7

LO QUE GRUUMSH QUIERA

—Te digo que no vendrán, porque los trolls del sur han huido —afirmó Cordio, al que ya se le empezaba a reconocer como uno de los clérigos principales de Mithril Hall y una de las voces destacadas en su difícil lucha.

—Moradin te lo ha dicho, ¿verdad? —replicó al instante Bruenor.

—¡Bah! No tiene nada que ver con esto —contestó Cordio—. Simplemente utilizo mi propio caletre, y no hace falta más. ¿Por qué iban a salir los trolls de los túneles si los orcos tienen intención de presionarnos y atacar? Ni siquiera los orcos son tan estúpidos. Y éste, el tal Obould, ha demostrado ser más listo que la mayoría.

Bruenor desvió la vista de Cordio a su paciente, Banak Buenaforja, que seguía sin poder andar —ni siquiera ponerse de pie— desde que una lanza orca le hirió en la espalda durante la retirada del risco al norte del Valle del Guardián.

—No estoy seguro —respondió el sabio y viejo guerrero—. Los trolls podrían volver en cualquier momento, claro, y tú das por sentado que Obould está enterado incluso de que los trolls se han ido. No tenemos ojos ahí arriba, en el exterior, rey Bruenor, y sin ver lo que pasa no estoy a favor de poner en juego la seguridad de Mithril Hall por una suposición.

Bruenor se rascó la poblada cabeza y se tiró de la roja barba. Los ojos de color gris pasaron de Banak a Cordio y de vuelta al guerrero lisiado.

—Va a venir —persistió Bruenor—. Obould no va a dejar las cosas como están. Se apoderó de Felbarr una vez y no hay nada que desee más que volver a hacerlo. Y sabe que no conseguirá llegar allí a menos que pase a través de Mithril Hall. Antes o después, va a entrar.

—Supongo que será antes —dijo Banak, y él y Bruenor se volvieron hacia Cordio.

El clérigo enano alzó las manos en un gesto de rendición.

—Puedo discutir todo el día sobre la forma en que podríais vendar una herida, pero sois jefes militares, mientras que Cordio es sólo el que va detrás limpiando la suciedad que dejáis.

—Bueno, hagamos que esta suciedad quede para que la limpie uno de los chamanes de Obould —comentó Bruenor.

—Los muchachos ya están preparando los vestíbulos y corredores de arriba para la defensa —le aseguró Banak.

—Se me ha ocurrido una idea con la que quizá daríamos más trabajo a los chamanes de Obould —indicó el rey enano mientras se dirigía al corredor. Abrió la puerta del cuarto de Banak y miró hacia atrás, sonriente—. Todo el clan está en deuda contigo, Banak Buenaforja. Los muchachos de Mirabar te tienen por un semidiós.

Banak miró a su rey con expresión estoica, pero en el rabillo de sus oscuros ojos apareció un brillo húmedo.

Bruenor siguió con la vista fija en el jefe militar herido. Bajó las manos y se desabrochó el ancho cinturón, que se quitó de un rápido tirón. Se enrolló la tira de cuero alrededor de la mano, de manera que la hebilla, un grueso broche de mithril tallado con la jarra espumosa, emblema del clan, quedó sujeto sobre los nudillos. Sin quitar los ojos de los de Banak, Bruenor aferró la puerta firmemente con la mano libre y luego propinó un contundente izquierdazo a la madera. A continuación, abrió la puerta un poco más para que Banak y Cordio vieran el resultado de su maniobra: la impronta de la jarra espumosa de los Battlehammer.

—Eso lo rellenaremos de plata y oro —prometió Bruenor, lo que era el mayor honor que un rey de Mithril Hall podía otorgar a cualquiera de sus súbditos.

Sin añadir más, Bruenor se despidió con un gesto de la cabeza y se marchó cerrando la puerta tras él.

—Me parece que tu rey te aprecia un poco, Banak Buenaforja —dijo Cordio.

Banak se echó hacia atrás, recostado sobre la espalda.

—O a lo mejor piensa que estoy acabado.

—¡Bah!

—Entonces, recomponme, maldito idiota —demandó Banak.

Cordio soltó un suspiro e hizo una larga pausa antes de seguir con su trabajo.

—Así lo quiera Moradin —musitó entre dientes.

Y el clérigo esperaba realmente que Moradin estuviera prestando atención y le concediera el poder de aliviar la parálisis de Banak, al menos en parte. A un enano tan honorable y respetado como Banak no se le debía hacer sufrir tal indignidad.

Obould se erguía en lo alto de la rocosa escarpadura y supervisaba el trabajo. Por todo el Valle del Guardián se movían los orcos dando forma a armas y practicando formaciones de asalto rápido, pero la mayoría del trabajo importante no lo hacían los orcos, sino los gigantes de Gerti. Obould observó una procesión de más de una docena de colosos que entraba por el extremo occidental del valle arrastrando un inmenso tronco con cuerdas tan gruesas como el torso de un orco. Otros gigantes trabajaban en la pared de piedra que rodeaba las puertas occidentales cerradas y arrojaban a un lado escombros o comprobaban la resistencia de la ladera por encima del portal. Había otros gigantes que ataban y martillaban troncos en las altas torres instaladas a ambos lados de las puertas, así como una tercera que se elevaba treinta metros y que estaba ubicada justo detrás de las puertas reforzadas de hierro que daban al reino del Clan Battlehammer.

Obould dirigió la vista montaña arriba, por encima de las puertas, hacia los numerosos exploradores que trepaban por las piedras. En su mente, el elemento sorpresa era lo primordial. No quería que ningunos ojos enanos escudriñaran los preparativos que tenían lugar en el valle. Tsinka y los otros chamanes le habían asegurado que los enanos no esperarían un asalto. Suponían que los barbudos estaban ocupados en el sur con los trolls de Proffit, y al igual que los enanos de la Ciudadela Felbarr años atrás, tenían demasiada confianza en la resistencia de sus portales de hierro.

