LA RESISTENCIA A ULTRANZA DE GALEN
El general Dagna exhaló profundamente y todo su cuerpo pareció relajarse mientras pensaba que, por fin, había buenas noticias, ya que uno de sus exploradores había regresado con el informe de que se habían encontrado túneles que conducían directamente hacia el norte, con toda probabilidad devuelta a Mithril Hall.
Durante más de una semana, Dagna, sus cuarenta guerreros restantes y Galen Firth con sus refugiados humanos se habían movido de prisa a través del terreno embarrado y escabroso recogiendo supervivientes de los desperdigados vecinos de Nesme. Entonces llevaban a remolque más de cuatrocientos nesmianos, aunque sólo menos de la mitad se encontraba en condiciones de combatir y muchos estaban heridos.
No obstante, lo peor era que sus enemigos les habían ido siguiendo los pasos y les habían ocasionado algunas bajas en ataques aislados. Las escaramuzas se habían espaciado hasta cesar por completo en los últimos dos días, pero Dagna tenía el comecome de que esas luchas no habían sido casuales, que eran un esfuerzo coordinado hacia la consecución de Un objetivo más importante. De hecho, y aunque no se lo comentó a Galen Firth, Dagna había observado que a los dos últimos grupos de refugiados, en su mayoría compuestos por mujeres, niños y ancianos, los trolls no los habían molestado a propósito. Daba la impresión de que los astutos trolls, o así lo parecían, sabían que Dagna y Galen incorporarían a los refugiados en el grupo y que los más debilitados retrasarían la marcha hasta agotar los recursos. Dagna se daba cuenta de que a sus compañeros y a él los dirigían como a un hato de ganado. El despierto jefe militar conocía de sobra lo que era la guerra para ser consciente de que el tiempo obraba en contra de él y de su improvisado ejército. Por duros que estuvieran demostrando ser los humanos y por resuelto que pudiera ser Galen Firth, Dagna creía sinceramente que si no encontraban el camino para salir de allí estarían muertos todos muy pronto.
Finalmente, ese día gris y lluvioso llegaron las tan esperadas buenas noticias de una posible ruta de escape, además de ser a través de túneles, donde Dagna sabía que sus muchachos y él serían mucho más eficientes a la hora de retrasar a los poderosos trolls. Encontró a Galen Firth un poco más tarde y le sorprendió ver que el humano estaba tan excitado como él.
—Mis exploradores han vuelto —fue el saludo de Dagna.
—También los míos —contestó Galen con igual entusiasmo.
Dagna empezó a hablar sobre el túnel pensando que, quizá, Galen había recibido el mismo informe, pero se dio cuenta de que el hombre no le prestaba atención, y de hecho se puso a hablar quitándole la palabra de la boca.
—Los efectivos de nuestro enemigo menguan desde aquí a Nesme —explicó Galen—. Es una delgada línea que no cuenta con apoyo en ningún lugar de los alrededores de la ciudad.
—Querrás decir de las ruinas de la ciudad —lo corrigió Dagna.
—No tan en ruinas. Castigada, sí, pero todavía defendible.
El enano guardó silencio un momento mientras asimilaba aquello.
—¿Defendible?
—Tras las murallas somos formidables, mi buen enano.
—Eso no lo dudo, pero olvidas que tu enemigo ya os ha ahuyentado de detrás de esas murallas en una ocasión.
—No estábamos preparados como es debido.
—¡Vuestros efectivos eran mucho más numerosos que ahora!
—Podemos defender la ciudad —insistió Galen—. Ya se ha enviado aviso a Everlund, Mirabar y Luna Plateada. Es seguro que no tardará en llegar ayuda.
—¿Para enterrar vuestros huesos? —inquirió Dagna, con lo que se ganó el gesto ceñudo de Galen—. No es posible que te estés planteando acercarte a los Pantanos de los Trolls con un ejército de trolls y seres de los pantanos pisándote los talones.
—¿Ejército? Los combates han menguado desde que escapamos de los trolls —arguyó Galen—. Tenemos razones para pensar que muchos de nuestros enemigos han entrado en los túneles que conducen a Mithril Hall.
