba bien la pérdida de sus preciados semejantes. Aunque empezaba a estar harto de los constantes lamentos de Gerti, Obould sabía que necesitaría tanto a la giganta como a sus tropas si quería internarse más en el reino subterráneo, e incluso si quería seguir manteniendo las posiciones a lo largo del río Surbrin. Aunque odiaba admitirlo, la visión que tenía entonces de su reino también incluía a Gerti Orelsdottr.
El rey orco se volvió a mirar a Tsinka. ¿Sabría intuir siquiera las dificultades que los aguardaban? ¿Entendía acaso que no podían perder orcos a cientos en cada cámara conquistada hacia el interior de Mithril Hall? ¿O que incluso si lograban expulsar a los Battlehammer a costa de un precio tan horroroso, la Ciudadela Felbarr y la de Adbar, y las ciudades de Luna Plateada y Everlund se echarían sobre ellos de todas… todas?
—¡Gruumsh! ¡Gruumsh! ¡Gruumsh! —empezó a enconar Tsinka, y los orcos que estaban cerca de ella la corearon a voz en cuello.
—¡Gruumsh! ¡Gruumsh! ¡Gruumsh!
El sonido se coló en el chiribitil por el agujero y reverberó en las piedras hasta colmar el hueco y atestar los oídos del pobre Regis. Parecía que la nación orca al completo se hubiese aposentado en los hombros del halfling para celebrar su victoria, y Regis, en un acto reflejo, se hizo un ovillo y se tapó las orejas. No obstante, a pesar de ello, el volumen pareció incrementarse cuando los orcos empezaron a patear siguiendo el ritmo de los gritos y todo el inmenso vestíbulo tembló con el entusiasmo colectivo.
Regis se enroscó más aún en un intento de aislarse del ruido. Casi esperaba que Gruumsh entrara en el vestíbulo y alargara la mano hacia su escondrijo para sacarlo de allí. Los dientes le castañeteaban de tal modo que le dolía la mandíbula y los oídos le pitaban por el estruendo.
—¡Gruumsh! ¡Gruumsh! ¡Gruumsh!
Se sorprendió chillando para contrarrestar el espantoso sonido. Su reacción de pánico fue una suerte para los defensores de Mithril Hall, considerando que el halfling se quitó las manos de las orejas para taparse la boca justo a tiempo de percibir un sonido diferente como fondo de la salmodia.
Cuernos enanos, de timbre grave y ronco, tocaban en algún punto más profundo del complejo. A Regis le costó unos segundos captar su sonido, y otro par de segundos más identificar la señal.
Asió el pasador de la palanca con las dos manos y tiró de la manivela hacia atrás. La sostuvo en esa posición mientras contaba hasta dos, y después la empujó hacia adelante.
La rueda giró durante esos dos segundos mientras la cuerda se desenrollaba por la parte alta del chiribitil y a lo largo de la tubería sujeta al techo. Fuera, en el gran vestíbulo, el ingenio con forma de paraguas descendió y después se frenó de repente, con un seco tirón, cuando el halfling volvió a introducir el pasador e inmovilizó la manivela. El tirón quebró los ejes que sujetaban las distintas capas del tanque con forma de cuenco y las invirtió una tras otra al mismo tiempo que la totalidad del ingenio, reaccionando al movimiento de la gruesa cuerda que se desenrollaba, empezaba a volcarse.
Las esferas de cerámica salieron rodando por el centro a lo largo de acanaladuras en el metal trazadas de manera que viraban hacia arriba en curvas de distinta altura. Con el movimiento giratorio y los distintos ángulos de salida, las esferas rodantes saltaban del ingenio de un modo muy bien calculado para extender el «bombardeo» o la mayor área posible.
Todas las esferas de cerámica iban cargadas con una de las dos mezclas. Unas estaban llenas de las mismas piezas de metal afiladas y el mismo aceite de impacto que había volado la puerta de cera, en tanto que otras contenían un mejunje mas sencillo, de líquido volátil, que explotaba al entrar en contacto con el aire.
Detonaciones de metralla y de pequeñas bolas de fuego estallaron entre toda la multitud de orcos.
Los cánticos de «¡Gruumsh!», dieron paso a gemidos ahogados y gritos de dolor cuando las llamas se cebaron en los orcos.
«Un millar de heridas y unas pocas muertes» era como Ivan Rebolludo y Nanfoodle el gnomo habían explicado acertadamente los efectos del ingenio con forma de paraguas a Bruenor y a los demás.
Y eso era exactamente lo que Bruenor quería. Los enanos del Clan Battlehammer conocían a los orcos lo suficiente como para saber el nivel de caos y terror que habían originado con el ingenio. Mientras, en una zona más adentrada del complejo, se tiraba de enormes palancas que eran versiones mayores de la usada por Regis y que liberaban contrapesos inmensos encadenados a los bloques que se habían dejado caer para cerrar los túneles que conectaban con el vestíbulo.