El rey orco descendió por la ladera del risco y vio a Gerti de pie entre algunos de sus gigantes estudiando detenidamente unos pergaminos que habían extendido sobre una alta mesa de madera. La giganta miraba de manera alternativa los pergaminos, el trabajo en las torres y el colosal tronco que traían arrastrando por el suelo pedregoso del valle. Sonrió. El gigante que estaba a su lado señaló algo en el pergamino al mismo tiempo que asentía con la cabeza.

Obould sabía que eran buenos en ese tipo de trabajo, y su confianza se iba afianzando más y más a cada paso.

—Puertas poderosas —le dijo a Gerti al acercarse a ella.

Gerti le asestó una mirada que parecía estar entre la incredulidad y el desagrado.

—Cualquier cosa que un enano pueda construir, un gigante puede echarlo abajo —replicó.

—Como veremos muy pronto —contestó el rey orco a la vez que hacía una profunda y respetuosa reverencia.

Se acercó más y los gigantes situados cerca de Gerti se apartaron para que pudieran hablar sin oídos indiscretos.

—¿Hasta dónde llegarán tus gigantes dentro de Mithril Hall? —le preguntó Obould.

—¿Dentro de Mithril Hall? —fue la burlona respuesta de ella—. No estamos hechos para movernos por los sucios y atestados túneles enanos, Obould.

—El techo del vestíbulo de entrada es alto, por lo que he oído.

—Te dije que echaríamos abajo las puertas, y lo haremos. Una vez que éstas caigan, que tus orcos entren en las cámaras de muerte del rey Bruenor.

—Los tesoros de Mithril Hall son considerables, según se cuenta —incitó Obould.

—Tesoros que ya nos hemos ganado.

Obould hizo otra reverencia, no tan profunda y no tan respetuosa.

—Tus gigantes serían de gran ayuda para mis guerreros en el vestíbulo de entrada —dijo—. Ayudadnos a afianzar una posición. A partir de ahí, mis guerreros se desperdigarán por los túneles como el humo y aniquilarán a los enanos.

La astuta sonrisa de Gerti denotaba que no estaba segura de que ocurriera así.

—Y entonces, tú y los tuyos podréis ir al Surbrin, como convinimos —continuó Obould.

—Iremos al Surbrin si así lo decido yo —replicó Gerti—. O no iremos. O regresaremos al Brillalbo o nos dirigiremos a Luna Plateada si me siento predispuesta a tomar la ciudad de la dama Alustriel. No estoy atada a ningún acuerdo, Obould.

—Tampoco somos enemigos, dama Orelsdottr.

—Procura que sigamos así, por tu propio bien.

Los ojos amarillos surcados de venas rojas de Obould se entrecerraron sólo un instante advirtiendo a la giganta de la hirviente ira que bullía en su interior.

—Querría que tus gigantes acompañaran a las primeras líneas en el vestíbulo de entrada —dijo el orco.

—Naturalmente que querrías que fuera así. No cuentas con guerreros que lleguen ni de lejos a su fuerza y su habilidad.

—No pido nada sin una recompensa.

—¿Y me ofreces los tesoros de Mithril Hall? —preguntó Gerti—. ¿O la cabeza del rey Battlehammer, a quien ya habías dado por muerto?

—El pegaso —barbotó Obould, y durante un fugaz instante, advirtió un revelador destello de curiosidad en los azules ojos de Gerti.

—¿Qué pasa con él?

—No soy tan necio como para intentar cabalgar en esa criatura, porque no es una bestia irracional, sino un amigo leal del elfo al que maté —admitió Obould—. Podría comérmelo, desde luego, pero para eso serviría igual cualquier caballo. Sin embargo, a ti te parece una criatura hermosa, ¿verdad que sí, dama Orelsdottr? Un trofeo adecuado para el Brillalbo.

—Si a ti no te sirve de nada…

—No he dicho eso —la interrumpió Obould.

—Te traes un juego peligroso.

—Hago una oferta honesta. Manda a tus gigantes que entren junto a mis orcos para aplastar las defensas iniciales de Mithril Hall. Una vez que hayamos empujado a los enanos a túneles más pequeños, me dejáis el reino subterráneo a mí y vosotros seguís vuestro camino, al Surbrin o a dondequiera que decidas. Y te llevas el caballo alado.

Gerti mantenía una actitud desafiante, pero el brillo en los ojos delataba su interés.

—Codicias esa criatura —dijo sin rodeos Obould.

—No tanto como crees.

—Pero tus gigantes entrarán a la carga en el reino subterráneo al lado de mis orcos.

—Sólo porque disfrutan matando enanos.

El rey orco volvió a hacer una profunda reverencia y lo dejó estar. En realidad no le importaba la razón por la que Gerti enviara a sus fuerzas allí dentro mientras que las mandara.

—Ji, ji, ji.

Ivan no pudo evitar sonreír ante el constante regocijo de su hermano. Pikel iba brincando por las cámaras occidentales altas de Mithril Hall en pos de Nanfoodle. El rey Bruenor había acudido en busca de ellos nada más terminar su conversación con Cordio y Banak. Convencido de que los orcos iban a asaltar su reino, Bruenor había comisionado a esos dos personajes tan poco convencionales —el enano «druidón», como se describía a si mismo Pikel, y el gnomo alquimista— para que ayudaran a prepara sorpresas originales y desagradables a los invasores. Ni que decir tiene que Nanfoodle había puesto de inmediato a trabajar a los mejores cerveceros de Mithril Hall para confeccionar preparados de fórmulas específicas de diversos líquidos volátiles. Todos los ingredientes más singulares y caros se estaban vertiendo en cubas y bocales. Siguiendo instrucciones de Bruenor, al equipo de Nanfoodle no se le retrasaba nada ni se le ponían obstáculos.