—¡Ajá!, los túneles a Mithril Hall —dijo Dagna—. Por eso he venido a verte hoy. Hemos encontrado un camino de vuelta, profundo y tranquilo, llegaríamos a los túneles antes de mañana y habríamos recorrido un buen trecho.
—¿Es que no has escuchado una sola palabra de lo que he dicho?
—Y tú, ¿te has escuchado? —replicó el enano—. Hablas de abandonar la protección de las montañas para salir a terreno abierto donde tu enemigo te puede barrer. Vas a conseguir que masacren a los tuyos.
—He de salvar a Nesme.
—¡Nesme ya no existe!
—¿Acaso tú abandonarías Mithril Hall tan de prisa, general?
—Mithril Hall no ha perecido.
Entonces le llegó el turno a Galen Firth de respirar hondo ante el inexorable pragmatismo del enano.
—Pertenezco a los jinetes de Nesme —explicó lenta y sosegadamente, como si pronunciara un juramento que había prestado ya muchas veces antes—. He entregado mi vida a la protección de la ciudad, por entero. Ahora vemos ante nosotros un camino de vuelta a casa. Si llegamos detrás de las murallas de la ciudad…
—Los malditos trolls os acorralarán allí y os matarán.
—No lo harán si muchos han puesto los ojos en el norte, como creemos que ha ocurrido.
—¿Y estás dispuesto a poner en peligro a todos los tuyos por una suposición?
—Llegará ayuda —manifestó Galen—. Nesme renacerá.
Dagna trabó su mirada con la del humano.
—Mis muchachos y yo vamos a los túneles y regresamos a Mithril Hall. Sois bienvenidos si queréis acompañarnos. El regidor Regis te tendió la mano. Sé listo y acéptala.
—Y si volvemos a casa, a la nuestra, mi buen enano, ¿no nos ofrecerá Mithril Hall la ayuda que necesitamos?
—¡Lo que me pides es que te secunde en un disparate! —Lo que te pido es que estés con tus vecinos cuando defienden sus hogares de un enemigo común.
—No hablarás en serio —sonó otra voz, y los dos, Dagna y Galen Firth, se volvieron hacia Rannek, que se acercaba a ellos. Los pasos del joven eran resueltos y decididos—. Tenemos un camino hacia el norte, bajo tierra, donde nuestros aliados pueden protegernos mejor.
—¿Abandonarías Nesme?
Rannek sacudió enérgicamente la cabeza.
—En primer lugar pondría a salvo a los heridos y a los que no pueden luchar. Ellos son la razón de la existencia de los Jinetes, no unos edificios vacíos y murallas que se pueden reconstruir.
—¿Acaso es Rannek el que decide el curso de los Jinetes? ¿Rannek, el vigilante?
Dagna presenciaba el intercambio con gran atención y reparó en que el joven perdía de golpe todo el empuje y el brío.
—Hablo en nombre de los Jinetes y en nombre de todo el pueblo de Nesme —continuó Galen Firth, que se volvió hacia el enano—. Vemos una oportunidad de regresar a casa y vamos a aprovecharla.
—Un completo disparate —dijo Dagna.
—¿Puedes afirmar con seguridad que en esos túneles que habéis encontrado va a haber menos enemigos? ¿Estás convencido realmente de que nos conducirán a Mithril Hall? ¿No podría ocurrir que nos metamos bajo tierra, dejemos atrás la región, y los ejércitos de Mirabar, Luna Plateada y Everlund lleguen aquí? Y entonces, ¿qué, general Dagna? Se encontrarán con que no hay nadie a quien rescatar, ninguna ciudad a la que deban ayudar para asegurar su defensa. Creerán que han llegado demasiado tarde y regresarán a casa.
—O virarán hacia el norte, a la batalla mayor que libra el Clan Battlehammer.
—Eso te gustaría que pasara, ¿no es cierto?
—Déjate de tonterías —advirtió Dagna—. Vinimos hasta aquí. He mandado a diez de mis muchachos a los Salones de Moradin y todo por vosotros.