El primer movimiento llegó de la parte trasera de la línea enana. Metiendo el hombro, los enanos gruñeron y empujaron hasta conseguir que el gigantesco exprimidor echara a rodar. Sus esfuerzos tuvieron mucho mejor resultado cuando Wulfgar apareció entre sus filas y ocupó su puesto en los agarradores altos que se habían instalado para él.
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritaron los jefes militares a la primera línea de enanos mientras el exprimidor rodante aparecía retumbando pasadizo adelante.
La unidad de vanguardia, montada en cerdos de guerra, salió a toda velocidad delante del exprimidor y cargó por el túnel cuando los bloques empezaban a subir. A su lado, Pikel Rebolludo movió los dedos de una mano en un gesto espectacular y conjuró una niebla que, como si se alzara de las propias piedras, oscureció el aire al final del corredor y en las zonas del vestíbulo más cercanas al acceso.
Al otro lado del bloque de piedra, el caos reinaba en el vestíbulo; docenas de pequeños fuegos hacían correr de aquí para allí a los orcos. Otros se retorcían frenéticamente de miedo y dolor. Sin embargo, algunos vieron la carga que les venía encima y bramaron órdenes para presentar una formación defensiva.
Los enanos montados en los cerdos de guerra elevaron gritos a Moradin y espolearon sus monturas para que corrieran más de prisa, aunque luego, al aproximarse al umbral del corredor, aflojaron de repente el paso y tiraron de las riendas. Se desviaron a la vez y se deslizaron hacia los numerosos huecos que jalonaban el corredor.
No obstante, los orcos más próximos al túnel seguían viendo una carga de enanos montados, o eso les parecía, porque con la niebla no discernían realmente la diferencia entre cerdos de verdad y las figuras talladas en la parte delantera del exprimidor. Así pues, dispusieron las lanzas y se colocaron en una estrecha formación para afrontar la carga…
Y los barrió el tonelaje de la máquina de guerra enana.
Wulfgar y los enanos irrumpieron en el vestíbulo abriéndose paso y lanzando orcos a los lados con desenfreno. Detrás venía la caballería de cerdos, que se desplegó en abanico con precisión y mucha eficacia contra los orcos de apoyo, los que no tenían picas para contrarrestar la carga.
En lo alto, cuando otros bloques de piedra similares empezaron a levantarse con los contrapesos, Bruenor y otros enanos aparecieron bramando en las cornisas y, como habían previsto, encontraron más orcos contemplando, estupefactos, el caos desatado en el vestíbulo que preparados para defenderse. Bruenor, Pwent y sus Revientabuches lograron afianzarse en la cornisa principal. A costa de pura ferocidad desplazaron a los orcos uno tras otro. En un visto y no visto, la balconada quedaba despejada, pero Pwent y sus muchachos se habían preparado bien para ese desenlace inevitable. Algunos Revientabuches habían salido a la cornisa con arneses atados a las manivelas contrapesadas. Tan pronto como la cornisa empezó a despejarse, los «plomos de sonda», como Pwent los había llamado, saltaron por el borde y las manivelas frenaron su descenso.
Pero no demasiado. Después de todo, querían causar impresión.
Los demás Revientabuches saltaron a las cuerdas para descender y meterse donde realmente había acción, y Bruenor hizo otro tanto dejando las balconadas conquistadas en manos de filas de enanos armados con ballestas que salían en tropel por los túneles pequeños.
La confusión reinó en aquellos primeros instantes, y Bruenor y sus muchachos estaban decididos a alargar tal situación hasta el final. Más y más enanos entraron corriendo o bajaron por cuerdas al vestíbulo y engrosaron y ampliaron el frente de la carnicería.
Ballesteros enanos buscaban con cuidado su blanco en el umbral de las puertas que daban al Valle del Guardián, atentos a cualquier orco que estuviese dando órdenes.
—¡Cabecilla! —gritó un enano al mismo tiempo que le señalaba a un orco que parecía ser más alto que sus camaradas, quizá porque se había subido a una piedra a fin de dirigir mejor el combate.
Veinte enanos apuntaron sus ballestas al blanco y, a la orden de «¡fuego!», dispararon.
El desdichado comandante orco, que urgía a retroceder para presentar una formación de defensa, quedó silenciado de repente; silenciado y hecho trizas cuando una andanada de saetas, muchas de ellas cargadas con aceite de impacto, le acribilló el cuerpo.
Los orcos que estaban a su alrededor chillaron y salieron por pies.