Ivan iba detrás de la pareja cargando cuidadosa y delicadamente uno de esos recipientes con un líquido claro. Intentaba por todos los medios que el líquido inestable no chapoteara, porque en aquel cubo iba el mismo líquido que contenía una ampolleta en cada uno de los dardos de su ballesta de mano. El nombre por el que se lo conocía comúnmente era «aceite de impacto», una exótica poción que explotaba con la presión de una sacudida. Los dardos de la ballesta de Ivan se habían diseñado para que implosionaran al chocar contra algo; al comprimirse la cámara y la ampolleta, el resultado era una explosión que impulsaba la punta a través de fuera cual fuese la barrera contra la que había golpeado. Dada la fuerza de tales explosiones habiendo utilizado solamente unas cuantas gotas del aceite de impacto, al enano no se le ocurría qué tenía en mente el sagaz Nanfoodle para tanta cantidad de la potente mezcla.

—Justo ahí —instruyó Nanfoodle a otro par de enanos que tenía como asistentes.

Señaló una pared lisa en la entrada occidental de la cámara, a un lado de las puertas que llevaban a los principales corredores del nivel superior.

Hizo una señal a Ivan para que se acercara con el cubo, cosa que Ivan hizo acompañado por el continuo «ji, ji, ji» de su hermano Pikel.

—¿Serías tan amable de ir y preguntar a Cirios cómo lleva su trabajo? —preguntó Nanfoodle, refiriéndose a un enano llamado Bedhongee Dedosdecera, al que apodaban Cirios por el oficio que desempeñaba su familia.

Ivan soltó con cuidado el cubo en el suelo, delante de la pared, y miró hacia atrás a los otros dos ayudantes, ambos cargados con cepillos.

—¡Ajá!, iré —contestó, y volvió la vista hacia el gnomo—. Pero sólo porque quiero estar lejos de aquí cuando uno de esos zoquetes patee el cubo.

—¡Buuum! —dijo Pikel.

—Eso, buuum, y ni siquiera llegas a la mitad —ratificó Ivan mientras echaba a andar.

—¿Puedes repetir las dimensiones? —le pidió Nanfoodle antes de que hubiese dado dos pasos.

—¿Para Cirios? Dos enano en fondo y uno encima de otro —contestó Ivan, lo que se traducía en metro y medio de ancho por dos y medio de alto.

Vio que Nanfoodle llamaba con una seña a la pareja con los cepillos.

—Maldito gnomo —rezongó antes de salir de la cámara.

Apenas había accedido al corredor cuando oyó alzar la voz a Nanfoodle para dar una explicación.

—Bombas de racimo, Pikel, nada de grandes explosiones aquí, naturalmente. Nada como lo que hicimos fuera.

—¡Buuum! —contestó Pikel.

Ivan cenó los ojos y sacudió la cabeza, tras lo cual apretó el paso considerando que lo más prudente era poner la mayor distancia posible entre él y Nanfoodle. Como casi todos los enanos, Ivan era partidario de los artefactos de guerra. Las catapultas tipo lanzadera de los Battlehammer y el «exprimidor», un rodillo diseñado para aplastar y espachurrar adversarios, eran particularmente impresionantes. Pero el trabajo de Nanfoodle hería la pragmática sensibilidad enana de Ivan. Allá fuera, en la batalla del risco, el gnomo había extraído gases atrapados en bolsas subterráneas que hizo llegar a un altozano tomado por los gigantes de la escarcha y había volado en pedazos el espolón de la montaña.

A Ivan se le ocurrió que aunque los afanes de Nanfoodle podrían ayudar a conservar Mithril Hall también era muy posible que destruyeran todo el complejo en el proceso.

—No es asunto tuyo —se reprendió—. Eres un guerrero, no un jefe militar.

Oyó la risa de su hermano allá atrás. Ivan sabía que, las más de las veces, aquella risa no conducía a nada bueno. Imágenes de llamas elevándose decenas de metros en el aire y los cascotes del pico de una montaña volando a gran distancia poblaron su pensamiento.

—No soy un jefe militar —rezongó de nuevo mientras sacudía la cabeza.

—Lo estás haciendo estupendamente, Panza Redonda —animó Bruenor.

Regis resbaló un poco, sobresaltado con el inesperado sonido, y lanzó una pequeña avalancha de hollín sobre su amigo, que trepaba por la estrecha chimenea detrás de él. Bruenor rezongó y tosió, pero no manifestó ninguna queja evidente.

—¿Estás seguro de que esto conduce fuera? —preguntó Regis entre tos y tos.

—Yo mismo lo utilicé después de que todos me dejaseis aquí con los apestosos duergars —aseguró el enano—. ¡Y tampoco tenía pertrechos de escalada! ¡Y llevaba un puñado de heridas en mi pobre cuerpo baqueteado! Y…

Siguió mascullando una sarta de quejas que Regis dejó que le entraran por una oreja y le salieran por la otra. De algún modo, el hecho de tener debajo a Bruenor renegando y despotricando le daba cierto consuelo porque le recordaba, sin lugar a dudas, que estaba en casa. Sin embargo, eso no hacía más fácil la escalada a cuenta del brazo, que todavía le dolía. El lobo que le había mordido había hundido los dientes hasta el hueso, y aunque había pasado una semana, y Cordio y Stumper le habían tratado con conjuros curativos, no dejaba de ser un maltrecho halfling.

Pero sabía el honor que Bruenor le había tributado al pedirle que dirigiera el ascenso por la chimenea, y no estaba dispuesto a aflojar la marcha. Dejó que la cadencia de los rezongos de Bruenor lo guiara, alzó la mano hasta que los dedos se cerraron sobre una irregularidad de la pared y tiró de sí mismo otro par de palmos. Repitió el proceso una y otra vez sin mirar hacia arriba durante muchos minutos.