Galen Firth recogió velas e incluso hizo un amago de reverencia.
—No es que no os estemos agradecidos por vuestra ayuda —dijo—, pero tienes que entender que somos tan fieles a nuestro hogar como el Clan Battlehammer lo es a Mithril Hall. Según la información, el camino está casi despejado. Podemos abrirnos paso hasta Nesme con poco riesgo y no es probable que nuestros enemigos sean capaces de organizarse contra nosotros a corto plazo para intentar expulsarnos de nuevo. Para cuando estén en condiciones, ya habrá llegado ayuda.
El enano, poco o nada convencido, cruzó los velludos brazos sobre el pecho, tensos los músculos, que se marcaban, abultados, alrededor de los fuertes brazales de cuero que le ceñían las muñecas.
—¿Y qué me dices de los demás refugiados que aún andan por ahí? —prosiguió Galen Firth—. ¿Es que quieres que los abandonemos? ¿Vamos a salir corriendo a escondernos mientras los nuestros se encogen en las sombras, sin esperanza de encontrar un refugio? —preguntó al mismo tiempo que se volvió rápidamente hacia Rannek.
—No sabemos que haya más ahí fuera —respondió Rannek, aunque su tono sonó poco seguro.
—Tampoco sabemos que no quede nadie —replicó Galen Firth—. ¿Merece la pena que dé la vida por esa posibilidad? ¿O que tú des la tuya? —El fiero veterano se volvió de nuevo hacia Dagna—. Sí, vale la pena —dijo en respuesta a su propia pregunta—. Ven con nosotros si quieres o corre a esconderte en Mithril Hall si lo prefieres. ¡Nesme aún no está perdida y no voy a permitir que se pierda!
Dicho eso, Galen se dio media vuelta y se alejó furioso. Dagna tensó más los brazos enlazados sobre el torso y su mirada dura siguió a Galen un buen rato antes devolverse de nuevo hacia Rannek.
—Un completo disparate —repitió—. No sabéis dónde se esconden los trolls.
Rannek no contestó, pero Dagna entendía que el hombre joven sabía que no era quién para responder a eso. Cuando Galen Firth había manifestado que hablaba en nombre del pueblo de Nesme decía la verdad. A Rannek se le había dejado hablar, aunque fuera un momento, pero el asunto estaba zanjado.
La expresión del joven guerrero ponía de manifiesto sus dudas, si bien se limitó a hacer una reverencia antes de girar sobre sus talones para ir en pos de Galen Firth, su comandante.
Al cabo de un rato, cuando el ocaso empezaba a teñir la bóveda celeste, Dagna y sus cuarenta enanos contemplaron desde una posición alta en la ladera de un alcor la partida de Galen Firth con sus cuatrocientos nesmianos. Hasta la última pizca de sentido común del viejo enano le aconsejaba que los dejara marchar y se olvidara del asunto. «Dar media vuelta y encaminarse hacia los túneles», se repetía para sus adentros una y otra vez.
Pero no dio tal orden mientras los minutos pasaban y la oscura masa de humanos en movimiento se internaba en las brumosas sombras del humedal, al norte de Nesme.
—No me gusta —manifestó Dagna a los enanos que lo rodeaban—. Todo el asunto me da mala espina.
—A lo mejor tienes en mucho la astucia de los trolls —comentó uno de los enanos que estaba cerca del veterano guerrero, y Dagna no rechazó la sugerencia.
¿Estaría dando demasiado crédito a esas criaturas? Las pautas de la huida hasta entonces, así como la disposición de los refugiados que habían ido recogiendo en el camino, lo habían llevado a sospechar una trampa que él habría tendido si fuera el que perseguía a los humanos. Pero él era enano, un veterano de muchas campañas, y sus enemigos eran trolls, unas moles estúpidas que nunca habían destacado por sus tácticas o su estrategia.
A lo mejor Galen Firth tenía razón.
Pero las dudas no desaparecieron.