Bruenor, Wulfgar y los combatientes del nivel inferior ya se abrían paso a través del vestíbulo cuando del corredor salieron los enanos más importantes. Los ingenieros se desplazaron metiendo mucho ruido; iban cargando con pesadas láminas metálicas que se podían encajar rápida. Mente para montar una bolsa de resistencia, un par de paredes con forma de embudo que se construirían dentro del vestíbulo, cerca de las puertas rotas. Sembrada por encima con puntas de lanza y provista con docenas de orificios por los que disparar proyectiles, la bolsa de resistencia les haría pagar un alto precio a sus enemigos si los orcos lanzaban un contraataque.
Pero el trabajo había que hacerlo de prisa y tenerlo acabado con absoluta coordinación. Las primeras piezas, las situadas más cerca del Valle del Guardián, se instalaron detrás de la vanguardia de la carga de enanos. Si los orcos hubieran contraatacado con rapidez, quizá con el apoyo de los gigantes, los enanos atrapados delante de esas enormes secciones metálicas se habrían encontrado en una posición realmente comprometida.
Sin embargo, nada de eso ocurrió. La retirada orca era una desbandada despavorida llevada a cabo por todos los orcos supervivientes que abandonaban Mithril Hall y cedían de buen grado el terreno.
En cuestión de unos pocos minutos, orcos a decenas yacían muertos, y el vestíbulo volvía a estar en poder de Bruenor.
—¡Que den media vuelta! ¡Hazlos volver atrás! —suplicaba Tsinka Shinriil a Obould—. ¡De prisa! ¡Cargad! ¡Antes de que los enanos se fortifiquen!
—Tus orcos han de ir a la cabeza —añadió Gerti Orelsdottr, ya que no estaba dispuesta a mandar a la carga a sus gigantes para que hicieran saltar las otras trampas que sin duda los enanos tenían preparadas.
Obould, de pie al otro lado de las puertas rotas de Mithril Hall, contemplaba cómo se hacían realidad sus peores temores.
—Enanos en sus túneles —susurró entre dientes al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
Tsinka seguía gritando que atacara y el estuvo a punto de hacerlo.
Las visiones de su reino parecieron quedar arrasadas por ríos de sangre orca. El rey orco comprendió que podía contrarrestar el ataque, que con la mera cifra de sus efectivos bastaría para recuperar el vestíbulo. Incluso sospechó que los enanos estaban preparados para tal eventualidad y que volverían a retirarse de una forma coordinada y predeterminada.
Morirían veinte orcos por cada enano que cayera, algo muy semejante al primer asalto. Una ojeada de soslayo le mostró a Obould el inmenso y todavía humeante montón de muertos del asalto inicial.
Tsinka le gritó algo más. El rey orco sacudió la cabeza.
—¡Formad en líneas defensivas aquí fuera! —bramó a sus comandantes y jefes de tropa—. Levantad muros de piedra y resguardaos detrás. ¡Si los enanos intentan salir de sus túneles, masacradlos!
Muchos de los comandantes parecieron sorprendidos por las órdenes, pero ninguno tuvo valor siquiera para plantear una pregunta al rey Obould Muchaflecha, y de todas formas, pocos de ellos deseaban entrar de nuevo a la carga en las cámaras de los enanos.
—Pero ¿qué haces? —le chilló Tsinka—. ¡Mátalos a todos! ¡Entra a la carga en Mithril Hall y acaba con todos! ¡Gruumsh exige…!
Se calló de repente cuando la mano de Obould se cerró con fuerza alrededor de su garganta. Con un solo brazo, el rey orco alzó en vilo a la chamana del suelo y se la acercó a su semblante ceñudo.
—Me estoy cansando de que me digas lo que Gruumsh quiere. Yo soy Gruumsh, o eso dijiste. ¡No volvemos a Mithril Hall!
Echó una mirada a su alrededor, a Gerti y a los demás, que lo observaban con escepticismo.
—¡Bloquead las puertas! —ordenó—. ¡Dejad a los apestosos enanos en su apestoso agujero, que allí se van a quedar! —Giró la cabeza hacia Tsinka—. No echaré más orcos a las lanzas enanas sólo por tu orgía. Mithril Hall es una molestia, nada más…, si así lo decidimos. El rey Bruenor será insignificante dentro de poco, un enano en un agujero tapado que no puede revolverse y atacarme.
Tsinka movió la boca al intentar discutir, pero Obould apretó los dedos un poco más, y los susurros de la orca dieron paso a jadeos.
—Hay formas mejores —le aseguró Obould. La soltó y la orca trastabilló hacia atrás unos pasos antes de caer de culo—. Si quieres vivir para verlas, más te vale que pienses lo que vas a decir y el tono que vas a utilizar —advirtió Obould. Después, giró sobre sus talones y se marchó.