Cuando al cabo echó la cabeza hacia atrás vio por fin el limpio fulgor del cielo nocturno a menos de seis metros por encima de él.

La sonrisa de Regis se borró casi de inmediato, sin embargo, al considerar que podría haber un guardia orco allí fuera, preparado para arrojar una lanza contra su cabeza. Se quedó paralizado y no se movió del sitio durante un rato.

Un dedo le dio golpecitos en la planta del pie, y Regis se las ingenió para mirar hacia abajo, a los ojos de Bruenor, que, por cierto, resaltaban más blancos, tal vez por el hecho de que el enano tenía la cara negra de hollín. Bruenor hizo un gesto enérgico indicándole que continuara.

Regis hizo acopio de valor mientras alzaba lentamente los ojos hacia el cielo estrellado. Después, con un arranque de velocidad, se izó a pulso sin permitirse aflojar el ritmo, hasta que tuvo al alcance la rejilla de hierro, a la que le faltaba una barra desde la escalada de Bruenor años atrás. Con un gruñido de resolución, creciéndose ante la idea de la proeza de su amigo al escapar de los duergars, Regis se movió ágilmente, sin hacer pausas, hasta tener la mitad superior del cuerpo fuera del conducto. Allí se detuvo, medio fuera y medio dentro, y cerró los ojos, esperando el golpe mortal.

El único sonido era el gemido del viento en la alta montaña y el roce ocasional de Bruenor contra la pared, chimenea abajo.

Regis se impulsó y se encaramó sobre las rodillas; echó una ojeada en derredor.

Una vista sorprendente lo recibió desde lo alto de la montaña llamada Cuarto Pico. El viento era gélido y había nieve todo alrededor, a excepción del terreno inmediato a la boca de la chimenea, donde el aire caliente seguía saliendo desde la gran Ciudad Subterránea de los enanos.

Regis se puso de pie, atónito ante el panorama que lo rodeaba. Miró al oeste, hacia el Valle del Guardián y los miles de hogueras del inmenso ejército de Obould. Se volvió y contempló el territorio oriental que se extendía bajo él, la oscura y serpentina línea del gran río Surbrin y la línea de fuegos que ardían en la ribera occidental.

—Por Moradin, Panza Redonda —musitó Bruenor cuando salió por fin del agujero y contempló la magnitud de la escena, de las hogueras de campamento de las fuerzas desplegadas contra las buenas gentes de la Marca Argéntea—. En toda mi vida había visto tal muchedumbre de enemigos.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Regis.

—¡Bah! —resopló el endurecido y viejo rey—. ¡No son más que orcos! ¡Diez a uno, mis enanos acabarán con ellos!

—Podría hacer falta algo más —masculló el halfling, aunque, con mucha prudencia, lo hizo entre dientes para que su amigo no lo oyera.

—Bueno, si atacan, vendrán por el oeste —observó Bruenor, habida cuenta de que saltaba a la vista que era la fuerza adversaria más apiñada.

Regis se acercó a él y guardó silencio. Quedaba una hora antes de que asomaran las primeras luces del día. No podían ir muy lejos puesto que necesitaban el calor del aire de la chimenea para mantener a raya el frío brutal; después de todo, no se habían puesto mucha ropa para poder escalar bien.

Así pues, esperaron pegados uno contra el otro, pacientemente. Ambos sabían lo que había en juego; el mordiente soplo del viento era un pequeño precio a cambio.

Sin embargo, los aullidos empezaron poco después; al principio, los de un único lobo, pero en seguida respondieron otros como ecos todo en derredor de los dos amigos.

—Tenemos que irnos —dijo Regis al cabo de un rato, cuando el coro de aullidos se iba aproximando de segundo en segundo.

Bruenor parecía un trozo de piedra, pero se movió lo suficiente como para echar un vistazo hacia el este.

—Vamos, ¿a qué esperas? —urgió el enano al amanecer, prendida la vista en el cielo.

—Bruenor, se están acercando.

—Métete en el agujero —ordenó el enano.

Regis le tiró del brazo, pero Bruenor no se movió.

—Ni siquiera tienes tu hacha.

—Entraré detrás de ti, no lo dudes, pero quiero echa un vistazo al ejército de Obould a la luz del día.

Un aullido hendió el aire, tan cerca que Regis imaginó el aliento cálido del lobo rozándole la nuca. El mero recuerdo hizo que le doliera el brazo; no sentía el menor deseo de volver a enfrentarse nunca jamás a unos relucientes colmillos blancos de un lobo. Tiró con mayor insistencia del brazo de Bruenor, y cuando el enano hizo un amago de volverse, como si fuera hacia la chimenea, el halfling se zambulló de cabeza al suelo y por el borde del agujero.

—Vamos, asoma de una vez —urgió el enano, que se volvió y escudriñó de nuevo hacia el este.

La atmósfera se había tornado algo más clara, pero Bruenor apenas distinguía nada en el oscuro valle. Forzó la vista mientras rezaba a Moradin y. Finalmente, distinguió lo que le parecían dos grandes obeliscos.

El enano se rascó la cabeza. ¿Qué construían los orcos? ¿Monumentos? ¿Torres de vigía?

Bruenor captó los apagados pasos de un cánido no muy lejos y, sin apartar la vista del valle, se agachó, agarró una piedra suelta y la lanzó hacia el origen del sonido.

—Largo, cachorro estúpido. ¡Suerte tienes de que no me guste la carne de perro!

—¡Bruenor! —llegó el grito de Regis desde la chimenea—. ¿Qué haces?

—¡A ver si te crees que voy a huir de unos pocos lobos famélicos!