—Sigámoslos un poco y así me quedaré tranquilo —les dijo Dagna a sus muchachos—. Quiero un explorador a la derecha, otro a la izquierda y el resto iremos detrás, aunque sin acercarnos tanto que ese cernícalo de Galen nos vea.
—Ahí vienen, renacuajo —dijo un troll feo, horrendo incluso para la media de su raza, al maltratado enano que tenía debajo, tendido en el suelo—, justo como los drows esos dijeron que harían.
Otro troll soltó una risita, que sonó como si unos enanos ebrios estuviesen gargajeando, y las dos criaturas se agazaparon en la embarrada orilla para otear a través del raquítico matorral que encubría aún más su posición.
Debajo de ellos, con una pesada bota plantada en el pecho, el pobre Fender Mazofuerte casi no podía respirar, y aun menos hacer algo para ayudar. No lo tenían amordazado, pero todo lo más que era capaz de emitir era un húmedo resuello como resultado del diestro uso que el drow había dado a su cuchillo.
Sin embargo, tampoco podía quedarse de brazos cruzados. Había oído al drow decirles a los trolls que muy pronto tendrían a su alcance a todos los refugiados y los tercos enanos. Fender había pasado los últimos días tendido e impotente, viendo cómo los dos drows orquestaban los movimientos de los trolls y de los seres de los pantanos. Esa astuta pareja de drows le había asegurado al troll más grande y espantoso, una monstruosidad de dos cabezas que se llamaba Proffit, que los estúpidos humanos se meterían de cabeza en la trampa.
Y ahí estaban, no muy lejos de la desierta ciudad de Nesme, bien escondidos en una alargada zanja, al norte de los humanos, que marchaban hacia el oeste, en tanto que a la derecha, sus compinches, los blog bloke de apariencia arbórea, permanecían al acecho.
El troll que tenía sujeto a Fender con el pie empezó a reír con más ganas y se puso a dar brincos, de manera que cada vez que descendía hundía al enano un poco más en el barro.
En una reacción puramente instintiva, pensando que el troll acabaría aplastándolo hasta matarlo, Fender alargó rápidamente la mano hacia la raíz de un árbol que asomaba entre el barro, después rodó hacia atrás y plantó el trozo de raíz con el impulso. Cuando el troll volvió a saltar, plantó el pie sobre la raíz en lugar de pisar al enano y, con gran alivio de
Fender, el bruto no pareció notar la diferencia; supuso que la raíz tenía la misma flexibilidad y cedía igual que su cuerpo.
Sin pararse a saborear su pírrica victoria, Fender dobló la raíz de manera que siguiera sobresaliendo lo suficiente para complacer al troll, después rodó al lado contrario y se puso a gatas al terminar el giro. Se escabulló en silencio tras la línea de trolls distraídos, aunque no tenía la más ligera idea de cómo podría escapar.
Y no la tenía porque era imposible, como admitió Fender. Maltrecho como estaba era absurdo albergar esperanzas de huir de los malditos trolls.
«Así que sólo me queda la segunda mejor opción», se dijo, y se desplazó al pie de la zona con menos inclinación de la zanja, cerca de una serie de raíces que se extendían hasta lo alto de la pendiente, unos dos metros y medio más arriba del fondo embarrado. Con una profunda inhalación y un recuerdo pesaroso para su familia y sus valerosos compañeros, a los que no volvería a ver, Fender salió disparado de repente, trepando a pulso por las raíces.
Contaba con el elemento sorpresa, como así ocurrió mientras salía de la zanja y se alejaba del sobresaltado troll que tenía más cerca. A su espalda se oyeron los gritos de los guardianes y el creciente retumbo de indignación.
Fender corrió como si en ello le fuera la vida y, lo que era más importante, la vida de todos los humanos que se aproximaban sin darse cuenta a la zona señalada para la matanza. Intentó gritar para advertirles de la presencia de los trolls, pero no pudo, claro, así que agitó las manos frenéticamente cuando varios de los hombres que marchaban a la cabeza empezaron a apresurarse en su dirección.