—Bruenor…

—¡Bah! —resopló el enano.

Solió una patada a la nieve y después se dio la vuelta y se encaminó a la chimenea, para gran alivio de Regis. El enano se paró y volvió a mirar hacia atrás otra vez, concentrado en las altas y oscuras formas.

—Torres —murmuró, y sacudió la cabeza. Saltó al agujero y agarró la reja para frenar la caída.

Lo comprendió de golpe.

—¿Torres? —repitió.

Se impulsó hacia arriba y miró al oeste; un quedo ruido le hizo girar la cabeza y se encontró con los ojos de un lobo a menos de diez pasos. Bruenor desapareció por el agujero en un visto y no visto.

—¡Oh, pero qué listo eres, jeta de cerdo!

Urgió a Regis para que se diera prisa mientras descendían por la chimenea, consciente de que su amado Mithril Hall corría un peligro mucho peor de lo que había imaginado. Se había preguntado si Obould intentaría entrar por los túneles inferiores o quizá abrir uno nuevo, o si trataría de irrumpir por las grandes puertas de hierro, echándolas abajo.

—Torres… —siguió mascullando durante todo el camino, porque entonces ya sabía que pasaba.

A la mañana siguiente, en lo alto de la montaña llamada Cuarto Pico apareció un árbol, sólo que en realidad no era un árbol, sino un enano disfrazado de árbol merced a la magia druídica del singular Pikel Rebolludo. Poco después aparecía un segundo árbol un poco más abajo de la ladera de la montaña, y posteriormente un tercero, en línea. La hilera de los «nuevos rebrotes» se extendió hacia abajo, enano tras enano, hasta que el primer árbol tuvo una clara posición estratégica desde la que otear los tejemanejes en el Valle del Guardián.

Cuando los informes empezaron a llegar a Mithril Hall sobre la casi completa preparación de las torres gigantescas y del espantoso madero de ariete que quedaría colgado entre esos obeliscos para balancearse, el trabajo que se realizaba en el vestíbulo adquirió un ritmo frenético.

Había dos balconadas que bordeaban el enorme y ovalado vestíbulo de entrada del lado occidental del complejo enano. Ambas tenían túneles bajos de comunicación con los corredores que se extendían a mayor profundidad, y las dos proporcionaban buenas posiciones para arqueros y lanzadores de martillos. En el extremo occidental de una de esas balconadas, los enanos construían una cámara secreta con el espacio justo para dar cabida a un enano. Desde su parte superior salían algunas secciones de las mismas tuberías metálicas que Nanfoodle había utilizado para conducir el aire caliente a la cresta septentrional, y se habían asegurado firmemente por el techo en una línea que iba hasta el centro de la enorme cámara ovalada. Después se había pasado una gruesa cuerda a lo largo de la tubería, con un extremo sujeto a una manivela instalada en el interior de la reducida cámara secreta, y el otro colgando por la tubería, casi hasta el suelo, unos diez o doce metros más abajo.

Por toda la cámara, de punta a punta, los enanos construían posiciones defensivas, muros bajos desde los que rechazar a los atacantes y que les proporcionaban una línea ininterrumpida de repliegue hacia el túnel principal del este. Coordinaron esas coyunturas de los numerosos muros con puntos de descenso a lo largo de la cornisa superior. Bajo la atenta mirada de Banak Buenaforja, nada menos, los equipos practicaban la coordinación de forma constante, porque los que estaban abajo sabían que sus compañeros de arriba seguramente no tendrían más que una oportunidad de salir vivos del vestíbulo. Para entorpecer más aún el avance enemigo, los laboriosos Battlehammer dejaron cientos de abrojos de hierro justo delante de las grandes puertas, algunos construidos a propósito y muchos otros que eran poco más que trozos de chatarra, desperdicios que se habían subido desde las forjas de la Ciudad Subterránea.

Fuera de aquel previsible campo de batalla, el trabajo no era menos intenso. Las forjas resplandecían, grandes cucharones se movían sin parar en barriles de cocción, piedras afiladoras runruneaban, martillos herreros, repicaban y los numerosos tornos alfareros giraban, y giraban, y giraban.

El momento álgido llegó una tarde a última hora, cuando entró en la cámara una procesión de enanos cargados con un enorme cuenco circular y de unos cinco metros de diámetro. Era de metal batido, con láminas montadas en abanico y enganchadas a un fuste central que se alzaba poco más de medio metro y acababa en un resistente ojete, a través del cual los enanos ataron la punta de la cuerda que colgaba.

Nanfoodle comprobó con nerviosismo, varias veces, el mecanismo del resorte del fuste central. La tensión tenía que ser la precisa, ni demasiado floja que el peso del contenido del cuenco pudiera hacerlo saltar, ni tan prieta que la caída no lo soltara. Ivan Rebolludo y él habían repetido los cálculos más de una docena de veces y se habían sentido muy seguros.

En aquel momento.

Al mirar en derredor a los enanos que lo observaban con curiosidad fue cuando Nanfoodle se dio cuenta de lo mucho que estaba en juego, y la idea hizo que las rodillas le temblequearan una contra otra.

—Funcionará —prometió Ivan, que se inclinó para hablarle al oído.

Tomó suavemente al gnomo por el hombro y lo condujo hacia atrás; después hizo un gesto para que se adelantaran los ayudantes que los habían seguido empujando —con muchísimo cuidado— una ancha carretilla llena de esferas de cerámica.

Los enanos empezaron a colocar los delicados orbes dentro del cuenco del artefacto a lo largo de acanaladuras acopladas, todas ellas terminadas en un reborde curvo de diversos ángulos.

Cuando el trabajo estuvo hecho, los enanos de arriba encajaron un largo mango en la manivela y empezaron a izar el artefacto del suelo recogiendo la cuerda despacio y con regularidad. Otros enanos treparon por escalas que colgaban junto al cuenco al mismo tiempo que éste subía y rotaba suavemente a lo largo de todo el tramo.

—Coged una escala y repasad los bordes —ordenó Ivan cuando el artilugio quedó sujeto en su sitio, cerca del techo, pues a pesar de que la parte inferior del cuenco estaba pintada a imitación de la piedra, una vez que quedó colocado se notaba que se podía mejorar el efecto.

—Funcionará —repitió el Rebolludo de barba amarilla a Nanfoodle, que miraba hacia arriba con nerviosismo.

El gnomo miró a Ivan y consiguió esbozar un amago de sonrisa.

Arriba, en la cornisa, Bruenor, Regis, Cattibrie y Wulfgar observaban la maniobra con una mezcla de esperanza y puro terror. Los dos humanos ya habían sido testigos de una de las sorpresas de Nanfoodle, y ambos imaginaban que un incidente era impresión más que suficiente para alimentar relatos grandiosos durante toda una vida.

—No me hace gracia tu decisión —le dijo Bruenor a Regis—, pero la respeto, y te respeto a ti cada vez más, pequeño.

—Tampoco a mí me hace gracia —admitió el halfling—, pero no soy guerrero, y ésa será mi forma de ayudar.

—¿Y cómo vas a salir de ahí si no recuperamos el vestíbulo? —inquirió Catti-brie.

—¿Sería diferente la pregunta si hubiera sido un enano el responsable de la tarea? —replicó prestamente Regis.

Cattibrie reflexionó un momento antes de contestar.

—Podríamos capturar a un orco y engañarlo para que tirara del pasador.

—Vaya, eso no estaría nada mal —dijo Bruenor.

Bajo la sarcástica ocurrencia los otros tres captaron un ligero temblor en la voz, una señal clara de que, al igual que los demás, era consciente de que quizá ésa era la última vez que veía a su amigo halfling.

Claro que si fracasaban en eso, probablemente morirían todos.

—Os quiero a los dos en la otra cornisa —instruyó Bruenor a sus dos hijos humanos—, cerca del corredor de la vía de escape.

—Yo pensaba combatir a nivel del suelo —arguyó Wulfgar.

—Los muros son demasiado bajos para ti, y resultarías un blanco estupendo para nuestros enemigos al doblar la estatura de cualquier enano que tuvieras al lado —contestó Bruenor—. No, combatiréis en la cornisa, los dos juntos, porque así es como lo hacéis mejor. Reservad todos los tiros y ataques de arco y martillo para los gigantes, si es que entran también, y quedaos cerca del túnel de huida.

—¿Para ser así los primeros en salir? —preguntó la joven.

—¡Ajá! —admitió el enano—. Los primeros en salir y sin atascar el pasadizo bajo para los de mi raza.

—Con ese razonamiento, ¿no tendríamos que ser los últimos en salir? —sugirió Wulfgar al mismo tiempo que le hacía un guiño a Catti-brie.

—No, salís los primeros y con tiempo, y no pienso discutirlo más —respondió Bruenor—. Tenéis que estar cerca del túnel porque ambos necesitaréis meteros en ese pasadizo para que no se os vea, ya que no podéis agacharos como los enanos que estarán allá arriba con vosotros. Dejad de discutir conmigo y poneos a organizar vuestra táctica. —Bruenor se volvió hacia Regis—. ¿Tienes comida y agua suficiente?

—¿Alguna vez tiene suficiente? —comentó Catti-brie. Regis sonrió de oreja a oreja, de forma que se le marcaron hoyuelos en las regordetas mejillas y dio unas palmaditas a la hinchada mochila.

—Debería ocurrir hoy —le dijo Bruenor—, pero es posible que tengas que esperar un poco.

—No pasará nada y estaré preparado.

—¿Sabes la señal?

El halfling asintió con un cabeceo.

Bruenor le palmeó la espalda antes de apartarse. Con una sonrisa y un leve encogimiento de hombros dirigidos a su amigo, Regis se metió en el chiribitil secreto, tiró de la puerta de piedra y la cerró por dentro.

Un par de enanos se acercaron al acceso cerrado y empezaron a cubrir los bordes con barro y piedrecillas. La puerta quedó integrada tan perfectamente en la pared de piedra que a un ladrón elfo entrenado le habría costado mucho trabajo localizarla después de decirle dónde encontrarla exactamente.

—Y tú estarás a nivel del suelo, claro —le dijo Catti-brie a Bruenor.

—Mi sitio es justo en el centro de la línea. —Advirtió el ceño de la joven y añadió—: Tienes permiso para usar tu arco de vez en cuando y despejar un poco el camino si ves que atraigo demasiado la atención de los orcos.

Sus palabras animaron el gesto de la mujer, un claro recordatorio de que tanto si era arriba, en la cornisa, como si era abajo, en el suelo del vestíbulo, estaban juntos en aquello.

—Les haremos pagar cada centímetro de suelo —les dijo Bruenor a sus muchachos cuando llegó la noticia por las chimeneas de que las torres se habían completado en el Valle del Guardián y que se estaban uniendo muchísimas cuerdas. No obstante, se tardó bastante tiempo en transmitir la nueva a lo largo de la «línea» de árboles, conducto de ventilación abajo hasta la Ciudad Subterránea, y después otra vez corredores arriba hasta el vestíbulo de entrada, así que las palabras acababan de salir de la boca del rey enano cuando el primer golpe atronador retumbó en las grandes puertas de hierro. Todas las cámaras se sacudieron por el tremendo impacto del pesado ariete y más de un enano trastabilló.

Los que se encontraban más cerca de la entrada se aproximaron inmediatamente para inspeccionar los daños sufridos y comprobaron que con sólo el primer golpe habían aparecido grietas en la piedra que sujetaba las inmensas puertas.