El enano no tuvo que mirar atrás para saber que los trolls habían salido en su persecución, porque vio empalidecer a los humanos, que se frenaron bruscamente, como un solo hombre. Vio que se les desorbitaban los ojos por la impresión y el espanto. Los vio recular y después dar media vuelta y salir corriendo mientras lanzaban gritos aterrados.
—Corred —jadeó Fender—. Corred sin parar y poneos a salvo.
Entonces sintió como si le hubiesen propinado un fuerte puñetazo en la espalda y se le cortó la respiración. No salió impulsado hacia adelante y tampoco sintió dolor. Cuando bajó la vista hacia el torso lo entendió, porque en el centro del pecho asomaba la punta afilada de una rama.
—¡Oh! —exclamó en la que seguramente fue la vocalización más alta que había hecho desde que le habían hecho el corte en la garganta.
Cayó de bruces y, ya que no libre, sí se sintió satisfecho por haber ejecutado como era debido la segunda mejor opción.
¡Estúpidos trolls! —comunicaron los dedos de Tos’un Armgo a Kaer’lic en el silencioso lenguaje de los elfos oscuro—. ¡Ni siquiera se les puede confiar la vigilancia de un prisionero herido!
Tan disgustada como él, Kaer’lic contuvo la lengua y observó el desarrollo de los acontecimientos. Los humanos estaban ya en plena retirada, corriendo hacia el este. Desde su posición privilegiada en el norte, Kaer’lic empezó a asentir con renovadas esperanzas al comprobar que los humanos parecían virar hacia el sur para alejarse de la persecución de los trolls.
—¿Está muerto? —preguntó Kaer’lic al mismo tiempo que señalaba al enano.
Sin embargo, en ese momento Fender se retorció.
—Eso es, corred al refugio de los árboles —dijo la sacerdotisa. La arboleda estaba repleta de seres de los pantanos, que parecían árboles muertos, tres por cada árbol de verdad—. ¡Sí, allí encontraréis madera con la que prender fuego a los trolls!
La amplia sonrisa de la drow tuvo respuesta en la mueca cómplice de su compañero, porque también él sabía que una muerte segura se cernía ante el grupo desharrapado.
Sin embargo, el gruñido de Tos’un le borró la sonrisa a la elfa oscura, que, siguiendo la mirada ceñuda de su compañero, desvió la vista hacia el este—nordeste, la dirección por donde había aparecido un segundo grupo que descendía una pendiente rocosa a toda carrera a la vez que blandía armas, lanzaba gritos de guerra e invocaba a los dioses enanos Moradin, Clangeddin y Dumathoin.
Entonces, sorprendentemente, las voces de los enanos se unieron en un canto, un único estribillo repetido una y otra vez: «De nuestro paso tomad la estela y huid por ella. ¡Los vamos a retrasar para daros la libertad!».
Lo entonaron repetidamente, con mayor énfasis cada vez que parecía que la gente de Nesme no viraba hacia el nordeste.
—Se han dado cuenta del engaño de los seres de los pantanos —observó Kaer’lic.
—De todas las razas que habitan tanto la superficie como el subsuelo de Toril, ¿acaso existe alguna que sea más torpe para tender una trampa sencilla que los malolientes trolls? —preguntó Tos’un soltando una risa despectiva.
—Si hubiese habido otra más torpe habría sido exterminada hace eones.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Disfrutar del espectáculo —contestó la sacerdotisa—. E ir a recoger al enano caído. Tal vez Lloth me otorgue el poder que necesito para mantenerlo con vida y así divertirnos más con él antes de matarlo.
Los exploradores de Dagna habían elegido la ruta perfecta para interceptar la cacería. Los enanos descendieron por la cuesta, y sus piernas, cortas y fuertes, fueron ganando velocidad a medida que bajaban. Pasaron velozmente junto a los nesmianos que huían por su izquierda, y todos a una gritaban furiosos a los pocos guerreros humanos que parecían dispuestos a dar media vuelta y unirse a la carga.
El viejo general condujo a sus muchachos alrededor de los humanos sin apenas perder velocidad cuando chocaron con los trolls. Se abrieron paso entre las primeras filas a golpe de hacha, espada y martillo. Los trolls de la vanguardia que no habían caído dieron media vuelta para luchar contra el nuevo y más cercano enemigo.