—No aguantarán mucho —informó el jefe de ingenieros más próximo a las puertas.

Su equipo y él retrocedieron con presteza, a la espera del segundo envite, el cual hizo que la cámara temblara más aún. Las puertas se abrieron un resquicio bajo el enorme peso del ariete. Más de un par de ojos se alzaron con nerviosismo hacia el techo y el delicado artilugio del cuenco.

—¡Aguantará! —gritó Bruenor desde el centro de la primera línea de defensa, justo en el lado opuesto a las puertas—. ¡No miréis arriba! ¡El enemigo entrará después de una o dos arremetidas más del ariete!

»¡Muchacha! —llamó a Catti-brie—. ¡No muevas los ojos de esa línea central de las puertas, y si se abren y un feo orco asoma su fea cara por la rendija, lo tumbas! ¡Todos vosotros!

El enorme ariete se descargó otra vez contra el hierro y las puertas se entreabrieron un poco más, de forma que quedó un hueco suficiente para que se colara un orco, ya que no un gigante. Tal como había predicho Bruenor, los enemigos se abalanzaron contra el portal, aullando, chillando y empujando. Uno empezó a colarse, pero en seguida reculó cuando una andanada de flechas y saetas se descargó contra la rendija.

Los orcos que venían detrás del desgraciado lo empujaron hacia dentro y luego hacia el suelo, y se agolparon, ansiosos, contra el resquicio.

Los recibieron más flechas y saetas, incluida una flecha plateada que atravesó a una de las criaturas que había delante y a varias más que tenía detrás, con lo que la presión cedió durante un momento.

Entonces el ariete se descargó de nuevo y la hoja derecha de las puertas saltó del gigantesco gozne superior y se inclinó hacia dentro entre gemidos y crujidos cuando el metal del gozne inferior se torció. De arriba cayeron trozos de piedra que aplastaron a las primeras filas de orcos, aunque aquello apenas frenó la marea.

Los orcos entraron en avalancha, y los enanos bramaron y se dispusieron a afrontar la carga. La puerta rota se meció hacia el lado contrario y se desplomó sobre muchos orcos infortunados, lo que frenó un poco el asalto.

Desde arriba llovieron proyectiles. Un pesado martillo de guerra voló en círculos entre la multitud y reventó el cráneo de un orco. Cuando la carga se acercaba al primero de los recién construidos muros bajos, los enanos salieron de detrás de repente, todos ellos armados con ballestas, y barrieron la primera línea de enemigos. Las ballestas fueron desechadas para ser reemplazadas por lanzas largas que se enfilaron contra la multitud atacante. Los orcos de primera línea, empujados por la oleada que venía detrás, no tenían forma de frenar ni de desviarse a un lado.

Como un solo guerrero, los componentes del excelente equipo de Banak arrojaron las lanzas y empuñaron las armas de combate cuerpo a cuerpo. Espada, hacha y martillo se descargaron violentamente y abrieron brechas a medida que la oleada de orcos avanzaba. Desde arriba, una nutrida andanada de flechas devastó la segunda línea enemiga, lo que dio ocasión a los enanos de retirarse detrás del segundo parapeto.

La escena se repetiría en tramos de tres metros, de muro a muro, todo el trecho hasta la posición de Bruenor.

—¡Wulfgar! ¡Muchacha! —gritó el rey enano cuando una forma más grande apareció en el umbral de las puertas rotas.

No había acabado de hablar cuando una flecha mágica de Cattibrie disparada por Taulmaril zumbó en el aire hacia la figura colosal del gigante seguida de cerca por un martillo que daba vueltas.

Los orcos llegaron al segundo muro, donde murieron muchos más.

Pero la oleada de monstruos seguía su avance.

Regis se hizo un ovillo y se tapó los oídos para no oír los chillidos y los gritos que retumbaban contra las piedras. Había presenciado muchas batallas —demasiadas, a su juicio— y conocía bien aquellos sonidos horribles. Y siempre sonaban igual. Desde las peleas callejeras en Calimport hasta las salvajes batallas que había visto en el Valle del Viento Helado, tanto contra los bárbaros de la tundra y los orcos, hasta las contiendas para recuperar y conservar las codiciadas minas de Mithril Hall, a Regis lo habían acometido aquellos mismos sonidos una y otra vez. Daba igual que los gemidos provinieran de orcos, o de enanos, o incluso de gigantes. Todos rasgaban el aire y las agudas notas transportaban oleadas de dolor.

El halfling se alegró de encontrarse en el hueco cerrado donde no tenía que presenciar el derramamiento de sangre ni ver los cuerpos destrozados. Confiaba en que su papel fuera importante en la consecución del plan de los enanos, en que estuviera contribuyendo en gran medida a conseguirlo.

De momento, sin embargo, quería apartar de su mente todas esas ideas, quería apartarlo todo y simplemente yacer en la casi absoluta oscuridad del chiribitil sellado a cal y canto. Cerró los párpados y los oídos, y deseó que todo estuvieses lejos, muy lejos.

—¡Gigante! —advirtió Wulfgar a Catti-brie, que se encontraba arrodillada a su lado en la balconada.

Mientras hablaba, la colosal forma cruzó el umbral de la puerta caída y entró en la penumbra de la cámara apremiando a los orcos que marchaban delante.

El bárbaro lanzó un grito a su dios de la guerra al mismo tiempo que levantaba el martillo por encima del hombro; después giró los brazos para ponerlos rectos, de forma que el martillo quedó directamente en línea, a su espalda.

—¡Tempus! —gritó de nuevo.

Echó el cuerpo hacia atrás y a continuación inició un movimiento giratorio que parecía comenzar en las rodillas, mientras que la espalda se arqueaba y rotaba hacia adelante seguida por los macizos hombros en el giro al tiempo que los brazos pasaban por encima de su cabeza y lanzaban el poderoso Aegis-fang en un vuelo que lo llevó a través de la cámara girando sobre sí mismo.

Cattibrie apuntó al blanco con rapidez tras el aviso de Wulfgar y disparó; su flecha sobrepasó y dejó atrás al martillo, y alcanzó primero al gigante en un brazo. El coloso gritó y se incorporó para enfrentarse a la pareja encaramada en la cornisa justo en el momento en el que el martillo lo golpeaba de lleno en la cara con el seco chasquido de una bofetada.

El gigante trastabilló. Otra flecha lo alcanzó en el torso, seguida de una tercera, y Wulfgar, asiendo de nuevo el martillo mágico, que había vuelto a su mano, gritó el nombre de Tempus y se lo arrojó una vez más,

El coloso giró sobre sus talones y caminó a trompicones hacia el umbral.

El martillo rebotó justo en su espalda doblada, y el impacto lo impulsó hacia adelante y al suelo, donde aplastó a un infortunado orco bajo el corpachón desplomado.

—Vienen más —comentó Catti-brie cuando otra figura monumental y después otra más cruzaron la puerta ladeada.

—Entonces, dispara flechas sin parar —sugirió Wulfgar mientras el martillo aparecía de nuevo mágicamente en su mano.

Empezó a apuntar a uno de los adversarios recién aparecidos, pero reparó en que el gigante herido intentaba incorporarse con pertinaz empeño, Wulfgar corrigió el ángulo de lanzamiento, gritó o su dios de la guerra y arrojó el arma. El martillo golpeó al ser en la espalda cuando trataba de levantarse, y sonó un crujido a hueso roto. El coloso se desplomó rápida y bruscamente y se quedó tendido en el suelo, inmóvil.

Los otros dos gigantes ya estaban dentro del vestíbulo, sin embargo; el primero recibió un flechazo del arco devastador de Cattibrie, pero esquivó ágilmente una segunda flecha, que pasó zumbando a su lado; el proyectil mágico penetró a través del muro de piedra. Otro coloso apareció en el umbral y se quedó allí; al cabo de un momento, los defensores de la balconada entendieron la táctica. El gigante de la puerta se giró rápidamente y lanzó algo al que estaba un poco más adentro del vestíbulo; éste lo cogió y giró sobre sí mismo para lanzarlo a su vez al que iba delante, Otra flecha de Catti-brie se clavó en ese coloso, pero no lo derribó, y cuando el gigante se volvió de cara a la cornisa, levantó los brazos, que sostenían una piedra enorme, y la lanzó.

—¡Corre! —gritó el enano que estaba a la izquierda de Wulfgar, al que agarró por el cinturón y lo apartó de un tirón.

El bárbaro, desequilibrado, trastabilló y cayó en la balconada, detrás del enano. Sólo cuando hubo caído con un golpetazo y consiguió echar un vistazo atrás, Wulfgar comprendió que el enano le había salvado la vida. El pedrusco arrojado por el gigante se estrelló violentamente contra el repecho de la balconada y se desvió hacia arriba, donde se encontró con el muro que había junto al túnel de salida.

De allí rebotó de nuevo hacia la balconada, y Wulfgar sólo pudo contemplar con horror cómo se precipitaba sobre su querida amiga.

—¡Abandonad el vestíbulo! —retumbó una voz por encima del tumulto de la batalla, la voz de Bruenor Battlehammer, que ocupaba el centro de la línea de enanos a nivel del suelo y apremiaba a los suyos a la retirada—. ¡Dadnos un poco de tiempo, arqueros!

—¡Flechas especiales! —gritaron enanos a todo lo largo de las dos balconadas. Al unísono, los ballesteros buscaron sus mejores saetas rematadas en una punta de metal que ardía como un meteoro incandescente cuando se le aplicaba una llama. Portadores de antorchas corrieron a lo largo de las líneas de arqueros en tanto que se alzaban gritos para indicar la zona en la que concentrar los disparos.

Saeta candente tras saeta candente volaron desde la mitad trasera del vestíbulo hasta la zona inmediatamente anterior a la posición ocupada por Bruenor Battlehammer y sus guerreros de élite, la brigada de los Revientabuches, que actuaban como retaguardia de la retirada

—¡Idos ahora! —gritó Bruenor mientras las líneas orcas se hacían trizas bajo el resplandor de las saetas de magnesio y los gritos de increíble dolor de aquellos a los que alcanzaban—. ¡Cerrad!

Por encima de él, en la cornisa, un enano tiraba de Wulfgar con fuerza para aparrarlo del pedrusco que había caído sobre Cattibrie.

—¡Te necesitamos ahora! —gritó el enano.

Wulfgar giró bruscamente, llorosos los ojos azules. Era parte de un equipo que supuestamente debía terminar la retirada, uno de los cuatro asignados para izar la cuba de metal fundido y volcarlo delante del corredor de escapatoria a fin de ganar tiempo para Bruenor y los Revientabuches.

Wulfgar, loco de rabia, cambió ese plan. Apartó a los enanos de un empellón, rodeó la cuba con los brazos y luego, cargado con ella, se encaramó al borde de la balconada a la par que rugía a cada paso que daba.

—Es imposible que esté haciendo eso —farfulló uno de los enanos.

Pero lo estaba haciendo.

Al borde, el bárbaro soltó la cuba y la volcó, de manera que el metal incandescente y fundido cayó sobre los orcos.

Una gran roca se estrelló contra la cornisa justo debajo de él y la fuerza del impacto lo lanzó a un lado, tambaleándose, mientras fragmentos de piedra se desprendían bajo sus pies.

Con una última mirada a Cattibrie, Wulfgar cayó de la cornisa dando volteretas, detrás de la pesada cuba de metal.