Y así, a causa de su táctica, los enanos se encontraron rodeados casi de inmediato. Sin embargo, comprenderlo no fue motivo de desesperación porque era exactamente lo que, por unanimidad, habían planeado.
Habían frenado en seco la carga de los trolls y habían dejado vía libre a los nesmianos para que huyeran. Sabían el precio de su acción.
Y lo aceptaron con un canto de guerra en los labios.
Nadie del grupo de Dagna salió vivo de aquel campo.
—¡Fíjate con qué facilidad se los despista a esos idiotas de Proffit! —dijo Kaer’lic—. ¡Se enzarzan con una fuerza de cuarenta mientras que escapa un número de víctimas veinte veces mayor!
—No escaparán —contestó Tos’un que se había subido a un árbol por encima de Kaer’lic y del jadeante Fender, desde donde tenía un mayor campo visual—. Los seres de los pantanos los están atajando por el sur. Los humanos ya se han dado cuenta de que van a quedar atrapados. Muchos de los hombres están formando una posición defensiva.
Kaer’lic alzó la vista hacia su compañero, pero su sonrisa pasó a ser un ceño de extrañeza porque allá arriba, muy por encima de Tos’un, había visto una línea de fuego que surcaba el cielo de oeste a este y descendía a medida que avanzaba. Mientras el objeto llameante cruzaba por encima de Tos’un, Kaer’lic empezó a discernir formas. Era una especie de forcaz, quizá un carro de combate, tirado por fogosos caballos.
Tos’un alzó también la vista al cielo, como todos los que estaban en el campo.
El carro se lanzó en picado y pasó en un vuelo rasante sobre los humanos. Muchos se echaron al sudo, aterrados, en tanto que otros prorrumpían en vítores de repente.
Entonces, al sur de la masa apiñada de humanos, estallaron grandes bolas de luego y las llamas se elevaron hacia el cielo nocturno.
—¡Los seres de los pantanos! —gritó Tos’un.
Al este de su posición, los humanos reemprendieron la carrera.
Ondeando al viento el largo y plateado cabello, la dama Alustriel de Luna Plateada sujetaba las riendas del mágico carro de fuego con una mano, mientras que con la otra realizaba una serie de movimientos que resultaron en otra esfera reluciente. Hizo virar el carro para ejecutar un vuelo rasante por encima de los grupos restantes más numerosos de seres de los pantanos. Al pasar sobre ellos, les soltó la bola de fuego, que estalló en medio de las criaturas, y las llamas devoradoras prendieron en la piel semejante a corteza.
Alustriel se asomó para echar un vistazo a la escena que tenía lugar allá abajo y vio que los humanos ya habían reanudado la huida y que los restantes seres de los pantanos parecían demasiado ocupados en apartarse de los compañeros en llamas como para pensar en la persecución. A la dama se le cayó el alma a los pies cuando volvió la vista hacia el oeste porque la batalla estaba a punto de acabar, ya que los trolls superaban abrumadoramente a los enanos.
Su admiración por el Clan Battlehammer aumentó más aquella negra noche, no sólo por la acción de aquel valeroso grupo en particular, sino por el hecho de enviar guerreros al sur en un momento tan nefasto. A Luna Plateada había llegado la noticia desde Nesme sobre el levantamiento de los Pantanos de los Trolls, y se había filtrado información posterior a través del rey Emerus Warcrown, de la Ciudadela Felbarr, que detallaba la marcha de Obould Muchaflecha. Alustriel se había puesto en camino de inmediato para inspeccionar la situación.
Sabía que Mithril Hall estaba sometida a una terrible presión. Sabía que el norte había sufrido el azote del feroz rey orco y su enjambre de secuaces, y que la orilla occidental del Surbrin estaba fuertemente fortificada.
Sabía que no había hecho nada para resolver esa situación, pero al ver a los desesperados nesmianos que huían se consoló al pensar que al menos sí había hecho algo, aunque fuera poco.